viernes, 29 de enero de 2010

Salinger: la leyenda del escritor furtivo

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Con la muerte de Jerome David Salinger, desaparece no sólo un gran escritor, el autor de uno de los libros más aclamados y célebres de la historia de la literatura estadounidense, El guardián entre el centeno (1951), sino uno de los últimos creadores encerrados en su torre de marfil.
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La leyenda y la extravagancia han rodeado a este autor, nacido en Nueva York, el primero de enero de 1919, y lo ha acompañado hasta hoy mismo. Celoso de su intimidad hasta límites enfermizos, Salinger, de continuo se negó a ceder a las exigencias de una época marcada por la imagen y las entrevistas. Su obra es corta: la citada, más Nueve cuentos (1953), Franny y Zooey (1961) y Levantad, carpinteros, la viga del tejado y Seymour: una introducción (1963), pero su altura artística e influencia en las generaciones posteriores es inmensa.
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Sólo algo más de una década de publicar, pero ¿qué era de Salinger antes de ese debut; qué fue de él tras publicar su último libro? Hasta El guardián entre el centeno, este escritor hijo de comerciantes judíos se orientó hacia el ambiente militar, estudiando en la Academia de Valley Forge, en Pensilvania. Pero ya de muy joven hizo sus primeros pinitos en el relato corto, colaborando con diversas revistas neoyorquinas: en los años cuarenta, vieron la luz varios de sus cuentos e incluso un par de capítulos de lo que sería su inmortal novela. En su cabeza, crecía la historia que protagoniza el adolescente Holden Caulfield mientras, como voluntario, participaba en la Segunda Guerra Mundial, nada menos que en el desembarco de Normandía.
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Tras la experiencia bélica, Salinger contrajo matrimonio con una médica francesa, pero la unión no duró mucho, y luego probó suerte de nuevo en 1955, con otra mujer de la que divorciaría doce años más tarde. Sólo era el comienzo de una relación con el otro sexo verdaderamente difícil, como el caso que sufriría en 1972, cuando una chica de dieciocho años subastó las cartas que Salinger le había escrito.
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Poco a poco, Salinger va desarrollando una personalidad contradictoria, que busca en el budismo una calma que él mismo, por sus reacciones públicas, está lejos de hallar. Su personaje más famoso es en cierta medida como él, un inadaptado social: Caulfield constituye la representación del hombre incomprendido, y más si cabe en su edad adolescente. Salinger parece él mismo un hombre de perpetua pubertad, hiperestésico, intratable incluso. Todo lo cual le lleva a decidir una especie de encerramiento propio. Abandona Manhattan y se traslada a una localidad de New Hampshire; no desea publicar nada más, como si su éxito hubiera extremado su inadaptación. Y entonces va creciendo la leyenda: Salinger está desaparecido, quiere borrarse del mapa, escapa de los ojos curiosos, de los flashes, de los periodistas; una actitud que sólo hace que aumentar la curiosidad de la gente. Ni siquiera permite ilustraciones en las portadas de sus libros.
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Así, si un atrevido pretende escribir su biografía –Iam Hamilton, J. D. Salinger: A writing life–, el autor le demanda. Algo que no prosperó, aunque el libro, merced a una orden judicial, no pudiera dar extractos literales de las cartas del biografiado. Incluso su hija Margaret quiso decir su opinión del genio cascarrabias en El guardián de los sueños (2000), donde se decían cosas verdaderamente íntimas y humillantes, de orden escatológico y sexual, sobre el escritor. Ahora, por fin, Salinger podrá descansar en paz.
Publicado en La Razón, 29-I-2010

jueves, 28 de enero de 2010

Entrevista capotiana a José Balza


En 1972, el escritor estadounidense Truman Capote (1924-1984) publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama 1999), y en él el autor de A sangre fría se entrevistaba a sí mismo con especial astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la siguiente «entrevista capotiana», con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, del narrador y ensayista venezolano José Balza.

Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamás de él, ¿cuál elegiría?
En una Biblioteca.
¿Prefiere los animales a la gente?
No.
¿Es usted cruel?
A veces calculadamente. Pocas, sin saberlo.
¿Tiene muchos amigos?
Lo suficiente para sentir que cambio de mundo con cada uno de ellos.
¿Qué cualidades busca en sus amigos?
Disponibilidad de tiempo.
¿Suelen decepcionarle sus amigos?
Como yo a ellos.
¿Es usted una persona sincera?
Lo intento, pero la imaginación me traiciona.
¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre?
Estando solo.
¿Qué le da mas miedo?
No poder corregir algunos gestos o palabras de antes.
¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le escandalice?
La persistencia del hambre y del subdesarrollo en América.
Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida creativa, ¿qué habría hecho?
Ser cantante o pianista de rumba.
¿Practica algún tipo de ejercicio físico?
Amo nadar dentro de mi gran Río, también recorrer en bicicleta parajes con grandes árboles.
¿Sabe cocinar?
No.
Si el Reader's Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un personaje inolvidable», ¿a quién elegiría?
A todos mis amigos que han muerto.
¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de esperanza?
Sí.
¿Y la más peligrosa?
Política.
¿Alguna vez ha querido matar a alguien?
Cada cierto tiempo: a un político o a un mal escritor. A un burócrata. También a los académicos intelectualoides.
¿Cuáles son sus tendencias políticas?
Todo lo que haga posible el equilibrio.
Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser?
Músico.
¿Cuáles son sus vicios principales?
Imaginar.
¿Y sus virtudes?
Saber ser ajeno.
Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del esquema clásico, le pasarían por la cabeza?
Ya me ocurrió a los ocho años en el Orinoco. Una sola imagen: la del aire, la de respirar.

T. M.

domingo, 24 de enero de 2010

El ocaso de la humanidad

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(Hoy publico en La Razón un artículo sobre Cormac McCarthy y su novela La carretera, con motivo de su adaptación al cine.)
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Fue casi un acontecimiento el hecho de que Cormac McCarthy (Rhode Island, 1933), de continuo ajeno al mundillo socioliterario, concediera una entrevista en televisión. Rompía así una suerte de aislamiento que había potenciado la calidad de autor de culto que ya tenía desde su debut con El guardián del vergel (1965) y, sobre todo, a partir de Meridiano de sangre (1985), obra que, según Harold Bloom, lo instala en la senda artística, nada menos, que de Herman Melville y William Faulkner.
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Aquel día, 5 de junio de 2007, la archifamosa Oprah Winfrey habló de La carretera y, evidentemente, el libro se convirtió en un best-seller. Al día siguiente, las secciones culturales de los periódicos de medio mundo ofrecían la noticia: por fin McCarthy, oculto como sus compatriotas J. D. Salinger o Thomas Pynchon, tan reacios a dejarse ver, fotografiar o entrevistar, hablaba de su vida –viajes, pobreza extrema, alejamiento absoluto al ambiente artístico y editorial– en la localidad donde vive ahora, Santa Fe, en el estado de Nuevo México. Al parecer, a los setenta y cinco años, se permitía relajarse y ceder ante el impulso publicitario del panorama cultural.
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De McCarthy ya se habían llevado a la gran pantalla cuatro adaptaciones de sus novelas, a destacar Todos los hermosos caballos (National Book Award en 1992) y No es país para viejos, pero es La carretera (premio Pulitzer en el año 2007) la que quizá tenga un condicionante más exclusivo del arte cinematográfico: el género de las historias de anticipación. Y es que McCarthy, con un estilo sintético como nunca en su trayectoria, describe un mundo devastado por la guerra nuclear al que un padre y un hijo (sin nombres) buscan un sentido. Entre tanta muerte y cenizas, juntos cruzan los Estados Unidos, sufren calamidades y ven a hombres convertidos en caníbales por la carencia de comida. Es simplemente el fin del mundo, una visión de cómo sería el ocaso del la humanidad.
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Pero como siempre, tras la fuerza arrolladora de sus historias, plenas de violencia y desgarro, en McCarthy siempre cabe una lectura entre líneas: de carácter moral y visionario. El escritor habla de lo más terrible y, en el núcleo de la situación, coloca a un niño –un homenaje a su propio hijo, John Francis, de ocho años entonces– como víctima singular de ese Apocalipsis que, como todas las tragedias, tiene, en su desesperanza, la esperanza de un mañana.

