jueves, 30 de diciembre de 2010

Patricia Highsmith: el territorio del odio



Decía el ídolo más temprano de Patricia Highsmith, Oscar Wilde –cuya tumba vio emocionada en su visita a París de 1962– que «hay algo infinitamente vulgar en las tragedias de los demás» (en El retrato de Dorian Gray, para más señas). Y esa es la impresión que uno tiene al leer las vicisitudes de la escritora tejana: la vulgaridad de su ascendencia –una madre histérica y un padrastro que le resultaba odioso– y la vulgaridad que ella misma construyó a base de neurosis y misantropía; todo nacido en una infancia traumática que iba a marcar su literatura y sus relaciones interpersonales, hasta que le llegó la muerte en Locarno, en 1995.
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«Las obsesiones son lo único que me importa. Lo que más me interesa es la perversión, que es el mal que me guía», dijo en su diario de 1942. Y a fe que es cierto, como ha comprobado magníficamente la dramaturga Joan Schenkar (1952) en El talento de Miss Highsmith (editorial Circe, traducción de Clara Ministral). La biógrafa destaca en el prólogo esa frase rotunda, y a lo largo del libro nos ofrecerá las claves para conocer el hondo laberinto emocional y creativo de Highsmith, a partir de los numerosos «cahiers» –ocho mil páginas de cuadernos y diarios– que ésta dejó escritos y ordenados con escrupulosidad. Highsmith era una adicta a hacer listas de todo tipo, a la limpieza, a tener caracoles como mascotas y a los Martinis, entre otras muchas cosas. Sufrió anorexia, depresiones, alcoholismo, enfermedades hematológicas y arteriales y hasta un cáncer de pulmón, pero evitó mencionar su mala salud en público. Era una lesbiana promiscua y a la vez anotaba pensamientos misóginos. Ingeniosa, desagradable, una solitaria que tenía gran vida social, de mil formas fue descrita Highsmith, de mil formas la veremos nosotros ahora.
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Su historia es la de una huida imposible: huir a Nueva York, Pensilvania, Italia, Inglaterra, Suiza; imposibilidad de escapar ante la tortura de los recuerdos y sentimientos. Odia con la pasión de una enamorada a su madre (Schenkar habla de que Mary, ilustradora de moda, fue su «verdadero amor que no se atrevió a decir su nombre»); la detesta pero parece no poder vivir sin sus opiniones. Insultos, agresividad, cartas llenas de veneno en las palabras, por años y años, aun separándolas un océano. El odio justifica la vida de Highsmith, como si la atara a la infancia maltrecha desde que su divorciada madre se la llevara de Fort Worth para imponerle un padrastro del que tomará su apellido (ella se llamaba Mary Patricia Plangman).

Una infancia que no está curada y que va a sangrar cuando, por un lado, descubra en casa un libro que la iba a fascinar para siempre, La mente humana (1930), del psiquiatra freudiano Karl Menninger, que le proporcionó «“modelos clínicos” con los que comparar sus propios estados mentales cambiantes», y por el otro, la realidad social neoyorquina se abra a sus instintos. Y es que, una vez instalada en Nueva York, vive junto a un manicomio y una cárcel, junto al canal de Hell Gate y el ferroviario hacia Canadá. «¿Puede haber algo más contundente que este plano? En Astoria (Queens), a los nueve, diez y once años, la pequeña Patsy Highsmith, que ya tenía tendencias asesinas y melancólicas», se halla frente a «unos puntos cardinales» formados por «el Crimen, el Castigo, las Vías del Tren y el Infierno», las «coordenadas (...) del Territorio Highsmith».
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He aquí una de las partes más interesantes de la biografía, pues Schenkar no se limita a seguir la pista de Highsmith, sino a penetrar en el temperamento y las sensaciones de la protagonista, en comprender cómo el entorno influye en la construcción de un imaginario artístico que crece, uniforme, en contraste con una existencia contradictoria y sufriente: Pat conocerá a su padre biólogo a los doce años; en su actitud y cuadernos se muestra antisemita, xenófoba y racista; lee Mi lucha de Hitler; ve un potencial asesino en cualquier tipo con el que nos tropezamos en la calle. Mujer insoportable para unos, pero espléndida para otros; como en el caso de Truman Capote, que en una carta a la directora de la residencia Yaddo, donde él pasó una temporada, recomienda en 1948 a «una escritora joven» que «tiene un gran don, y un solo relato suyo revela un talento más refinado que el de cualquiera que haya conocido antes. Además, es una persona encantadora, verdaderamente educada, alguien que te va a caer bien, seguro».
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En efecto, a Highsmith le llega una invitación de ese centro de escritores, músicos y artistas, donde pasará dos meses escribiendo Extraños en un tren, bebiendo mucho y teniendo diversos affairs. En 1943 había empezado una andadura que siempre ocultará, avergonzada, como guionista de cómics, en un periodo en que esta industria emergía con fuerza en Estados Unidos. Lo interesante de ello es ver cómo relaciona Schenkar la pulsión de huida de Highsmith, su vínculo con los superhéroes –«escapistas natos»– y la concepción de su máxima figura, Tom Ripley. Superman o Batman «habitan en un mundo de constantes amenazas y se pasan la vida huyendo de peligros externos (...), evitando que se desvele la identidad de sus álter egos». Y lo mismo le pasa al farsante y estafador Ripley, «el escapista más conseguido de Pat», el asesino que siempre se escabulle, aquel que sí llegó a huir de verdad.
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No hay un héroe-criminal –así lo definió la propia Highsmith– más original en la literatura de suspense contemporánea. Conserva su lozanía como Dorian Gray en su cuadro; fue la imagen de la escritora la que se corrompió hasta el extremo, también como al final el rostro del personaje de Wilde: las fotos de juventud muestran a una Pat de cierto atractivo, la instantánea de la portada de esta biografía ofrece una bella Patricia madura, la Highsmith que llegará a la vejez adquiere la forma de alguien feo y deteriorado. Por dentro y fuera: tragedia y vulgaridad. Pero quién puede excluirse de tal mezcla.
Publicado en La Razón, 30-XII-2010

