miércoles, 30 de junio de 2010

10 años como crítico literario de La Razón


Tal día como hoy, un decenio atrás, empecé a colaborar con el diario La Razón. Publiqué una reseña de un libro maravilloso del escritor irlandés J. Synge, Las islas Aran (editorial Alba). Espero que, en los próximos días, en esas mismas páginas que tan bien me han acogido, pueda darle una suerte de cierre a ese ciclo de una década hablando de la reciente edición de la poesía completa de Yeats, quien precisamente sugirió a Synge en París que visitara la costa oeste irlandesa para captar la vida de las gentes del mar.

Han sido casi 500 textos publicados, entre críticas literarias de una enorme variedad de autores, nacionales y extranjeros, de todos los géneros, reseñas de novedades, artículos de opinión, necrológicas de escritores, entrevistas a unos cuantos de primer orden internacional, mini ensayos literarios al hilo de un tema concreto, e incluso algunos textos sobre cine u otros asuntos más alejados de lo meramente cultural.

Todo ese ingente material del que tanto he disfrutado, ese placer de estar al día de los libros nuevos de la mayoría de editoriales, tuvieron un segundo viaje: muchos textos acabaron, rescritos, en sendos libros de ensayos sobre poesía y narrativa universales: Experiencia y memoria (Renacimiento, 2007) y Desarticulación (Metropolisiana, 2010).
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No tengo palabras para agradecer a Manuel Calderón y a su equipo del suplemento literario y de la sección de cultura todo lo que me han regalado, desde varios puntos de vista, durante estos diez años. Me siento feliz y orgulloso de haber merecido esa confianza que, ojalá, pueda renovarse de forma indefinida para que sigan un destino común, entre Madrid y Barcelona, ese joven diario y este escritor joven que se ha formado como articulista literario a su lado.

domingo, 27 de junio de 2010

Miedo de vivir



En un tiempo y lugar –nuestro frenético ambiente literario hoy–, donde la masiva edición, el afán de precocidad y de adquirir renombre artístico o comercial marca el día a día, se agradece que de vez en cuando surja algún autor de cierta edad que se haya impuesto el prudente deseo de debutar sin prisas. Marc Gual (Barcelona, 1972) lo hace con un libro de relatos espléndido, profundo, bello, escrito con suave lirismo o intensa contundencia, pero siempre consciente de armar artefactos lingüísticos densos y estructuralmente precisos.

La maldición del cronista se divide en dos partes, «Cuentos de lejos», de corte fantástico, y «Cuentos de cerca», de tono más realista, aunque ambos tienen en común «el tierno susurrar de la vida cotidiana y ordinaria, la inutilidad melancólica de los recuerdos», por decirlo con las palabras de Onetti sobre las narraciones de Chéjov. Así, lo metafórico-trascendente comparte líneas con asuntos corrientes de índole familiar o matrimonial: en la historia que da título al libro, un padre de familia lucha entre la elección de una vida con mujer e hijos y el instinto vertiginoso por escribir mediante una pluma mágica, lo cual le hace aislarse y gastar tantas palabras como el tiempo que le resta de existencia. En «Todo el mundo lo sabe», lo maravilloso es la entrada para sondear nuestra propia soledad en la sociedad de hoy: el protagonista es hallado crucificado en el rellano de su escalera y en torno a él se cifra toda una sociología, una búsqueda por la verdad de los hechos que sólo pueden imaginarse.

Ese es precisamente el tema que aúna los textos: la busca y la ambigüedad de lo verdadero, que a veces sólo tiene un sutil reflejo simbólico por medio de la voz y mirada de un personaje secundario. Se trata del punto de vista adecuado para manifestar las huellas latentes de soledad y tristeza que deja la muerte del padre, en especial en «La disculpa», donde el joven Samuel sufre su orfandad con una mezcla de fortaleza y vulnerabilidad, sumergiéndole en un permanente miedo por seguir viviendo. Gual practica una literatura romántica, nostálgica, sensitiva, siempre arraigada a un sentimiento nacido de la observación y la memoria: por ejemplo en «Las mujeres fuman», cuento en el que el narrador trata de constatar (verbo capital del libro), mediante la escritura, lo recordado, escuchado o visto, descubriendo cómo «la verdad persiste en su traje de sombra»; cómo, en fin, lo conmovedor se esconde en un recuerdo relampagueante, en un pequeño objeto, en un lejano enamoramiento.