sábado, 23 de enero de 2010

Mi nuevo libro de ensayos literarios


Me siento realmente dichoso: la editorial Metropolisiana, creadora de libros majestuosos, de un diseño cuidadoso y bellísimo, ha hecho que vea la luz mi libro Desarticulación, un conjunto de ensayos literarios sobre narrativa universal. Acompañados de pequeños y deliciosos dibujos del artista Antonio Gaga, el volumen está dividido por tríos de textos y temas, excepto el apartado inicial y final, que cuentan con cinco. Adjunto el índice para dar más cuenta de ello. Llevaremos a cabo la presentación de Desarticulación el próximo martes día 26, en la Casa del Libro de Sevilla (calle Velázquez 8; 19.30 horas), y tendré un presentador de lujo, el excelso narrador José María Conget.

ÍNDICE
Proemio

Comportamientos literarios:
La desmemoria literaria
El éxito del fracaso, el fracaso del éxito
Escritura que se fuma
El miedo y el deseo
Temperaturas literarias

La literatura está en el aire:
Letras provincianas
La vieja Irlanda nueva
El Sur en la narrativa norteamericana

El dolor de amar:
Constant y Jacobsen: el enamorado débil
Menáge à trois: Henri Pierre Roché y otros
El pecado sensual de la corrompida Lolita

Lecturas chestertonianas:
Robert Louis Stevenson: un niño perdido
Charles Dickens: la mitología del comfort
Chesterton: las paradojas de un alma infantil

Papeles personales:
Dios, la muerte y la alegría: los diarios de Tolstói
Soma Morgensten: documentos de serenidad
El caos de la intimidad: Truman Capote

Charlas con escritores:
Boswell y el Dr. Johnson: la cotidianidad de un genio
Goethe y Eckermann: la verdad de uno mismo
Kafka y Janouch: una religión privada

Americanos inclasificables:
Juan Filloy: el precursor de Cortázar
Juan Rulfo: los paseos del fantasma
Clarice Lispector: la sensación de existir

La Europa de entreguerras:
Karl Kraus: la voz de la justicia
Stefan Zweig: el exilio del impaciente
Max Frisch: la necesidad de huir

Solitarios autores populares:
Julio Verne: el futuro como presente
Salgari: el destino de ajusticiar
Graham Greene: el espía aburrido

Atracción de muerte y locura:
Chateaubriand: instinto mortuorio
El viaje al infierno de Antón Chéjov
Strindberg y Hamsun: el grito del vagabundo
Thomas Mann: la seducción de morir
Yasunari Kawabata: la memoria y el perdón

jueves, 21 de enero de 2010

Autobiografía de los mares

Siempre yendo hacia alguna parte, huyendo, escondiéndome, durmiendo en casas ajenas, en hoteles desgastados –tránsitos para olvidar–, escapar del último sitio, y a través del tiempo y del espacio, escribir sobre la causa de la huida de otra manera, es decir, escribiendo sobre el presente y lo nuevo, sobre los descubrimientos que hacen olvidar para qué se huyó.

Y el mar. Núcleo del equilibrio, meta, parada última. Me recuerdo ante él en muchos sitios, infantil y ufano, adolescente y soñador, joven y nostálgico. El mar es la suprema confianza en la calma, pero delante, en una playa de San Juan de Puerto Rico, la espuma repele a los humanos, y hay ahogados allí dentro por haber desafiado la fuerza salvaje de sus olas.

