sábado, 30 de octubre de 2010

Mis vecinos Bolaño y Cortázar


Un día de la semana pasada enciendo la tele y, oh sorpresa, dan algo que realmente merece la pena. Todo es próximo, y percibo imágenes de un lugar que visito desde hace treinta y ocho años: Blanes. Allí vivió Roberto Bolaño, y el documental glosa su vida y obra; amigos, vecinos, tenderos, escritores hablan de él, y una voz en off lee textos donde el autor chileno comenta las particularidades de ese pueblo de la Costa Brava. Tanto tiempo yendo, entrando en la atractiva librería donde él acudía, recorriendo sus calles, mirando el mismo mar, y no lo vi ni lo busqué nunca. En el reportaje, se cuenta cómo las más importantes editoriales, una detrás de otra, rechazaron en un principio sus manuscritos. Así que lo único que podía hacer el escritor era perseverar, seguir escribiendo.

Algo parecido dice Julio Cortázar por carta a un amigo, en la correspondencia que leo estos días para reseñar: que ante el rechazo de afuera, sólo cabe seguir adelante con lo que uno cree. Un día de 1958, un gerente de Sudamericana le dijo al argentino que no podía publicar «El perseguidor» y otros cuentos: «Me promete hacerlo en 1959. Pero me voy a dar el gusto de decirle que no, y le escribo para que retire el original. Hay algunos placeres que uno tiene que dárselos en vida. Ya verás que me publicarán cuando esté muerto. ¿Por qué preocuparse entonces?». Y ahora, él mismo y Bolaño son objetos de publicación póstuma extrema, de todo cuanto se encuentra de ellos. Es verdad, se desviven por publicaros cuando estáis muertos.

Estos días son muy cortazarianos: una amiga del cronopio, escritora vecina ahora, me cuenta que cuando Cortázar venía a verla a Barcelona, se hospedaba en la casa que estaba –y aquí me sorprendo con asombro melancólico–, cerca de mi zona familiar, en un piso en el que residí mis primeros veinticinco años, en un barrio del extrarradio. Yo podía haber ido con mi balón Mikasa por aquellas calles de la infancia y haberme cruzado con ese hombre de 1,93 m, y enseguida haberme preguntado si era jugador de baloncesto.

Tiempos y espacios perdidos, pasados en una pecera de memoria que hoy vuelven a enmarcarse, en un simple juego de coincidencias y posibilidades, en lo que pudo haber sido y no fue.

jueves, 28 de octubre de 2010

Entrevista capotiana a Luis Antonio de Villena



En 1972, el escritor estadounidense Truman Capote (1924-1984) publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló "Autorretrato" (versión en español en Los perros ladran, Anagrama 1999), y en él el autor de A sangre fría se entrevistaba a sí mismo con especial astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la siguiente "entrevista capotiana", con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de Luis Antonio de Villena.

Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamas de él, ¿cuál elegiría?
No me gusta la opción. Pero ¿un lugar sólo? París o Tahití, según los días.
¿Prefiere los animales a la gente?
Aún prefiero a la gente: culta y escogida. Pero temo terminar quedándome con los gatos.
¿Es usted cruel?
Creo que no. Pero todos tenemos pequeñas sombras...
¿Tiene muchos amigos?
Pocos. Muchos conocidos y pocos amigos. Nadie tiene muchos amigos de verdad. Como dijo Jules Renard: "No hay amigos, sólo momentos de amistad".
¿Qué cualidades busca en sus amigos?
El afecto y la entrega. La amistad real es mejor que el amor y se parece, pero sin sexo. La amistad no se busca, surge.
¿Suelen decepcionarle sus amigos?
Me han decepcionado muchos que tuve por amigos. Sin duda se trató de una equivocación mutua. La amistad real no es fácil.
¿Es usted una persona sincera?
Procuro serlo. A veces mentir también es ser sincero.
¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre?
Mi tiempo libre son libros y sexo o sensualidad. Soy epicúreo.
¿Qué le da más miedo?
La crueldad de los sandios y de los falsos inocentes es terrorífica. La Iglesia católica también me da miedo.
¿Qué le escandaliza?, si es que hay algo que le escandalice.
En general no me escandalizo. La experiencia cura del escándalo. Me escandalizan los escandalosos.
Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida creativa, ¿qué habría hecho?
De no ser escritor me hubiera gustado ser pintor (hago mis pinitos) y sino me hubiera gustado ser guapo, fácil y modelo.
¿Practica algún tipo de ejercicio físico?
Camino. Y en verano, nado. Poco más.
¿Sabe cocinar?
De cocina no sé absolutameente nada. Ni freír un huevo.
Si el Reader's Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre "un personaje inolvidable", ¿a quién elegiría?
Escribiría (aunque quizás en otra revista) un artículo sobre Lord Byron, por ejemplo.
¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de esperanza?
Habría que pensarlo mucho. ¿No es "esperanza" la palabra más esperanzada? Diga "espoir" si prefiere.
¿Y la más peligrosa?
No hay cosa tan horrible como "falso".
¿Alguna vez ha querido matar a alguien?
En idea si he soñado con hacer que alguien (malo) muriera. Hacerlo morir no matarlo. En verdad, nunca.
¿Cuáles son sus tendencias políticas?
Soy un elitista progresista. No sé cuál es mi partido. Temo que no exista. Detesto el nacionalismo.
Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser?
Ya lo dije antes: pintor o modelo juvenil. Cuando fui joven, claro.
¿Cuáles son sus vicios principales?
No son vicios: me gusta la pereza y la molicie.
¿Y sus virtudes?
Tampoco son virtudes sino maneras de ser. Soy trabajador y afectuoso, aunque parezco antipático.
Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del esquema clásico, le pasarían por la cabeza?
¿Ahogándome? No sé si habría imágenes. Pero en una muerte dulce vería al David de Michelangelo vivo. Y sonriendo, quizás. Quedaría estupendo.
T. M.

martes, 26 de octubre de 2010

Nueva novela de Mario Cuenca Sandoval



Con motivo de la reciente novela de Mario Cuenca, rescato la crítica que escribí de la anterior, Boxeo sobre hielo (Berenice, 2007) y que publiqué en la revista Mercurio.

