miércoles, 28 de marzo de 2012

Poesía completa de José Antonio Ramos Sucre

Quiero agradecer públicamente a Fran Cruz y a Patricia Ehrle, coordinadores de la Biblioteca Sibila, que este proyecto mío de editar en España la poesía de José Antonio Ramos Sucre haya podido ver la luz. Incluye un prólogo, que he titulado “El hechizo del insomne”, y aquí adjunto el texto de la contracubierta.

«La poesía del venezolano José Antonio Ramos Sucre, considerado uno de los fundadores del poema en prosa en español, es una asombrosa demostración de la manera en que un artista puede abordar un género literario y transformarlo en una estética incomparable, como atestiguan sus tres libros, en los que lo poético se funde con lo narrativo e incluso lo ensayístico: La torre de Timón (1925), El cielo de esmalte (1929) y Las formas del fuego (1929).

Nacido en Cumaná en 1890 y muerto en Ginebra en 1930, la vida de Ramos Sucre está marcada por un insomnio despiadado y una entrega al estudio de la literatura y de los idiomas que no tiene parangón en su época. Su angustia final, trastornado por una dolencia sin cura, le arrastrará al suicidio: fin prematuro para una existencia de caballero tan discreto como erudito, tan solitario como sociable, que ejerció como profesor, traductor y diplomático, y cuya obra, inclasificable, fue reivindicada por las nuevas generaciones de poetas venezolanos que vieron en Ramos Sucre al precursor de la poesía moderna en su país.»

lunes, 26 de marzo de 2012

Antonio Tabucchi: saudades del sur


El penúltimo título que Antonio Tabucchi publicó en España, «El tiempo envejece deprisa» (2009), podría servir para cualquier epitafio, incluido el suyo, pero también como máxima que expresa la tristeza inherente al tópico del «tempus fugit». El Renacimiento inglés originó mucha literatura sobre esta mirada melancólica de una vida que se nos va de las manos y que a veces nos hunde en el tedio, y esa ráfaga de negatividad salió volando y sopló en toda Europa, y quitarse esa vida envejecida llegó a la Alemania de Goethe, atravesó la Francia de Chateaubriand y se quedó en tierras meridionales.

El autor de «El sentimiento trágico de la vida», Miguel de Unamuno, dijo que «Portugal es un pueblo de suicidas» —escritores como Uriel d’Acosta, Camilo Castelo Branco y Antero de Quental—, mientras uno de los protagonistas de Pío Baroja, el Andrés Hurtado de «El árbol de la ciencia», se mataba porque era mejor no saber la verdad de la existencia, y más al este, Cesare Pavese nacía para, al cabo de 41 años, en Turín, detener su tiempo con dieciséis somníferos y confirmar aquello que escribió: «Vendrá la muerte y tendrá tus ojos».

Todos ellos sentirían la saudade del Pessoa que fascinó de joven a Antonio Tabucchi. El poeta también se apartó de la vida haciéndose Nadie en una oficina, escribiendo a escondidas y abusando del alcohol que iba a terminar con él. Estos autores del sur, como Luigi Pirandello en su momento, con su Matías Pascal al que le roban la identidad (otro Ninguno) por culpa de una falsa noticia de suicidio, como ahora Enrique Vila-Matas y sus personajes en perpetuo fracaso, encuentran en el hombre corriente al antihéroe que deberá pasar a la acción, aunque prefieran no hacerlo, por decirlo con la frase del Bartleby de Melville. Tienen la saudade metida en los huesos por respirar un mismo aire, y por eso entre ellos se comprenden.

Por tal motivo puede ocurrir que, un buen día, desde París, un italiano se enamore de Lisboa porque ha leído un poema de Pessoa, que España acabe siendo su tercer hogar y que, en un arranque de inspiración portentoso, convierta el rutinario día a día del viejo periodista Pereira en una valiente busca de la libertad frente a la represión de la dictadura lusa. Un acto de valor eterno más allá de que el tiempo, el de los personajes y el nuestro, envejezca demasiado deprisa.

