viernes, 28 de enero de 2011

Gudbergur Bergsson e Islandia


Con el pretexto de seguir recordando al editor recientemente fallecido Jaime Salinas, en Islandia, donde vivía desde hacía mucho tiempo, recupero una crítica que hice de una novela de su compañero, Gudbergur Bergsson, titulada La magia de la niñez (Tusquets, 2004), y que publiqué en La Razón.
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LA PATRIA CHICA

El islandés Gudbergur Bergsson (1932), vehemente y apasionado escritor, una fuerza creativa de primer orden, la mayor de su país, ha escrito tal vez su libro más personal, tanto que parece haberlo concebido para sí mismo como terapia de rememoración. Ha recordado los mil y un detalles de su infancia, los ha puesto uno detrás del otro y ha llamado a su texto «bionovela», como explicita en la nota previa de corte borgeano: «Las biografías no existen, porque pocas cosas hay que se pierdan tan irremisiblemente como la vida de un ser humano, de modo que sólo es posible trasladar al papel el deseo de conservar en palabras un mínimo hálito de esa vida», afirma rotundo.
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Consciente de esa relación ficticia entre lo vivido y su transición lingüística, preguntándose constantemente qué es esta gran broma de estar vivo —no en vano uno de sus admiradores, Milan Kundera, le definió como un artista obsesionado por la existencia—, con absorbente lucidez Bergsson despliega las anécdotas que le salen al paso en su recuerdo. Las pequeñas historias de su pueblo pesquero, los vecinos y los miembros de la familia: el padre, el padrastro, la madre, la abuela, los hermanos... se combinan, y esto es lo mejor, con conclusiones filosóficas surgidas a partir de asuntos cotidianos, por lo que la insignificancia, a los ojos de un niño, cobra una dimensión trascendente.
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De este modo, el hilo conductor de la narración es la propia vida, no hay objetivo argumental ni trama novelesca en los tres capítulos en que se divide la obra; acaso el tercero, titulado precisamente «Magias de la niñez», es el que nos ofrece en episodios autónomos una mayor intensidad. «La magia de mi infancia ha surgido como la tierra desde el susurro del mar, o ha estado flotando en el aire durante mis años de adulto en el extranjero, para posarse en lo que yo llamo mi patria chica, la literatura», afirma en el prólogo a este último apartado. Al no haber voluntad de ofrecer una visión sociológica de la vieja y rural Islandia del segundo tercio del siglo XX, unas cuantas travesuras —«Incordiar a las viejas», «Meter miedo a otros»— se erigen en paradigma de un pasado, de un lugar provinciano, de la memoria actual.
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Así pues, habrá que leer esta bionovela considerando los factores íntimos aludidos, sin relacionarla con un relato autobiográfico al uso, sino con un trabajo de alguien que no busca, sino encuentra, que prueba nuevos caminos arriesgándose a reinventar sus años en la «isla de hielo». Un tiempo ya lejano aquel, que tuvo en 1956 un momento de transición clave para Bergsson: su llegada a España, donde entablaría amistad con la Escuela de Barcelona —me parecen muy sensatos sus juicios sobre la supervaloración de los poetas del grupo— y empezaría su entrega incalculable como traductor, introduciendo en Islandia la literatura española (El Quijote, García Lorca) e hispanoamericana (Borges, García Márquez).

martes, 25 de enero de 2011

De isla a isla: Jaime Salinas en Islandia, Pedro Salinas en Puerto Rico


El todopoderoso Google no es capaz de decir dónde ha muerto, a los 84 años, el gran editor Jaime Salinas. Las agencias de noticias no curiosean sobre el lugar islandés en el que ya descansa en paz el hijo de Pedro Salinas; ni siquiera sus familiares lo dicen, limitándose a afirmar que la pasada madrugada pereció en "un pueblo de pescadores". Quisiera saber yo, que recorrí la costa y el interior de Islandia, si miré el mar y oteé los volcanes desde el mismo espacio que Jaime Salinas; tal vez podría haberle hecho una visita, decirle que días atrás, en el mismo mes de agosto, estaba contemplando el cementerio donde está su padre, en San Juan de Puerto Rico, frente al Atlántico. La literatura hace del tiempo y la tierra algo pequeño y próximo. Los aviones acercan islas recónditas, y la muerte nos reúne a todos.

