miércoles, 31 de agosto de 2011

La Transición de un hombre




He aquí a un proust humorístico, a un hombre de provincias que ha hecho de su vida un cosmopolitismo continuo, a un paternal profesor de instituto y aguerrido jefe de actividades culturales de un par de Institutos Cervantes que ha convertido cada una de esas vivencias en materia narrativa. José María Conget (1948) ha vivido en veinte ciudades de Europa y América, y eso lo ha convertido en literatura; le han acompañado a todas partes sus tres pasiones: la narrativa, el cine y el cómic. Ha escrito cuentos, novelas, ensayos, crónicas viajeras, pero nada de eso en realidad puede encasillarse: su novelística, fragmentaria y buscadora de novedosos caminos estéticos, son divisiones cuentísticas; sus reflexiones son también relatos novelescos; sus memorias de su paso por París, Londres o Nueva York tienen el tono, el ritmo, la grandeza lingüística de sus mejores cuentos.

Conget es una espiral, que empieza y acaba en él, tal es su dimensión artística, su excepcionalidad como escritor. Para qué andarse uno con rodeos: sostengo que ningún narrador español está a la altura de la audacia de sus tramas, de la ambición literaria de su lenguaje y estructuras sintácticas, de su intensidad tanto en términos realistas, irónicos o emocionales. Y este volumen que reúne las tres novelas protagonizadas por Miguel Zabala —Quadrupedumqe, Comentarios (marginales) a la Guerra de las Galias y Gaudeamus— ejemplifica a las mil maravillas lo dicho. El autor las publicó en los años 81, 84 y 86, cuando Hiperión editaba narrativa, y ahora Zaragoza homenajea a uno de sus hijos predilectos, con la complicidad de su colega Ignacio Martínez de Pisón, que firma un atinado prólogo.

En él, se habla de cómo Conget ha imbricado visión urbana e imaginación literaria: «En una literatura como la suya, tan cercana a la vida, era inevitable que esas ciudades se hicieran presentes en su obra, unas veces como escenarios y otras directamente como protagonistas». Narrativa, pues, anclada en el suelo de los personajes ficticios, los cuales se engarzan con los de carácter autobiográfico, pues los diferentes Conget —el niño, el adolescente, el veinteañero, el adulto— se abren paso en relatos que, a su vez, representan un tiempo concreto de la España del tardofranquismo, la Transición y la democracia. La Trilogía de Zabala es un monumento a cómo transformar la memoria de lo que se es en análisis psicológico del hombre de todos los tiempos. El tímido, patoso, inseguro Miguel, enamorado de Tana, aficionado al cine y a la música, es el individuo que en parte todos llevamos dentro y del que no nos atrevemos a burlarnos o recordar o reconocer.

Miguel y Tana en Lima; Miguel separado de Tana en Cádiz como profesor de instituto; Miguel en la Universidad de Filosofía y Letras de Zaragoza: tres estaciones para tres novelas de un largo recorrido que se reinicia, como si fuera la primera vez, con el gozo de cada relectura.

Publicado en Clarín, núm. 93, mayo-junio 2011

sábado, 27 de agosto de 2011

Escaparate de verano


Bashō, De camino a Oku y otros diarios de viaje (DVD Ediciones) Jesús Aguado presenta esta edición de los diarios de Matsuo Bashō (1644-1694), pensador budista que vagabundeó por Japón y escribió sobre ello cuatro diarios. Uno de ellos es este, donde aparecen algunos de los más de dos mil haikus que compuso.

José Ángel Mañas, El legado de Los Ramones (e-book) Por solo 4 euros, el último libro del autor de Historias del Kronen, un conjunto de artículos que recorren las últimas dos décadas y que nos hablan de literatura, música y sociedad. 183 páginas que recopilan textos dispersos en diarios y revistas.

Jordi Doce, Perros en la playa (La Oficina de Arte y Ediciones) El gran poeta y traductor de los más eminentes escritores ingleses actuales y clásicos ofrece estas “Notas, poemas y aforismos, 2004-2010”, con 22 dibujos de Javier Pagola. Así, Doce recoge la cotidianidad de su blog para hacer un exquisito libro.