Playas de Choroní en Venezuela y Guardalavaca en Cuba; horizontes gélidos de la Isla Negra chilena y de Westford, Irlanda; balsas de azul-verde brillante en Menorca e Ibiza, en la islita de Favignana, frente a Sicilia; el mar oscurecido de la Costa Brava...
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Ahora entiendo por qué hay muertos que quieren ser esparcidos en forma de cenizas en el mar. Mirando hacia él, todo está en equilibrio y nada es necesario. Su contemplación es recuerdo manso, reposo perpetuo, totalidad –o convergencia, o unión, o armonía– de espíritu, mente y cuerpo.

domingo, 17 de enero de 2010

Neruda el capitán, yo su marinero en tierra

La vida puede ser maravillosa, decía el locutor Andrés Montes, cuya necrológica escribí en este blog en su momento, y al recordar la visión de las casas de Neruda ese pensamiento aflora de manera rotunda. La expresión carpe diem se queda corta al instalarla en nuestra propia vida, como si la existencia del poeta, ese sacar el jugo a todo, fuera un ejemplo de collige virgo rosas al que ninguno de nosotros puede aspirar.

Vivir es almacenar esos instantes dichosos, como aquel que mi recuerdo trae: la visita a La Chacona, la casa-museo nerudiana de Santiago de Chile: felicidad máxima, conjugación de todos los afectos. Sensación que se repite al día siguiente, en la casa de Isla Negra, una prolongación desmesurada de la anterior. En ella hay más espacios, mayor abundancia de colecciones: mascarones de proa, caracolas, cuadros, copas, sombreros y trajes, mariposas, botellas, un gran globo terráqueo del siglo XVIII, máscaras, muebles preciosos, entre ellos un escritorio que, en verdad, fue una simple madera que llegó a la orilla y que el propio Neruda convirtió en mesa donde escribir y mirar el mar. La casa, en fin, como un gran barco, desde donde otear el horizonte con un catalejo. Neruda era el capitán y sus invitados, los tripulantes. Suelos y techos con materiales navales. Hasta un caballo disecado de tres colas hay, entre las extravagancias; retratos de Garcilaso, Hugo, Baudelaire, Poe, Whitman, Dumas, entre las imágenes literarias.

En la visita guiada (no permiten el paseo a solas) un adolescente con mente retrasada se adelanta a las explicaciones de la atenta guía. El chaval, repelente y aguafiestas, opina y pregunta, hace prosaico el excepcional momento, y yo, incómodo, lo miro con fastidio y piedad. Él sabe y deja saber que sabe. Tiene esa desgracia que refleja su rostro y su habla, pero vive la poesía –esa otra malformación en el alma del hombre– más hondamente que la mayoría de los chicos de su edad. Y de súbito, tengo piedad por mí mismo, por mi brevedad e intrascendencia, al lado del Pacífico, respirando el hogar (pasajero ahora; en su tiempo, ávido y pleno y presente) del escritor cuya vida fue un largo verso de amistad, enamoramiento, canto y juego.

viernes, 15 de enero de 2010

Vida (y un milagro) de Sherlock Holmes

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(Hoy publico en La Razón una breve semblanza de Sherlock Holmes, con motivo de la película que se acaba de estrenar, a todas luces infantil e irrespetuosa con el personaje de Conan Doyle)
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Pocas frases más célebres que la pronunciada por Sherlock Holmes a su ayudante: «Elemental, querido Watson». Y es que todas sus investigaciones han de basarse en la deducción sensata. Alto y espigado, de «mirada aguda y penetrante», el personaje de Arthur Conan Doyle aparece en 1887, en Estudio en escarlata (protagonizará tres novelas más y cincuenta y seis cuentos). ¿Cuáles sus aficiones? La apicultura, el boxeo, tocar el violín. ¿Sus hábitos? Comer galletas y tomar cocaína en casa, en el famoso 221 de Baker Street, de Londres, que comparte unos años con Watson. ¿Sus enemigos? El profesor Moriarty, líder de la criminalidad europea, que tira al detective por unas cataratas en El problema final. Pero Doyle, empujado por las protestas y súplicas de sus lectores, resucitaría a su personaje, hoy más vivo que nunca.