lunes, 27 de diciembre de 2010

Apuntes en la Biblioteca Nacional

Hay estos días en la planta sótano de la Biblioteca Nacional una pequeña y necesaria exposición. Se presentan los artilugios con los que cientos de años atrás se fabricaban libros, y ejemplos de libros incunables (término del siglo XVII, del latín incunabula, 'en la cuna', leo). Así se les llamaba a los libros impresos en el XV. Tenían forma de códice, y se hacían tiradas de 400 o 500 ejemplares. Como el Sinodal de Aguilafuente (1472), que presenta las características habituales en este tipo de volúmenes: letra gótica y ausencia de portada.
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A unos pasos, encuentro una joya: un facsímil ('perfecta imitación') de la edición paleográfica, por Ramón Menéndez Pidal, del Poema de Mio Cid. Su versión acabó en la colección Austral, la misma que usé para preparar mi ensayo sobre el Cid que publiqué en El Extramundi hace mucho tiempo y que terminó en mi libro de ensayos poéticos Experiencia y memoria.
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Sigo caminando, y leo en un cartel que durante la Edad Media, en monasterios y abadías, se crearon los scriptoria, talleres para la confección de libros a cargo de monjes de los que hay un par de ejemplos. Qué trabajo aquél, de una artesanía y rutina que hoy se nos hace difícil de calibrar. Pero hay más tesoros: un Quijote, una primera edición de La Regenta, un Rubén Darío, periódicos del siglo XIX...
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Abandono la oscuridad del sótano y salgo al sol dominical de Madrid. El pasado de los libros yace en el sótano de ese gran edificio, que dejo atrás, y otro libro intangible, palpitante, el que escribo observando a las gentes, se redacta y se borra en la mente como huellas en la playa.

viernes, 24 de diciembre de 2010

En la casa de Papá Noel


Llueve y hace frío. A 7 km. de Akureyri, visita a la Christmas House. Maravillosa casa-tienda donde ver y comprar montones de cosas lindas. El dependiente, hombre dulce de inglés inseguro, nos regala una figura y es de una tierna y discreta amabilidad: la viva estampa de Santa Claus, con su cuerpo prominente, su barba blanca, su mirada de paz. Me llevo de allí, entre muchas otras cosas, un CD navideño de un trío jazzístico que mezcla estándares americanos y canciones tradicionales en islandés, que luego escucharemos en pleno agosto, en el todoterreno con el que atravesamos la isla de hielo...
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Han pasado los meses, y ahora, junto al árbol, todos esos objetos (instrumentos musicales, un gran calcetín y grandes caramelos, adornos, la música sonando) devuelven un pedazo de Islandia, de viaje, de ensueño.
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Yo estuve allí. Al borde del Polo Norte. Donde Papá Noel vive y cuelga sus ropas a secar, junto a un mágico árbol de escalera blanca imposible, y un pozo de los deseos que homenajea a los niños no nacidos. ¿O acaso no son igual de importantes los niños que se quedaron a mitad del sueño de existir que aquel por cuyo nacimiento se celebra este día?

