lunes, 30 de enero de 2012

Un Julio Verne póstumo e inédito

«Les naufragés du “Jonathan”», «En Magallanie» y «El ácrata de la Magallania» son tres títulos para una misma obra y un enredo libresco que, ahora con su versión castellana, ha durado más de un siglo. El primer título es una de las doce novelas que dejó Verne al morir y que su hijo Michel publicó cuatro años más tarde, en 1909, en connivencia con el editor de siempre de su padre, Jules Hetzel, con todo tipo de correcciones; el segundo es el nombre original que le había puesto el autor –al parecer, la escribió hacia 1896 o 97– y que pudo ver la luz cuando se descubrió el manuscrito y el vicepresidente de la longeva Société Jules Verne pudo publicarlo en 1987; y el tercero es el título elegido por la editorial Erasmus –especializada en clásicos universales de los siglos XIX y XX– a la hora de ofrecer, por vez primera en castellano y en traducción del propio director de la colección, Carlos Ezquerra, este texto inédito que tantas diferencias presenta con «Los náufragos del “Jonathan”».

Herbert Lottman, en su biografía del autor (Anagrama, 1998), explica cómo el hallazgo póstumo de diversos manuscritos «bastó para que naciese lo que podríamos llamar la segunda factoría Julio Verne, que hizo que Michel pusiera manos a la obra y se dedicase a corregir y retocar». De tal manera que el rendimiento económico que suponía Jules Verne, y que partía del compromiso de entregar dos novelas al año, se mantuvo tras la desaparición del escritor de Nantes, pues el hijo y el editor presentaron «novelas vueltas a escribir por completo, bien a partir de notas que había dejado el maestro, bien redactadas en parte –¿o en todo?– por Michel Verne».

En efecto, hace algún tiempo tuvimos la oportunidad de conocer un caso semejante: reaparecida en 1996, «Le secret de Wilhelm Storitz» gozó de una edición castellana (Plaza & Janés, 2001) en la que se puso de manifiesto cómo esta historia sobre un hombre invisible escrita en plena decadencia física –en 1905, Verne estaba gravemente enfermo– había sido manipulada por Michel y Hetzel, que querían siempre finales felices y no estaban dispuestos a que el héroe y la heroína de turno no acabaran juntos. Incluso se permitían el lujo de cambiar el trasfondo histórico y las alusiones religiosas o políticas. Y «El ácrata de la Magallania» también tiene algo de eso.

Durante la redacción de esta obra, Verne estudió un par de libros de viajes a la Patagonia y el cabo de Hornos a la hora de inspirarse para las descripciones de esas tierras recónditas. El texto escrito por Verne estaba compuesto de dieciséis capítulos, mientras que Michel se encargó de eliminar cinco de ellos y añadir nada menos que veinte. Colocó personajes nuevos entre las peripecias del protagonista, el aventurero Kaw-Djer que ocupaba su tiempo misteriosamente entre los indígenas en la Tierra del Fuego, y modificó las referencias ideológicas que Verne había insertado en la novela y que tenían que ver con sus lecturas de Saint Simon, Fourier y Proudhon, sobre socialismo utópico. De ahí que el título castellano aluda al «ácrata» –«partidario de la supresión de toda autoridad», según el DRAE–, a la anarquía que al parecer no le gustaba a Michel; como tampoco las alusiones al catolicismo, pues desaparecerían del final de la novela dos sacerdotes que se relacionaban con el misántropo personaje.

La ulterior fe en Dios de Kaw-Djer –«Esta expresión, que significa “amigo” o “bienhechor” en lengua indígena, se refería evidentemente al hombre blanco», se lee al comienzo–, esta transformación espiritual quedó fuera de la versión de Michel, que no tuvo reparo alguno en lucrarse a costa de su progenitor muerto destrozando unas obras escritas además en circunstancias desgraciadas: sufriendo diabetes, úlceras, desmayos, parálisis faciales, pérdida de vista y oído, y sintiendo la larga desdicha de un matrimonio sin amor. Todo lo cual no impidió a Verne entregarse sin descanso a la creación literaria, a la vez que se atrevía –en un artículo de 1902 y tras escribir su centésimo libro– a prever el fin de la novela al cabo de cincuenta o cien años, porque ya nadie iba a necesitar su lectura frente a la dosis de realidad de los periódicos. Vaticinio sensato pero por fortuna erróneo; al revés que el célebre lema en el que basó su literatura: «Todo lo que una persona pueda imaginar, otros podrán hacerlo realidad».