Mauricio Wiesenthal, Gran diccionario del vino (Edhasa) No estamos ante una mera enciclopédica, sino que en manos del dandi escritor nos adentramos en la historia de Occidente y su cultura. Por medio del vino: ilustraciones, 6.500 entradas, 5.000 artículos… la embriaguez del humanismo está servida.


Publicado en La Razón, 25-VIII-2011

jueves, 25 de agosto de 2011

Hacer del arte un arte de hacer dinero



«El arte trata de la vida, el mercado del arte trata de dinero», dijo una vez Damien Hirst, el artista mejor pagado del mundo, conocido por trasladar a su obra animales muertos, como en su célebre tiburón tigre metido en una vitrina con formol, que se vendió por 10 millones de dólares en el 2004. Esa mirada cáustica de la vida, materializada de forma extravagante, y su rédito económico, ejemplifica parte de lo que Michel Houellebecq ha recreado en su última novela, que recibió el premio Goncourt. Porque, en efecto, El mapa y el territorio ahonda en cómo el tema para el arte es la vida, pero también en cómo el mercado del arte convierte el talento de un artista en un producto financiero.

El propio padre del protagonista, un viudo enfermo y reservado, le explica a su hijo, Jed Martin, la postura de los prerrafaelitas, según la cual «el arte había empezado a degenerar justo después de la Edad Media». Es el abandono de la espiritualidad, la conversión «en una actividad meramente industrial y comercial» en la que los grandes artistas del Renacimiento «se comportaban en realidad pura y simplemente como jefes de empresas comerciales: exactamente igual que Jeff Koons o Damien Hirst hoy» (pág. 197).

El largo y enciclopédico pasaje al que corresponden estas palabras, ¿sería extraído de la Wikipedia? En muchas partes de la novela, el autor aporta mucha información diversa, cuando a veces pueda parecer algo irrelevante y rompa la fluidez narrativa, sobre asuntos geográficos, tecnológicos o culturales. Y aunque en una nota al final de la novela da las gracias a los colaboradores del citado sitio web por haberse inspirado en algunos datos que proporciona, la polémica no tardó en llegar, como suele ocurrir siempre que se habla de Houellebecq. El autor fue acusado de plagio y un jurista parisino especialista en licencias libres argumentó su derecho a colgar la novela en Internet.

Pero ahora lo que importa es que tenemos entre manos El mapa y el territorio, texto muy irregular, que gana interés a medida que la lectura avanza y nos vamos familiarizando con el fotógrafo-pintor que alcanza un éxito tremendo en dos diferentes etapas: la primera fotografiando mapas de la Guía Michelin (de ahí el título: «El mapa es más interesante que el territorio» (pág. 72); la segunda haciendo retratos de personas en sus ambientes de trabajo. Un interés que se intensifica cuando, como en la «nivola» unamuniana Niebla, el protagonista visita a su creador. Houellebecq entonces mejora la trama, hasta el momento más volcada en exponer asuntos relacionados con el mercadeo del arte y nuestra sociedad capitalista, y todo cobra un mayor dinamismo: el autor se analiza a sí mismo con ironía, definiéndose como «un solitario con fuertes tendencias misantrópicas y que apenas le dirigía la palabra a su perro» y confesando sus hábitos caseros y su intención de volver al pueblito francés en el que se crió, como al fin conseguirá, aunque ello sea su perdición.

Houllebecq se regocija de su infinito pesimismo y aprovecha para presumir de que «los medios de comunicación franceses me detestan». Meras ocurrencias victimistas de este enfant terrible, que no ha podido tener más suerte con sus obras, premiadas y vendidas por doquier, y que ha jugado a ser un chico malo para provocar con sus insultos y disfrutar de polémicas tan gratuitas como efectivas a efectos publicitarios. Pero el éxito y la riqueza no es suficiente ni para el autor –«una especie de Sartre de la década de 2010», como dijo de él su colega Frédéric Beigbeder, que también aparece en la novela– ni para el personaje: ambos sufren un divorcio, pisos expropiados en la costa andaluza, un retiro en un pueblo de Irlanda donde todo el tiempo es dedicado a leer a Tocqueville y a comer embutido y adonde acudirá Jed… La metaliteratura sirve para la autobiografía, y el narrador insiste de continuo en el hecho de que «la vida humana es poca cosa», «es imposible vivir: debido a las pesadeces que se acumulan», «ya no queda sitio para la esperanza, la creencia y la fe», etcétera.