jueves, 23 de diciembre de 2010

El centenario protector de Paul Bowles

En la primavera pasada, sonaba la música de Paul Bowles en el Instituto Municipal del Libro de Málaga, durante unas jornadas consagradas a recordar a quien fuera su larga compañera, la también escritora Jane (Auer de soltera). Una exposición fotográfica, un retrato de pintado por Barceló, una serie de conferencias –«El mundo de los Bowles»– y la reedición de varias de sus obras venían a celebrar la presencia de esta autora que pasó sus últimos años en Málaga (de 1967 a 1973), donde está enterrada. Ahora el recuerdo conmemorativo corresponde a su marido, Paul Bowles, el compositor y narrador neoyorquino que hizo de Tánger su hogar desde muy joven, hasta su muerte en 1999 (sus restos no acompañaron a los de Jane, sino que fueron trasladados a Nueva York, junto a los de sus padres).

Había nacido el día 30 de diciembre de 1910, y sólo con diecinueve años decidió colgar los estudios y embarcarse hacia París, ciudad en la que contactó por vez primera con aquellos a los que ya Gertrude Stein llamaba «generación perdida». De vuelta a Manhattan, estudió composición con Aaron Copland y escribió música para obras teatrales y películas. Nace ahí el Bowles músico, está a punto de hacerlo el Bowles viajero –visita Marruecos, vive en México cuatro años, recorre Centroamérica– y el escritor que lleva dentro renace en él a partir de su matrimonio con Jane en 1938 (se dice que por conveniencia, dada la orientación bisexual de ambos). Se habían conocido en el ambiente bohemio de Greenwich Village y pronto se trasladarán a Ceilán, para acabar radicados en Tánger en 1947. De ellos dijo Tennessee Williams en sus Memorias, cuando les vio en Acapulco en 1940: «A mí me parecieron una pareja encantadora y muy singular». Aunque luego afirma haber conocido a Jane en Gibraltar, a la cual, por cierto, consideraba «la mayor figura que haya dado la novelística americana».

La historia da por hecho que fue Jane la que indujo a escribir a Paul, y la tendencia actual, por parte de editores y críticos, es reivindicar el talento de Jane por encima del de su marido. En todo caso, la chispa creativa se encendió en Tánger, lugar que fue testigo de novelas como El cielo protector (1949), que haría famosa Bernardo Bertolucci con su adaptación al cine, Déjala que caiga (1952) y La casa de la araña (1955). En ellas, la ciudad marroquí es el trasfondo espacial para unos personajes extranjeros que se enfrentan a tentaciones y debilidades, ya sean el alcohol o una fuerte pulsión sensual. Bowles, mientras Jane mantiene una enloquecida relación con una empleada doméstica que se extiende por veinte años, escribe y se integra en la vida africana, traduce algunas obras autóctonas y acoge a los escritores «beat» William Burroughs, Jack Kerouac y Allen Ginsberg y a otros muchos cuya homosexualidad podía liberarse en Tánger. Allí prima lo insólito, aseguró Truman Capote en una crónica de 1950, y además «es alarmante la cantidad de viajeros que han venido a pasar unas breves vacaciones y se han quedado años y años. Porque Tánger es un cuenco que te contiene, un lugar sin tiempo».

En cierto modo, la amistad y la tolerancia y el respeto por el otro parecen el eje vital de Bowles: primero con su mujer, a la que siguió queriendo pese a su constante carácter enamoradizo, pero también habría que citar a la persona que le cuidó durante treinta años, Abdelouahid Boulaich, al escritor guatemalteco Rodrigo Rey Rosa, que tanto divulgó su obra en los años ochenta, y antes a sus grandes colegas Gore Vidal, Luchino Visconti, Orson Welles, John Huston y Capote. Éste también destacó más la obra de Jane –un genio por descubrir, afirmó, asombrado de que no le llegara su debido reconocimiento– que novelas como El cielo protector –«enormemente tenue», dijo en una carta a un amigo–, y se preocupó por la pareja cuando, en 1958, fueron expulsados de Marruecos y tuvieron que regresar a Nueva York con grandes apuros económicos.