Publicado en La Razón, 23-XII-2011

sábado, 28 de enero de 2012

Autovisita en el cementerio y carta

Cementerio de Santa Magdalena, San Juan de Puerto Rico

Querida Muerte,
espero que al recibo de la presente te encuentres bien, yo bien, gracias a Dios. Ya nos veremos (no hay prisa).
Un saludo de este mortal que no te olvida.


jueves, 26 de enero de 2012

Crítica al crítico




Curiosísimo libro de un autor que firma con seudónimo y sobre el que se dice que se oculta un escritor importante de las letras estadounidenses, este «Fire the Bastards!» fue concebido para la glorificación de la novela de William Gaddis «Los reconocimientos». La obra, aparecida en 1955 (versión en castellano en 1987) y de continuo comparada con el «Ulises» de Joyce por su extensión de casi mil páginas y extrema dificultad, era la asombrosa ópera prima de un joven de treinta y dos años por entonces del que hoy tenemos novelas al alcance gracias a la editorial Sexto Piso, como el complejo monólogo «Ágape se apaga» y «Gótico carpintero», de inminente aparición.

José Luis Amores explica en su prólogo cómo «Los reconocimientos» recibió elogios coincidiendo con la muerte de su autor, en 1998, tras haber sido tratada con «desprecio y vileza y condenada al olvido» por la mayoría de reseñistas. Algo que se encargaría de estudiar Jack Green, que de forma obsesiva nos presenta fragmentos de las 55 reseñas que recibió el libro, despotricando contra aquellos a quienes no gustó o demostraron haberla leído de forma sesgada. Aquella defensa apasionada de Gaddis, surgida hacia 1960, ahora la tenemos en forma de examen ultraexigente a la figura del crítico literario. Y es que, para Green, sólo dos reseñas «fueron acertadas. El resto eran chapuceras e incompetentes».

Publicado en La Razón, 26-I-2012

lunes, 23 de enero de 2012

Un esnob entre nazis

Resulta sorprendente que un hombre de veintipocos años creara una novela como “El lugar de la estrella”, la primera de las que aquí se reúnen y que tienen como telón de fondo la ocupación alemana en Francia. Ganadora de un premio literario en el que estaba de jurado Paul Morand, esta ópera prima de Patrick Modiano (Boulogne-Billancourt, 1945) es todo un acontecimiento para el ambiente literario parisino. De repente, el año 1968 presencia una obra que parece firmada por un veterano: intelectualista, atrevida, reflexiva, hincada en un episodio de la historia tan distante para un muchacho y a la vez tan cercano; su protagonista, Raphaël Schlemilovitch, es un esnob exquisito, culto, malévolo y elegante que irá conociendo lo peor y lo mejor de un entorno en donde la tensión entre franceses, judíos y nazis es manifiesta.

Esta novela y las que la siguen, “La ronda nocturna” y “Los paseos de la circunvalación”, ya habían sido publicadas hace muchos años, y ahora Anagrama las recupera con traducción de la experta modianesca María Teresa Gallego Urrutia y prólogo de José Carlos Llop, quien habla de la escritura del galo en estos términos: “¿Su estilo?: una respiración lenta e hipnótica, con el dring cristalino y el swing jazzístico de los felices veinte”. De ahí que compare al autor de “Un pedigrí”, sin ir desencaminado del todo, nada menos que con quien retrató toda una época, F. S. Fitzgerald.

Publicado en La Razón, 19-I-2012

sábado, 21 de enero de 2012

Miguel García-Posada: acelerada muerte


Despertaba controversia con sus juicios literarios y no le faltaban detractores, pero mostraba un semblante casi impertérrito, de estudioso volcado en descifrar las interrelaciones entre los escritores de nuestra Edad de Plata, de poeta ensimismado –practicó el género sobre todo durante sus últimos años–, de novelista enfocado en literaturizar la España que vivió en su juventud.