Publicado en Clarín, núm. 87, mayo-junio 2010

viernes, 25 de junio de 2010

Entrevista capotiana a Mauricio Wiesenthal



En 1972, el escritor estadounidense Truman Capote (1924-1984) publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama 1999), y en él el autor de A sangre fría se entrevistaba a sí mismo con especial astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la siguiente «entrevista capotiana», con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de Mauricio Wiesenthal.
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Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamás de él, ¿cuál elegiría?
He vivido siempre viajando. Elegiría un camino, en la frontera entre dos países. Me aburren los nacionalismos. Así podría asomarme siempre al extranjero.
¿Prefiere los animales a la gente?
No me gustan los animales amaestrados que parecen gente. La doma es como una educación burguesa que pervierte los instintos valientes y nobles. Pero tampoco me gustan las gentes cuando parecen animales.
¿Es usted cruel?
Con los demás no, de ninguna manera. Conmigo soy perseverante… una forma continuada de severidad
¿Tiene muchos amigos?
Más amigas.
¿Qué cualidades busca en sus amigos?
De niño me gustaba compartir con ellos el Lego; ahora incluso comparto el Ego.
¿Suelen decepcionarle sus amigos?
No los frecuento tanto. Y las amigas… no me frecuentan bastante.
¿Es usted una persona sincera?
En mis sentimientos e ideas soy absolutamente sincero. Cuando escribo soy más sutil, porque busco en cada verdad su belleza. No me resulta fácil. Por eso considero ridículos a los que intentan deconstruir el arte quitándole la belleza para buscar una verdad sin piedad.
¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre?
Me angustia una sala de cine, me aburre la televisión, no soporto los juegos de familia (creo que son un sucedáneo del incesto), prefiero una noche en casa más que una noche fuera y nunca se me ocurrió meter un barco en una botella… Me siento muy libre cuando escribo, cuando toco la flauta o puedo perderme en una buena música; también cuando medito, estudio y leo. Hago también cada día una dieta de soledad: me sienta mejor que los cereales.
¿Qué le da más miedo?
Morir sin poder sentir el momento. Ya cuando era niño me gustaba apretar en el ascensor el botón de “subir”.
¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le escandalice?
Me escandaliza todo lo que no tiene sentimiento, generosidad, arrojo y poesía, aún cuando parezca útil, rentable y práctico. Y, dentro de lo útil, me horroriza sobre todo lo colosal.
Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida creativa, ¿qué habría hecho?
Tendría que haberme sometido a otro tipo de terapia: un psicoanálisis, por ejemplo.
¿Practica algún tipo de ejercicio físico?
Me gustaba mucho pasear por el campo. Pero ahora los paseos están llenos de campos de golf.
¿Sabe cocinar?
No con muchas estrellas. Pero, en mi casa, los amigos no tienen que levantarse de la mesa y tirar la bandeja…
Si el Reader’s Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un personaje inolvidable», ¿a quién elegiría?
Mis personajes inolvidables están olvidados. No interesan en las revistas.
¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de esperanza?
Amor.
¿Y la más peligrosa?
Querer, sobre todo cuando la confunden con amar. Amar es un deseo de entregarse, propio del espíritu y de la eternidad. Querer es sólo una voluntad de poseer, típica del fin de semana.
¿Alguna vez ha querido matar a alguien?
No es mi estilo.
¿Cuáles son sus tendencias políticas?
A muchos que están arriba los pondría debajo… Pero quizás esta es ya una opción sexual…
Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser?
Todo, menos mi heredero…
¿Cuáles son sus vicios principales?
Cosas… de buen gusto.
¿Y sus virtudes?
Sé resistir. Y eso tiene sus ventajas, porque me permite mantenerme mucho tiempo en la tentación.
Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del esquema clásico, le pasarían por la cabeza?
El salón iluminado del barco, la música y mi último baile con ella. Hay una agonía en la pasión del baile y un erotismo en la muerte…
T. M.

