lunes, 27 de septiembre de 2010

Entrevista capotiana a Francisco José Cruz


En 1972, el escritor estadounidense Truman Capote (1924-1984) publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama 1999), y en él el autor de A sangre fría se entrevistaba a sí mismo con especial astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la siguiente «entrevista capotiana», con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de Francisco José Cruz.
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Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamás de él, ¿cuál elegiría?
La ciudad de Sanlúcar de Barrameda, donde veraneo desde niño y donde conocí a Chari, mi mujer. Es nuestro lugar de nacimiento en común. Sus amplios espacios planos y peatonales no me cansarían.
¿Prefiere los animales a la gente?
Para bien o para mal, uno no puede realizarse fuera de su propia especie, de modo que el mejor amigo del hombre no es el perro, sino otro hombre. Nuestra esencial condición creadora, en todos los órdenes, nos distingue radicalmente de los demás animales, al punto de olvidarnos de que también lo somos. De acuerdo con el ensayista William Hazlitt, “el ser humano es un animal poético”.
¿Es usted cruel?
No creo que la crueldad constituya un rasgo fijo de nadie, salvo de desquiciados y fanáticos. Sin embargo, llevado por el furor de un momento, he sido a veces cruel intencionadamente y otras sin querer.
¿Tiene muchos amigos?
Hay muchos grados de amistad. Todo depende de las relaciones, más o menos banales o profundas, que mantengamos. En cualquier caso, el número no importa. Presiento que un verdadero y viejo amigo –ese que nos acompaña a lo largo de los años, aceptando nuestras virtudes y nuestros defectos– nos llenaría tanto como diez.
¿Qué cualidades busca en sus amigos?
Según de quien se trate. Para los más íntimos, sensibilidad, lucidez y, ante todo, cariño.
¿Suelen decepcionarle sus amigos?
Si me decepcionaran con frecuencia, no lo serían. Y cuando lo hacen, procuro tener la misma condescendencia que pretendo para mí.
¿Es usted una persona sincera?
En general, sí, aunque estoy convencido de que la sinceridad a toda costa, en cualquier situación, no es buena. En ciertas ocasiones, resulta incompatible con valores igualmente necesarios, como, por ejemplo, la compasión. En este sentido, entre otros, podría entenderse el siguiente aforismo de Antonio Porchia: “Quien dice la verdad, casi no dice nada”.
¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre?
En mi caso, al trabajar en casa, el ocio y el negocio, la devoción y la obligación se confunden. De modo que estar con la familia e ir de la lectura a la conversación es mi santa rutina.
¿Qué le da más miedo?
Las enfermedades que pudieran contraer mis seres queridos.
¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le escandalice?
La impúdica ignorancia del político profesional, dispuesto a ocupar cargo tras cargo con tal de no quedarse sin oficio ni beneficio. También la charlatanería de los medios de masas, que invitan a la gente anónima, menos precavida, a opinar de todo y sacar sus intimidades, cuando en su entorno privado, no pierde la compostura.
Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida creativa, ¿qué habría hecho?
Como no vivo de la escritura, nunca me lo he planteado. No recuerdo, además, haber decidido ser poeta. Fui tomando conciencia de ello poco a poco, a medida que iba teniendo la creciente necesidad de intentar una obra de tono y mundo propios, al margen de mis otras posibles tareas, fueran las que fueran.
¿Practica algún tipo de ejercicio físico?
No, aunque reconozco que a mi edad el ejercicio físico sería beneficioso, sin caer en el fanatismo deportivo de hoy, que ya criticaba Juan de Mairena, cuando aconsejaba en su lugar el sosegado paseo.
¿Sabe cocinar?
No sé cocinar absolutamente nada, pero disfruto de la buena comida, sobre todo de la tradicional. Esos platos familiares, que pasan de padres a hijos, nos alimentan más que ningún otro, pues conservan el recuerdo de nuestros muertos y, en cierto modo, cada vez que probamos uno, volvemos a comer con ellos.
Si el Reader’s Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un personaje inolvidable», ¿a quién elegiría?
A Eugenio Montejo, cuya amistad de tantos años hasta su muerte ha dejado huella indeleble en mi vida y cuya obra supone para mí un legado espiritual de primer orden, impropio de estos tiempos.
¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de esperanza?
Cualquiera que uno pronuncie con afecto para seguir adelante. Lo importante está en el tono y la intención.
¿Y la más peligrosa?
Cualquier palabra que uno pronuncie con el fin de hacer daño.
¿Alguna vez ha querido matar a alguien?
Ni siquiera en los peores momentos se me ha pasado por la cabeza, aunque descubrir un asesino en personas supuestamente equilibradas, me ha hecho sentirme frágil .
¿Cuáles son sus tendencias políticas?
Soy incapaz de adherirme a un programa político. Las ideologías me parecen rígidas máscaras de cartón piedra que ocultan nuestro auténtico modo de ser. Me considero un liberal en el sentido más amplio y humano del término.
Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser?
No lo he pensado nunca. Quizá la escritura y la lectura me compensen de esta imposibilidad. Un poema, a su manera, nos permite ser lo que no somos cuando le da su voz a las cosas.
¿Cuáles son sus vicios principales?
Entre los más viejos, oír partidos de fútbol para distraerme de mí mismo.
¿Y sus virtudes?
Esas, creo, que deberían decirlas los demás.
Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del esquema clásico, le pasarían por la cabeza?
Soy tan poco imaginativo que no se me ocurre nada, amén de mi mujer y mi hija.
T. M.