Publicado en La Razón, 26-III-2012

sábado, 24 de marzo de 2012

Un domingo en la Fundación Miró



Un largo paseo hasta la montaña de Montjuic. ¿Para qué? Con el fin de ascender por “La escalera de la evasión”, misterioso título, que no veo justificado (falta de atención mía), para la retrospectiva de Joan Miró. En su fundación ahora está casi todo de él: colecciones particulares, galerías europeas, museos americanos. De ahí han venido obras suficientes como para que la gente haga largas colas calentándose al sol de un domingo barcelonés. No es mala preparación para ver los cuadros del artista. Yo no tengo que sufrirla, gracias a un milagroso pase que he conseguido, y voy directamente a lo que más me gusta: sus pinturas de Mont-roig del Camp: “La masía” y otras por el estilo, y después su serie de “Constelaciones”. Pero no hay nada mejor en toda exposición que analizar cómo se expone el público: son personas que miran, ¿pero qué ven? Yo quisiera mejorar ciertos cuadros al azar, esparciendo un poco más de tinta allí, colocando unos puntos allá... en todo ese campo surrealista. El público también lo ha de ser, por eso esa gente de las colas y las cabezas calentadas miran sin ver nada. Solo entenderán algo los que han dibujado o pintado, tal vez también algún poeta, o algún loco, y fundamentalmente los niños. Esa es mi afición preferida en un museo: oír los comentarios de los muy pequeños. En este caso, además del doble de Peter Handke con el que me tropiezo varias veces, hay cuarentones que han llevado a sus hijos y grupos de chicas adolescentes con pinta de estar haciendo algún trabajo escolar. Me mantengo, pues, cerca de una niña que indica a su madre los animales que ve en uno de los cuadros de una masía, porque no puedo concebir mejor guía museística que los ojos abarcadores de la infancia. Cuando se es niño, uno dibuja siempre mironianamente al dejar fluir el lápiz de forma distraída, haciendo superposiciones con las geometrías y colores. Luego, paseo por el museo, como en un bosque en el que de vez en cuando, reparo en algún árbol, y salgo de allí. El sol luce fuerte, y una serpiente de gente sigue allí dispuesta a entrar a mirar y a no ver nada.

jueves, 22 de marzo de 2012

Tras El Dorado


Publicada en 1986, esta novela de José María Merino (1941), concebida para adolescentes y apta para el lector más exigente, vuelve a disfrutar de una segunda juventud gracias a la editorial Vicens Vives, paradigma de excelsitud a la hora de ofrecer la mejor literatura de siempre. El hecho de que el autor gallego-leonés haya revisado el texto, al que le acompañan las preciosas acuarelas de Jesús Gabán, más el trabajo impecable de Rebeca Martín, responsable de las notas y la guía de lectura, convierten en una joya esta historia sobre los conquistadores que buscaron el reino de la gran Yupaha, una suerte de El Dorado en la Nueva España del siglo XVI.

El marco histórico, pues, corresponde a los descubridores de tierras mexicanas que creyeron reales las leyendas sobre edenes ricos en oro. Ese afán mueve a una expedición comandada por una joven pareja, deseosa de emanciparse en las Indias, y compuesta tanto por hombres bregados en la guerra como por muchachos que viven entre dos mundos: el de la lengua náhualt y el occidental. Es el caso del protagonista, Miguel, un mestizo que vivirá las mayores aventuras y proporcionará al lector la posibilidad de conocer, con un lenguaje magistral y un tono de novela de formación y a la vez crónica de viajes, el vano sueño por el que dieron su vida tantos españoles, e hicieron perderla a tantos indígenas.