Porque aunque Miguel García-Posada será recordado por sus afilados artículos en la prensa, por ensayos como «Acelerado sueño: memoria de los poetas del 27» (1982), sus estudios de Lope de Vega, libros curiosos como «Guía del Madrid barojiano» o sus ediciones de San Juan, Umbral o Azorín, lo cierto es que tuvo alma de creador, aunque esta estuviera siempre ensombrecida por la dimensión e influencia de su trabajo como profesor, gestor cultural y crítico en importantes medios. Fue uno de los críticos literarios de mayor prestigio en España, así como articulista y editorialista del diario «Abc» y colaborador de su suplemento cultural, entre 1983 y 1991, y después en el diario «El País» entre 1991 y 2001.

Por de pronto, sería eludir parte importante de su andadura si no citáramos enseguida al García Lorca que le inspiró su tesis doctoral, el de «Poeta en Nueva York». Treinta años consagró a estudiar la obra del granadino, al que llevó a una edición definitiva de sus versos para la editorial Galaxia Gutenberg: cuatro volúmenes sabiamente concebidos sobre una obra en verso y prosa que fue para él faro e insignia, ejemplo y estímulo constante, por ser «justiciera y misericordiosa, lírica, épica y trágica».

Con todo, dejando a un lado su pasión lorquiana, es en su novela del año 2006, «La sangre oscura», donde hay que rencontrarse con García-Posada: en ella, queda reflejada parte de la autobiografía que ya había dejado patente en un volumen del año 1999, «La quencia»; en aquella ocasión, explicó que dicho libro «sólo de manera secundaria aspira a ser un testimonio. Aquí no se trata de la verdad notarial, sino de una verdad que es ante todo profundamente poética». De manera semejante, pues, a la novela citada, que irradia poesía en su estilo, en los poemas que relaciona con uno de los personajes, en su tono y pálpito. Así, «La sangre oscura» era la obra de un poeta –no hay que olvidar que uno de sus primeros libros fue el poemario «El Paraíso y las hachas» (1968)–, y también el espejo en el camino de un hombre que se vio andaluz pero se trasladó a Madrid, y de un estudiante que se hizo filólogo en Granada, universidad a la cual el protagonista regresaba para dar una conferencia y en donde se enteraba del suicidio de un viejo conocido.

Era aquella obra también su forma de explicar el tardofranquismo, de criticar ciertas actitudes de algunos resignados colegas, de volver a los años en que los autores a los que le dedicaría tanta atención –los que homenajearon a Góngora en 1927– eran «una presencia espectral en la Universidad que le tocó vivir, si no padecer», decía hablando de sí mismo en tercera persona en el prólogo de «Acelerado sueño», y añadía: «El autor ha buscado imbricar vida y escritura, la vida que se hace literatura y la literatura que se hace vida». Y seguía, advirtiendo: «Y si alguien lo considera excesivamente biográfico, habrá que recordarle que la literatura no consiste únicamente en los textos; que también son literatura las figuras humanas de los escritores, que sus personas y aun personajes forman parte también del imaginario de la literatura».

Desde ayer, ese plano existencial y creativo se convierte en muerte, muerte acelerada por una enfermedad incurable, pero también resurrección mediante los libros y reflexiones que firmó y con los que podremos seguir discutiendo.

Publicado en La Razón, 19-I-2012

jueves, 19 de enero de 2012

Dickens, del betún a la gloria



Si en un escritor se puede señalar el tópico de que toda su creación adulta es una prolongación de aquello que vio, sufrió y disfrutó en la infancia, nadie como Charles Dickens, del que se celebrará el bicentenario de su nacimiento el próximo 7 de febrero, para ejemplificar tal cosa. Leyendo la biografía de Peter Ackroyd confirmamos esa suposición y redondeamos todo aquello que sabíamos del autor de Portsmouth a través de un libro sabio y vivo, preciso y ameno, que capta bien el sentimiento y pensamiento del inventor de Ebenezer Scrooge, Oliver Twist, Samuel Pickwick, David Copperfield, las pequeñas Nell y Dorrit y tantos otros personajes inmortales.