viernes, 21 de enero de 2011

La fraternal utopía del viajero

Foto: en un suburbio de Baltimore, junio 2007

La sala dedicada a Rubens del Museo del Prado es atosigante: como era frecuente antaño, se ha decidido colocar las telas una junto a otra, con escasos centímetros de distancia, con sólo el apoyo de un número que, estampado en la pared y casi a ras de suelo, indica la localización de cada obra en el librito informativo que se ofrece en la entrada. Son 90 cuadros impresionantes, inmensos, emblemáticos, de tema mitológico y bíblico: El juicio de Paris, El triunfo de la Eucaristía, El rapto de Europa, Adán y Eva, Las tres Gracias, Saturno devorando a un hijo...
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Pedro Pablo Rubens vivió entre 1577 y 1640. Para mis ojos, nació en verdad en una visita a Amsterdam de adolescente. Ahora en el Prado lo miro atónito, 90 cuadros casi rozándose, en una orgia de posturas y colores. M¡ro arriba: en lo alto de las paredes, se hayan escritas varias frases del pintor, y anoto una de 1625: "Considero que todo el mundo es mi país, y que seré muy bienvenido en todos los lugares". Qué hermoso deseo y lema para todo viajero.

lunes, 17 de enero de 2011

El realismo como convención



Con ese título publico un largo artículo en la revista Clarín (nov-dic. 2010, núm. 90), acompañado de las fotos de mi vieja biblioteca, hoy desperdigada en otras casas y en una universidad, bajo mínimos pero suficiente, pues ahora, sobre otros estantes, permanece lo que importa leer o releer.

Abordo en el ensayito una de las cosas que más me inquietan a la hora de analizar narrativa. Empieza así: "Seamos realistas, decimos a veces para reclamar el sentido de lo recto y franco, para erradicar infundadas esperanzas, para alejarnos de lo improbable, de lo casual y extraño. Realismo es una palabra..." Indago en ese concepto en varios párrafos, para pasar, en diferentes apartados, a comentar "El vacío de Henry James y los realismos de C. S. Lewis", "El realismo y la historia literaria", la "Falsedad y verdad de las corrientes realista y naturalista", "Hacia la libertad narrativa" y "Objetividad y subjetividad narrativas".

miércoles, 12 de enero de 2011

Diario de la India de Jesús Aguado



Me arropo con la vestimenta de mi cada vez más necesario Tolstói y me fijo en el amor, que siempre está en el centro de todo. Porque justo en el medio, en el centro, a mitad de camino de La astucia del vacío. Cuadernos de Benarés 1987-2004, se encuentra el clímax del pensamiento poético de Jesús Aguado, en la izquierda página 126 y su derecha 127; el pensar de (ahora) un prosista que, haga lo que haga, siempre escribe poesía; véanse para comprobarlo sus dos recientes libros, el poemario Verbos (editorial Zut), maravillosa y concisamente bello, y Diccionario de símbolos (editorial Paréntesis), un gozo para el sentido que ronda la reflexión y la observación del planeta exterior e interior.

(«El amor tiene eso, que despierta los hilos, esa maraña que somos dentro y fuera de nosotros atravesándonos de parte a parte, atándonos a lo visible y a lo invisible, entrecruzando nuestros actos, palabras, experiencias.»)