Publicado en La Razón, 22-III-2012

lunes, 19 de marzo de 2012

Las últimas horas de Virginia Woolf






El gran público asociará a Virginia Woolf con la Nicole Kidman caracterizada con nariz prominente que aparece en el film “Las horas”, basada en la novela homónima del narrador estadounidense Michael Cunningham. En aquella cinta, en la que se combinaban tres historias de mujeres de diferentes épocas con trasfondo suicida, podía verse a la escritora Virginia Stephen –su apellido de soltera– escribiendo «Mrs. Dalloway», hablando con su marido y editor, el circunspecto y atento Leonard Woolf, y al fin metiéndose el 28 de marzo de 1941 en el río Ouse con una piedra en el bolsillo de su vestido, a los 59 años. Antes había redactado dos cartas, una para su hermana Vanessa y otra para su esposo en la que decía: «Estoy segura de que, de nuevo, me vuelvo loca. Creo que no puedo superar otra de aquellas terribles temporadas. No voy a curarme en esta ocasión... estoy haciendo lo que me parece mejor... No puedo seguir destrozando tu vida por más tiempo».

Ahora el lector tiene la oportunidad de conocer este dramático final entre Leonard y Virginia Woolf con “La muerte de Virgina” (Lumen), que, como apuntan los editores, corresponde al quinto y último volumen de la autobiografía del que fuera fundador de la editorial Hogarth Press (el capítulo 2 está dedicado a los libros que editaron); el título original es “The Journey Not the Arrival Matters”, y comprende los años 1939-1969, muy duros. No en balde, el escritor y también político (militó en el partido laborista británico) aborda al comienzo “lo que es la guerra: los horrores de la muerte y la destrucción, las heridas, el dolor, el luto y la brutalidad”; para él, la Europa de los años treinta es más bárbara que la de 1914-19 por culpa del comunismo ruso y el hitlerismo. Leonard cuenta que la Segunda Guerra Mundial llegó para él en forma de dos aviones nazis y cómo tal cosa se convirtió en una presencia tan rutinaria que ni le infundía miedo.

Por su parte, Virginia ocupaba su tiempo “trabajando mucho”, escribiendo su obra “Entre actos” y la biografía del pintor Roger Fry, que la agotó en demasía por su enorme grado de perfeccionismo, pues la llevaba a rescribir cada página una y otra vez. “Era una intelectual en todos los sentidos de la palabra”, dice el autor de “Las vírgenes sabias” (1914), donde recreó de forma medio real medio ficticia sus relaciones con Virginia y sus hermanas y el ambiente del famoso grupo de Bloomsbury, estandarte de las libertades sexuales y morales de la época. Leonard profesó a su mujer una admiración incondicional, y siguió día a día su entrega desmesurada a la literatura, a novelas como «La señora Dalloway», «Al faro» y «Orlando», hasta que llegó el periodo fatídico: desde que entregó su libro sobre Fry en mayo de 1940 hasta su suicidio trescientos diecinueve días después, “los más terribles y angustiosos de mi vida”.

Leonard cuenta que Virginia perdió el control sobre su estado mental en esas últimas semanas, cuando la depresión y la desesperación la asolaron en un momento, paradójicamente, en que “disfrutaba de más paz de espíritu de lo habitual” y se sentía muy segura de su escritura: “Nunca he escrito mejor”, dijo en su diario en octubre de 1940, y un mes más tarde se atrevía a afirmar: “Soy muy feliz”. Y sin embargo, su destino era irremediablemente mortuorio; los síntomas de un grave trastorno mental –“Fue un ataque inesperado y duró diez o doce días”– aparecerían en enero del año siguiente, pero ella, pasado ese tiempo, no recordaría por qué había llegado a deprimirse tanto. En todo caso, Leonard tenía muy claro el problema de fondo de su mujer: “Creo que la muerte, la contemplación de la muerte, siempre estuvo a flor de piel en la imaginación de Virginia. Formaba parte del profundo desequilibrio de su mente”.

Aparte de estas referencias a la demencia de la autora de “Una habitación propia”, lo interesante es que el autor va desgranando la vida cotidiana de la pareja aquel año, el hundimiento de su mundo rodeado de bombas que inhabilitaron su editorial, ayudándose del diario de la propia escritora. En él, vio a posteriori alguna entrada que apuntaba cierto desequilibrio y se lamenta de no haber tenido “ningún presentimiento” sobre lo que iba a ocurrir. Con todo, Virginia solo tenía una oportunidad de salvarse: “Que se rindiera y admitiera que estaba enferma, pero se negaba a hacerlo”.