Ackroyd titula muy conscientemente su biografía «El observador solitario»: observación y soledad son los dos polos que abraza todo el mundo dickensiano y lo convierte en existencia palpitante mediante la tinta de una pluma y una fantasía fecunda hasta el asombro. Como observador, pocos tan dotados para la descripción de lugares y el retrato humano. «Un genio visual», dijo Stefan Zweig, que «corta con afilada hoja la niebla de la infancia». ¿Y qué decir de la soledad? De la mano de Ackroyd penetramos en ella desde los primeros años de Dickens, cuando se vio obligado a mudarse varias veces de casa por culpa de las estrecheces económicas de la familia y para huir de los deudores que acosaban al despilfarrador padre, John Dickens, quien haría sus pinitos como columnista político en la prensa. Soledad cuando, en medio de esas mudanzas, la madre tenía que dejarlo semanas seguidas con alguien de su confianza. Soledad en su caminata de cinco kilómetros para ir a la fábrica de betún por una «zona de infectos recovecos y callejones» frente al Támesis, donde debía trabajar diez horas al día por un sueldo miserable, recién cumplidos los doce años. Soledad tras ser rechazado por una chica a la que cortejó en vano durante tres.

La observación solitaria nace en esos tiempos difíciles y se despertará cuando, tras su paso por un despacho de abogados y un empleo como «taquígrafo independiente», entre a formar parte del mundo periodístico londinense. Pero antes: «La experiencia de Marshalsea (la cárcel donde condenaron a su padre por deudas) y de la fábrica de betún Warren forjaron la forma de ser y de escribir que desarrolló durante la edad adulta», afirma el biógrafo. «No podemos por menos pensar que, cuando Dickens se vio abandonado a su suerte en la fábrica, dejase volar su imaginación». Fanático de las artes escénicas, del género de las pantomimas en particular –«a Dickens la vida se le antojaba una penosa condena a galeras que, no obstante, tenía también sus compensaciones: el teatro, sin ir más lejos»–, en definitiva de la cultura popular reflejada en los escenarios y en las publicaciones de pocos chelines que ofrecían cuentos de terror, el adolescente Charles ya es para los que le rodean un ser ambicioso y emprendedor.

La capacidad de Dickens, un «maniático del orden», para progresar en la vida no parece tener límites. Su fuerte personalidad le abrirá puertas cuando tenga que bregar con periódicos, contratos, ilustradores. Con menos de treinta años será un ídolo para la sociedad; cada desafío que se impondrá, un éxito. La clave de su actitud es cierto relativismo ante las inclemencias que le salen al paso: «Tanto en su vida personal como en sus novelas, todo lo impregna su espléndido sentido del humor, sus dotes histriónicas», asegura Ackroyd. Desde pequeño, el escritor se acostumbraría a ocultar sus sentimientos para darles rienda suelta en una ingente obra cuya concepción y desarrollo conocemos al detalle en estas páginas, así como sus viajes a Estados Unidos y por Europa.

Y siempre junto a su mujer Catherine, de la que a menudo no hablaba bien por estar de continuo embarazada o con problemas puerperales, y obsesionado por la hermana de ésta, muerta prematuramente, y siempre pluma en mano frente a su escritorio, con estricta disciplina y preocupado por no caer en las penurias económicas que había padecido; sintiendo por todo ello la familia como «una pesada carga», deduce Ackroyd, y, a la vez, dándonos unas tramas, sobre todo en los cuentos de Navidad que se comprometió a escribir año tras año, donde el calor del hogar habrá de reconciliarnos con las desgracias.

Publicado en La Razón, 19-I-2012

miércoles, 18 de enero de 2012

Una escena dickensiana que lleva a otra

Estoy leyendo de un tirón Dickens. El observador solitario, del admirable Peter Ackroyd, y tropiezo con una página en la que este da cuenta de un incidente vivido por el escritor junto a un amigo: “Al concluir la primera entrega de David Copperfield, fue a dar un paseo con Mark Lemon por Edgware Road, cuando un pillastre intentó robarle a su amigo”. Los dos fueron tras él hasta cogerlo y hasta dieron parte de ello en la comisaría (se conserva la declaración de Dickens).