Los Bowles, en efecto, tuvieron problemas con las autoridades tangerinas, pero pudieron reanudar su vida en África, el continente al que Paul dedicó libros de no ficción como Cabezas verdes, manos azules (1963), Memorias de un nómada (1972) y Diario de Tánger 1987-1989 (1991). Su casa allí siempre estuvo abierta a toda clase de artistas: The Beatles, Sartre, Ian Fleming..., y siempre consideró el Sahara, como dijo en una entrevista, «el lugar más bello del mundo, precisamente porque no hay nada. El cielo tiene luz, pero no es verdad, no esta allí, sólo está la noche, siempre. Lo que más me impresiono de Tánger cuando vine por primera vez fue una ciudad en la que pasaban cosas constantemente y donde la hechicería horadaba sus túneles invisibles en todas direcciones». El mismo cielo que lo protegió y fue testigo de su larga existencia, la misma hechicería que conmemora ahora su posteridad literaria.

Publicado en La Razón, 23-XII-2010

martes, 21 de diciembre de 2010

Regreso a un Camprodón nevado


De nuevo, el ritual de cada año: visitar el pueblo de Camprodón, pero esta vez, única para mí, el lugar está hermosamente nevado, y los paseos son cálidos por el fuerte sol pero resbaladizos. El año pasado publiqué en El Viajero del diario El País un artículo sobre esta maravillosa localidad gerundense, titulado "Una suite para Camprodón", pues se celebraba el centenario de la muerte del músico Isaac Albéniz, natural de esas tierras ahora nevadas. Recuerdo, pues, el pueblo, y mis palabras sobre él, hoy, cuando la Europa del este deseosa de volar está atascada en los aeropuertos. Y es que el frío, como noticia, se ha adueñado de los titulares de periódicos y telediarios. La temperatura ha alcanzado estatus de faro informativo, aunque los meteorólogos, estúpidamente, confundan al hablar los términos clima y meteorología, como ya advirtió Fernando Lázaro Carreter.

sábado, 18 de diciembre de 2010

La vez anterior en El Prado



A Rafael lo acusaban de retratar más reales a la gente de lo que eran.

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Los pintores flamencos renacentistas sintieron fascinación por lo concreto, y la respuesta técnica consistió en la experimentación.

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¿Vería El Bosco alguna vez una jirafa o un elefante? ¿Sería pecaminoso o casto, soñador o prosaico? ¿A qué época corresponde si es el más moderno de los hombres que pintaron?

Museo del Prado, 17-I-2009

martes, 14 de diciembre de 2010

Sus ojos y mis ojos. Exposición “Pasión por Renoir”. Colección Clark Art Institute




Justo a la entrada de la sala que reúne 31 piezas de la colección de Robert Sterling Clark, todo comienza con este autorretrato de Renoir de 1875. En él, hay una comunicación vibrante con el contemplador. La pintura reclama una reacción, otra mirada igual de intensa. Provocativamente joven, la postura de Renoir exige una mirada de incomodidad. Las pinceladas son gruesas, sin miedo a invadir el lienzo. El fondo del cuadro es capital, se comunica con el rostro de forma armoniosa: fondo oscuro, introspectivo, espejo de la mente del artista. Pincelada empastada, en el color de la piel, en la oreja, en el pelo y el bigote. Es un autorretrato à la Van Gogh. El trazo es valiente, el brochazo, enérgico. Pierre-Auguste me mira a los ojos un largo rato, y le abandono, aunque sigo pensando en él.

En el espacio aledaño, otra maravilla, Cebollas, pintado en Nápoles –Renoir viajó a esta ciudad y a Venecia en los años 1881-1882–, que era el preferido del coleccionista. De repente, oigo decir a una niña de unos tres años: «Hay seis cebollas». Cierto, una solitaria y detrás cinco más amontonadas, pero se olvida de los impresionantes ajos (uno en primera línea y varios atrás, desdibujados). El fondo del cuadro es vigoroso, de cielo en movimiento, superlativo porque crea una pared enigmática. Ante los prodigiosos colores rojizos y verdosos de las cebollas, un adulto a mi lado, risueño, suelta: «Te lloran hasta los ojos».