Eso es algo que acabaría aceptando en sus lúcidas notas de suicidio y que su abnegado marido, en traducción de Miguel Temprano, reproduce por entero. “Ahora estoy segura de que estoy enloqueciendo de nuevo. (…) He luchado, pero ya no puedo más”, deja dicho a su hermana; “Solo quiero añadir que hasta que llegó esta enfermedad fuimos totalmente felices. Y todo fue gracias a ti”, le escribe a Leonard, que reconoce haberse quedado “inerte y anestesiado” los días siguientes; hasta que reunió fuerzas, muchos años más tarde, para escribir estos recuerdos de tal vez la escritora contemporánea más interesante, por su vida, obra y muerte.

Publicado en La Razón, 19-III-2012

domingo, 18 de marzo de 2012

Entrevista capotiana a Laura Pérez Vernetti





En 1972, el escritor estadounidense Truman Capote (1924-1984) publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama 1999), y en él el autor de A sangre fría se entrevistaba a sí mismo con especial astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la siguiente «entrevista capotiana», con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de Laura Pérez Vernetti.


Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamás de él, ¿cuál elegiría? Creo que París sería la ciudad en la que viviría más entretenida y a gusto.
¿Prefiere los animales a la gente? Prefiero sin duda a la gente. Hay muchos animales, como los perros (muy numerosos en mi barrio), que con su insistente ladrar agresivo, me molestan.
¿Es usted cruel? No de una forma premeditada.
¿Tiene muchos amigos? Soy una persona con un montón de amigos y amigas, sobre todo, en el sector de las artes y la cultura.
¿Qué cualidades busca en sus amigos? Inteligencia, curiosidad, cultura y simpatía.
¿Suelen decepcionarle sus amigos? No me suelen decepcionar porque tampoco yo les exijo lo imposible.
¿Es usted una persona sincera? Soy más bien sincera cuando la sinceridad no significa pura torpeza y falta de consideración.
¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre? Dibujando y leyendo. Necesito dibujar cada día algunas horas y los libros y la lectura son un placer para mí.
¿Qué le da más miedo? Las pesadillas. Suelo tener unas pesadillas terroríficas, por lo que no suelo ver películas de terror.
¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le escandalice? La crueldad, la brutalidad y las personas con un ego desbordante que pisotean a los demás. Personas con un ego apisonadora muy frecuentes en el mundillo de las artes y la cultura.
Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida creativa, ¿qué habría hecho? Seguramente me habría dedicado al mundo de la enseñanza. Siempre me ha interesado esa fase conflictiva, crítica y dolorosa de la adolescencia y de los adolescentes y sus penurias.
¿Practica algún tipo de ejercicio físico? Nado 60 piscinas (de 25 metros cada una) a la semana, pero desde hace unos meses ando liadísima, por lo que no he podido nadar.
¿Sabe cocinar? Soy muy buena cocinera pero sólo de una docena de recetas.
Si el Reader’s Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un personaje inolvidable», ¿a quién elegiría? A Fernando Pessoa, al que le he dedicado mi última novela gráfica.
¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de esperanza? Amor.
¿Y la más peligrosa? Envidia.
¿Alguna vez ha querido matar a alguien? En muchas ocasiones, sobre todo por celos.
Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser? Bailarina. La música y el baile me chiflan desde mi infancia.
¿Cuáles son sus vicios principales? La angustia, a veces, por causas realmente irrelevantes.
¿Y sus virtudes? La perseverancia. Llevo dedicada al cómic e ilustración más de 30 años, perseverando incluso en épocas de gran precariedad y crisis en mi sector profesional. Por suerte con la edad ha mejorado considerablemente mi prestigio como historietista e ilustradora, teniendo en cuenta la grave situación laboral y económica que atraviesa España en estos momentos y, sobre todo, el sector de las artes.
Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del esquema clásico, le pasarían por la cabeza? Seguramente me espantaría el vacío de una página en blanco y la imposibilidad de garabatear algún dibujo en ella.
T. M.