Esa escena callejera de un “pillastre” directamente me ha llevado al recuerdo de una escena dickensiana que presencié hace unos años, en el 2005, en una conocida tienda del centro de Barcelona. Y además, en unos días en los que se veían carteles de la adaptación de Roman Polanski de Oliver Twist. De tal visión, sentado un rato después en un bar cercano donde solía acudir en mis años universitarios, surgió este texto:

MAÑANA SIN TÍTULO

Hoy he sido un hombre otoñal: en la vestimenta, en el paseo, en la mirada, en los sorbos del café. Con lluvia todo se ralentiza, y el escritor doméstico se convierte en el cronista de su periódico mental al pisar la calle: una imagen en la que, de repente, varias hojas coinciden en varios metros cuadrados de aire, como si los árboles las tiraran a modo de sacrificio en un río sagrado. El viento entonces deviene portador de algo que viaja de muy lejos, de todo lo lejos que uno esté dispuesto a imaginar.

En el vestíbulo de los grandes almacenes, un niño –no tendrá más de diez años– escapa de una dependienta rechoncha y blanca. Lo espera, cerca de la salida, el vigilante, y de inmediato acude un individuo de seguridad, con su gris uniforme y sus armas al cinto. Y otro. Y la palabra “policía” se distingue entre las voces, y yo, en vez de evadirme con discreción, pues detesto ser un voyeur en cualquier caso, olvido las escaleras mecánicas y me acerco sin pudor a donde todo ocurre. El niño, impasible, con buen aspecto, habrá robado algo en la zona de las relojerías y joyerías. Lleva gorro y un leve toque oscuro en su piel. Cuando los tres guardianes le arrastran para que camine, la actitud del niño cambia: como un crío de dos o tres años –como mis bebés en su día– intenta tirarse al suelo para no avanzar. Grita algo de forma desgarradora, tal vez con la picardía aprendida de llamar la atención y despertar la piedad, tal vez con la estricta honestidad de una persona mísera. Pero sus pocos kilos no son nada para seis brazos masculinos. El niño parece pedir socorro a su modo, y pronuncia algo que me atraviesa hasta que las lágrimas se me balancean en los ojos: papá. O eso quiero entender yo. Lo repite varias veces seguidas, hasta que lo meten en el ascensor, y en los escasos segundos que tardan las puertas en cerrarse se oye el eco metálico de ese “papá” que quizá no signifique padre sino otra cosa en otro idioma: un insulto, una petición de perdón, un arrepentimiento.

Al niño se lo ha tragado la tierra. En los grandes almacenes vuelve la normalidad, las compras, el hilo musical de las cajas registradoras. ¿Adónde habrá ido? ¿Hacia arriba, hacia abajo? Qué harán con él. ¿Lo tratarán como a un niño de nueve, diez años, o será rudamente interrogado buscando en sus respuestas qué adulto hay detrás de su delincuencia? Ya en el pleno fervor de las calles transitadas que apestan a navidad, un póster gigantesco de una película que se estrena hoy copia, con milimétrica exactitud, la primera estampa del niño corriendo delante de la rechoncha: Oliver Twist huye de alguien, lleva gorra, pero permanece allí sin ser atrapado, en su inmaculada ficción de época. Y sigo caminando sin haber hecho nada, como uno de tantos malditos hijos de perra que no hacen nada, que sienten un instante las lágrimas para, al cabo, reanudar su curiosidad por entrar en las tiendas, su cobarde vida exenta de vulgares e improductivos heroísmos.

2 de diciembre de 2005

sábado, 14 de enero de 2012

1978, el año del terror italiano




Avalado por buenas críticas en Italia y Francia, llega esta ópera prima de Giorgio Vasta, extraña, valiente, fallida. El tiempo material es un ejercicio de estilo que despierta asombro porque, a través de la voz narrativa de un niño, se despliega un periodo de la historia italiana, unos meses de 1978 de gran conmoción sociopolítica: en marzo la organización armada Brigadas Rojas lleva a su clímax sus actividades terroristas con el secuestro del primer ministro italiano y líder de la Democracia Cristiana, Aldo Moro, y el asesinato de su escolta. Moro será encontrado muerto en un coche en el centro de Roma, y el caso marcará un antes y un después en la política antiterrorista transalpina.