El filósofo en el ring

Entre la oleada de conservadurismo narrativo a la que los jóvenes no son ajenos –sobre todo si disfrutan (padecen en última instancia a efectos de descenso literario) de éxito editorial–, y las propuestas más dadas al experimentalismo o al collage estético, hay una literatura renovadora con bases perfectamente estables.

Es el caso de la primera y espléndida novela de Mario Cuenca Sandoval (1975); novela total en cuanto a que presenta tiempos y espacios diversos, un protagonista, el boxeador Larretxi, al que apodan El Loco, y su hijo –fusión de puntos de vista que se complementan hasta confundirse–, desde una disposición textual fragmentaria muy bien entendida a partir de breves capítulos numerados. Libro al fin que coquetea con lo ensayístico y lo humorístico a la vez, con lo filosófico mezclado con lo ordinario, con referencias artísticas universales mientras las fauces de la memoria de los personajes se abren paso hasta ofrecer el pasado común de varias generaciones de españoles.

Ya desde el impactante inicio, que se irá comprendiendo a medida que avancemos en la lectura, con una retahíla de nombres propios que guarda, en realidad, el espíritu del relato al asumir que uno es lo que lee y observa, lo que recuerda y desea, lo que es y no es –«Me llamo Mikel Larretxi Gris Vigeland Barthes (...)»–, y aun antes, desde la cita inicial de Schopenhauer, que el autor rescató de un curiosísimo lugar, Boxeo sobre hielo constituye una narración maravillosamente atípica. Se trata de un relato sobre quién fue Larretxi y su mujer Margot; sobre cómo el hijo en común se pregunta por sus padres; sobre cómo se ven en el filo de la locura y, al mismo tiempo, siguen su instinto sentimental para, a veces mediante la vida de los demás, reencontrarse consigo mismos.

domingo, 24 de octubre de 2010

Las obviedades de Philip Pullman

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Un autor que no conocía, pero que parece muy célebre en el ámbito de la literatura infantil, Philip Pullman, tiene la suerte de editar en España un librito: Contra la identidad, que reúne tres pequeños ensayos sobre tres cuestiones diferentes. Son unas páginas llenas de buenas intenciones pedagógicas, pero llenas de cosas obvias y simples. No creo que tales páginas merezcan que Ramón Buenaventura las haya traducido, que Fernando Savater les ponga un prólogo, que la editorial Seix Barral gaste tiempo y dinero en ellas hasta armar un volumen.
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Nada tienen de interés y, a la vez, me congratulo de que la simplicidad sea sinónimo esta vez de la sensatez y profesionalidad. Bueno, más o menos, porque el segundo escrito tiene afirmaciones de este calado: "La preocupación -la constante ansiedad de los extractos bancarios y las hipotecas y las facturas- no es un buen estado de ánimo para escribir. Nos deja sin fuerzas, nos debilita la capacidad de concentración." Claro, cómo va a ser agradable afrontar los pagos mensuales, esta cara vida nuestra occidental. Se trata de una sensatez irritante. Esa afirmación podría dar para ciertas meditaciones acerca de por qué tantos escritores actuales son infieles a sí mismos y engendran obras, presurosas, de dudoso género comercial, por culpa de la hipoteca, pero Pullman lo deja ahí. Añade, eso sí, que hay tratar bien el lenguaje ("cuidar las herramientas" y "adquirir todos los diccionarios que quepan en casa").
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De acuerdo. Bienvenida, señora Obviedad, qué lástima que asuntos tan elementales haya que recordarlos hoy en día. Síntoma de nuestro pobre bagaje intelectual.

viernes, 22 de octubre de 2010

Crónica de un fracaso precoz

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No soy nada.
Nunca seré nada.
No puedo querer ser nada.
Aparte de esto, tengo en mí todos los sueños del mundo.
FERNANDO PESSOA, «Estanco»

A todos aquellos a los que algo,
o alguien, les robó la juventud.