miércoles, 23 de junio de 2010

Mi biblioteca de libros de memorias: III



STEFAN ZWEIG
El mundo de ayer

No hay ningún autor cuya personalidad el joven admire más, al que profese mayor afecto y cariño, en el que reconozca con tamaña fuerza la, a menudo, infravalorada mezcla de calidad literaria y entretenimiento audaz, la capacidad incomparable para enfrentarse al cuento, la novela, la biografía, la historia y el ensayo literario. Zweig, extraordinario siempre, rozando la contención para quedarse en el desasosiego pasional de sus personajes, exigentes sobremanera consigo mismo, leído por el ignorante y el erudito con igual placer, conserva un pundonor ejemplar tanto en su vida como en su obra; para el joven, fue el suicida de cabecera durante su investigación, a lo largo de casi diez años, del suicidio literario, y le sigue pareciendo la quintaesencia de la humildad, de la preocupación por los demás, de la bondad pura y entrañable.

El mundo de ayer. Memorias de un europeo no nace para que su autor se erija en protagonista de los acontecimientos que transformaron el “mundo de la seguridad”, a partir de 1914, en un continente que llevó al extremo la violencia y el odio (el complemento a esta mirada general sería la particular de otro suicida, Sándor Márai, en Confesiones de un burgués). Zweig comienza diciendo que no se cree tan importante para contar su vida, sino más bien la de su generación, “la única que ha cargado con el peso del destino, como, seguramente, ninguna otra en la historia”; por ello, su visión es la de un hombre –austriaco, judío, escritor, humanista y pacifista, dice– en la cúspide de la libertad: la del apátrida, la del expulsado, la del que da por bueno el epígrafe shakesperiano que abre el libro: “Acojamos el tiempo / tal como él nos quiere”.

martes, 22 de junio de 2010

El pasadizo ya desierto de libros



En un libro recién leído –en qué caja habrá acabado ese Retratos y encuentros–, Gay Talese, en una de sus crónicas periodístico-literarias, habla del boxeador Joe Louis, y de una de sus parejas, que se unió a él tras una etapa casada con un intelectual. Según ella misma, cambió un hombre de libros por un hombre de vida. ¿Le ha ocurrido algo parecido a este lector que hoy ha visto su estantería invisible en un pasillo ya desértico de maderas en la que fue su casa? En un cuento del libro La ciudad desplazada, José María Conget recrea la evolución de un ratón de biblioteca que es salvado de su fijación por los libros gracias al amor de una mujer. ¿Pero es posible tal tránsito? ¿Abandonamos los libros, o los dejamos aparte, cuando empieza a funcionarnos la vida? ¿Visitará este lector nómada a sus libros una vez los deje enjaulados en un cuarto oscuro, como cuando visita los nichos de sus muertos?