Vasta va colocando este telón de fondo estructurando su novela (la traducción es de César Palma) en trece episodios que recrean la vida de unos muchachos unos días concretos de cada mes de aquel turbulento año. Sus nombres son alegóricos: Nimbo, Rayo, Vuelo (tal cosa se justifica en la página 93). Pero enseguida se detecta la incongruencia entre la edad infantil del primero y su retórica literaria en primera persona, propia no sólo de un escritor experimentado, sino de un narrador que desea deslumbrar con un estilo singular: «De golpe, la presión del oxigenador aumenta, fulminando mi cara: me convierto en una nube líquida»; valga este ejemplo de las rarezas de una prosa que sólo hace explícito el asunto político de vez en cuando, lo que puede agotar la paciencia del lector mientras va conociendo a estos «brillantes, separados, hostiles. Lectores de prensa y oyentes de informativos con once años. De la actualidad política. Abstraídos y abrasivos. Críticos, lúgubres. Preadolescentes anómalos».

Publicado en La Razón, 12-I-2012

jueves, 12 de enero de 2012

Directo desde el corazón




Esta es la segunda parte de un libro que ya celebramos en su momento (noviembre, 2009), titulado Fragmentos de un cuaderno manchado de vino, con edición de David Stephen Calonne y traducción de Eduardo Iriarte. Si en aquella ocasión se reunían todos los «Relatos y ensayos inéditos (1944-1990)» de Charles Bukowski, ahora, con los mismos protagonistas detrás de esta edición, es el turno de otra etapa superpuesta, 1946-1992. Dos volúmenes similares, rotundos, pero también extraordinarios. Aquí hay dureza, entretenimiento, seria reflexión enmascarada en un tono relajado y raudales de sinceridad y cómica grosería llenan todos estos textos del escritor «underground» por excelencia.

Más o menos a mitad de esas cifras citadas, en el año 1969, Bukowski vive un punto de inflexión: el editor John Martin, de Black Sparrow Press, decide ayudarle económicamente para que se dedique íntegramente a la literatura; es entonces cuando el escritor acaba su primera novela, Cartero (hasta entonces su único trabajo estable conocido había sido en una oficina de correos), y empieza a hacerse popular gracias a su serie de «Escritos de un viejo indecente», de los que hay aquí siete ejemplos, siempre con un toque pornográfico decadente y divertido. En cualquier caso, no hay diferencia entre el Bukowski de la primera época, en la que solía recibir rechazos de las revistas y editoriales y malvivía como buenamente podía en cuchitriles de mala muerte, y el segundo, ya como una estrella de recitales en diferentes universidades o locales alternativos, de lo cual también el lector podrá dar cuenta en el libro gracias a unas crónicas desternillantes.

La entrega a la literatura para el autor de La máquina de follar es siempre la misma, parte de sus vivencias más cotidianas y miserables, y, estimulado por ellas, mantiene una intensidad literaria constante tanto en sus inicios como en sus años últimos: «Los dioses se portaron bien conmigo. Me tuvieron jodido. Me obligaron a vivir la vida. Me resultaba muy difícil salir de un matadero o una fábrica y volver a casa y escribir un poema que no me saliera plenamente del corazón. Y mucha gente escribe poemas que no le salen directamente del corazón», escribe precisamente en «Maltrata a sus mujeres». Calonne dice que estas frases constituyen la mejor poética de Bukowski, y lleva razón. Esa vida de alcoholismo extremo, mujeres de ínfima extracción social que le dan tanto placer como quebraderos de cabeza y vecinos dementes colman su sed de libertad, de degustar lo «freak», de disponer de materia real que novelar.