sábado, 25 de septiembre de 2010

La fuerza del tiempo literario

Publicado en La Razón, acompañando a la promoción de 20 clásicos castellanos lanzados por la editorial Espasa Calpe, 25-IX-2010

Toda tradición literaria explica una cultura, hace entendible un carácter nacional y marca la evolución de un idioma. De ahí que este puñado de clásicos españoles nos hable con rotundidad artística del espíritu y creatividad de nuestro país, pues sus obras poéticas, narrativas y teatrales se yerguen en historia verdadera, en espejo del acontecer de muchas sociedades distintas en un mismo territorio.
He aquí el misterio de la experiencia literaria: meterse en la máquina del tiempo que ofrece un libro legendario y pisar la Edad Media, siguiendo los pasos del Rodrigo Díaz de Vivar, noble del siglo XI del que alguien escribió un cantar de gesta sin que ya nos importe si fue Per Abbat su autor original o el copista de un manuscrito de 1207. En épocas remotas, la fuerza de lo literario era prioritaria frente a la autoría, cuando la oralidad alimentaba al pueblo; bien lo supieron Juan Ruiz, arcipreste de Hita, y Fernando de Rojas, cuando compusieron el Libro de buen amor y La celestina (siglos XIV y XV, respectivamente), recogiendo referencias clásicas y populares en torno a los sufrimientos y remedios de amor. Es el nacimiento de la ambigüedad, de la mezcla de lo elevado y llano, de las posibilidades de la poesía que ya tiende a lo narrativo y teatral.
Otro campo será la poesía culta, como la de Gonzalo de Berceo (siglo XIII), clérigo del monasterio de San Millán, que escribió los Milagros de Nuestra Señora en la estela de las obras en torno al culto de la Virgen María que pretendían entretener a los peregrinos. En aquella España, la presencia de lo religioso es tan grande como la de lo militar: el siglo XIV está marcado por un sinfín de luchas internas y enfrentamientos de reyes. En tal contexto, surge la figura de Jorge Manrique, de familia noble, que participará en varias guerras civiles y se adscribirá a la poesía cancioneril. No es necesario recordar sus inmortales Coplas a la muerte de mi padre. En cierta manera, con todos estos autores citados se cierra una era. Porque adviene el espíritu renacentista.
Comienza la llamada «Edad de Oro» de las letras hispanas. El cortesano, que representa una hombría de soldado gallardo y poeta entregado a su dama, viene ejemplificado por Garcilaso de la Vega (inicios del siglo XVI), que introduce técnicas de la poesía italiana en castellano, como la adaptación del endecasílabo, verso que enriquece musicalmente nuestra poesía, como bien sabrán Francisco de Quevedo, Luis de Góngora y Lope de Vega. Este trío de genios revolucionará los géneros: el primero mediante sus sonetos filosóficos y amorosos y piezas de enorme sarcasmo; el segundo por medio de su barroquismo de trasfondo mitológico; el tercero, con una nueva concepción del teatro que aún hoy perdura. A lo que se añadirá otro dramaturgo de enigmática hondura, Calderón de la Barca. Una poesía de oro que también tiene su brillo en la religiosidad: san Juan de la Cruz y sus canciones espirituales son la llave para un modo de rendir culto a Dios complejo y sencillo a la vez, de una belleza sin igual, por vía de liras italianizantes.
Otro hito, esta vez en prosa, es el Lazarillo de Tormes (1554), de autor anónimo, que pone en negro sobre blanco la gran tradición picaresca española y marca un rumbo técnico nuevo: el de la autobiografía de un chico que sólo vive penalidades. Un precedente exquisito para aquel que dijo: «Yo soy el primero que he novelado en lengua castellana», un tal Miguel de Cervantes, que publicó sus doce Novelas ejemplares (1613) entre las dos partes del Quijote. Ya nada será lo mismo en la narrativa del planeta, ya nada será más original, más tragicómico. Aunque el país se olvide de Alonso Quijano hasta el siglo XIX, pues durante el XVIII se hace otra literatura, una suerte de reforma clasicista, con autores como Leandro Fernández de Moratín, el rey de los teatros de esa centuria cuya La comedia nueva o el café es un ejemplo de sátira contra la moral de aquella sociedad.
Crece la tensión entre el artista y su entorno: el romántico se mostrará descontento en un ambiente de realismo exacerbado. Su palabra es crítica, y qué mejor que el costumbrismo para mezclar reflexión y literatura. Por supuesto, el más grande en ello es Mariano José de Larra –Don Juan Tenorio (1844), de José Zorrilla, sería la plasmación del conflicto entre lo romántico y lo tradicional llevado al teatro–, muerto prematuramente, igual que José de Espronceda, autor de un byroniano y fáustico Diablo Mundo que influirá en Gustavo Adolfo Bécquer. También fallecido de forma temprana, en 1870, sus Rimas quedarán sin ordenar, y otros se harán cargo de ellas. Y así, los demás las leemos hoy a su lado, en esa máquina temporal que es la Literatura.

jueves, 23 de septiembre de 2010

Ni rastro de Hildur y Hans

Foto: R. V.