viernes, 18 de junio de 2010

Entrevista capotiana a Antonio Rivero Taravillo



En 1972, el escritor estadounidense Truman Capote (1924-1984) publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama 1999), y en él el autor de A sangre fría se entrevistaba a sí mismo con especial astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la siguiente «entrevista capotiana», con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de Antonio Rivero Taravillo.
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Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamás de él, ¿cuál elegiría?
Un fotograma de The Quiet Man en un Innisfree falso y de fábula.
¿Prefiere los animales a la gente?
Prefiero mi gata a muchos animales. Y a ciertas personas sobre la mayoría de la gente. Lógicamente, también prefiero mi gata a esos ruidosos que en este momento –sábado por la noche– ensucian y vandalizan la calle.
¿Es usted cruel?
Con estos últimos podría serlo. En general, supongo que a veces sí, pero nunca de manera consciente.
¿Tiene muchos amigos?
Muy pocos, y sin duda ha de ser por mi culpa. Por no haber dedicado suficiente tiempo al cultivo de la amistad.
¿Qué cualidades busca en sus amigos?
No busco amigos ni cualidades. Cuando llega la amistad, cosa muy agradable, aprecio la corriente de mutua simpatía y la franqueza.
¿Suelen decepcionarle sus amigos?
Rara vez me decepciona alguien. Digamos que he aprendido a qué atenerme.
¿Es usted una persona sincera?
No, si la realidad estropea el arte. Aunque me doy cuenta de que al decir esto niego decir la verdad.
¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre?
No lo tengo. Pero, a veces, libero tiempo para estarme leyendo a solas lo que duran dos pintas de cerveza negra en la barra de un pub, haciendo caso omiso del fútbol en la pantalla y oyendo mi propia música (algo de Christy Moore o un strathspey) a través de los auriculares. No mucho tiempo, lo que uno tarda en leer dos páginas en esas condiciones. Suele suceder, sin embargo, que no haya chicas guapas alrededor que me distraigan. Entonces leo cuatro pintas y me bebo cien páginas.
¿Qué le da más miedo?
Una aguja hipodérmica.
¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le escandalice?
El sistema financiero internacional y las Bolsas, los usureros. También, y favorecido por eso, la globalización.
Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida creativa, ¿qué habría hecho?
Arrepentirme.
¿Practica algún tipo de ejercicio físico?
No, y debería. A veces, de niño, volaba. ¿Valen los sueños?
¿Sabe cocinar?
Tres cosas sencillas, que me saben bastante bien.
Si el Reader’s Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un personaje inolvidable», ¿a quién elegiría?
A un explorador de los más inhóspitos desiertos: Juan Eduardo Cirlot.
¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de esperanza?
Hijo.
¿Y la más peligrosa?
Libertad. Es bonita y codiciable, pero suele ser sinónimo de grandes injusticias.
¿Alguna vez ha querido matar a alguien?
Naturalmente. Pero como casi todos los que no atestamos la cárcel, aún no lo he hecho.
¿Cuáles son sus tendencias políticas?
Sería absolutamente imposible clasificarme. Ni siquiera me cuadra lo más obvio: políticamente incorrecto.
Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser?
Un virtuoso. Quiero decir un gran intérprete del violín o la gaita irlandesa.
¿Cuáles son sus vicios principales?
Algunos de los que se asoman a este cuestionario.
¿Y sus virtudes?
El tesón, el civismo, la independencia. La capacidad de escribir algunas buenas páginas popias y de reescribir, quizás aun mejor, otras ajenas.
Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del esquema clásico, le pasarían por la cabeza?
Nunca en paz conmigo mismo, o bien maldita la hora en que aprendí a nadar, que me llevó a ponerme en riesgo; o, si fuera una caída fortuita –hombre al agua–, el no haber aprendido a nadar mejor.
T. M.

jueves, 17 de junio de 2010

El lector se despide de su biblioteca

Un cambio de aires provoca, propicia, obliga a revisar lo acumulado. Es la oportunidad para conocer si el prestigio de uno u otro libro justifica o no su lugar en nuestro espacio. Y cuántas decepciones me he llevado a la hora de inspeccionar páginas que consideraba válidas y que son ilegibles, pese a que las firmen autores importantes. Como le decía el personaje de Lezama Lima a Reinaldo Arenas en la película Antes que anochezca, la propia biblioteca se ha de componer de 100 libros; más no es necesario. Y es que, cuántos se nos caen de las manos a las primeras de cambio. Por las noches, antes de dormir, he empezado a leer muchos cuya presencia y traslado había que confirmar o descartar. Es una dura prueba para el libro: ¿soportará el cansancio del día, los ojos entrecerrados? Esa ha sido una técnica a la hora de discriminar, para, dentro de mi selecta biblioteca, ser más selectivo si cabe. Y siempre con la conciencia de aquel gran consejo de Wilde: hay que tener los libros que uno pudiera releer.