Publicado en La Razón, 12-I-2012

martes, 10 de enero de 2012

La resistencia del ideal




En el último Letra Internacional (número 113, invierno 2011) he tenido la ocasión de publicar un texto muy especial para mí, un ensayo largo nacido como conferencia sobre la situación editorial en este siglo XXI y cómo un escritor joven se encara a ella. Sus oyentes, en primera instancia, fueron estudiantes holandeses de literatura española de la Universidad de Amsterdam, en el ya lejano noviembre del 2008, por invitación del catedrático Germán Gullón –justo doce meses antes, había deambulado por la ciudad con el Noviembre de Flaubert, de lo cual dejaría constancia luego en la revista Clarín mediante la crónica "La ciudad en silencio. Un día de otoño en Ámsterdam"–, y luego repetí la experiencia con esas mismas páginas en la Feria del Libro de Santiago de Chile, adonde acudí gracias al poeta y gestor cultural Jaime Quezada, en noviembre del 2009.

Llamé el texto que ahora aparece en Letra Internacional “La resistencia del ideal”, título de un correo electrónico personal que me envió Mauricio Wiesenthal, unas líneas preciosas cuya dulzura y solidaridad y romanticismo aún se mantienen cerca de mí, pues nada es más esperanzador y tierno que las palabras de un amigo en tiempos duros, por fortuna ya amplia y felizmente superados. Las dificultades, los viajes, los auditorios pasan, pero la inquietud por dejar en palabras escritas, hilvanadas por la autobiografía, un pensamiento sentimental, una emoción intelectual, se mantiene anclada al momento de su concepción; en este caso a través de aquella conferencia que cobró voz en Holanda, que navegó hasta Chile, y que ahora descansa para siempre en una revista de Barcelona.

domingo, 8 de enero de 2012

El hombre y su violencia



Un mundo de tensión y miseria empapa la obra de Aleksei Maksimovich Peshkov, Gorki a partir de 1862, seudónimo que en ruso significa «amargo». Fernando Otero y José Ignacio López han recorrido la ingente narrativa del autor de La madre para seleccionar catorce relatos (dos de ellos casi novelas cortas) que recorren el periodo 1892-1924 y que ejemplifican los distintos intereses literarios del escritor: el folclore ruso, la vida de las clases más desfavorecidas, el socialismo y las tragedias personales más ruines e infames.

De hecho, su literatura es el reflejo de su alma atormentada, que tuvo momentos muy difíciles: en 1887, se dispara un tiro en el corazón en Kazán. La bala le atraviesa el pulmón y le deja como secuela una tuberculosis que arrastrará el resto de su vida. El escritor había padecido una infancia y una adolescencia marcadas por la pobreza más absoluta, la muerte de varios familiares y las palizas que le propinaban su madre y su abuelo hasta dejarle sin conocimiento. La agresividad masculina sin razón de ser es sórdida y ampliamente presentada en cuentos como «Vaska el Rojo», en el que el protagonista pega a las chicas de un burdel de forma sistemática (aunque en mi opinión el final es flojo), o «El anacoreta», donde los machos agreden a las mujeres por «aburrimiento».

Los dos relatos citados, junto con «Karamora», en el que se expresan ideas sobre la desigualdad y el materialismo económico, son de lo mejorcito de un volumen irregular pero interesante: al comienzo conocemos textos en los que Gorki capta las leyendas populares en torno a la existencia de gitanos y trabajadores eventuales, pero a menudo cae demasiado en la mera anécdota. Sin embargo, a medida que su arte crece, su escepticismo («Todo son mentiras y productos de la imaginación», pág. 488) nos brinda a un autor descarnado, de corte realista y comprometido con la indignidad moral de una sociedad regida por la desconfianza y la supervivencia con un notable estilo literario.

Publicado en La Razón, 5-I-2012

viernes, 6 de enero de 2012

Chagall, un pintor de fábula




El cisne, la rana, el buey, el asno, el lobo, la gata, el pájaro, el zorro… Y el hombre. Todos son animales racionales en la literatura del genio de las fábulas, Jean de La Fontaine (1621-1695), que elevó el género a cotas de calidad inigualable tomando el testigo del otro gran fabulador de la historia, Esopo (cuya existencia es dudosa, en el siglo VI a. C.), que ideó historias con moraleja tales como “La zorra y la ciguena”, “El león y el ratón”, “La cigarra y la hormiga”, “La gallina de los huevos de oro”, “La liebre y la tortuga” o “El ratón de campo y el ratón de ciudad”. Virtuoso de la lengua francesa, miembro de la Academia de su país y siempre próximo a la cúpula del poder político y real, La Fontaine, ciertamente, no ha pasado a la historia por sus versos eróticos, obras de teatro o cuentos, sino por unos poemas donde las liebres cavilan, los lobos se disfrazan y los osos sufren de melancolía.