Por lo dicho más atrás, quien aspire a hallar en este libro un diario convencional, que lo deje donde lo encontró. Es un diario no para conocer la India, sino para respirarla; no es para maldecir su miseria, sino para constatarla casi sin darnos cuenta; no es para celebrar hechos ni toparnos con personalidades destacadas, sino para tropezarnos con niños, locos, vacas, amigos. Apátridas cuya patria es Benarés, un lugar inhóspito y a la vez acogedor, un sitio siniestro y el más agradable del mundo, el centro espiritual del territorio que, con todo su amor a las gentes de su entorno, pisa, abona, cultiva y recoge Jesús Aguado.

lunes, 10 de enero de 2011

Entrevista a Ramón Andrés


EL SILENCIO COMO LENGUAJE


Con No sufrir compañía. Escritos místicos sobre el silencio (editorial Acantilado), el escritor y musicólogo Ramón Andrés (Pamplona, 1955) se ha internado en el misterioso campo del silencio con su habitual prosa, exquisita y pedagógica. Experto en la obra de Bach y Mozart, autor de un Diccionario de instrumentos musicales y de un libro canónico para el interesado en la muerte voluntaria, Historia del suicidio en Occidente, Andrés ha curioseado en textos de religiosos del Renacimiento español que tienen como centro la idea del silencio. De tal modo que ahora ofrece meditaciones de veinte autores –Juan de la Cruz, Teresa de Jesús, Luis de León, etc.– precedidas de un recorrido del simbolismo del silencio en la historia. Un ensayo oportuno en esta sociedad moderna llena de prisas y ruidos.