jueves, 15 de marzo de 2012

Una baraja literaria



En 1962, un año antes de que se publicara «Rayuela», en la que Cortázar rompía la linealidad del relato proponiendo al lector que eligiera el orden de lectura de los capítulos, apareció en París otra «baraja» literaria. La firmaba un escritor cuya obra crítica sí nos iba a llegar en español pero que, hasta ahora, nos era desconocido: Marc Saporta. En 1960, Raymond Queneau funda el grupo Oulipo a la busca de nuevas estructuras literarias. Saporta no perteneció a él, pero su obra podría adscribirse a esa corriente; en una nota previa, ruega al lector que mezcle las páginas sueltas con las que se va a encontrar; sus personajes tendrán un fin u otro dependiendo del azar.

El libro-caja está prologado por Miguel Ángel Ramos, que habla de cómo esta «ars combinatoria» exige un lector activo. Saporta hace del libro físico una metáfora de la desordenada memoria, y sus personajes, la pintora Dagmar, la pequeña Helga, la hipocondríaca Marianne, son piezas de un collage cuyo título alude a un «cuadro abstracto, negro, sobre el que explotan manchas de colores. El experimento de Saporta interesará sobre todo al aficionado a los poemas en prosa. El lenguaje y el tono obedecen más a este género que a lo narrativo: «El grito de Marianne sierra la noche, cuyos trozos caen como dos leños», se dice en una hoja que, ya perdida entre el resto, uno no sabría volver a localizar.

Publicado en La Razón, 15-III-2012

lunes, 12 de marzo de 2012

La carne explotada



Esta obra del muy célebre en su época y hoy olvidado Upton Sinclair (1878-1968), de larga trayectoria y aspirante a político sin éxito, cabe considerarla su obra cumbre. Tanto por sus méritos literarios como por su incidencia social. El autor de Baltimore, socialista moderado y anticapitalista, llevó sus sueños de reformar la vida laboral americana a sus novelas, como en “El rey Carbón” (1917), sobre el poder de las compañías carboneras, o “¡Petróleo!” (1927), acerca de las corruptelas en torno a una reserva petrolera.

En “La jungla”, tal sueño se hizo realidad, pues, al denunciar en ella la explotación de los obreros y la insalubridad de las tareas que, por encargo de un periódico, vio en los mataderos de Chicago en 1904, se dispusieron leyes que regularizaron la industria alimentaria, después de que el presidente Roosevelt se entrevistara con el escritor en la Casa Blanca.

Sinclair destapó injusticias y tumbó la utópica idea de Estados Unidos como tierra de las oportunidades. Siguiendo los pasos al inicio de una familia lituana, habla de cómo “algunos días de experiencia les habían bastado para comprender claramente que este país de salarios elevados era también, de precios caros, y que el pobre era tan pobre en América como en cualquier otra parte del mundo”. Un desencanto que contextualiza César de Vicente en un prólogo que analiza bien esta “novela proletaria”.

Publicado en La Razón, 7-III-2012

sábado, 10 de marzo de 2012

Los androides aún sueñan con ovejas eléctricas

Ovejas en Islandia


En 1982, en la localidad californiana de Santa Ana, un paro cardíaco acababa con la vida del estadounidense de 54 años Philip Kindred Dick, en concreto, el 2 de marzo, tres meses antes del estreno de la película «Blade Runner», basada en su novela «¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?». Era el fin de un hombre cuya trayectoria personal había estado marcada por la muerte desde su nacimiento en Chicago: su madre daría a luz en 1928 a los mellizos Philip y Jane; ésta moriría semanas después, y en su lápida, además de incluir sus breves fechas, se grabaría el nombre del hermano, dejando un espacio vacío para rellenar los datos de su fallecimiento.