Nada hay ya que me retenga a aquellos años de finales de los ochenta. Todo pasó sin dejar nada en el camino. Los amigos superficiales de la adolescencia hicieron del abandono el natural trasunto de esa etapa egoísta que contemplé con estupefacción. Nada hay que recordar que mejore el presente o haga del recuerdo el hipotético paraíso perdido de cuando éramos jóvenes aunque ignoráramos serlo. El instituto constituía un vacío entretenimiento compartido con niños que vivían la época de la lógica estupidez, del candor y del tierno y desgarrado descubrimiento de la existencia. Mi vida estaba sólo dentro de mí, asumiendo la muerte que conduce a la soledad; refugiándome religiosamente en el baloncesto, en busca de silenciosos consuelos, con una entrega que nadie podía vislumbrar a mi lado; hablando con las verdaderas amistades —las que te miraban a los ojos para contarte mentiras salvadoras mediante obras creadas hace mucho tiempo—; dibujando y pintando —la mano deslizándose sobre la mesa inclinada, con El Último de la Fila, Dire Straits o Vivaldi de fondo completando la concentración precisa: el no pensar, el no recordar, lo mismo que con el balón lanzando a canasta—; la vida atormentada, en definitiva, en los infiernos de la mente, en el sueño de escapar del maltrato, la orfandad y la pobreza.
..... Considerando estas circunstancias, ¿en qué recovecos de la memoria queda un instituto cualquiera dentro de un barrio cualquiera en una ciudad cualquiera? En mi caso, perdido en la desidia y el olvido. Para mí, el Valldemossa no tenía nada que fuera extraordinario, nada que admirar, nada con lo que sentirse a gusto, nada que te hiciera creer que estabas allí para algo más que cumplir la obligatoria necesidad de alcanzar una base cultural hacia la insatisfacción del futuro. Por mi voluntad de pasar inadvertido y la tristeza de no servir para nada —caduca promesa del dibujo nacional en infantil decadencia, proyecto genial de jugador de basket sometido a la crueldad del azar— no hubo una sola vez que algún profesor, después de tantísimas horas juntos durante esa entelequia reducida a siglas, BUP & COU, me dirigiera una palabra de interés o preocupación. Esa rara indiferencia o distancia inevitable, hoy, sería tomada como maldad sociológica en un tiempo este de guarderías tardías, de plena efervescencia analfabeta e inteligencia confundida con la sobreabundacia de información. Ahora a un maestro, de modo injusto acaso, se le pide que sea algo más que un maniquí parlante que transmite conocimientos con más o menos acierto, sino que se le exige psicología, psiquiatría, pedagogía, pediatría y demás ciencias ocultistas de la moderna manera de entender el mundo. Antes no, y el hecho de recordarlo no merece ningún reproche, sino la sobria confirmación de que yo podía haber acabado en la cuneta de lo marginal o, lo que es peor, de la desesperanza alcoholizada de venenos grises, sin que ninguno de aquellos vigilantes de las aulas se le ocurriera reparar en mi rostro de extrañeza, mis notas deficientes, mis precoces y fieles amantes Hiperestesia y Neurastenia.
..... Cómo decirle en 1986, en 1987, en 1988, en 1989, en 1990 al ensimismado profesor de dibujo de turno que yo llevaba años estudiando a Picasso en los museos de la imaginación y en uno de los escasos libros que existían en mi paupérrima madriguera familiar, la mitología de Botticelli en grandes volúmenes que no estaban a mi alcance. Cómo encararme con las bondadosas profesoras de literatura y asegurarles que este malísimo estudiante buceaba en la novelística europea e hispanoamericana, que recorría versos de Machado o Lorca o Hernández sintiendo eléctricamente las palabras, analizándolas con la secreta intuición de todo adolescente. Cómo respetar la antipatía de las oradoras de ética y filosofía cuando mis ojos eran señales que denunciaban la cercana brutalidad, cuando, aún ignorándolo, estaba dando pie a mi estética nietzscheana cada vez que oteaba el mar de Blanes, al igual que el pequeño filósofo de las confesiones de Azorín con su proyección fotográfica de la naturaleza. Cómo tener el atrevimiento de conversar con los lejanos profesores de historia y arte de que yo mismo, en la EGB, había escrito y dibujado la adaptación a cómic del descubrimiento de América extraída de los textos de los colonizadores que me fascinaban. Cómo todo esto si en la Educación General Básica (denominación propia del teatro del absurdo) otros perniciosos maestros no se creían que aquel bodegón había salido de mi mano pictórica, que aquella historieta inventada tenía la influencia directa de mis lecturas de descubrimientos científicos, de las reales ficciones de Isaac Asimov y Carl Sagan.
..... En el territorio de la eterna globalización en la que se basa la falta de sensibilidad para con los alumnos, ser diferente de los demás —no mejor ni peor, como se suele decir, sino muy diferente a secas— se trata de un golpe irreversible para alguien anormal, con un alma vieja, gastada demasiado pronto en desengaños impropios de su corto periodo vital. Nos desplazamos en una manada en la que una oveja negra se convierte en centro xenófobo de iras y burlas. Cumplimos ciclos idénticos y no importa si en ese sendero de peregrinaje educativo aparece un ser humano con criterios excepcionales; se le trata igual al artista que al brusco, al tímido que sufre que al descarado insoportable, y esa idiota igualdad resulta al final representativa del ínfimo nivel de nuestro sistema de educadores. Pero esto no quiere ser un panfleto en contra de todos los gobiernos que nos imponen lo que debemos aprender, destruyendo lo único que nos hace hombres y mujeres civilizados: la explotación libre de nuestro inigualable valor intelectual. En realidad, el presente texto pretendía convertirse en la evocación de mi visión del Instituto de Educación Secundaria Valldemossa y, por extensión, del Bachillerato en la segunda parte de los años ochenta del siglo XX. Sin embargo, desde mi perspectiva —es decir, situado en mi drama, mi cuento, mi fábula, mi lugar en el espacio, desde una de esas infinitas ventanas narrativas de las que habló E. M. Forster— esa visión se me antoja solamente sensiblera, apocada, penosa, patética —término por supuesto pensado en sus etimologías latina y griega («que impresiona, sensible») y no en la inventada por el pueblo, atontado lingüísticamente gracias a la eliminación de las lenguas muertas por parte del colegial Estado, para poder así dejarnos sin recursos cuando nos quejemos de la incompetencia política—. A falta de recuerdos sólidos salvo flases desconcertantes, esa visión, decía, no puede o no quiere pasar de ser una pataleta fácil de lo que pude ser y no fui, una exagerada muestra de venganza por el pasado, agria, amarga, ácida.
..... Shakespeare, en Otelo, hace decir a Yago: «Yo no soy el que soy», y lo mismo podría pronunciar cada uno de nosotros al evocar aquella época de ilusiones y pruebas para la mayoría, desencuentros e inhibiciones para animales sin compañía ni autoestima como el que perpetra las presentes páginas. Aquel que fuimos dejó de existir hace una indescifrable cantidad de tiempo... Y para los que probamos la citada falta de confianza en nosotros mismos, esta devino una enfermedad que en su día me impidió, entre otras muchas limitaciones rutinarias, hablarle a la Venus que observaba cada mañana en clase pero a la que jamás dije una frase, confesar a los compañeros que hubo un período en que el destino, los dioses y las musas creyeron en mí hasta hacerme prodigioso, reconocer en voz alta que veía a diario, como en el poema estremecedor de Emily Dickinson, mi propio entierro anímico y que vivía sepultado, sin aire y amor, escribiendo para poder llorar a solas, desconfiando de la misma mano que antes encestaba o retrataba la cara oculta de un paisaje con la fluidez de los que nacieron para comunicarse con su cuerpo y su arte.
..... Hoy, ayer, mañana, en cambio, puedo mirarme al espejo y no apartar la vista. Ya no soy tan feo, tan retraído, tan cobarde o discreto, no tengo tanto miedo a las sombras que se esconden para traicionarme, no soy tan invisible para los demás ni estoy tan solo. Incluso me tomo el lujo de comunicar sin pudor mis miserias —mi memoria— a gente anónima: lectores ocultos o inexistentes y quizá para siempre desconocidos. Simplemente soy yo, alguien que sigue llamándose Nadie, un vulgar Ulises que viajó a la deriva durante la infancia, la adolescencia y la juventud no precisamente dorada, hasta que la locura lo transportó a una isla confortable en la que relajar el temor de seguir vivo, recuperarse de tantas heridas y volver a encontrarse consigo mismo: con aquel estudiante formal, mediocre y desesperado que ahora se filtra por un reloj de arena, cayendo sobre unos años que casi estuvieron a punto de hacer que desapareciera su biografía, hundiéndole en la nada.