El refranero popular alude al beneficio de escuchar antes que hablar. ¿Es un pensamiento tan antiguo como el hombre?
Siempre la mesura ha sido una muestra de sabiduría; en el hablar también. Teniendo en cuenta la complejidad de las relaciones humanas, ser prudente, escuchar, calibrar lo que se dice, no juzgar, hablar poco, ayudan a la buena concordia.
¿Estar en silencio es una manera de hablar?
Por supuesto. El silencio es también un lenguaje: tiene intensidad, duración, intención, contenido. Duda, niega y afirma, o al contrario.
A lo largo de sus investigaciones, ¿cuál es la época más remota en la que ha encontrado alguna alusión a las virtudes del silencio?
En el antiguo Egipto el silencio ya era algo muy apreciado y respetado. Se consideraba necesario para el conocimiento del ultramundo. Tenían unos recintos destinados al retiro donde los sabios pasaban los días en silencio, meditaban. La espiritualidad, desde sus primeras expresiones, ha contemplado el silencio como condición inherente para su aspiración metafísica: el silencio deja oír aquello interior que los ojos no pueden ver. Confucio decía que era necesaria «una percepción silenciosa de las cosas». Esto es fundamental para darse cuenta de que el silencio es, más que un no-ruido, es una actitud mental.
¿Por qué el silencio como simple objeto ha perdido prestigio?
Es singular y revelador que un hecho tan necesario para la reflexión como es el silencio, el dejar todo en reposo para que se ordene nuestro interior, no tenga hoy un lugar. El mal llamado progreso, unido a un ideario de producción sin límites, a un estado de crispación y consumo sin tregua, es sumamente ruidoso. Las ciudades sitiadas por los colapsos y asaltadas por los precios impuestos por la barbarie, el fragor de unas máquinas que no se sabe para qué producen, el ir y venir de mercancías, la empobrecedora sobreabundancia, forman un mundo tan irracional como laberíntico. El silencio, como no se considera «productivo», no tiene cabida en esta organización de la desmesura y el estrépito.
¿Dime cómo callas y te diré cómo eres? ¿De qué manera el silencio de las personas refleja su mundo interior o visión de las cosas?
El silencio es una valiosa vía de introspección. Lo que es alboroto, exceso de lenguaje, no deja ver con claridad lo que es interior. Con el ruido, la conciencia apenas si puede intuirse. Hablamos de personas silenciosas, y, sin saber la causa, nos serenan, nos hacen bien. ¿No es así?
¿Por qué tradicionalmente se decía que «el silencio es la puerta de entrada de la sabiduría»?
Porque sin un previo orden, sin silenciarnos a nosotros mismos, no podemos pensar certeramente.
En su libro, habla de unos curiosos personajes, los «acusmáticos». ¿Podría explicar cuál era su comportamiento?
Pitágoras, en su comunidad, en la que se enseñaba música y filosofía, matemática y medicina, admitía a unos aspirantes que durante cinco años no podían hablar, sino únicamente escuchar y aprender. Esos, los que escuchaban, eran los acusmáticos, entregados, como su nombre indica, a la escucha. En aquella comunidad no se comía carne, ni tampoco ciertas semillas; no estaban permitidos los sacrificios cruentos; sólo se podía vestir con ropas de lino, y las relaciones sexuales eran restringidas a ciertas celebraciones y días señalados.
Cada religión ha reflexionado sobre el silencio. ¿Hay diferencias entre el catolicismo, el budismo o el islamismo, por ejemplo, al respecto, o guardan una perspectiva común?
Existen diferencias, pero en esencia su función es la misma: permitir «oír el mundo» con nitidez, el mundo interior y el exterior. Aunque un sufí acuda a un método distinto de un taoísta, y un cartujo practique usos ajenos a los de un lama tibetano, la finalidad es similar. Sin embargo, hay que decir algo importante al respecto: un laico, un no creyente, tienen esa misma necesidad de silencio, porque el silencio es ante todo conocimiento. El silencio nunca nos deja en el mismo lugar en que lo empezamos.
Su libro se centra en textos de místicos españoles de los siglos XVI y XVII. ¿Por qué esa época es fructífera en meditaciones sobre el silencio?
En la Europa de aquel tiempo, sometida a muchas tribulaciones, a mucha violencia, enfermedades y hambre, la espiritualidad tuvo en el silencio un medio de superación. Esta actitud fue muy cultivada en el mundo protestante, tanto como lo había sido entre los sufíes que tan frecuentes eran en Al-Andalus. Sin duda dejaron una gran tradición en España, así se explica la religiosidad de una figura tan capital como la de san Juan de la Cruz. Por eso la Iglesia tuvo tantos reparos y recelos hacia aquellos místicos «desasidos» y «quietos», que no encajaban dentro de las jerarquías eclesiásticas.
¿De la lectura de estos clásicos podemos extraer ideas que iluminen nuestro presente ruidoso y nos hagan plantearnos la necesidad de silencio?
No tengo duda. Ellos plantearon lo que muchos filósofos especularon siglos después: poner en entredicho el sentido del «individuo», el enfermizo aferrarse al ego, la disolución del Yo como liberación, abandonar el personaje que el sistema ayuda a crear, seguro de sí mismo, práctico, insaciable, neurótico, calculador, temeroso del anonimato, acumulador.

Publicado en la revista El Ciervo, enero 2011

viernes, 7 de enero de 2011

Alicia Giménez Bartlett: una mujer frente al crimen

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Hoy que el género de la novela negra está en auge, Alicia Giménez-Bartlett tiene un puesto de honor entre las preferencias del público. En algún momento dado de los años noventa, esta autora nacida en Almansa en 1951 y doctorada en Literatura por la Universidad de Barcelona quiso paliar un evidente vacío en las obras de misterio y crímenes: la ausencia de un protagonista femenino. En sus propias palabras, en este tipo de narrativa la mujer aparecía siempre como la víctima, la «muerta en la primera página» o «la ayudante de alguien». Fue de este modo que concibió su personaje de Petra Delicado, inspectora de policía que hizo su debut en Ritos de muerte (1996) con un caso de violación detrás del cual había un psicópata que dejaba su huella personal mediante una marca en forma de flor en el brazo de la agredida.