Semejante origen macabro y heterodoxo lo dice todo de Philip K. Dick, anticipa su genialidad creativa y de alguna manera justifica –qué paranoicos genes le darían en herencia sus padres a tenor de esa precoz anécdota mortuoria– las alucinaciones esotéricas que iba a sufrir. Dick se hizo adicto a las habituales drogas de la California hippie de los años sesenta y setenta y se intentó suicidar en varias ocasiones: una vez en Canadá en 1972, adonde había huido por culpa de una crisis persecutoria de carácter político; otra en Vancouver, ingresado en un centro para dejar la heroína, y de nuevo en California, en febrero de 1976, cuando su quinta esposa, Tessa, le abandona llevándose consigo a su hijo Christopher.

Su biógrafo, el escritor y cineasta francés Emmanuel Carrère, en «Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos», un libro de 1993 que llegó a las librerías españolas en 2007, siguió los pasos, a veces vagabundos, de un Dick que se planteó seriamente su condición de profeta tras vivir ciertas experiencias místicas que le llevaron a creer que tenía una doble vida: la suya propia y la de un cristiano llamado Tomás perseguido por los romanos en el siglo I. Ése fue su terreno: desafiar lo que es real con una fantasía tan trastornada como prolífica a efectos literarios: «Muchas personas aseguran recordar sus vidas anteriores. Yo, por mi parte, afirmo que puedo recordar una vida presente distinta. No conozco a nadie que haya hecho declaraciones como ésta, pero sospecho que mi experiencia no es única», dijo en una ocasión. La realidad y un sueño psicodélico no se distinguen tanto, y ahí es donde entra la esquizofrenia, que tanto le interesó como tema artístico e investigativo –véase su novela «Los clanes de la luna alfana» (1964), que recrea una sociedad que desciende de internos en manicomios, y el estudio «La esquizofrenia y el Libro de los Cambios» (1965)– y, por supuesto, la ciencia ficción.

Su primer relato data de 1952, una época de gran precariedad económica en la que se relaciona con la contracultura imperante y simpatiza con la ideología «beat»; Dick ha abandonado la Universidad de Berkeley y malvive con su primera esposa, pero aun así consigue consagrarse a la literatura. Su recompensa llega con «El hombre en el castillo», que obtiene el Premio Hugo de ciencia ficción a la mejor novela en 1963; la historia presentaba un universo alternativo en el que EE UU estaba sometido por los países que habían formado el eje, victorioso tras la Segunda Guerra Mundial (Dick recibiría otros dos galardones en los años setenta, el John W. Campbell Memorial por «Fluyan mis lágrimas, dijo el policía», y el Premio Británico de Ciencia Ficción por «Una mirada a la oscuridad».)

Fue el punto de salida de un escritor que publicó 36 novelas y 121 cuentos, que se convirtió en autor de culto pero que no llegó a tiempo para disfrutar del éxito que le depararía la adaptación de sus obras. El gran público conoció los argumentos de Dick realmente gracias al film ede Ridley Scott «Blade Runner» (1982), a «Desafío total» (1990), de Paul Verhoeven, y a «Minority Report» (2002), de Steven Spielberg. Esas tramas siempre parten de un mismo precepto: la identidad de cada cual está en entredicho. De ahí que muchos de sus personajes no sean humanos sino androides, robots o alienígenas, y que ni siquiera sean conscientes de ello. Estas referencias al concepto de identidad son continuas en sus diarios, titulados «Exégesis» –publicados en Estados Unidos estos meses y que alcanzan los ocho mil folios–, los cuales, como el resto de su obra, fueron escritos bajo la influencia de las anfetaminas. Desde hace treinta años, Dick reposa junto a su hermana.