Pero el autor no ahonda en tal cosa con profundidad, solo aporta el titular de una noticia siempre nefasta. Se limita a presentar situaciones extremas a medida que perfila la existencia del protagonista: suicidio de sus padres, relación con «la mujer más bella que había visto nunca», un triunfo inmediato y multimillonario con sus primeras obras y que asume con total indiferencia. No hay ambigüedad en un ambiente lleno de ricachones, gente atractiva y triunfadora, por un lado, y tampoco en la carrera artística de Jed, que no tenía más proyecto «que el de hacer una descripción objetiva del mundo». Es el mismo desafío de Houllebecq, aunque su objetividad solo tenga una cara: hiriente, arisca, defraudadora.

Publicado en La Razón, 25-VIII-2011

sábado, 20 de agosto de 2011

Escaparate de verano



Allan Sillitoe, Sábado por la noche y domingo por la mañana (Impedimenta) Adaptada en su momento al cine, esta fue la primera obra importante del narrador inglés, muerto en el 2010. En ella, se recrea el movimiento de los Jóvenes Airados británicos, a partir de su protagonista, Arthur Seaton, un muchacho de veintidós años que trabaja en una fábrica a diario y que aprovecha los fines de semana para emborracharse en un pub hasta el desmayo y tener una relación con una mujer casada.

Fiódor Dostoievski, Humillados y ofendidos (Alba) He aquí la primera novela larga del autor ruso, una historia que cuenta cómo la pareja formada por Natasha y Aliosha desean emanciparse y alejarse del opresivo ambiente familiar. Sin embargo, el padre del muchacho, el príncipe Valkovski, un hombre sin escrúpulos, tiene otros planes para su hijo: casarlo con una rica heredera. Y no cejará en su propósito.

Arkadi y Borís Strugatski, El lunes empieza el sábado (Nevsky) Publicada en 1965, esta novela salió de la fantasía de dos hermanos supervivientes de la Segunda Guerra Mundial que, con un gran sentido del humor, desarrollaron la vida de un joven científico que se emplea en un instituto que investiga el folclore ruso. Bajo la apariencia de una obra divertida, sin embargo, se esconde un ataque mordaz a la sociedad soviética.

Ramón Andrés, Los extremos (Lumen) El gran pensador y musicólogo navarro reúne un conjunto de aforismos que hará las delicias de los amantes del género. Todas sus inquietudes intelectuales: el silencio como tema literario, la meditación espiritual, la música y el arte, la vida en mayúsculas concretada en las minúsculas cosas del día a día, están representadas en estas páginas.

Publicado en La Razón, 18-VIII-2011

jueves, 18 de agosto de 2011

Huida del Londres atroz




Un niño ubicado en un medio humilde, abandonado a su suerte y rodeado de almas corruptas. Este es el escenario con el que Charles Dickens desplegó toda su fuerza narrativa y descargó su carácter nervioso y disciplinado, generoso e impulsivo. Oliver Twist o David Copperfield, los protagonistas de dos novelas con muchos nexos comunes —la primera, un éxito de 1837, en sus inicios; la segunda, «el único libro que escribió de sí mismo», como dijo G. K. Chesterton—, pertenecen al imaginario universal: sus calamidades, por desgracia, siempre serán moneda corriente en cualquier sociedad. Más cuando el tono melodramático que eligió para urdir sus tramas nunca pasa de moda.

Es el caso, también, en cuanto a la recreación de la infancia con carácter sentimental, de La tienda de antigüedades (traducción de Bernardo Moreno Castillo), publicada por entregas entre los años 1841 y 1842, que ensalzó más si cabe la adoración popular por Dickens gracias, sobre todo, a la protagonista: el destino trágico de Nell Trent, una huérfana bondadosa y emprendedora, emocionó no solo a los lectores ingleses sino también norteamericanos. «Se contaba que en el puerto de Nueva York las tripulaciones y el pasaje se preguntaban de una a otra cubierta de los barcos que entraban y salían por la suerte de la pequeña Nell», apunta Andrés Trapiello prologando una edición de Oliver Twist.