Desde entonces, ella y su colega el subinspector Fermín Garzón han pululado por siete novelas más –la última, El silencio de los claustros (2009), publicada en Destino, sobre el asesinato de un fraile en un monasterio– y hasta han dado el salto a la televisión, en una serie de trece episodios rodada en 1999 y protagonizada por Ana Belén y Santiago Segura. El esquema de los relatos de esta pareja no solamente es el prototípico del género, o sea, la aparición de un cadáver –como en Serpientes en el paraíso (2002)– y su subsiguiente investigación, sino que Giménez-Bartlett procura dar una vuelta de tuerca a sus tramas, caso de Mensajeros de la oscuridad (1999), donde los inspectores reciben cartas con un contenido asombroso: penes amputados.

Aparte de su mirada sobre la realidad criminal, Giménez-Bartlett, que ha obtenido éxito en Francia, Italia y Alemania gracias a Petra Delicado, ha escrito ocho novelas más, pero de corte intimista; la primera fue Exit (1984), que despertó unas palabras afectuosas de Gonzalo Torrente Ballester (sobre el que la autora hizo su tesis doctoral). Luego, vinieron historias como: Vida sentimental de un camionero, que recrea la sórdida existencia de hombres cuyo día a día es la carretera, los bares y los locales de alterne; La última copa del verano (1995), donde ahondaba en la amistad entre dos parejas y en la comunicación que se convertía en realidad en incomunicación entre los que creen que se conocen; o Secreta Penélope (2003), acerca de una mujer arrolladora que entraba en conflicto con su entorno más cercano, situación que ofrecía también una radiografía de cierta generación de españoles.

Pero quizá su creación más profundamente literaria, en el fondo y la forma, sea Una habitación ajena (Premio Femenino Lumen 1997), que reconstruye la vida de Virginia Woolf parafraseando el título de uno de sus libros y retomando su célebre frase que tanto explotó la crítica literaria feminista («Una mujer debe tener dinero y una habitación propia para poder escribir novelas»). Se trata de un ejercicio sobre cómo pudo ser su relación con la criada y cocinera que habitó el hogar londinense de la escritora y de su marido Leonard Woolf durante veinte años. En definitiva, lo que preocupa a Giménez-Bartlett es la vinculación interpersonal, ya sea con la excusa de un asesinato o el amor matrimonial, pues como insinuó en su ensayo El misterio de los sexos (2000): la vida parece un relato de suspense.

Publicado en La Razón, 7-I-2011

miércoles, 5 de enero de 2011

Robert Walser en mi parque



Cansado de mirar a las letras del monitor del ordenador, salgo al parque junto a mi casa, donde soy secuestrado por dos niñas que me obligan a jugar a pillar. En medio del juego, acabo frente a un banco, porque es el lugar para el "¡salve!", y entonces, en el banco de al lado, surge la sorpresa: una pareja de mediana edad está leyendo sendos libros, pero el hombre tiene además cuatro encima de sus rodillas y un bolígrafo en la mano. Todos los volúmenes son de Robert Walser, en ediciones de Siruela. Estoy tentado de preguntarles algo, pero qué derecho tendría de interrumpir ese momento que, luego lo pienso, es puramente walseriano. El autor alemán murió mientras paseaba, en la nieve, y así hay que leerlo, en el frío de este enero barcelonés que espera a los Reyes Magos. El parque siempre es rincón para los solitarios, los viejos, los yonquis, los locos, las ancianas, los delincuentes. Siempre me he fijado en la fauna adulta de los parques, pero nunca había visto una escena de biblioteca en ellos.

Foto: Camprodón en diciembre

lunes, 3 de enero de 2011

La suerte de Jonathan Franzen

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Me cuenta Gonzalo Navajas, narrador, ensayista y profesor de la Universidad de California-Irvine, que traía en el avión el nuevo libro de Jonathan Franzen, Freedom, que ya está vendiendo ejemplares como rosquillas, sobre todo después de que el autor acudiera al programa de Oprah y que el mismísimo Obama lo mencionara como la última de sus lecturas. Eso sí que es publicidad y lo demás son tonterías. Franzen es un escritor del montón al que le tocó la lotería editorial, por así decirlo, pero al ser norteamericano aquí la crítica le dispensó ese tratamiento-peloteo tan habitual. La novela se publicará este año en España, y ahora aprovecho para recuperar dos críticas que le dediqué a sus dos libros de artículos.