El dios Thor sabe que los busqué en rostros, cuerpos, movimientos. Intenté cenar en su restaurante preferido, en la calle Raudarstigur, pero estaba desaparecido en el portal donde debiera haber estado su puerta. Tampoco los vi por el estanque Tjörn, por la plaza Austurvöllur de sus primeros besos. Ni tampoco en los alrededores de la iglesia donde iban a casarse, Hallgrímskirja. Incluso visité la "ciudad de lava" donde compartieron un piso, Hafnarfjördur, a 7 km de Reikiavik. Pero ni rastro de Hildur o Hans. Faltó por probar en algunos bares donde solían ir o algún local de música en directo, o en su cine predilecto, de acuerdo, aunque inspeccioné la Biblioteca Nacional adonde acudía Hildur, estuve atento en el parque Arnarhöll, junto a la estatura del vikingo Arnarsson, por si veía alguna noche iluminada la cara pensativa de Hans.

Todo en vano. Me volví de Islandia sin conocer en persona a mis personajes.

lunes, 20 de septiembre de 2010

Loa a José Ángel Cilleruelo



Estoy en deuda permanente con José Ángel Cilleruelo. Este mismo blog lo está, pues es hermano pequeño del suyo, un reflejo del gran espejo que irradia la actividad literaria de este amigo mío en mayúsculas. Su conducta es un patrón de comportamiento; su atención hacia el prójimo, un faro diáfano de bondad y astucia. José Ángel pasa sigiloso por la vida, pero sus huellas en los demás son tan profundas que llegan al alma. Pareciera que la discreción fuera su sombra, y a la vez se trata de una discreción llena de opinión, interpretación, información, una sombra que perfila su altura moral, tan superior a la común de los mortales. Que José Ángel siempre tenga razón, que su consejo y cariño sean tan oportunos, que desprenda esa empatía llena de paz y buen juicio, son cosas que uno ha ido recibiendo a lo largo de los años sin haberlo merecido y sin haber devuelto una mínima parte de lo recibido. «Todas las glorias de este mundo no valen lo que un buen amigo», dijo Voltaire. Yo disfruto de esa gloria y, en cierta medida, todo lector que se acerque a su literatura, también. Porque la obra ingente en forma de poesía, cuentos, novelas cortas, traducciones, antologías de José Ángel forma un corpus intelectual cuya dimensión cabe celebrar en sí misma: su variada existencia es un logro, una inspiración latente, y quien la ha firmado un verdadero ejemplo de vida y entrega artística para mí, para la memoria y el tiempo que vendrá.

sábado, 18 de septiembre de 2010

Entrevista capotiana a Juan Carlos Chirinos



En 1972, el escritor estadounidense Truman Capote (1924-1984) publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama 1999), y en él el autor de A sangre fría se entrevistaba a sí mismo con especial astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la siguiente «entrevista capotiana», con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de Juan Carlos Chirinos.

Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamás de él, ¿cuál elegiría?
La Biblioteca Nacional.
¿Prefiere los animales a la gente?
Según el lado de la cama que elijan.
¿Es usted cruel?
Eso depende del tipo de carne que me sirvan. Pero en general, soy duro, pero cariñoso. Flat, me llamarían los anglosajones.
¿Tiene muchos amigos?
Conozco a alguna gente. Amigos: en Facebook como mil y pico; en la vida, se van destilando.
¿Qué cualidades busca en sus amigos?
El respeto.
¿Suelen decepcionarle sus amigos?
En Venezuela, los amigos no decepcionan, "echan una vaina"; en España, joden.
¿Es usted una persona sincera?
Hasta que comienza la letra pequeña.
¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre?
El tiempo libre no existe; es una trampa para hacernos trabajar y consumir más. En realidad, la vida es un continuo tiempo libre, y lo vamos llenado con nosotros mismos, a menos que se nos imponga un amo.
¿Qué le da más miedo?
Soñar con gente muerta y que justo me den ganas de orinar. Ir al baño en medio de una noche de muertos empavorece.
¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le escandalice?
No suelo escandalizarme en el sentido moral de la palabra. Quedan poca ropa y pocas ganas para estar escandalizándose a estas alturas.
Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida creativa, ¿qué habría hecho?
Una vez le preguntaron a Stephen King por qué había decidido escribir historias de miedo, y él contestó "¿qué le hace pensar que fue una decisión?".
¿Practica algún tipo de ejercicio físico?
Ahora mismo, no, pero prometo modificar esta pregunta pronto.
¿Sabe cocinar?
Hace años que hago un doctorado en arroz blanco, como cocinero y como comensal. Algún día haré (y comeré) el mejor arroz blanco del mundo.
Si el Reader’s Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un personaje inolvidable», ¿a quién elegiría?
¿Paga bien el Reader’s Digest? Hay varias opciones, y las enumero no en orden de importancia sino como me van saliendo: Alejandro de Macedonia, J. S. Bach, Galileo Galilei, Leonardo da Vinci, Armando Reverón, Olimpia de Epiro, Hipatia de Alejandría, Hildegarda de Bingen, Simón Rodríguez, Andrés Bello, Juan Germán Roscio y Francisco de Miranda. Ah, y Scarlett O’Hara.
¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de esperanza?
El fonema consonántico nasal y labial "m".
¿Y la más peligrosa?
"El lenguaje es el más peligroso de los bienes", así que hay para elegir un montón de palabras.
¿Alguna vez ha querido matar a alguien?
Como todos. Pero parece que hacerlo es más complicado que eso.
¿Cuáles son sus tendencias políticas?
Mi tendencia política se acerca a esta frase: hay que tener ideas en vez de ideología; porque en la ideología, ella lo tiene a uno. La ideología es un lecho de Procusto, y eso es muy doloroso.
Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser?
Agente fantasma.
¿Cuáles son sus vicios principales?
Soy como un cura de la Edad Media: mis vicios son la gula y la pereza.
¿Y sus virtudes?
Me reservo el derecho de admisión.
Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del esquema clásico, le pasarían por la cabeza?
No es momento para estar teniendo imágenes, sino para salvar la vida.
T. M.