jueves, 14 de enero de 2010

Renacimiento


Al salir del aeropuerto Luis Muñoz Marín, en la medianoche tras el trayecto interminable, el abrigo europeo y el cuerpo destemplado chocan con el clima centroamericano. Es un olor, una sensación conocida: la felicidad y el placer de deambular por el Caribe, evocación de otras veces y tierras próximas. Si viviera aquí, cuanto espacio para la calma, la melodía. Pues si bien el jolgorio, el baile, la cháchara, son elementos que no van conmigo, siento la fraternidad del que se identifica con un lugar y unas gentes, con un ritmo de vida y una clase de amor determinados. Sólo en Dublín me ocurrió eso, pero la grisura del idioma me supuso una barrera, y aquí vivo mi enésimo renacimiento, aspirando a que sea el definitivo.
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Los días siguientes me brindan la generosa hospitalidad de muchas personas, la gracia de compartir, ajeno de prisas, platos, tragos y músicas. Quién no puede sentirse ciudadano de esta dulzura de suave telenovela, dramática y chistosa, explosiva y tierna a la vez. En el balcón que me regala la vista de la llegada de los gigantescos cruceros al puerto de San Juan, hojeo una antología de poesía puertorriqueña y, gracias a Francisco Gonzalo Marín (Pachín), acabo de sentirme nacido aquí: «Mi pluma de escritor, culta o salvaje, / el arma es que mis ideas esgrimen» dice en el poema «A mi padre», y en otro titulado «En el álbum de una desconocida», apunta hacia lo que noto en mí: «Soy lo que sobra, lo vulgar: un hombre; / soy lo que gime en el montón: poeta».

martes, 12 de enero de 2010

1 de enero del 2010 en Puerto Rico


En el Viejo San Juan de Puerto Rico, el sol fusila con sus balas de oro. Los escasos paseantes, pues, como leña del mundo a primera hora de la mañana del 1 de enero del 2010. Calor que quiere sofocar, vencer a la grasa con sudor. Las calles, durmiendo la fiesta de anoche. Turistas gringos desperdigados. Un par de mendigos: uno en el suelo y otro dando vueltas. Aire ahogado de sí mismo. Un café en el único local abierto temprano: el inevitable Starbucks, repleto de americanos recientes de su jogging. Abro la prensa: El Nuevo Día, abarrotado de publicidad, de páginas de sucesos al inicio: heridos por los llamados (y prohibidos) disparos al aire en Fin de Año; muertes por rencillas (un adolescente, tres balazos en Río Piedras; un taxista que mató a otro en el aeropuerto por una discusión), narcotráfico y demás desgracias; la sección de “Mundiales”; el primer bebé del 2010, en Cayey; y el tupido apartado de deportes, sobre todo con béisbol y baloncesto local y de la NBA. El otro diario, Última Hora, sensacionalista y pachanguero. Entonces miro hacia afuera: los fantasmas de Juan Ramón Jiménez y Ricardo Gullón pasean ante mí, hablando de poesía. Más allá, Ángel Crespo se ha detenido a repensar un verso de su versión de la Comedia de Dante, que está traduciendo entre vendavales tropicales. Francisco Ayala recuerda y olvida, olvida y recuerda. Y de lejos, con los acordes rasgados del violonchelo de Pau Casals, Pedro Salinas sale de su tumba frente al mar. Todos me saludan y siguen su camino. Yo apuro el café, y salgo a ser disparado por el sol.