Precisamente, Dickens acababa de publicar dicha novela, y otra también con personaje huérfano, Nicholas Nickleby, a finales de la década de los cuarenta, así que las penurias de Nelly y su abuelo, dueño de una tienda de antigüedades, vinieron a enfatizar una fórmula argumental que habían calado hondo en la población. Esta vez, no se trataba de describir un entorno inmisericorde y rastrero en el que malvivía la gente, sino de tomar un punto emblemático —la tienda del anciano, la ciudad de Londres— para alargar esa ruindad a través de un viaje por Inglaterra. De tal modo que Nell, «sola, en medio de tanto mueble viejo, de tanta fea vetustez», decide que hay que irse de allí por las presiones económicas de un prestamista malvado, el jorobado y avariento Daniel Quilp, cuya descripción resulta memorable y encabeza el capítulo tres: «Parecía un enano, aunque la cabeza y la cara no habrían desentonado en el cuerpo de un gigante. Sus inquietos ojos negros eran astutos y maliciosos. Tenía boca y barbilla erizadas por una barba hirsuta, y la tez de quien nunca parece limpio ni sano».

Pocos autores a lo largo de la historia han tenido tanta habilidad para la descripción. No en balde, Stefan Zweig, que le dedicó un extraordinario ensayo en su volumen Tres maestros, que también estudiaba el arte y la vida de Dostoievski y Balzac, lo llamó «un genio visual». Los ojos del escritor inglés son penetrantes, fríos —nos sigue diciendo el autor vienés—; con ellos y, asimismo, su memoria visual de la época que nunca podría olvidar, aquella en la que tuvo que emplearse en una fábrica de betún a los doce años porque a su padre lo encarcelaron unos meses por no pagar deudas, «corta con afilada hoja la niebla de la infancia». Otro admirador de Dickens, nuestro Benito Pérez Galdós, que tradujo Los papeles póstumos del Club Pickwick, se había referido a «su admirable fuerza descriptiva, la facultad de imaginar, que unida a una narración originalísima y gráfica, da a sus cuadros la mayor exactitud y verdad que cabe en las creaciones del arte».

Para comprobar lo dicho por estos insignes lectores, únicamente hace falta echar un vistazo a la escena en que Nelly y su abuelo dejan la tienda en plena noche, para no ser vistos. Al amanecer, conscientes de que prefieren ser mendigos antes de estar pendientes del acoso de Quilp, han alcanzado las afueras de Londres y atraviesan vecindarios «de casas humildes, divididas en cubículos, que tenían las ventanas parcheadas con jirones de tela y cartón, lo que expresaba elocuentemente la pobreza general que allí reinaba». Entonces, una vez han pisado el campo, otean la «vieja catedral de San Pablo, que surgía a través del humo», y toman camino con la esperanza de conseguir paz en el futuro. Aunque, muy pronto se toparán con todo tipo de maleantes, buscavidas y sinvergüenzas que obstaculizarán la utopía que los ha hecho emigrar.

Pero ¿qué función cumple el establecimiento de antigüedades en una historia como esta? En principio, ninguna, dado que sus dos personajes principales la abandonan en las primeras páginas. Sin embargo, Chesterton va más allá, y observa: «Sus novelas siempre arrancan de alguna sugerencia espléndida de las calles. Y los comercios, acaso las más poéticas de todas las cosas, a menudo sirvieron para que se le echase a volar la fantasía. Por esa puerta penetraba Dickens en lo novelesco». Considerando estas palabras tras leer The Old Curiosity Shop, cómo entrar ahora en alguna tienda sin inventar qué drama oculta, sin probar a fantasear sobre los anhelos de sus ocupantes.