lunes, 14 de junio de 2010

Mi biblioteca de libros de memorias: II



RENÉ DE CHATEAUBRIAND
Memorias de ultratumba

En un café que frecuenta con un amigo y que recibe el apodo de El Insalubre, el yo lector medita acerca del que es, en cierta medida, el libro, la lectura de su vida. El joven, que ha titulado “Instinto de muerte” la reseña que preparó para el periódico sobre las Memorias de ultratumba (1848-1850, comenzadas en 1811) de Chateaubriand –acaso porque ese mismo instinto lo maniató durante muchos años, hasta que decidió seguir vivo–, toma nota sin cesar de las expresiones grandiosas que encuentra a cada instante; qué enamoramiento, qué delicadeza, qué humanidad, qué clase, qué melancolía. El sujeto narrativo de las Memorias, protagonista de una película lánguida y valiente, épica e intimista, se convierte en uno de esos amigos plenos de bondad –Marco Aurelio, Goethe por medio de Eckermann, Kafka con las palabras de Gustav Janouch– que te aconsejan cómo vivir en este valle de lágrimas...

Por entre sus viajes por Europa y América, su descripción del Imperio y de la Revolución, las muestras de su trato con nobles y plebeyos, se cuela de continuo su ampuloso tedio –“la vida me sienta mal; tal vez me vaya mejor la muerte”–, su exhibicionista circunspección, y la belleza de su prosa, la majestuosidad de su estilo, desarman a ese joven que, frente a la más interesante de las vidas que ha conocido impresas, deja que se reabran sus heridas perdonándose a sí mismo.

jueves, 10 de junio de 2010

Predicar en el desierto




En un libro que ahora publica la editorial Paréntesis, Diccionario de símbolos, el poeta Jesús Aguado advierte en uno de sus fabulosos textos: «Resucitar es un arte, quizás el más difícil de todos (...), una cualidad innata de la vida que pocos usan, quizás porque no saben cómo, que, resumiendo mucho, consiste en esto: ser capaces de transmutar las experiencias negativas en positivas». Y eso es lo que hace el protagonista de El arte de la resurrección, novela con la que Hernán Rivera Letelier (Talca, 1950) obtuvo el premio Alfaguara 2010.

Dicho protagonista lleva por nombre Domingo Zárate Vega, pero es conocido como el Cristo de Elqui: un predicador de tres al cuarto que sin embargo ha captado la atención de la muchedumbre pobre, crédula, fanática católica. Una memorable figura de ficción, un quijote en el desierto chileno que, en pos de promover la palabra de Dios y sus propios consejos para que la gente lleve una vida decente, busca a una Dulcinea tan beata como él, de nombre casi bíblico y apellido alusivo a hacer negocio con su carne, la prostituta Magalena Mercado. Los dos son dos artistas de la resurrección: murieron en parte, el uno tras la pérdida de su madre, lo que le llevó a sentir la palabra divina como consuelo; la otra cuando, tras una existencia de recibir abusos sexuales, transformó su desdicha en su medio para ganarse el pan. De lo negativo a lo positivo.

Basado en una persona real que Rivera Letelier conoció de niño de oídas en el desierto de Atacama, para este Cristo la religiosidad no excluye el fornicio, por lo que Magalena –comprometida además con los huelguistas de las minas que reclaman mejoras laborales y que «fía» a sus clientes hasta que cobren su salario– constituye la excusa ideal para buscar un último objetivo: abandonar su soledad de profeta para unirse en cuerpo y alma con esa mujer que, para el lector, también será un personaje inolvidable. Qué arte, en fin, el de Rivera Letelier, que usa un castellano riquísimo, ocurrente, de estilo deslumbrante; y qué obra tan tierna y divertida, qué gozo, en nuestra árida narrativa actual, hallar un modo de escribir que recuerda la maestría de aquellos autores hispanoamericanos que hicieron historia décadas atrás.