Publicado en La Razón, 10-III-2012

jueves, 8 de marzo de 2012

El poeta secreto de la Odisea




Somos aún parte de la antigua civilización griega y su cultura y bases políticas están entre nosotros; sus inquietudes, certezas y conjeturas nos sobrevuelan, y nuestras pasiones, luchas y ensueños permanecen al mismo tiempo en lejanos hexámetros desde hace casi treinta siglos: en dos epopeyas que fueron atribuidas a Homero, un aedo con biografía poco fidedigna y que el mundo conoce como la Ilíada y la Odisea. Eduardo Gil Bera vio hace años que este campo es fértil para la especulación y la desconfianza, es decir, para la investigación. De ahí nació su obra La sentencia de las armas, donde se preguntó si en efecto existió Homero, para al fin y al cabo relacionarlo con la Ilíada, pero no con la Odisea, que sería obra de otro poeta.

Es ahora, en Ninguno es mi nombre –en referencia al célebre episodio en el que Ulises se escapa de las garras de Polifemo– cuando el escritor navarro concreta su espionaje en la historia y, con la astucia aprendida del propio Odiseo, nos convence de que Tales (665-581 a. C.), sí, aquel conocido por su vida en Mileto como legislador y participante en el gobierno tiránico de Trasíbulo, pero que había nacido en una localidad de Creta, Gortina, escribió el inmortal poema. Como en el otro libro citado, Gil Bera va diseminando pequeños capítulos, con una mezcla de erudición y lenguaje ameno, para trazar una intriga sobria, a veces desconcertante y otras iluminadora, que nos lleva sobre todo a adentrarnos en profundidad –mediante disquisiciones semánticas y escultóricas– en el contexto en el que el «poeta secreto» Tales habría escrito la Odisea, cuya composición «duró más de treinta años».

Gil Bera se pregunta en estas páginas cómo es posible que se pusiera en marcha una red de homéridas (los rapsodas que recitaron el poema por tierras de Jonia) «a la vez, en islas y ciudades muy distantes entre sí», y quién estaba detrás de semejante empresa. Este no es otro que Tales, el primer editor de la Ilíada y la Odisea, nos sugiere en la primera página, que en torno a la guerra entre Mileto y Lidia, iniciada en el año 613 a. C., va promoviendo esas lecturas homéricas en ciudades como Quíos, Esmirna y Colofón. Luego, al acabar la contienda once años más tarde, en la Ilíada se incorpora el escudo de Aquiles como homenaje a la paz y la Odisea goza de un nuevo final, también de carácter pacífico. Una obra en marcha, en definitiva, según la realidad sociopolítica: «La narración heroica y aventurera adquirió un aspecto costumbrista y educativo, adecuado para ser motivo de canto para todo un país» (pág. 54). Así lo explica el autor, para quien la autoría de Tales resulta evidente tras analizar un panfleto, divulgado en su día por los homéridas, donde él mismo reconocía haber escrito la obra.

Tales sería un poeta fingidor, por decirlo al modo pessoano, sobre el que es posible rastrear referencias autobiográficas en la Odisea. Ahí está el juego y... ¿por qué no la verdad?


Publicado en La Razón, 8-III-2012

sábado, 3 de marzo de 2012

Ángel o demonio

He aquí uno de esos personajes de la historia cuyos excesos tienen ya una pátina de peripecia cómica y trasfondo novelesco. Un caso perfecto para ser trasladado al campo literario, teatral o fílmico –ha habido una serie televisiva y diez películas sobre su vida, como apunta el traductor David Cauquil–, y que tuvo una gran impronta en la literatura gala de su época. Eugène-François Vidocq inspiró a su amigo Balzac el personaje Vautrin («el apodo de juventud de Vidocq, que significa en argot “jabalí”», señala Cauquil) en cinco novelas, y a Victor Hugo los protagonistas de «Los miserables»: Jean Valjean y el inspector Javert.