jueves, 16 de septiembre de 2010

Viajes por el mundo interior



Con una curiosidad infinita, un hambre de experimentar las situaciones más peculiares y hasta peligrosas, una sed de vivencias y su correspondiente deseo de registrarlas mediante la escritura, nace este libro monumental de Rafael Argullol (Barcelona, 1949). Visión desde el fondo del mar es un dietario que recorre toda una vida, que avanza y retrocede en el recuerdo, que salta de lo meditativo a la descripción de una aventura. Son crónicas de viajes por América, Europa, África y Asia, y también memorias de infancia, interpretaciones de noticias y momentos personales. Un volumen que explica, justifica, recrea una parte del hombre en ininterrumpido movimiento y captación de lo circundante.
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No estamos, pues, ante el Argullol filósofo, experto en arte o erudito de otros libros, sino ante el individuo cuyas observaciones de lo exterior remiten a su pulso vital. El volumen –que se complementa con una página web magnífica con un mapa de los viajes, fotografías y vídeos del autor– es un camino que busca reflejar el mundo mientras se recorre y relata, aunque el escritor sea consciente de que la vida es un cúmulo explicativo, como señala al final. Y «sin embargo, no miento en absoluto si os digo que he escrito este autorretrato para liberarme en lo posible del peso de las explicaciones. Mi intención, ahora me doy cuenta, ha sido trasladar al lienzo, al libro, todos aquellos argumentos de lo que quiero librarme. Que el peso se quede allí, no conmigo. En el fondo del mar, como las llaves de la canción, no en mis bolsillos, no conmigo» (pág. 1.198).
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Esa visión es panorámica, interconectada: Argullol enlaza asuntos distantes en apariencia –por ejemplo, habla del singular trabajo de un investigador islandés, sobre el genoma de nuestros Adán y Eva, y lo une al asesinato que generó la Gran Guerra, y a su vez a la vida de sus padres– porque conoce el efecto dominó de la humanidad, el hecho de que todo suma, de que somos hijos del minuto anterior universal. El poeta mira el mundo, la historia del presente y su historia personal, y se despoja de todo ello mientras anota sus viajes y analiza conceptos, mitos, hábitos con un tono de densa vitalidad.
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En ese recorrido se va encontrando siempre con el otro, el doble, «fragmentos del fantasma con los que inopinadamente me tropiezo día a día» (pág. 105), y todo cobra vigor e interés a medida que el libro avanza: cierta solemnidad del comienzo sobre diferentes asuntos se difumina para pasar a páginas llenas de narraciones ágiles y atractivas. Entre todas, la mejor a mi juicio es «La noche de Otulum», en la que a bordo de una avioneta raquítica comandada por un aviador borracho, Argullol llegó a unas pirámides mexicanas para luego pasar una noche ebria y suicida. Bien hará el lector en subirse a esa nave y otear tantos y tan arriesgados horizontes.

Publicado en La Razón, 16-IX-2010

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Mujeres y géneros en alza

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Tal día como hoy, en 1890, nacía una mujer llamada Agatha Christie, la escritora por antonomasia de libros de crímenes y detectives. En aquellos tiempos y en los venideros, que una mujer se erigiera en maestra de un género novelístico concreto era una rareza, pero hoy en día son legión las féminas en los ámbitos literarios –nos importa aquí la novela negra, la novela histórica y la literatura para niños– que, tradicionalmente, estaban dominados por voces masculinas.
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Si nos atenemos a la novela negra, en el caso de la británica Anne Perry (1938), con más de una cincuentena de títulos, nos hallamos ante una autora predilecta entre el público español. Sus intrigas son sencillas y están bien estructuradas, y en ellas aparecen unos protagonistas hechos de forma tan convencional como efectiva: sus conocidos investigadores William Monk y Thomas Pitt.
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Asimismo, el otro gran género de masas del siglo XXI, el de la novela histórica, cuenta desde hace poco con otro fenómeno traducido a las lenguas más importantes: Elizabeth Kostova (1964), que con La historiadora ha atraído la atención de una enorme cantidad de lectores deseosos de seguir las peripecias de una joven que recorre Europa a la busca de las huellas de su padre, a la vez que van surgiendo asuntos de índole vampírica. Trama estándar y tópico tras tópico en una fórmula que funciona y ha hecho millonaria a esta autora natural de Connecticut.
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En el tercer género aludido se respira un ambiente más discreto, pero también ha sido fuente de riqueza para las editoriales que han podido contar con una autora como la alemana Cornelia Funke (1958). El negocio de la literatura infantil y juvenil es abrumador, de ahí la ingente cantidad de títulos editados cada año, y en él aparecen de vez en cuando artistas que aúnan calidad y comercialidad: pensemos en su Corazón de tinta, que ha obtenido una aceptación universal.
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¿El secreto para el inmenso éxito de este trío de mujeres inteligentes y trabajadoras? Talento, don de la oportunidad, perseverancia, sin duda alguna, pero, con todo, la respuesta final, en este mundillo imprevisible de los best-sellers, sólo la tiene otra mujer, la diosa Fortuna.