Museo del Prado, 12-XII-2010

sábado, 11 de diciembre de 2010

La fraternidad literaria

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Imposible que Mario Vargas Llosa no estuviera a la altura de un acontecimiento solemne, él que es un comunicador nato, que tiene una voz tan divulgativa como transparente. En su discurso, incidió en asuntos que los colegas españoles o latinoamericanos que recibieron el galardón también tocaron. Fue agradecido, pero no de forma empalagosa, como la Gabriela Mistral que, en 1945, en una breve intervención muy diplomática, lanzó piropos a la democracia sueca desde el orgullo que sentía por pertenecer a la chilena.
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Vargas Llosa se acordó de aquellos que le dieron apoyo, y a eso se limitó Juan Ramón Jiménez en 1956, cuando, mediante una nota leída por el rector de la Universidad de Puerto Rico, agradeció hondamente el premio a la vez que aseguraba que el Nobel en realidad era para su mujer, la difunta Zenobia Camprubí. Igual que en aquel caso, la Patricia de don Mario es el soporte desde el que su vocación pudo dar frutos. Y es que la fortuna de estar bien rodeado es capital, tanto como ser capaz de valorar tal compañía. Así lo hizo el peruano al rendir tributo a sus maestros, clásicos y contemporáneos, de forma similar a como Vicente Aleixandre, en 1977, citó a sus compañeros de la generación del 27, sabiendo que premiándole a él se condecoraba también a toda una tradición literaria.
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Aleixandre habló de «la solidaridad con los hombres» y elevó al poeta a la categoría de «revelador», «vate, profeta». Los discursos de aceptación del Nobel suelen tomar esta doble dirección: de sensibilidad fraternal y reflexión sobre la lectura y la escritura. La excepción la encontramos en Camilo José Cela, que en 1989 presentó un complejo texto en el que comparó el lenguaje que postulaba Cratilo frente al de Hermógenes para aludir a «la lengua de vivir y de escribir: sin cortapisas técnicas ni defensivas», al tiempo que meditaba sobre el poder de la fabulación.
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El de Vargas Llosa fue asimismo un discurso intelectual, pero asentado en la autobiografía, de referencias europeas aunque muy cercano a la realidad socioliteraria de América Latina, lo cual entronca con sus precedentes: Octavio Paz, en 1990, habló de que «las lenguas son realidades más vastas que las entidades políticas e históricas que llamamos naciones», y destacó en ello las nacientes literaturas hispanoamericanas. Miguel Ángel Asturias, en 1967, aludió a las injusticias sufridas por su continente: «Por eso nuestras novelas aparecen a los ojos de los europeos como ilógicas o desorbitadas. No es el tremendismo por el tremendismo. Es que fue tremendo lo que nos pasó». No en vano, Gabriel García Márquez tituló su discurso de 1982 «La soledad de América Latina»; en él, denunció las represiones políticas y las guerras civiles de muchos países, para concluir: «No hemos tenido un instante de sosiego».

Gabo pidió más atención para con América Latina. Y lo propio hizo Pablo Neruda, quien en 1971 recordó su peligrosa travesía por los Andes, como exiliado, y su contacto con las gentes rurales: «No hay soledad inexpugnable. Todos los caminos llevan al mismo punto: a la comunicación de lo que somos»; así pues, del yo –el escritor– al nosotros –la sociedad circundante–, en «la lucha y la esperanza. Pero no hay lucha ni esperanza solitarias». Lo sabe bien Vargas Llosa, ciudadano del mundo que, durante unos emotivos días, dio pasos suecos y regaló su voz sin fronteras para todos los tiempos.
Publicado en La Razón, 11-XII-2010

viernes, 3 de diciembre de 2010

Muerte de “La muerte escondida”


Un pequeño gran abatimiento me embarga estos días: tiro la toalla, me rindo, lo dejo estar. Mi poemario La muerte escondida, tras diez años de ir navegando en busca de puerto, ha recibido su enésimo rechazo, aunque bienintencionado –algo insólito en nuestro panorama editorial– y creo que es hora de dejar tranquilo a los editores de poesía con este libro que es tan importante para mí pero que no encaja en ningún sitio. Me apena, porque insistí en buscarle un hogar adecuado: hace mucho se publicó en la revista El Extramundi, luego una selección de sus textos apareció en una colección cordobesa con el título Amigo de los muertos, pero cuando lo siguiente fue buscarle edición... sólo surgió una posibilidad que al fin resultó lamentable: unas gentes de Ávila que lo publicaron sin contar con el autor, sin apenas darme ejemplares y tratándome con grosería. Pero ya da igual: añado a este blog aquella publicación fantasma, porque nadie la vio, que no tiene ISBN, del 2004. Uno se está especializando en libros invisibles. ¿Pero quién no? Mi único consuelo es que ese maravilloso lector de poesía llamado José Ángel Cilleruelo, le dedicó una reseña en Clarín y luego un análisis profundísimo en el blog El balcón de enfrente, que dignifica los poemas que concebí como un complemento a mi primer libro, El atlas de la memoria.