Publicado en 25è aniversari Institut Valldemossa 1977-2002 (2002).
Al enviar mi texto, una profesora de matemáticas que coordinaba el libro intentó impedir que viera la luz y habló mal de mí a sus colegas. Me indigné, pues tal cosa ratificaba la mezquindad del profesorado que tuve que padecer en su momento en ese centro de Nou Barris, salvo por parte de una profesora que, al leer estas páginas, de repente entendió, con dolor y recuerdo, muchas cosas de aquel tiempo desgraciado.

martes, 19 de octubre de 2010

Tiempos de Ikea y best-sellers

Cielo de Islandia desde Reikiavik

Me cuenta el poeta Jesús Aguado, tras su reciente viaje a Suecia, que hay en cartel un musical sobre el fundador de Ikea. El entertainment moderno ha logrado hacer arte escénico de los muebles de fácil montaje y de su impacto en la sociedad: acudir a uno de esos centros comerciales suecos es directamente añadir unos tercetos encadenados a los círculos infernales que pronunció Dante. La histeria de la prisa y la compra se refleja en empujones y miradas obsesivas: zombis escudriñando medidas y materiales.

Nuestro mundo literario también es un gran almacén de productos hechos para el rápido montaje intelectual: libros de trivialidades de género, de historias mil veces sabidas, escritas con esa misma prisa de laberinto de mall, de gran superficie comercial, de sótano de la memoria, estrangulado el buen gusto por tratar con respeto el lenguaje. En el territorio de la banalidad artística, de literatura escrita con estilo periodístico, ¿quién es el tuerto en el país de los ciegos, el semental en la cama de los estériles? Las editoriales son empresas que han perdido su partido frente a los teléfonos móviles y sus sucedáneos, y un vistazo a las librerías descorazona: cuántos libros que no necesito, se dice uno, parafraseando al filósofo ateniense que visitó un mercado.

Mi estupor, allende nuestras fronteras incluso, ante personas que de repente muestran su arsenal cultural citando con entusiasmo La catedral del mar o La sombra del viento, es absoluto y me deja sin aliento para responder. Nadie lee libros que merezcan ser releídos, y el best-seller de turno se convierte muchas veces en un producto de Hollywood que rentabiliza la difusión de un título mediante los primeros planos de la chica guapa del momento.

¿Cómo escapar a todo esto? El cielo y el mar tienen la respuesta.

sábado, 16 de octubre de 2010

El centro de «Cántico»