Ahora sus conocidas fábulas nos llegan mediante la traducción de Marta Pino Moreno, y con el extraordinario aliciente de estar acompanadas por la obra plástica de un gran artista, el ruso Marc Chagall (1887-1985). Una simbiosis literario-pictórica que ya tiene cierta tradición, pues dibujantes de la talla de Jean-Baptiste Oudry, Gustave Doré (ambos en el siglo XVIII), J. J. Grandville (en el XIX) y Benjamin Rabier (a inicios del XX) se habían enfrentado a ilustrar unos textos que no son tan sencillos de interpretar como se podría suponer y para los que Chagall creó cien “gouaches” (un tipo de acuarela “aguada”) de las que esta edición de Los Libros del Zorro Rojo reproduce cuarenta y tres. No hay más, y eso tiene una explicación harto interesante a efectos de la historia del arte contemporáneo.

En el prólogo, Joséphine Matamoros y Sylvie Forrestier, expertas en la obra chagalliana, cuentan que el centenar de gouaches fue creado en los anos 1926 y 1927, y que incluso se expusieron en París, Bruselas y Berlín en 1930. El éxito sería considerable, pues se vendieron todas a coleccionistas particulares. Luego, con la guerra, fue imposible localizar todas las obras; apenas unas pocas que se consiguieron exponer en el MOMA de Nueva York en los anos cuarenta y ya en los cincuenta en Europa. Chagall ya era un artista reconocido, y el interés por recuperar los gouaches se completó con tres exposiciones, celebradas en París, Niza y Céret, en 1995, 1996 y 2003 respectivamente, la primera de las cuales venía a conmemorar los diez anos de la muerte del pintor y el tricentenario de la del escritor.

Con todo, lo más interesante en torno a todo el proceso de relación entre el artista y la poesía fabulística se halla en dos textos introductorios firmados por el estudioso Didier Schulman. En ellos, es posible conocer las reacciones, viscerales e incluso con toques antisemitas (Chagal pertenecía a una familia judía de una localidad de Bielorrusia) de algunos críticos que contemplaron las obras en la década 1920-1930. Uno se quejaba de que un extranjero se atreviera a “interpretar la obra de un genio tan específicamente francés”; otro aseguró: “La Fontaine ha sido demasiado para Chagall, como ya ocurrió con todos sus ilustradores”. En general, para los críticos las densas imágenes coloristas de Chagall no congeniaban con el fabulista, no eran fieles a su espíritu. Incluso se dijo: “Chagall se ha afanado en volcar penosas y extravagantes concepciones”.

Esta mirada intelectualista sobre La Fontaine, tan a la defensiva en torno a su gloria nacional, por fortuna contrastó con otras posturas más abiertas; los colores chillones fueron óptimos para un tal Marcel Schmitz, que aseguró que sólo Chagall había “logrado franquear el umbral de este reino de fantasía y verdad” que firmó La Fontaine; este dio las “líneas generales del decorado, lo suficiente para imaginarlo, pero nada más”, mientras que el pintor creó la “atmósfera” adecuada, en su caso con “colores y nada más que con colores”; una forma para el artista, a la vez, de internarse en el paisaje cultural de un país que lo iba a acoger de 1948 hasta su muerte.

Hoy, el espectador, ya con la distancia del tiempo y la perspectiva de las tendencias que marcaron una época, juzgará el arte de Chagall representando a los animales humanizados, espejo salvaje del hombre racionalista, y buscará, si gusta, reconocerse con las singulares parejas de los poemas de La Fontaine: “La rata y el elefante”, “El caballo y el asno”, “El lobo y el zorro pleiteando ante el mono”, y tantas otras.

Publicado en La Razón, 31-XII-2011