viernes, 8 de enero de 2010

El río de los cosacos

En un siglo XX inclinado en destacar las audacias artísticas, las innovaciones estéticas, lo vanguardista, los que siguieron la senda decimonónica del realismo se vieron relegados a cierto olvido. A este tipo de narradores, incluso habiendo tenido gran aceptación en su momento, hoy la crítica especializada los deja en una segunda división y los reseña desde la condescendencia, pues los frescos realistas que reflejen la actividad de un pueblo han perdido prestigio frente a las historias minimalistas y subjetivas, del yo convertido en sujeto confesor, durante las últimas décadas. En el caso que nos ocupa, además, esa valoración entronca con un contexto político determinado, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas; el mismo del que salió El doctor Zhivago de Boris Pasternak, Vida y destino de Vasili Grossman, o Archipiélago Gulag, de Alexandr Solzhenitsyn.
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Mijaíl Shólojov (1905-1984) quiso formar parte de ese elenco de autores que, desde lo social –en él, desde lo socialista– construyó mundos novelescos para entender, mostrándola a través de un variado plantel de personajes en los ambientes rural y bélico, toda una sociedad. Si Pasternak y Grossman, por no hablar de Solzhenitsyn, tuvieron una relación tormentosa con el Estado por intentar, respectivamente, reflejar la Revolución de 1917 y la guerra civil rusa, la Segunda Guerra Mundial y el sistema penitenciario soviético, el caso de Shólojov no puede ser más opuesto en cuanto a su relación con el Gobierno. Soldado en el Ejército Rojo en 1920, afiliado al Partido Comunista en 1932, corresponsal en la Segunda Guerra para informar de los avances de las tropas de su país, Shólojov llevó a cabo con firmeza sus principios: trabajar con su arte para el pueblo, ser leal a la fe proletaria de la URSS, y defender el estilo realista por encima de cualquier otra forma literaria.
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El resultado de todo ello fue impresionante: en su tierra, recibió los premios Stalin y Lenin y, al ser un autor oficial del régimen, sus libros se vendieron por millones; en el plano internacional, fue traducido casi a cien lenguas y recibió el premio Nobel en 1965; en lo personal, vivió y escribió para y por la zona del río Don y la aldea de las estepas en las que nació y en las que acabaría siendo enterrado. Su primer libro fue Cuentos del Don (1926), y en 1928 inició El Don apacible, que apareció por entregas. Aquellas dos mil páginas que, en los años setenta, tradujo José Laín Entralgo, las recupera hoy Debolsillo en una caja de cuatro tomos, lo que para nosotros supone el descubrimiento de un autor que bien puede ubicarse en la estela de Tolstói y de otros grandes novelistas rusos.
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La lectura es apasionante en grado sumo; lo encontramos todo en ella: el amor más pasional y el odio más intenso, las situaciones cotidianas más terroríficas y los detalles más dulces, la dureza del trabajo del campo y el impacto de los jóvenes que matan por primera vez en la Gran Guerra. El cosaco Grigori Mélejov es el protagonista, pero a su alrededor una red de innumerables personajes se dan cita para recrear una existencia en la que es muy fácil penetrar, tal es la habilidad y destreza de Shólojov para los diálogos y las descripciones. Y como testigo mudo e inmutable, el Don, que sigue su curso como si despreciara las miserias, debilidades y anhelos de los seres que montan a caballo y labran la tierra alrededor, que sufren una vida llena de agresividad –violaciones, suicidios, traiciones adúlteras–, conflictos y jerarquías familiares y amor fraternal y a la patria, hasta que el hecho de ver la muerte a los ojos, masiva, absurda, indiscriminada, empañe el pasado y el futuro.

Publicado en la revista Clarín, núm. 84, noviembre-diciembre 2009

jueves, 7 de enero de 2010

Entrevista a Paul Auster


(Ahora que se acaba de publicar esta novela de Paul Auster, tengo a bien recuperar la entrevista que hice al autor para La Razón, en septiembre del 2004.)