Zona fría. Una historia personal (Seix Barral, 2008)

Cuando uno ignora dónde empieza el éxito editorial o acaba el literario, o al revés, surgen «productos» como Zona fría, uno de esos libros cuya existencia el lector sólo podrá atribuir a ese éxito aludido que, cual pasaporte para publicar lo que sea, rebaja de tal modo la autoexigencia de un autor que la obra y la personalidad de éste queda en entredicho. Por qué ha escrito Jonathan Franzen (Chicago, 1959) estas páginas, no lo sabemos. Pero sí para quién: para sí mismo y algunos familiares próximos.

El hecho de haber alcanzado la gloria con una novela muy premiada, Las correcciones, no puede convertirse en la presunción de que cualquier cosa que se escriba sea de interés (mucho menos de interés «literario»). El caso es que Franzen ya se acercó a ese error en un volumen de reportajes y ensayos, irregular, con partes muy buenas y otras sin interés alguno, Cómo estar solo, y con esta «Historia personal» se hace un flaco favor al exponerse –por culpa de mirarse tanto el ombligo sin poner distancia a su vanidad– como un hombre que simplemente no tiene nada que contar, o mejor dicho, como un escritor que no sabe dar relieve a lo banal, familiar y autobiográfico.

Si no, invito al lector a calificar lo oportuno de narrar asuntos como los que apunto: las entrevistas pormenorizadas con varias agentes inmobiliarias para vender la casa familiar y el coqueteo con una de ellas; el hecho de que la madre, muerta de cáncer, escribiera redacciones juveniles sobre sí misma; la anécdota en Orlando, cuando la mamá de Franzen le deja poner pantalones cortos para visitar Disneyworld –en la página 119 declarará que «mi muerte era la negativa de mi madre a dejarme llevar vaqueros al colegio»–; la experiencia como boy scout y miembro de una congregación adolescente algo traviesa llamada Compañerismo. Estas cosas sin duda podrían ser relatos atractivos si estuvieran contados con el suficiente talento y gracia, pero lo prosaico y anodino del estilo y contenido narrativo de Franzen hará sonrojar a más de un lector a medida que avance en el libro.

Se entenderá este atrevimiento mío crítico con estos ejemplos; excepto cuando habla del impacto sociológico del Charlie Brown de Schulz –donde por fin ofrece explicaciones correctas y dignas–, las conclusiones de Franzen sobre los Estados Unidos son extremadamente mediocres: «El actual es un gran momento para ser un ejecutivo jefe norteamericano y una mala época para ser su trabajador peor pagado» (pág. 24), dice el mismo autor que, poco después, expresa sus temores por que «las secuelas del Katrina pudiesen originar turbulencias en su vuelo Nueva Orleans-Nueva York». Su egocentrismo infantil e ingenuidad social le llevan incluso a confesar su irritación ante los anuncios que pedían donaciones para las víctimas de aquel terrible huracán. A su juicio, era el Gobierno el encargado de gestionar dinero para ello. Desde luego, pero los argumentos de Franzen al respecto son tan pobres que le dejan como a un hombre insensible, clasista e insolidario.

Pero qué esperar de una persona que en ese pasaje escribe algo tan insustancial como que «mis mayores preocupaciones del día eran si debía sentirme culpable por haber abandonado el trabajo a las tres y si mi tienda predilecta de alimentos orgánicos tendría limonada Meyer para los margaritas que pensaba preparar “après” el golf».