Jorge Guillén fechó la escritura de Cántico entre 1919 y 1950, desde Tregastel, Bretaña, a Wellesley, Massachussets. La localidad francesa marca, pues, el inicio de su gran Libro, y también el de su primer amor, Germaine Cohen, pues allí y en ese año se conocieron, en la etapa en que el poeta era lector de español en la Sorbona. A su vez, la ciudad americana marca un fin, pues su adorada mujer moría de cáncer en 1947. Este es el marco a la hora de abordar la correspondencia de Guillén a Germaine, casi ochocientas cartas que llegan a 1935 y que reflejan amplios periodos en los que el vallisoletano tenía que permanecer en España, debido a su trabajo como profesor universitario, mientras Germaine estaba en París con sus hijos Teresa y Claudio.
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El amor descomunal y conmovedor que siente Guillén por su esposa va manteniéndose con honda entrega, y si bien se trata de documentos privados que en principio ni tendríamos que conocer, lo cierto es que es un placer leer el francés de Guillén, sus frases siempre elegantes, románticas, tiernísimas, y la traducción y notas de Margarita Ramírez, viuda de Claudio Guillén. Ésta esperó a que muriera la segunda esposa del escritor, Irene Mochi Sismondi (2004), para preparar la edición de unas cartas que hablan de amor en la distancia, y también de un mundo cultural maravilloso, el de la generación del 27, además de constituir una suerte de diario de cómo iba creciendo Cántico desde las primeras dudas acerca de la elección de su título.
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El libro sería dedicado a su madre y a Pedro Salinas, pero la energía y concentración de su escritura procede del amor a Germaine, de ahí que Guillén le diga que es el centro de Cántico. «El flujo de la vida es para mí, sobre todo, el flujo de las palabras», afirma el novio en junio de 1920. «Es la pareja quien constituye la unidad profunda», asegura un año después, preparando la boda. «No sé vivir sin ti», declara el esposo a inicios de 1925. De la palabra a la unión, de la unión al amor imperecedero: espiral como un canto, un clamor, un homenaje a estar vivo. El Guillén de Final (1981) escribirá que el amor verdadero justifica nuestro paso por la tierra, y esta correspondencia es el espejo de tal aserto: el reenamoramiento constante, y la amistad como vía de respeto y cariño: «No amo más que a mis amigos y a mi amor, sí, con continuidad, con fidelidad, con monotonía» (1929).
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Y entre esos amigos, claro está, Salinas, «delicioso, seguro, estable como siempre», García Lorca, «el primero de todos nosotros, hay que inclinarse», Dámaso Alonso, «formidable talento», y G. Diego, R. Alberti, J. Bergamín, M. Machado, J. R. Jiménez, a quien le compra papel de calidad para los ejemplares de lujo de Cántico... Una constelación de genios que, sin embargo, estaban en el lugar equivocado para crecer, pues «la soledad en que todo esfuerzo intelectual se desarrolla en España es total»; al joven Guillén le irritaba «la indiferencia de la gente hacia las cosas del espíritu» (pág. 246) y al mismo tiempo advierte que su personalidad literaria llegará lejos. Francia, Italia, Norteamérica acogerán su refinamiento, sencillez y carácter afable, y el Libro seguirá agrandándose. La pareja se exiliaría a Estados Unidos en 1938, dos años después del segundo Cántico. Fe de vida, de celebrar el amor, y a la muerte de Germaine sólo podrá sucederle un Clamor de tristeza y caos frente al «tiempo de historia».
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Publicado en La Razón, 14-X-2010

jueves, 14 de octubre de 2010

Vargas Llosa: el patriarca de las letras hispanas

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Juan Carlos Onetti, al que Mario Vargas Llosa dedicó una estupenda monografía hace dos años, dijo que el autor de La ciudad y los perros tenía una relación con la literatura de fidelidad conyugal, mientras que él la consideraba algo así como una amante. Se refería así al tesón con que Vargas Llosa encara cada uno de sus retos literarios, desde el artículo dominical hasta su novela más gruesa; con una constancia tan prodigiosa que parece de otro tiempo, de aquellos escritores en lengua castellana que armaron todo un extenso territorio artístico: un Cela, un Delibes, un García Márquez. Hoy, tras esas figuras ya muertas o inactivas, destaca Vargas Llosa como resistidor inigualable en el mundo de las letras. Una presencia que va más allá de la novelística y que toca lo político, lo periodístico y lo investigativo.

Ya en su momento Julio Cortázar ensalzó La casa verde y defendió la siguiente idea de Vargas Llosa que un crítico atacó: «La literatura no puede ser valorada por comparación con la realidad. Debe ser una realidad autónoma, que existe por sí misma». El argentino se identificaba con su colega en su predisposición hacia la obra independiente y el pensamiento social. «Un novelista es un intelectual creador», añadía, y qué mejor ejemplo que Vargas Llosa, atento a todo lo que le rodea y, a la vez, absorbido borgeanamente por su tarea no sólo como narrador, sino como lector y estudioso de la literatura, campo en que no tiene comparación con ningún otro escritor actual.

Nuestra opinión sobre su narrativa podrá diferir de cuantos estos días idolatran al hispano-peruano –por ejemplo, yo creo que jamás superó la perfección del relato Los cachorros (1967)–, pero es unánime la admiración por sus obras ensayísticas que tanto nos hicieron ver, sentir, comprender: Carta de batalla por Tirant lo Blanc, García Márquez. Historia de un deicidio, La orgía perpetua. Flaubert y Madame Bovary o el maravilloso La verdad de las mentiras –sobre la mejor narrativa del siglo XX–, son trabajos superiores, de profesionalidad erudita y estilo accesible a todos, tan didácticos como embelesadores.

El premio Nobel sorprendió al profesor Vargas Llosa preparando clases de un máster universitario. ¿De qué pasta está hecho este hombre para, a su edad, con su prestigio mundial y confort económico, se entregue con tan enérgico fervor a los grandes libros del pasado, releyéndolos, enseñándolos, como compartiendo algo que es sólo suyo –la lectura íntima– pero que pertenece a la humanidad entera? Me parece un bello y esperanzador misterio.
Publicado en La Razón, 14-X-2010

domingo, 10 de octubre de 2010

Stephen King: el Nobel del terror

Es el Corín Tellado de las historias de terror, el Lope de Vega de los relatos de escalofríos. Si un escritor puede ser valorado por el efecto psicológico y sensorial que produce en el lector, Stephen King (1947) habría obtenido el premio Nobel del horror sobrenatural hace mucho tiempo. Su nombre no aparecerá en los manuales de literatura americana ni se le brindarán honores académicos –aunque últimamente ha recibido algún reconocimiento de parte de la crítica, ante la indignación de muchos–, pero su gigantesca obra es una de las más importantes del mundo desde hace décadas: muchos comprarán libros de renombrados autores para sólo poseerlos, por si algún día encuentran el momento de hojearlos, o por la inercia de un interés social; el que compra libros de King lo hace para, llanamente, leerlos.