Publicado en La Razón, 15-IX-2010

martes, 14 de septiembre de 2010

Un lustro desde el Katrina

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Hace cinco septiembres, el diario La Razón me envió dos primeros planos de dos mujeres con su casa detrás: uno era de 1936, en Alabama; el otro, el de una víctima del huracán Katrina. Las fotos se publicaron una al lado de la otra con este texto mío.
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EL MISMO VAIVÉN DEL TIEMPO
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La muerte pasa pero el fondo es el mismo. El siguiente, por favor. Para la muerte, siga la flecha, justo al girar las próximas manzanas de casas de madera. Yo aún no quiero morir, parece decir esa mujer asexuada, blanquecina, tal vez hoy ya muerta, que posa de frente, que mira a los ojos de alguien que pretende conservarla en un papel. La otra responde, viva: yo ya he muerto. El cazador de imágenes, impertérrito, encuadra el momento, alarga la mano para consolar la soledad que se adivina en el ser humano de Alabama, se extrae del bolsillo un pañuelo y lo deja instantáneamente en el aire, sin que llegue a la mano libre de la anciana de Nueva Orleans que se tapa media cara, mostrando la mitad de su sufrimiento.
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Hay lágrimas en ambas fotografías: en la boca contenida de la mujer que no llora y en sus secos ojos hundidos; hay gotas invisibles que bajan por el recorrido zigzagueante de los surcos de las arrugas en la mujer de ayer. Parientes lejanos, que heredaron la vieja hacienda familiar, la misma persona transformada por la virtuosa cirugía del reloj y el calendario, individuos distintos que han pisado el mismo suelo y a las que dos fotógrafos distintos han encontrado en dos segundos distintos de la historia del mundo. En dos mundos, también, distintos entre sí.
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A la primera, la muerte se le dibuja en las mejillas alteradas, en el cansancio de los hombros abrumados, en el gastado vestido que una vez lejana fue bonito, que una noche reclamó la mirada masculina: el campo es duro, la vida en la granja empieza temprano, y el viento, el frío, el calor, la lluvia, y allá el río para ahogarse, y llegará puntual el sermón de la iglesia, y las armas de fuego, tentadoras, reclamarán sangre. Todo es un laberinto de repeticiones, de días cíclicos que son el mismo día.
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La segunda mujer está viva de muerte, perdida en el único sitio que conoce; no encuentra el modo de dirigir la mirada porque le incomoda el que tiene enfrente, el visitante informativo de la decadencia, el cazador de desolaciones. El mundo verá mañana su rostro inclinado levemente; se diría que está a punto de balancearse en una mecedora, en su querido porche donde se ha sentado a diario a ver el ruido de la calle, a escuchar el movimiento de la gente. Pero sigue de pie, aguardando a que el intruso se vaya la deja esperando su turno.
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Hay carteles por todas partes. Es por ahí: a la muerte, a la muerte, a la muerte, se lee en letras de neón, de cabaret, de fiesta. Y de repente, las dos parecen decir algo: la mujer de Alabama se está mordiendo los pensamientos, no se atreve a pronunciarse, y por eso su mirada entre agotada y enfurecida y áspera; la mujer de Nueva Orleans murmura algo ininteligible, avergonzada por el impudor de la angustia, y por eso su vista clavada en la tierra: las dos están contaminadas de inmortalidad, y lo saben: pero sólo en el papel. En la vida-muerte permanecen delante de este paredón de tablas de madera. ¿Preparados?, apunten, ¡fuego, fuego, fuego! La brisa sopla en las dos fotografías, aviva la llama de la languidez, seca las lágrimas. En ambas hay dos tipos de silencio: en 1936 no se oían silbidos, pájaros, hombres a caballo: en 2005 no se oyen los crujidos de los que pisan cadáveres: banda sonora musical: el cuerpo: A la muerte, la muerte, muerte.

lunes, 13 de septiembre de 2010

Claude Chabrol: el peso de la palabra

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En el realismo del personaje seguido cámara al hombro, en la palabra como transmisora de emoción y duda –a lo largo de esas películas en las que Claude Chabrol indagó en el mundo de la pareja–, se esconde un principio literario afín a la etapa intelectual que vivió la Francia de mediados de siglo XX. Lo introspectivo, lo retórico, lo lingüístico se incorpora al llamado cine de autor, a la vez que se improvisan vías transgresoras para sorprender al público. Surgen así movimientos fílmicos basados en una fuerte teoría detrás que mezclan intelecto y celuloide, tradición asimilada del cine americano, por un lado, y, por el otro, la que proporciona la literatura clásica y contemporánea.
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A eso se dedicó Chabrol, en una etapa en la que escritores como Marguerite Duras o Alain Robbe-Grillet también querían subirse a la ola de renovar el cine francés. Ya lo dijo el director y crítico Alexandre Astruc en 1948: «Si el escritor escribe con una pluma o un bolígrafo, el director escribe con la cámara». En el caso de Chabrol, a veces escritura a partir de otras ficciones: adaptaciones de cuentos de Maupassant, de la novela policial de Nicholas Blake La bestia debe morir, de Los fantasmas del sombrero de Georges Simenon, e incluso de Madame Bovary.
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Y así como Flaubert dijo de su heroína: «Madame Bovary ç’est moi», Chabrol y sus colegas de generación –colaboradores de «Cahiers du cinema» y, por tanto, escritores– también podrían afirmar algo parecido sobre sus creaciones: el punto de vista, el tono narrativo, el ritmo, la estructura, elementos puramente literarios, son asimilados por el autor de cine, que firma cada decisión. Igual que un novelista a solas frente a sus personajes, la intriga, el desenlace de unas tramas cuyas imágenes valen tanto como las palabras que las acompañan.