Publicado en La Razón, 18-VIII-2011

lunes, 15 de agosto de 2011

Nueva York, sweet home

En cierta forma, volver a Nueva York es volver a casa. La rara fascinación de estar en el piso 23 de un hotel y ver el silencio de los rascacielos, para luego inundar los ojos de realidad lejana y conocida en plena calle, es algo natural, germinado en nuestra cultura televisiva, cinematográfica. Todo sucede aquí, aunque en Broadway, bien cerca del Lincoln Center, y a dos manzanas de Central Park, no haya nada que destacar en esta mañana apacible, homy: solo el pantagruélico desayuno de un diner –célebre por acá, como se deduce de las fotos de las celebridades que acuden a él– que en sí mismo me proporciona una felicidad incomparable. La “catástrofe” que es NY y que plasmé en un breve poemario se toma un respiro para acoger al visitante madrugador. Un océano de por medio, un idioma y unos hábitos ajenos, y uno deambula sin embargo como si el Upper West Side fuera su barrio de toda la vida.


sábado, 13 de agosto de 2011

Recomendaciones de verano


José Luis García Martín, Para entregar en mano (La Isla de Siltolá) Preciosas páginas de un experto diarista: lecturas, viajes europeos, chismes literarios, reflexiones sobre el paso del tiempo, el amor, el arte... El profesor, crítico y traductor asturiano, amén de especialista en Pessoa, logra un libro tan entretenido como conmovedor.


José Ángel Cilleruelo, Ladridos al amanecer (Paréntesis) Especialista en la escritura de novelas cortas, este relato del poeta, traductor y narrador barcelonés vuelve en cierto modo al escenario de su novela “Al oeste de Varsovia” (Premio Málaga 2008): las ruinas de la Segunda Guerra Mundial, en esta ocasión a partir de dos hermanos que huyen del horror por Europa.


Jesús Aguado, La astucia del vacío (DVD Ediciones) El gran poeta y traductor andaluz reúne sus impresiones sobre sus estancias en la localidad india de Benarés; comprenden los años 1987-2004 y constituyen una entrada singular, poética y original, al día a día de una cultura milenaria y espiritual. Para visitantes tan realistas como soñadores, no para el turismo prosaico.


Gerald Manley Hopkins, El mar y la alondra (Vaso Roto) Una selección muy cuidada de la mejor poesía del sacerdote jesuita que fue admirado por Auden, Eliot y otros grandes poetas ingleses. La traducción, excelente, es de Antonio Rivero Taravillo, que ha sabido enfrentarse a una obra difícil que es muy apreciada por su innovaciones estilísticas.

Publicado en La Razón, 11-VIII-2011

jueves, 11 de agosto de 2011

El ring del racismo



El día 4 de julio de 1910, se subieron al ring, en Reno, Nevada, dos hombres dispuestos a alcanzar la corona de mejor boxeador del mundo. Pero también ocupó el cuadrilátero toda una forma de entender la sociedad norteamericana, de aceptarla o vituperarla. Era la contienda entre un negro y un blanco –Jack Johnson, dicharachero y amante de dejarse ver con mujeres blancas, y James J. Jeffries, la “gran esperanza blanca”–, la pública exposición a todos los prejuicios racistas, la ocasión para que la Ley cobrara voz, pues las redes de la censura habían extendido su influencia hasta influir en la joven industria cinematográfica, a la que se le prohibía difundir este tipo de eventos.

En El combate del siglo coinciden las doce crónicas que Jack London envió al “New York Herald” sobre una pelea cuya expectación en los medios de comunicación fue inusitada, y “El combate de Johnson contra Jeffries y la censura de la supremacía negra”, del profesor de Derecho Barack Y. Orbach, publicado en el 2010 en un periódico universitario. La mirada literaria, aguda, sensible del autor de Colmillo Blanco se complementa, pues, con un estudio riguroso desde la historia, el derecho y la sociología que ilumina aquella época en la que las supuestas libertades de la democracia estadounidense convivieron con la ignominia del desprecio racial.