Publicado en La Razón, 10-VI-2010

miércoles, 9 de junio de 2010

Mi biblioteca de libros de memorias: I



DIEGO DE TORRES VILLARROEL
Vida

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Una vieja aula de filología, un joven mirando atemorizado su entorno. El joven quiere ser escritor, intuye –no se lo plantea, no lo proyecta, sólo lo intuye– y madruga para acudir a la elegante biblioteca central. Allí escribe pequeños relatos, poemas fáciles y musicales, y lee libros prestados, porque apenas puede pagar ninguno. Viejos pupitres de universidad. Profesores desidiosos y vehementes. Alumnos, sobre todo chicas. Pocas horas de clase.
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En el desierto creativo del siglo XVIII español, por imprevisible en ese contexto ilustrado y aburrido salvo por las Noches lúgubres de Cadalso, la Vida de Torres Villarroel (1694-1770) no conoce tendencias, es una isla de originalidad y descaro creador: una voz pionera, perfecta combinación de novela picaresca, ritmo cervantino y verbo quevedesco, habla y habla mintiendo e interpretando, y es absolutamente genial. Vida, ascendencia, nacimiento, crianza y aventuras (cuatro Trozos publicados de 1743 a 1758) es un título poco serio, por así decirlo, pero no de otra manera puede nombrar su escrito el que fue desterrado en Portugal por oscuras razones y firmó almanaques con pronósticos basados en la astrología. Torres es un buscavidas cínico que reconoce escribir por dinero recordando su “miserable” vida, y al hacerlo, inaugura en España un género autobiográfico inclasificable, que se lee como literatura, o sea, sin que importe si es verdad lo narrado.

lunes, 7 de junio de 2010

El eslabón olvidado de la generación beat

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Ha desaparecido una de las últimas figuras de la generación beat, Peter Orlovsky, víctima de un cáncer; en realidad víctima de una vida de excesos con las drogas y el alcohol. Vida de poeta maldito, de demente forjado en aquel grupo que formaron Jack Kerouac, William Burroughs, Lawrence Ferlinghetti y Allen Ginsberg, su pareja durante más de tres décadas, hasta que éste murió en 1997.
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«Mi biografía nació en julio de 1933. Crecí con los pies sucios y risitas. No puedo soportar el polvo por eso me saco los mocos. Problemas en la escuela: siempre pensando, soñando tristes problemas borrosos», dijo en un breve texto autobiógrafo, el cual ya da idea de su tendencia a lo surreal, a la imaginación estilística más atrevida, a la desinhibición que marcó a tantos jóvenes sedientos de libertad sexual, experimentación con sustancias prohibidas e ideología naturalista y orientalista. «Generación de despiertos, de ávidos, de inconformistas, de inquietos, de alucinados, de cachondos, de transhumantes, de desubicados», escribió sobre aquellos escritores Jesús Aguado (traductor de una antología de poesía beat), y en verdad este perfil encaja con Orlovsky, que pese a no gozar de un gran protagonismo artístico, dejó escritos varios libros de poesía, estrechamente vinculados a Ginsberg.
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Hijo de inmigrantes rusos y nacido en Nueva York, Orlovsky abandonó el bachillerato para ganarse la vida como celador en una clínica psiquiátrica; a los diecinueve años, se alistó en el ejército, pero le diagnosticaron problemas psíquicos –valga la paradójica casualidad– y, en vez de ir a la guerra de Corea, lo destinaron a San Francisco. Allí conocería al pintor Robert LaVigne, que, asombrado por su atractivo, le pediría que posase para él. Un atractivo que luego encandilaría a Ginsberg y le inspiraría algunos de los poemas homoeróticos de su famoso Aullido (1957), estableciéndose entre ellos una relación tan estable como abierta, pues cada uno de ellos tendría aventuras esporádicas con otros hombres.
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Es Ginsberg el que le despierta el gusanillo por la poesía: la pareja se traslada a París y es viviendo la bohemia de la capital francesa cuando Orlovsky empieza a dar rienda suelta a su instinto literario. Los viajes se suceden –norte de África, India, Europa– y los beat van evolucionando juntos, mezclando arte y vida. Así, Orlovsky es convertido en personaje, por parte de Kerouac, en su novela de ambiente zen Los vagabundos del Dharma, escribe poemas que publica en revistas underground y publica los poemarios Dear Allen, Ship will land Jan 23, 58 (1971) y Lepers Cry (1972).
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Con todo, su obra es breve, dispersa. Su mayor creación es una vida de emociones fuertes; su máximo logro, su propia presencia junto a los grandes beat, de ahí que haya muerto siendo más conocido como «pareja de», o como imagen de un mundo libertino, ilimitado, fresco y audaz que retrató Andy Warhol, en un documental de 1965, precisamente con Orlovsky como uno de los personajes principales.
Publicado en La Razón, 5-VI-2010