Publicado en La Razón, 13-IX-2010

viernes, 10 de septiembre de 2010

Mi lema de vida


"Amo la verdad... mucho... Amo la verdad."
Últimas palabras, a su hijo Serguéi, de Lev Tolstói

"Yo hubiera aceptado como lema: La verdad siempre; el sueño, a veces. La verdad como verdad, base de la vida y de la ciencia; la fantasía y el sueño en su esfera."
Pío Baroja, "La formación psicológica del escritor"
(discurso de ingreso en la Academia Española)

"La Belleza es la Verdad, y la Verdad, Belleza:
Eso es todo lo que en la tierra sabes, y tienes que saber."
John Keats, "A una urna griega"

martes, 7 de septiembre de 2010

Por la Ring Road de Islandia


Montañas decapitadas, de pendiente lisa, afeitadas de vegetación, ofrecidas como para ser acariciadas por una mano gigante. Montañas cenizas. Campos grises de gravilla. Ovejas desperdigadas, pero sin pastor ni granjas a lo largo de docenas y docenas de kilómetros solitarios.
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Niebla baja, delante del coche. Riachuelos paralelos a la carretera. Luego, niebla absoluta; no se ve ni siquiera lo que hay en los márgenes de la carretera. Autopista hacia el cielo.
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Luego, paisaje de montañas frondosas, verdísimas. Carretera serpenteante, con finísima lluvia. Paisaje infinito, de belleza manifiesta; naturaleza como música de Bach: nos hace buenos y libres de espíritu.
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Nadie en ningún sitio. El arco iris a la izquierda, entrando en el mar. Las montañas se trenzan, rotas en su silencio de verdor milenario. El Mar del Norte, allá las ballenas, el Círculo Polar Ártico...