Una voz dice mucho de un hombre. La de Paul Auster, ligeramente dulce, paciente, se acelera a medida que despegan sus respuestas, y entonces le sale su inglés neoyorquino, algo cerrado en su entonación. A menudo se ríe de sus propias reflexiones, como sorprendiéndose de lo que acaba de descubrir dentro de sí mismo; explica generosamente detalles de sus obras y estamos seguros de que contesta con la misma calidez y voluntad al experto literario que al simple lector o al encuestador ignorante. Auster debe de ser uno de los personajes de sus novelas: me refiero al ánimo taciturno y elegante que desprende, a su visión comprensiva de las debilidades humanas, a la atención sosegada por lo absurdo del azar que nos gobierna. A sus cincuenta y siete años, acaba de publicar La noche del oráculo; ya lleva escritos veinte libros, todos traducidos al español por la editorial Anagrama, pero parece que no pasa el tiempo por él.
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¿Le ha sido especialmente dura la escritura de La noche del oráculo tras una novela tan intensa como El libro de las ilusiones?
Son dos tipos diferentes de libros. El libro de las ilusiones es una novela extensa. Sucede durante muchos años y en un montón de sitios. La noche del oráculo, en cambio, es una historia muy pequeña, muy compacta. Creo que es como una pieza de cámara. Fue estimulante para mí trabajar a otra escala, más pequeña, a escala intermedia, podríamos decir.
Al acabar un texto, ¿puede pasar enseguida a la siguiente novela o necesita un tiempo para salir del mundo que acaba de crear?
Tardo un poco en hacerlo. Me cuesta como un mes poder volver al trabajo.
Como leemos en sus textos autobiográficos (A salto de mata, La invención de la soledad), pasó por diferentes problemas vitales y económicos antes de dedicarse a la literatura. ¿Cómo recuerda esa larga fase?
Me acuerdo de aquello cada día. No doy nada por hecho, te lo aseguro.
Muchos de sus personajes tienen el propósito de huir, mental o físicamente. ¿La huida es el elemento clave de toda su obra?
En el caso del protagonista de La noche del oráculo, el escritor Sidney Orr, no. Él no quiere escaparse a ninguna parte, es feliz con su vida. Inventa un personaje, Owen, que sí tiene que escapar. Se trata de una historia dentro de una historia. Así, el narrador principal se convierte en el narrador secundario.
La noche del oráculo sucede en Nueva York, como es habitual en sus obras. ¿No considera otros lugares para ubicar la acción de sus novelas?
He situado libros en diferentes sitios. La mayoría pasa en Nueva York, pero pienso en libros como Mr. Vertigo, que sucede en Kansas, o La música del azar, que se supone que ocurre en Pensilvania, en el campo. Aparecen diferentes lugares en mis obras, pero es que Nueva York es mi casa, es el lugar donde vivo y es el lugar que mejor conozco. Como todo el mundo sabe, es un lugar fascinante, es una fuente constante de inspiración.
En la novela, aparece El halcón maltés con la referencia a su personaje Flitcraft, un hombre que deja su hogar después de que casi morir por accidente. En el aspecto detectivesco, ¿Hammet ha sido su mayor influencia?
Realmente no. Me gusta el trabajo de Hammet, aunque prefiero el de otros escritores. Sin embargo, fue un pionero. ¿Sabes por qué usé la referencia de Flitcraft? Empecé a pensar por primera vez en La noche del oráculo hace veinte años. He tardado un largo periodo en acabar de inspirarme. En un momento dado, en medio de la redacción de las aventuras del libro, contactó conmigo el cineasta alemán Win Wenders. Había leído mis libros y le habían gustado mucho, así que me propuso que quizá podríamos hacer juntos una película.
¿De qué año hablamos? No recuerdo ese film.
Esto pasó alrededor de 1990. Le dije que deberíamos pensar en algo, y él dijo que sería fascinante coger la historia de Flitcraft y de El halcón maltés y convertirla en película. Hacer algo con esa idea del hombre que escapa de su vida. Me senté y escribí el esquema de la película. Por razones que complicaron el seguir adelante con ello, como conseguir el dinero para hacer la película, hicieron que el proyecto muriese. Pero tenía las páginas de la historia en mi cabeza todos estos años, y finalmente, cuando reuní todos los elementos que compondrían La noche del oráculo, acabé por utilizar todo eso para uno de los pasajes de la novela. Por lo tanto, Filtcraft me ha inspirado durante todos estos años.
Y hablando de influencias literarias, ¿cuáles serían las suyas?
Muchos. Diría que escritores americanos como Hawthorne, Thoreau, Melville; también los rusos, que fueron muy importantes para mí en mi juventud, como Tolstói y Dostoievski, y otros viejos novelistas como Dickens.
Y supongo que también la literatura francesa. (Lo decimos porque Auster vivió en París una temporada y fue el responsable, en 1981, de una magnífica antología de poesía gala del siglo XX cuya introducción encontramos en el volumen Experimentos con la verdad.)
Sí, por supuesto, pero no debemos olvidar la poesía de Paul Celan, y a Kakfa y Beckett, que también son de gran importancia para mí. Tengo muchas fuentes de inspiración.
¿Y qué tal con respecto al cine? Después de los guiones de Smoke y Blue in the face y dirigir Lulu on the bridge, ¿tiene algún proyecto fílmico?
No lo sé. Nada en el trabajo está planeado. Nunca se sabe lo que va a pasar en la vida. Tengo en mente un par de documentales que me gustaría escribir, pero no los voy a dirigir. El mundo del cine me parece fascinante, pero no he hecho nada al respecto durante los últimos años.
Se ha publicado en la prensa que ha participado en varios actos contra Bush. ¿Cuál es su pronóstico para las elecciones? ¿Kerry es esperanza de algo mejor?
Definitivamente, Kerry es la esperanza de algo mejor. Es absolutamente necesario que Bush sea vencido en noviembre para que nos libremos de él. Ha sido un desastre para el país y el mundo. No sé cómo será de terrible si Bush continúa en el gobierno, pero imagino que es capaz de hacer cualquier cosa. El domingo estuve en una manifestación en Nueva York, quinientas mil personas en la calle contra Bush. Que se manifieste medio millón de personas es realmente significativo.
Coincidiendo con el Congreso del Partido Republicano.
Sí. A nosotros, en Nueva York, no nos gusta Bush ni el Partido Republicano, y nos sentimos insultados por que vengan aquí para hacer la convención, explotando lo sucedido el 11 de Septiembre por razones publicitarias. No está bien. No deberían estar aquí.
T. M.