viernes, 4 de junio de 2010

Mi antología de Luis Rogelio Nogueras



Con este libro, se cumple un viejo sueño mío: editar en España al cubano Luis Rogelio Nogueras (1944-1985). Me he ocupado de escribir una introducción y de seleccionar una amplia muestra de una obra deslumbrante, pues no en vano Nogueras es uno de esos poetas maravillosos que hasta se pueden recomendar a lectores que no leen poesía. Con eso lo digo todo, o casi, porque ahora añado el primer párrafo de mi prólogo, que titulé "Aquella noche cubana". Desde aquí, mi agradecimiento al equipo responsable de la Diputación Provincial de Málaga (Jesús Aguado, uno de los coordinadores de la colección Puerta del Mar, presentó el libro hace pocos días in situ) por hacer realidad mi antigua ilusión.
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Fue en mayo de 1995, en un patio de reminiscencias andaluzas de la ciudad cubana de Holguín, al este de la isla, que Luis Rogelio Nogueras recobró por unos instantes su presencia entre los vivos. La ocasión era muy especial: la presentación de un libro póstumo titulado, significativamente, Las palabras vuelven. Aquella noche brilló Wichy, sedujo El Rojo con todo su humor, su desparpajo, su inteligencia, su excitante manera de componer poemas onomatopéyicos, sexuales y hasta detectivescos. Su voz sonó en el ritmo de los otros, en la voz de los que le conocían de lejos y en la voz de los que acabábamos de descubrirle con ese encantamiento romántico del joven que explora de repente algo nuevo, hondo y sugestivo. De repente, a miles de kilómetros de casa, el azar había impuesto su calculado orden y regalaba el conocimiento de un artista único al visitante, cronista hoy de aquel momento entrañable, que anduvo unos días entre cantantes, trovadores y poetas. [...]

jueves, 3 de junio de 2010

Mirada lingüística



En el 2002, con motivo de la publicación de mi primera novela, Solos en los bares de noche (Mondadori), publiqué una especie de poética en El Cultural de El Mundo. En ella asociaba el instinto, la costumbre, la necesidad de correr, con la pulsión de escribir. Ahora veo que Murakami publica un libro que, tal vez, va en esa dirección. He aquí aquel texto.

Recuerdo cómo de más joven salía a la calle o al parque para correr, a cualquier hora de día o de la noche porque, al igual que sucedía con la literatura, aquello significaba una huida física y mental. Entonces, de modo repentino, ocurría algo maravilloso y extraño: cuando el cuerpo ya había entrado en calor y los músculos impulsaban las piernas en un avance fluido, con la respiración controlada, llegaba la absurda idea de que podía deslizarme con suavidad y sin esfuerzo infinitamente. Esa ilusión duraba unos minutos, unos segundos. Era como penetrar en un instante lleno de equilibrio, en la conexión perfecta entre la mente que, despejada, podía pensar o, aun mejor, no pensar en nada, y el cuerpo que de repente no era mío sino de un atleta rápido y fuerte. Un día pensé que la escritura es eso: hacer caso a la felicidad del momento o vencer el desánimo, y salir a pesar de la lluvia, del calor o del frío, de las pocas o muchas ganas, y correr en busca de ese momento de concentración suprema hasta que ese periodo de elevación lo compense todo. Al mezclar palabras por escrito busco este clímax, y quisiera creer que poseo una mirada lingüística —poética, artística— de la vida, que escribo para reencontrarme con lo que desapareció: la amistad lejana, la muerte de otros ojos, la sabiduría inalcanzable… y que, incluso, cual visionario simbolista, predigo el pasado que no conocí en su momento y que va regresando tras el tiempo de guardar, con desmesurado celo, la memoria.