domingo, 5 de septiembre de 2010

La primera travesura literaria de Boris Vian


El escritor humorístico, el músico amigo de los grandes del jazz, el poeta travieso que concibe versos a modo de divertimento, el provocador inofensivo que fue Boris Vian, ya aparece en potencia en esta su primera novela que ahora se traduce, Vercoquin y el plancton (1943). Según el mismo autor, perdón, el individuo que firma el «Preludio», un tal Bison Ravi –Vian era aficionado a firmar algunas de sus creaciones con seudónimo–, se trata de una «obra magistral» que no es de carácter realista por cuanto no es verdad todo lo que se cuenta, como no lo es, según insinúa, ninguna obra asignada a la corriente del Realismo, cualquiera por ejemplo de Émile Zola.
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Así, en apenas una página, Vian ya adelanta lo que va a ser su actitud frente al arte: algo muy serio que se toma a broma. Igual que la vida, como se aprecia en su libro póstumo No me gustaría palmarla, que la editorial Demipage publicó el año pasado. Allí Vian gustaba de los juegos verbales, de la ironía para consigo mismo, de un espíritu infantil que nunca se separó de sus escritos y que hoy, a nuestros ojos, lo han convertido en un preciado raro, en un entrañable maldito, en un genio simpático que en su momento, y como no podía ser de otra manera, fue incomprendido e incluso denostado por la crítica solemne e inmisericorde.
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El Mayor (personaje que volverá a aparecer en otras de sus obras), para celebrar sus veintiún años está preparando una surprise-party en su mansión de las afueras de París. Espera la llegada de Zizanie de la Houspignole, que viene acompañada de un tipo que ha conocido pocos días atrás, Fromental de Vercoquin. Enseguida todos se ponen a bailar, ocasión para que se sucedan diálogos disparatados y descripciones jocosas. Vian, como en su texto más conocido, La espuma de los días (1946), da rienda suelta a su verbo ágil y sin complejos narrativos, y hace de la realidad cercana –en su caso, el jazz, la sociedad francesa, los métodos de seducción del Mayor y de su ayudante, Antioche Tambretambre, bebedor y donjuán– un pretexto para escenificar el absurdo.
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Habrá una segunda surprise-party y un enamoramiento, y todo a partir de una constante parodia-recreación de los hábitos de una clase social que vivió lo mejor y lo peor en aquel periodo: la guerra y ocupación alemanas, y la efervescencia de la música, del alcohol y la noche. Un tiempo que marca el apogeo de Vian, pues en los años cuarenta se licencia en ingeniería y publica sus títulos más llamativos bajo seudónimo: en 1947, Escupiré sobre vuestra tumba –que firma con el nombre de un escritor negro estadounidense que se inventa, Vernon Sullivan, novela que será censurada por su contenido violento y sexual y que le hará sufrir juicios y la reacción airada de los críticos literarios– y Todos los muertos tienen la misma piel, y, en 1948, Que se mueran los feos y Con las mujeres no hay manera.
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Pero no sólo habrá un Vian ingeniero y un Vian narrador, un Vian que se relaciona con la crema de la intelectualidad francesa (Sartre, Camus) y un Vian trompetista que llega a intimar con figuras como Duke Ellington (padrino de su hija), Miles Davis y Charlie Parker; hombre curioso y vital, pese a que una enfermedad en su infancia marque una salud quebradiza y lo lleve a una muerte precoz, en los cincuenta Vian se enrola en proyectos diferentes tras percibir que su narrativa sólo le acarrea sinsabores: escribe una ópera titulada El caballero de las nieves y graba un disco que también le deparará disgustos, pues una de sus canciones se posicionaba en contra del servicio militar en una etapa complicada para Francia en sus relaciones con Argelia. Además, hace de actor en varias películas mientras ocupa el cargo de director artístico de la compañía discográfica Philips.
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Este es a grandes rasgos el camino que anduvo Boris Vian, al que le sorprendió un ataque cardíaco mientras veía la adaptación de Escupiré sobre vuestra tumba en un cine cercano a los Campos Elíseos, el 23 de junio de 1959. La literatura de Vian, que se apartó de la creación literaria para ganarse la vida traduciendo obras de novela negra, no hallará juicios intermedios: el lector quedará entusiasmado por la extravagancia de sus relatos o el desenfado de sus poemas, o bien esa misma estética de encumbrar la absurdidad lo deje tan desconcertado que abandone la lectura, receloso por comprobar cómo determinadas rarezas pueden obtener prestigio artístico.
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Eso mismo puede ocurrir con Vercoquin y el plancton, y a la vez, todo buen conocedor literario no podrá por menos que estar de acuerdo con Julio Cortázar que, en un texto de 1979 dedicado al escritor y cineasta Gonzalo Suárez, hablaba de éste como de un hombre de «inteligencia irónica», que experimentó una «marginalidad deliberada allí donde la gran mayoría trabaja full-time» y entregó una «obra resbaladiza y casi inasible»; de tal forma que, para que se vieran con mayor claridad estas virtudes, el argentino comparaba tales rasgos con la trayectoria de Boris Vian.
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Un carácter marginal que se materializa en el Colegio de Patafísica de cuya Subcomisión de las Soluciones Imaginarias fue presidente Vian y que, fundado en 1948, venía a ser contrapunto hilarante de las academias de arte y ciencias de París. Así, basándose en las ideas vanguardistas del poeta y dramaturgo Alfred Jarry, los patafísicos crearon esta «ciencia de las soluciones imaginarias» que ponía el Absurdo como fundamento prioritario y que venía a ser, en suma, una «Sociedad de Investigaciones Eruditas e Inútiles». Y eso fue la literatura para Vian, búsqueda exquisita y grave, hallazgo del arte por el arte, sabrosa inutilidad en forma de versos, cuentos y novelas que, una vez pasado el tiempo, fuera de su contexto original, se ha aupado en los altares de la literatura más traducida, valorada y hasta idolatrada.