Un día, de su trayectoria se hará una película: hijo de padre que abandona a la familia, sensibilidad precoz para la ciencia ficción, vida en un remolque de joven y ya casado, alcoholismo y drogadicción hasta casi 1980, un primer e imprevisto éxito con Carrie, un accidente –un coche le atropelló– en 1999 del que arrastra secuelas, ganancias multimillonarias gracias a las adaptaciones de sus novelas: la propia Carrie, Misery, El resplandor, La milla verde... Y es que el cine y el cómic ha sido su gasolina para poner en marcha textos que, aunque parten de las estructuras mentales complejas de un Poe o un Lovecraft, son literatura popular en grado extremo. Quién no ha tenido cerca algún día una novela de King; uno mismo se recuerda de joven, pasando las páginas de La larga marcha (1979), donde un chico participa en una siniestra carrera que costará la vida a sus cien participantes, salvo al ganador. Quién no ha visto alguna película basada en una de sus historias: de la más sobrenatural, como La zona muerta (1983), hasta la más tierna, por así decirlo, como Cuenta conmigo (1986).

De ahí suelen partir las fantasías mortíferas de King: de una realidad tangible que acaba bifurcándose en un horripilante desarrollo. La semilla argumental es real y sencilla, pero entonces el narrador cruza el espejo y encapsula lo diario en algo demente y claustrofóbico. Cómo será el alma, el corazón de este hacedor de terrores. Jamás lo sabremos, pero hay algo orientativo al respecto en su libro Mientras escribo, que redactaba cuando sufrió el accidente. Ahí contó que trabajaba con música de AC/DC de fondo. Extravagante manera de hallar la concentración precisa para urdir tramas oscuras, podría pensarse, pero la creatividad disciplinada crece haya lo que haya alrededor.

Publicado en La Razón, 10-X-2010

sábado, 9 de octubre de 2010

Los Nobel en español

Son once los escritores en lengua castellana que han obtenido hasta la fecha el premio Nobel. La lista completa, que abarca los años 1901-2010, está llena de autores que, pese a que en su día destacaron mucho, acabaron siendo olvidados. Y en el ámbito hispánico tal cosa no es una excepción.
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Así, ¿quién cita hoy al madrileño José Echegaray (1832-1916), que disfrutó del Nobel en 1904? Todos los autores del 98 encontraron indigno que se premiaran sus dramas, tan cursis, pero en verdad sus sesenta piezas tuvieron un gran éxito. Algo parecido a lo que le pasó a Jacinto Benavente (1866-1954), autor de Los intereses creados, que obtuvo el galardón en 1922. Su extensa obra se dirigió a la crítica social mediante elementos satíricos, pero tras el Nobel fue considerado demasiado conservador.
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La chilena Gabriela Mistral (1889-1957) recibió el premio en 1945; era una persona destacada en el mundo de la política, por ser cónsul en diferentes países, aunque este estatus estaba lejos de su personalidad, humilde y cercana a la naturaleza y a los niños. En 1956 le llegó el turno a un autor incontestable: Juan Ramón Jiménez, que no pudo ir a recoger el premio; tres días después de la noticia, moría su mujer, con lo que fueron momentos amargos los que vivió el autor de Platero y yo, el hombre cuyo magisterio poético ha llegado a ser tan universal como ascendente.
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El guatemalteco Miguel Ángel Asturias lo recibió en 1967. Muy vinculado con el gobierno de su país y cercano al pueblo indígena, escribió El señor presidente, donde lo mítico se usa para hacer una fuerte denuncia social. Como la hizo también el chileno Pablo Neruda (1904-1973), que obtuvo el Nobel en 1971 por su excepcional e ingente poesía. Luego, un poeta mucho menos célebre, Vicente Aleixandre (1898-1984), lo recibió en 1977. Se dijo que con ello se premiaba a la generación del 27, aunque aún vivían Rafael Alberti y Jorge Guillén.
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En 1982, fue distinguido el colombiano Gabriel García Márquez (1928), seguramente el novelista más famoso de su época, por obras como Cien años de soledad. Poco después, en 1989, lo obtenía Camilo José Cela, por sus más de cien libros que tanto renovaron el lenguaje y las estructuras narrativas –ejemplo de ello, La colmena–, y al año siguiente, el mexicano Octavio Paz tuvo tal reconocimiento, por su andadura ejemplar como ensayista, poeta y animador cultural. Así hasta hace unas horas, cuando un peruano natural de Arequipa, Mario Vargas Llosa, ha tocado el firmamento sueco.

Publicado en La Razón, 8-X-2010

viernes, 8 de octubre de 2010

Mario Vargas Llosa: un obrero literario

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Incombustible e infatigable, prolífico y polifacético. Así es el carácter literario de Mario Vargas Llosa, todo un «obrero literario», como lo llama Carlos Barral en sus memorias, recordando un verano en que el autor peruano, en la casa de Calafell del editor, trabajaba «ocho horas diarias en la redacción de La casa verde», novela que aparecería en 1966 y obtendría el premio de la Crítica. Autor de una obra ingente, en número y géneros literarios –aparte de narrativa, ha firmado nueve obras teatrales, por ejemplo–, Vargas Llosa se abrió a la celebridad artística gracias al premio Biblioteca Breve, comandado por Barral, recibido por La ciudad y los perros (1962), también premio de la Crítica. Un inicio despampanante porque, además de estar asociado a importantes galardones, fue acompañado por el llamado boom latinoamericano.