La idea de aunar ambos textos, con un siglo de diferencia, es magnífica. London, al que solo le quedaba algo más de un lustro de vida –muere en su rancho con cuarenta años, gravemente enfermo, por una sobredosis de morfina–, muestra en su “Jeffries-Johnson fight” todo su talento periodístico. Pero no fue el único corresponsal allí: “En ninguna guerra, en ningún lugar se ha congregado nunca tal número de escritores e ilustradores”, dice en la cuarta jornada. No era para menos: Jeffries, que se había retirado invicto del boxeo, volvía a ponerse los guantes presionado por la opinión pública ante la amenaza de que un negro lograra ser el mejor de los pesos pesados. El escritor californiano, que había publicado en 1909 el cuento “Un buen bistec”, donde un boxeador veterano –hambriento y endeudado– tenía que enfrentarse a una joven promesa para ganarse treinta libras, fue transmitiendo el día a día previo al combate con una excitación ascendente, realizando un formidable análisis pugilístico y psicológico de los contrincantes.

La “lucha verbal” de Johnson contra “un luchador silencioso” como Jeffries, la “genuina diversión del negro” frente a la “sangre fría” del blanco, el “despreocupado y alegre” Jack frente al “hombre de hierro, simple, callado, reposado” Jeff. Dos formas antagónicas de comportarse que dieron un gran juego a London a la hora de analizar cómo podría desarrollarse la pelea. “El boxeo ha acertado al bautizar este combate como ‘el combate del siglo’”, apunta London, que anima a todo el mundo a ir a Reno para poder decir en el futuro: yo estuve allí, pues “desde el punto de vista deportivo, nunca ha habido un encuentro tan increíble”. El equivalente más próximo se encontraría en el otro llamado “combate del siglo”, el que enfrentó en 1974, en Kinshasha, a George Foreman, que llevaba una racha de cuarenta victorias consecutivas, y Mohamed Alí, quien había sido campeón del mundo diez años atrás, aunque había sido desposeído del título por negarse a ir a la guerra de Vietnam.

Hay en todo esto algún paralelismo. Johnson también sufrió problemas con el Estado: en 1913 fue acusado de infringir la Ley Mann al llevar a una mujer más allá de la frontera del país con “intenciones inmorales”, pero la sentencia de un año de cárcel la evitaría yéndose a Europa a boxear. Como se pudo ver en el documental When we were kings (1996), Ali se comportó con la charlatanería y suficiencia que también empleara su colega en 1910. Norman Mailer acudió al Zaire para cubrir la noticia, y ello dio pie a uno de sus mejores textos. Y es que la relación del boxeo y la literatura siempre ha sido provechosa: A. C. Doyle, Shaw, Hemingway, Ring Lardner, Cortázar, Budd Schulberg, F. X. Toole… han escrito páginas memorables, sobre todo, acerca de la parte más sórdida de lo que rodea al boxeador.

Como sórdido fue aquel tiempo que vivieron Johnson y Jeffries, el primero descendientes de esclavos, mientras que el segundo se negó mucho tiempo a enfrentarse a un negro. Existía la denominada la color line o “barrera de color”, es decir, la segregación racial en los combates de boxeo, como indica Orbach. Este nos habla de cómo “el golpe que derribó a la gran esperanza blanca conmocionó a la nación, suscitó funestos disturbios raciales y provocó una de las olas de censura cinematográfica más inquietantes de la historia de América”. Se trataba de evitar que la ciudadanía viera a un negro dándole una paliza a un blanco. Legisladores, gobernadores y alcaldes intentaron omitir ese tipo de imágenes. Pero la historia las guarda aún, con London, además, habiéndolas transformado en palabras.

Publicado en La Razón, 11-VIII-2011

domingo, 7 de agosto de 2011

En una librería de Boston en el agosto 39°

La librería Coop, en Harvard Square, es un amplísimo espacio de tres pisos, con cafetería, conexión interna con el mall repleto de productos de la Universidad de Harvard en su planta baja, y sillas y mesas por todos sus pasillos. No parece una tienda sino una biblioteca de novedades: la gente se acomoda para trabajar con sus portátiles, estudiar o escribir. Y como siempre ocurre en este tipo de establecimientos gringos, la literatura española e hispanoamericana brilla por su ausencia. En el extremo del primer piso, en una mesa descansan traducciones de Rayuela, 2666 y Your face tomorrow, a lo que se añade alguna cosa más en un estante al otro lado de la planta, donde hay libros de autores hispanos o norteamericanos en castellano, como El código Da Vinci y una edición chilena de los cuentos de Borges. Prácticamente nada más. En el apartado de ensayo, uno acerca de García Márquez, y para de contar.