Publicado en La Razón, 5-IX-2010

viernes, 3 de septiembre de 2010

Huellas de toda una vida



En cada último libro de José María Conget están todos los libros de José María Conget. Por muy diversos que puedan parecer, en el terreno de la novela, el cuento o el ensayo narrativo, hay dos cosas que se respiran cuando se lee y relee al autor zaragozano o uno se asoma a páginas recién salidas de imprenta: primero, ese estilo suyo de calidad inigualable, de ritmo, intensidad y precisión lingüística tan placentero, tan admirable, que va acompañado siempre de tramas atractivas desde la primera frase, haciendo del cuento un camino en espiral, un cuerpo textual compacto de principio a fin; y segundo, los temas que va explorando el escritor sucesivamente y que son sus señas de identidad: la vida provinciana española y la vida en el extranjero, el amor por los libros y el cine, la autobiografía de José María Conget convertida en tema literario.
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Este último aspecto protagoniza el texto menos interesante, para quien esto escribe, de La ciudad desplazada, “Fútbol antiguo”, más bien una crónica personal, sentimental y entrañable, de la afición del padre del narrador por el Zaragoza Club de Fútbol. Mucho más potente literariamente es “Quillomamona”, el otro relato de carácter profundamente confesional que nos ofrece el volumen; fruto de una experiencia en un instituto con una serie de macarras a los que un veterano profesor da clase de literatura recurriendo a todo tipo de ejercicios lúdicos, tiene una historia detrás tan insólita como real, tan maravillosa como descorazonadora. En el fondo, cada relato de Conget escenifica lo que se da a diario en un aula: la convivencia entre las personas en el día a día, en sus diferentes jerarquías sociales, el roce físico y verbal que ello produce, sus consecuencias, y el grado de actuación al que todos nos vemos sometidos por culpa de o gracias a las hipocresías sociales.
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Desde mi punto de vista, no hay nadie mejor en la narrativa española actual, reciente, moderna, en ese campo sensible, profundo, realista y simbólico, a veces humorístico... Conget nos presenta retazos de la humana Vida completa: lo ordinario y vulgar del hombre al lado de su intimidad lírica, aunando con maestría hondura del sentimiento, literatura del yo introspectivo e imaginación desbordante ante lo real: tres dimensiones que relucen tanto en los irónicos cuentos de Bar de anarquistas (2005), como en novelas de corte dramático –Palabras de familia (1995)– o en aquellas donde el humor es omnipresente, caso de los tragicómicos Comentarios (marginales) a la guerra de las Galias (1984) o del divertimento novelesco Todas las mujeres (1989).
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En esta ocasión, con los relatos de La ciudad desplazada nos encontramos al Conget de inquietudes borgeano-fantásticas, caso del cuento metaliterario que da título al libro, o el que presenta una de esas casualidades que son increíbles de creer hasta que en efecto suceden con la claridad que impone la lógica imposible, “Encuentro casual en una estación de autobuses”. El resto de relatos, excepto “El cazador de libros” –sobre un fanático de la bibliofilia en donde se adivina el eco de la infancia lectora del propio Conget y también su empleo como jefe de actividades culturales del Instituto Cervantes de Nueva York–, hacen frontera con lo dramático y hasta lo trágico; y así surgen, en espléndida literatura, en personajes latentes y próximos, en prosa densa y penetrante, asuntos graves de la existencia: la traición amorosa, la experiencia de estar al borde de la muerte e incluso la memoria dolorosa de un suicidio: respectivamente, “Variación sobre un tema”, que parte de una idea tomada del Quijote, “Despedida” y “Navarra-104”.
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En este último libro de Conget, pues, está el anterior Conget y el que vendrá, siempre nuevo y sorprendente pero de continuo unido a las huellas de su obra y vida pretéritas. Una fidelidad artística consigo mismo que tiene, en este mismo año, otra novedad editorial: Espectros, parpadeos y shazam! (Point de Lunettes), preciosa edición llena de ilustraciones y fotos en la que el autor maño reúne artículos de las tres pasiones que le han acompañado desde niño: las novelas, las películas y los tebeos. Y es que las páginas escritas de Conget podrían muy bien configurar un plano en el que movernos para conocer la España culta y popular de los últimos cincuenta años, la influencia de la cultura pop extranjera en nuestros hábitos de ocio, y en definitiva la peripecia de una generación marcada por la transición de la dictadura hacia la democracia y, en su caso, de la visión primero de un país gris y pobre y luego de la vida en grandes capitales del mundo. Una trayectoria la suya que, en forma de memorias o autobiografía, y a tenor de las relaciones del autor con el ambiente literario hispano de medio mundo, no tendrían desperdicio alguno.

Publicado en la revista Clarín, núm. 88, julio-agosto 2010

miércoles, 1 de septiembre de 2010

Lope enamorado

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Era extraño que la industria cinematográfica no se hubiera fijado antes en Lope. Porque pocas vidas hay tan intrépidas, prolíficas y pasionales como la del autor madrileño cuyo número de obras, de tan gigantesco, sólo se puede aventurar (se calcula que escribió más de 1.800 comedias). Entre ellas, las célebres Fuenteovejuna, El mejor alcalde, el rey y El perro del hortelano, por mencionar tres que fueron llevadas a la pantalla española.
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Huelga decir que la que más repercusión tuvo entre el público y la crítica –obtuvo siete premios Goya– fue la adaptación de Pilar Miró, con Carmelo Gómez y Emma Suárez en sus papeles protagonistas, que tan bien desarrollaba la idea del que no come ni deja comer. Se trató de una gran producción, de vestuario y ambientación de la época muy logrados, que además recurrió al texto original íntegro. La apuesta fue valiente, y de súbito el castellano en verso de 1615 se hizo cercano para el gran público. Pero ahí acabó Félix Lope de Vega y Carpio, el fénix de los ingenios, como lo llamó Cervantes –que tanto lo envidió, puesto que su tristeza fue reconocerse mediocre poeta–, en cuanto a su relación con el cine.
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Ejército (batallas con la Armada Invencible), política (fue amigo de nobles y sufrió el destierro del reino de Castilla por textos considerados difamatorios), Iglesia (se hizo sacerdote en sus últimos años, llenos de muertes familiares) van a ser los ámbitos en los que se moverá el gran contrincante literario de Góngora. Pero su campo de acción perpetuo será el amor. De tal forma que el filme recrea la atracción de Lope por dos mujeres: Elena Osorio e Isabel de Urbina, o como las llamaba en sus poemas, «Filis» (víctima de un matrimonio de conveniencia con el sobrino de un cardenal) y «Belisa» (con la que se casó en 1588 tras raptarla con su consentimiento).
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Resulta inevitable citar la maravillosa película de 1998 Shakespeare enamorado, de John Madden, en la que se contaba la peripecia del poeta inglés –pese a que su vida nada tuvo de aventurera; fue monógamo y sedentario– concibiendo Romeo y Julieta en un periodo de intenso enamoramiento. Este es un poco el espíritu del film Lope, ya que se centra en el Lope más enamoradizo y poético, el que empieza su andadura teatral tras participar en la conquista de la isla Terceira en las Azores (1583). Es un Lope que ha pasado cuatro años en la Universidad de Alcalá de Henares pero no ha logrado el título de bachiller; es el Lope mujeriego con conciencia religiosa, espiritual y seductor a la vez; el Lope de pluma ligera y sensualidad a flor de piel ahora por fin vestido de celuloide.

Publicado en La Razón, 1-IX-2010