martes, 5 de enero de 2010

Papá Hemingway sobre el Atlántico


En algún lugar del océano, de camino otra vez a América, voy escribiendo mis impresiones sobre los Cuentos (Lumen, 2007) de Ernest Hemingway. Hay obras que te desarman, que te dejan como con sed, con incomodidad: Dorothy Parker o Raymond Carver, por citar un par de sus compatriotas, tienen relatos que te golpean de frente. Es un puño que ves acercarse y que no puedes dejar de recibir. Pero te mantienes en pie y continúas leyendo, tanto por el estilo, los recursos narrativos, el punto de vista, la disposición y enfoque de los diálogos, como por el contenido: a menudo, nada relevante, apenas alguna conversación entre dos esquiadores o los movimientos solitarios de un hombre pescando truchas.

Esto mismo, la pesca, más la caza, los toros, el boxeo o las carreras de caballos están en la lista de cosas que no me interesan lo más mínimo, o que detesto directamente. Pero qué mundos más maravillosos ofrecen en manos de Hemingway. Tan puntilloso en las descripciones, el autor relata y a la vez enseña con detalle maestro los elementos y hábitos de esas actividades. Y lo consigue sin que el surtido de información dé como consecuencia cuentos informativos. Primero siempre va delante la profundidad del personaje, su épica derrota ante la fatalidad de la existencia.

El libro me acompaña a la ida y a la vuelta, en las salas de espera de varios aeropuertos de España, Estados Unidos, el Caribe, entre la congénita antipatía de las azafatas de US Airways y la falta de sueño; así, el hecho de tener horas y horas por delante, sin interrupciones, hace que la lectura sea concentrada y reposada; tal situación, impropia del ajetreo diario en la ciudad, genera un nuevo libro que, al llegar a su último cuento, «Padres e hijos», ilumina mi propia vida como si mi fidelidad durante seiscientas páginas me asignara el premio de que Papá Hemingway me hable, a mí directamente, sobre una persona que ha llegado estos días americanos al recuerdo, por culpa de la evocación ajena, y que mañana cumple no sé cuántos años de estar muerto en vida.