Cómo estar solo (Seix Barral, 2003)

El vertiginoso éxito de Las correcciones (Seix Barral, 2002), la tercera novela de un maduro escritor precoz, Jonathan Franzen (Chicago, 1959), colocó a éste en la distinguida lista de autores consagrados a acercarse a esa quimera de la «gran novela americana». Tal obsesión, que se hereda generación tras generación y en la que siempre hay ejemplos —el último el de otro joven, experto en vírgenes suicidas, Jeffrey Eugenides, con su inmensa Middlesex (Anagrama, 2003)—, más el planteamiento constante de qué clase de fenómeno es este de novelar hoy en día, adoptado de sus adorados Philip Roth y Don DeLillo, parecen ser las grandes premisas en las que se asienta la valiente ideología cultural de Franzen.
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Ciertamente, el egocentrismo generalizado con el que se tiene que convivir en Estados Unidos goza de varias voces que se distancian y denuncian los elementos fronterizos y jerárquicos que provoca la economía y la política. Y a ello se suma el bueno de Franzen con esta serie de artículos, la mayor parte alejados de toda temática literaria, atractivos sólo para quien desee conocer el funcionamiento de una cárcel, el Alzheimer, la industria tabaquera, el servicio de correos o la bibliografía reciente sobre sexo. Otros tres textos más —el recuerdo de su infancia en St. Louis, la reflexión sobre las urbes americanas en contraste con París, un apunte sobre un empleo de su adolescencia y otro sobre Bush— tampoco llegarán a captar nuestro interés.

Es en los artículos donde se mezcla la autobiografía, la meditación sociológica en torno a la intimidad y la tecnología en la sociedad actual estadounidense —«Dormitorio imperial», «El lector exiliado», «Rebuscando»—, y por encima de todo, «Por qué molestarse», cuando encontramos de verdad sobradas excusas para abrir el libro y descubrir su tesis: «el problema de preservar la individualidad y la complejidad en una cultura de masas ruidosa y que distrae; la cuestión de estar solo». Franzen habla de la «desesperación de no poder conectar lo personal con lo social» en esta «era de democracia electrónica», del dólar como del «rasero para medir la autoridad cultural», de cómo «la televisión ha matado a la novela de reportaje social».

Las magníficas disertaciones de Franzen cobran más valor en tanto nacen de una puesta en duda absoluta de su oficio. En un momento dado de su vida, sintiendo que en una sociedad hiperactiva resultaba incompatible el placer de la lectura, aislado, sin recursos y sin confianza en su escritura, el que ganaría el National Book Award 2001 halló en el trabajo de dos mujeres la excusa para su resucitación narrativa en un tiempo en que lo audiovisual ocupa la atención de la población alienada. El estudio de una antropóloga sobre los hábitos culturales de sus compatriotas y la lectura de una novela de Paula Fox, más otros descubrimientos literarios femeninos, le salvarían de tirar la toalla y al fin explotar todo su talento describiendo la vida en el Medio Oeste.

sábado, 1 de enero de 2011

En el Retiro, en el Palacio de Cristal


Ebullición y reunión. Una mezcla de ubi sunt y to be continued. El Parque del Retiro es un circuito mañanero de niños, cisnes negros, músicos callejeros, besadores exhibicionistas, corredores, ciclistas menores de edad, paseantes, abuelos, bebés, árboles grises, fuentes. El Palacio de Cristal, inmaculado como siempre; donde hace tres años se presentaban unas grandes construcciones hechas de troncos formando iglús, ahora hay una estatua altísima hecha de papeleras, cubos, orinales, obra de Jessica Stockholder. En el tríptico informativo del que se dispone una vez se rebasa el umbral de vidrio, se lee una explicación que resulta tan incomprensible como pedante: es la típica farsa del arte contemporáneo, cuya vulgaridad es salvada y ensalzada por la columna de humo que es la intelectualidad, la filosofía, la teoría artística. Hay mil modos de conceptualizar el trabajo de esta escultora de Seattle, titulado "Atisbar para ver", pero todos son infames: abstracciones hechas de palabras que firma una tal Lynne Cooke. Lo único maravilloso es contemplar esa verticalidad de plástico, y asombrarse ante ella. Es genial verla, apropiársela desde ojos inocentes de prejuicios (ojos infantiles), pero insufrible encontrarle una justificación.