Huelga decir que los Estados Unidos miran solo a sus autores, a su historia: hay montones de estanterías con “U.S. History”, y hasta audiobooks sobre Obama. Encuentro las ediciones, además, blandengues, con papel malo, y caras para lo que ofrecen, así que echo de menos las ediciones españolas, mucho más bonitas en su diseño incluso en ediciones de bolsillo. Por ejemplo, hojeo una cosa breve de Pascal, Human Happiness, a 10 dólares. No sabía que había vivido tan pocos años, los 39 que cumplo esta noche. Leo sus observaciones, y detecto que para él la vida se reducía a dos naturalezas de distinto signo: la intuición o instinto, y la razón o la inteligencia. Me parece altamente obvio, pero no seré yo quien cuestione la profundidad de un clásico del siglo XVII, y cuando pienso en su más célebre frase, esta me asalta inglesamente por pura casualidad, mirando con cierta desgana el libro en medio del sopor de la tarde bostoniana, con muchos kilómetros en los pies en pocos días: “Sometimes, when I set to thinking about the various activities of men, the dangers and troubles which they face at Court, or in war, living rise so many quarrels and passions, daring and often wicked entreprises and so on, I have often said that the sole cause of man’s unhippiness is that he does not know how to stay quietly in his room”. El fragmento sigue mucho más, pero me descubro despreocupado, y sigo hojeando. El autor insiste. En la entrada número 155, dice: “Heart / Instinct / Principles”. Simpre pensé que Pascal estaba sobrevalorado, por eso me gustó un artículo de Harold Bloom en el que demostraba tal cosa al verlo como plagiador de Montaigne.

Bien, sigo en el primer piso de Coop. Afuera llueve fuertemente tras un día de auténtico calor. Tengo miles y miles y miles de libros alrededor. Pero me doy cuenta de que ninguno vale nada en comparación con la excelente música clásica que ponen en la librería. Dejo el libro cerrado en la mesa y pego la espalda a la silla. Mi cuerpo está abducido por la música, y dedico mi tiempo a contemplar a una mujer que consulta varios libros delante de mí. En su belleza me pierdo y me encuentro. No necesito nada más en la tarde bostoniana, porque me basta el instinto sin razón, la intuición sin inteligencia.

lunes, 1 de agosto de 2011

Inocencia interrumpida


En uno de los ensayos de Enormes minucias (editorial Renacimiento), un G. K. Chesterton en estado de gracia –es decir, el de siempre–, cuenta cómo un día, hojeando novelas contemporáneas, no pudo por menos que fijarse en un libro cuya novedad siempre estaba latente: los cuentos de Grimm. Dichas novelas, todas ellas con títulos pseudomisteriosos y realistas, le parecían pura falsedad al lado de historias como «La abuela del dragón». Por fin algo comprensible y lógico, pensó el escritor, que en otro lugar dejó dicho: «La esencia del país de las hadas es ésta: se trata de un país cuyas leyes nos son desconocidas. Peculiaridad que comparte con el universo en que vivimos».


He aquí tal vez la explicación de por qué tantos relatos extraídos del folclore –en el caso de «Blancanieves», las primeras fuentes datan del siglo XVI– han alcanzado una celebridad imperecedera e inspiran recreaciones generación tras generación. Los hermanos Grimm conocían el poder de lo moral insertado en lo imaginario cuando publicaron el cuento en 1812; después, los estudios culturales restringieron su obra al ámbito infantil, pero la realidad nos dice que su público verdadero es el adulto. Al niño le sobra fe en lo imposible; al mayor le falta tiempo para soñar con la seriedad de sus hijos, pero una nueva versión de un cuento de hadas le recuerda que aún su alma no ha crecido lo suficiente para abandonar la inocencia.

Publicado en La Razón, 27-VII-2011