Vargas Llosa fue el primer autor que descolló desde América Latina en España, el que abrió la senda para que el mundo editorial acogiera a autores mayores que él, como Cortázar o García Márquez. Barcelona era por entonces, para los literatos, lo que había sido París para los poetas modernistas, y Vargas Llosa aprovechó esa relación de forma primorosa. Disciplina, tesón, curiosidad infinita, tales son las cualidades con las que aquel veinteañero llegó a la capital francesa desde Lima, en 1959, se puso a leer toda una noche Madame Bovary y se entregó a emular a Flaubert en su dedicación imparable. En ese año había publicado el libro de cuentos Los jefes y le esperaba una década gloriosa, con las obras mencionadas más el relato largo Los cachorros (1967) y Conversación en la catedral (1969).
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Si Vargas Llosa hubiera permanecido en Perú, tal vez se hubiera limitado a ser un autor de corte realista, como se desprende de sus primeras obras. Pero Europa, los narradores estadounidenses, representantes de una estética más personal, en especial Faulkner, cambian su perspectiva literaria. Se adentra en narraciones donde lo realista convive con lo simbólico –La casa verde–, en historias de fuerte trasfondo autobiográfico, como La tía Julia y el escribidor –se casó con dieciocho años con su tía política– y penetra en otros espacios geográficos, desde la La guerra del fin del mundo (1981), sobre el Brasil de finales del siglo XIX, hasta La fiesta del chivo (2000), que transcurre en la República Dominicana durante la dictadura de Trujillo.
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Seguramente, el propio escritor sea muy consciente de cómo su trayectoria constituye una gran influencia para varias generaciones de narradores –en España, quizá el más dadivoso con Vargas Llosa haya sido Muñoz Molina, asombrado por ver cómo a edad tan temprana pudo escribir obras señeras– y un ejemplo para aquel que empiece a escribir. De ahí surgiría su libro Cartas a un joven novelista (1997). No en vano, Vargas Llosa ha reflexionado mucho en torno a la ficción literaria a partir de sus propios desafíos, tan diversos: de corte político, como en Lituma en los Andes (1993), acerca de Sendero Luminoso; de tono erótico, caso de Los cuadernos de don Rigoberto (1998); con toques humorísticos, como Pantaleón y las visitadoras (1973); o en clave amorosa, como Travesuras de la niña mala (2006), su última novela antes de que El sueño del celta, sobre el irlandés Roger Casement, denunciador de los genocidios del Congo y el Amazonas, ocupe estanterías y escaparates con la noticia del premio Nobel 2010.

Publicado en La Razón, 8-X-2010

jueves, 7 de octubre de 2010

La paranoia como diario: José Donoso

Santiago de Chile, frente a la Feria del Libro 2009


Hojeo Correr el tupido velo (Alfaguara), de Pilar Donoso, la hija adoptada de José Donoso, y hay varias cosas que no entiendo. Se dice que la autora tardó casi siete años en hacer esta biografía de su padre, pero lo cierto es que veo que simplemente ha ido incluyendo fragmentos de los diarios de Donoso. Tampoco entiendo cómo, en la faja que sirve de reclamo al libro, Mario Vargas Llosa diga que el libro está escrito con discreción. Lo cierto es que la vida más íntima, la paranoica, la temerosa, la incongruente de Donoso está puesta aquí a flor de piel. Y da lástima: Donoso y sus manías, Donoso y sus odios a su mujer e hija. ¿Era necesario sacar la privacidad más honda? Como documento biógrafo, es válido, por supuesto, y los amantes del anecdotario en torno al boom están de enhorabuena, pero no estoy seguro si aporta demasiado a la hora de juzgar la obra literaria. Hay, simplemente, curiosidades que dejan a Donoso como un tipo raro, casi esquizofrénico y de seguro obsesionado hasta lo enfermizo por la escritura. "Como marido, mi padre le exige a mi madre dos cláusulas matrimoniales indispensables. La primera, que supiera manejar un auto, ya que él no sabía y no iba a aprender nunca, y la segunda, que debía leer a Proust, porque si no, no tendrían de qué hablar" (pág. 46): esto es lo que más me ha llamado la atención.

martes, 5 de octubre de 2010

Entrevista capotiana a Cristina Peri Rossi



En 1972, el escritor estadounidense Truman Capote (1924-1984) publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló "Autorretrato" (versión en español dentro de su libro Los perros ladran, Anagrama 1999), y en él el autor de A sangre fría se entrevistaba a sí mismo con especial astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la siguiente "entrevista capotiana", con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de la poeta, narradora y traductora uruguaya Cristina Peri Rossi.

Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamas de él, ¿cuál elegiría?
Viviría en el Paraíso, si existiera, siempre y cuando no tuviera que morirme previamente. Y los Paraísos existen a condición de que no se les encuentre. Pero a veces, haciendo el amor de manera tántrica (no follando, son cosas diferentes) he creído estar en el paraíso, “segunda calle a la izquierda”. Dura poco. Los Paraísos son efímeros. Hay otra manera, también, se sentirme en El Paraíso: el síndrome de Stendhal. Lo puedo sentir mirando un atardecer, un rostro hermoso, un cuadro, escuchando a Lara Fabian cantando Je suis malade o a Pavarotti cantando Mama Lucia. O caminando con la persona a la que amo. El síndrome también es efímero, pero crea adicción. Para mí, el Paraíso es la belleza y la emoción.
¿Prefiere los animales a la gente?
Me gustan algunos animales y también algunas personas. Entre los primeros, prefiero a una especie de monos llamados bonobos, dichosos y pacíficos. Nunca cometen un solo acto de violencia, y los etólogos han descubierto que se debe a que se dedican a dos actividades exclusivamente: comer y acariciarse. Se tocan todo el tiempo, y eso les quita agresividad. No existe la interdicción del incesto y fornican entre todos, sin distinción de sexo, edad y parentesco.
¿Es usted cruel?
Eso deberían contestarlo los demás. En todo caso, detesto la crueldad.
¿Tiene muchos amigos?
Nunca son suficientes, para la necesidad de cariño que tenemos los seres humanos.
¿Qué cualidades busca en sus amigos?
La bondad y la generosidad.
¿Suelen decepcionarle sus amigos?
Siempre, en alguna medida, decepcionamos a los demás, y los demás nos decepcionan; sabiendo que la decepción es mutua, resulta menos dolorosa. Pero sé que tengo algunas amigas incondicionales, que pueden comprenderme o aceptarme sin comprenderme.
¿Es usted una persona sincera?
Mucho, pero la sinceridad absoluta y completa, en todo momento, haría imposible las relaciones humanas. Sólo al antiguo confesor –modernamente, el psicoanalista- se le puede decir toda la verdad y nada más que la verdad. Somos ambiguos y contradictorios, de modo que la verdad es transitoria. Pero yo necesito una testigo, siempre. Me gusta la confidencialidad, la complicidad.
¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre?
No distingo claramente entre mi tiempo libre y el ocupado. Quiero decir que cuando paseo, estoy en el cine o en una cafetería, posiblemente estoy trabajando muy seriamente, y cuando estoy escribiendo también. Si la pregunta se refiere a mis aficiones, tengo muchas: casi todos los juegos, salvo el póquer, los paseos, la naturaleza, la conversación con los demás, la biología, la música, el cine, la filatelia, las matemáticas y los museos.
¿Qué le da más miedo?
El miedo.
¿Qué le escandaliza?, si es que hay algo que le escandalice.
Terencio (plagiado, luego, por Goethe): “Nada de lo humano me es ajeno”, de modo que no me escandalizo.
Si no hubiera decidido ser escritora, llevar una vida creativa, ¿qué habría hecho?
Se puede ser creativo caminando por un parque, dedicándose a la botánica, al solfeo o a colocar ladrillos. La creatividad es una aptitud, de modo que la hubiera empleado en cualquier cosa.
¿Practica algún tipo de ejercicio físico?
Me encanta caminar, ya sea por las ciudades, por la playa o por un bosque.
¿Sabe cocinar?
Muy poco, pero lo hago, y cuando puedo, lo evito.
Si el Reader's Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre "un personaje inolvidable", ¿a quién elegiría?
A Julio Cortázar. No me lo encargó el Reader’s Digest, pero ya lo hice, para la editorial Omega.
¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de esperanza?
Amor.
¿Y la más peligrosa?
Narcisismo.
¿Alguna vez ha querido matar a alguien?
Sólo de amor, y era una metáfora.
¿Cuáles son sus tendencias políticas?
La justicia, la libertad, la solidaridad, la igualdad y el feminismo.
Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser?
Directora de cine.
¿Cuáles son sus vicios principales?
He dejado de fumar –con un doloroso sacrificio- y los demás son inconfesables.
¿Y sus virtudes?
La empatía. Me pongo fácilmente en el lugar de los demás.
Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del esquema clásico, le pasarían por la cabeza?
Una vez, cuando tenía diez años, estuve a punto de ahogarme, y sentí que morirse podía ser fácil, rápido y poco doloroso. Otra vez, a los cincuenta, también estuve a punto de morirme, y en ese momento de extrema debilidad, lancé una carcajada: evoqué toda mi vida en un instante y me dieron unas ganas locas de reírme, todo carecía de importancia. Tengo la esperanza de que esa se repita: al morir, lanzar una carcajada final. La cercanía de la muerte relativiza todo. Sólo las hormonas –o sea, la juventud- exageran, hacen de la vida una anfractuosidad.

T. M.

sábado, 2 de octubre de 2010

Regreso a Jorge Guillén: fe de vida

Cielo de Islandia

El poeta que más quiero vuelve a mí a través de su epistolario con su mujer francesa. Y con ello los recuerdos de mi primera juventud, transida por el impacto de su obra y espíritu. Guillén era y es para mí ejemplo de integridad, generosidad, bondad. No ha habido en la poesía española un creador que tan firme y prolongadamente haya ido construyendo su gran Libro, que se haya dado con tanta elegancia y refinamiento y felicidad. Leyendo estas cartas deliciosas aparece el hombre: el novio, el marido, el padre; el enamorado por siempre de su esposa. Y es cuando preparo la reseña para el periódico que abro mi antigua edición de Cántico, recordándome en una caminata con ella, bajando el Paseo de Gracia barcelonés, con una lluvia que me empapaba entero y con la turbación de no saber dónde iba a estar ese día. Perdido y solo. Pero con ese libro que era un consuelo. Y el individuo que lo firmaba y que me daba esperanzas: existe la Vida si se tiene fe en ella. Aunque en aquel tiempo sólo estaba la Muerte.

«Yo no soy un español castizo, porque no voy a los toros, porque no tengo nada de inquisidor y porque contesto todas las cartas que recibo. ¡Qué le vamos a hacer! Yo soy irremediablemente afable.» Leo esta declaración en un libro biográfico sobre el autor que preparó José Guerrero Martín, Jorge Guillén. Claves de una fidelidad (1997), y eso me lleva a un encuentro con su hijo Claudio –el pequeño Claudie que aparece en las cartas a su madre en París, el gran experto luego en literatura comparada– en la Universidad Pompeu Fabra. Un día, con el nerviosismo de estar delante del hijo de mi adorado JG, le pedí que me firmara uno de sus libros de teoría literaria. Le envié luego mi primer poemario, como hizo Ángel Crespo cuando le mandó a JG su primer libro, a lo que este respondió con enorme gratitud y ánimo. Sin embargo, vi que el hijo guilleniano no era «irremediablemente afable» cuando un profesor amigo suyo me aseguró que Claudio Guillén no contestaba jamás, por norma, carta alguna. En su derecho estaba, por supuesto, pero la diferencia de actitud en comparación con la del padre lastimó mi sentimentalidad adolescente, decepcionándome en grado sumo. Todo lo cual me lleva a apreciar más si cabe a Jorge Guillén, ejemplar en su obra literaria y en su obra con el prójimo.