Hemos dicho bien: un mismo individuo nutrió el carácter de dos personajes contrapuestos, uno presidario y otro jefe de policía. Porque Vidocq también fue esos dos caracteres, primero un buscavidas, un rebelde temerario, un ladrón, un homicida, y luego, como si diera la vuelta por completo al espejo que reflejaba su existencia delictiva, un defensor de la justicia, un perseguidor audaz e incansable del mal, un policía tan famoso que se hallan concomitancias entre el Vidocq criminólogo y el Auguste Dupin de E. A. Poe o incluso el Sherlock Holmes de A. C. Doyle. Algo razonable de creer, ya que Vidocq acabó siendo un pionero en el ámbito de la criminología, con grandes innovaciones para la identificación de los delincuentes, y fundó la considerada primera agencia de detectives privados de la historia.

«Mis memorias» fueron dictadas a varios «negros» en un periodo en que ya se había retirado como jefe de la Policía de Seguridad y empiezan desde sus orígenes más conflictivos: «Desde la infancia, di muestras de las disposiciones más turbulentas y perversas». Malvado y desafiante, se inicia pronto en la amistad por lo ajeno robando el dinero de la caja de la panadería que regentaba su padre. Es sólo un adolescente y ya quiere embarcarse a América, pero al no conseguirlo se emplea en una casa de fieras ambulante. Luego, se enrola en el regimiento de Borbón; con dieciséis años dice haber tenido quince duelos y haber matado a varios hombres. Reconoce que le apodan el Sinvergüenza, participa en una batalla, deserta del ejército, se pasa al bando austríaco, tiene diez duelos en seis días hasta acabar en el hospital… Cada renglón es una acción, cada párrafo una aventura continua.

Las dos primeras secciones del libro, «En tiempos de la guillotina» y «La revancha» son más atractivas que la última, en donde desgrana su «método» de trabajo: usar a un ladrón para cazar a otro. Vidocq se infiltró en las bandas de criminales de forma tan persistente que se ganó la envidia y el odio de muchos de sus colegas. Fue un empresario exitoso, por ejemplo en un negocio de moda que emprendió, y un seductor de mujeres de toda edad y condición sólo comparable con Casanova. Los tejemanejes que protagonizó y que le llevaron a menudo a prisión, acusado de falsificador o contrabandista, aparecen en paralelo a sus triunfos eróticos diarios y sus problemas con mujeres infieles y mezquinas.

Vidocq escapando con dos sábanas desde una ventana, Vidocq disfrazado de monja, Vidocq profesor de esgrima, Vidocq amado por las cuatro hijas de un notario, Vidocq atraído por las malas compañías... Todo siempre con una única justificación: «Resulta imposible controlar el destino».

Publicado en La Razón, 1-III-2012

jueves, 1 de marzo de 2012

La penumbra y la elusión




Publicada en el año 1986, revisada en el 2007, esta obra suprema de Pietro Citati nos coloca en el mundo kafkiano con una contundencia, una lucidez y una belleza impresionantes. El irlandés John Banville ha dicho que este Kafka «no es una biografía sino una meditación, ha escrito casi la vida de un santo. (…) Citati es un estilista maravilloso»; y otro autor italiano, Giorgio Manganelli, coincide en tal opinión señalando, asimismo, que, «a pesar de las citas y las referencias factuales, el libro de Citati no es ninguna biografía. Y, entonces, ¿qué es? Es literatura».

En efecto, se trata de un estudio que va más allá de la vida y la obra de Kafka; es una investigación de todo el universo kafkiano a través de episodios biográficos concretos, de todos los relatos que concibió. Para conseguir ese tono, el concepto estándar de «biografía» se diluye: no es el emocionante seguimiento del alma del biografiado que practica un Stefan Zweig, ni el análisis de otro florentino como Citati, Roberto Calasso, que en K. (2002) evitó lo biográfico para centrarse en lo semántico, sobre todo en El proceso y El castillo. Es todo eso elevado a lo máximo.

José Ramón Monreal se ha encargado de trasladar impecablemente el estilo de Citati a unas páginas que hechizan y nos sumergen en ese extraño lugar, o no lugar sería mejor decir, en que Kafka pasó su existencia llena de contradicciones y ansiedades. Una personalidad bondadosa, cada vez más introspectiva, entregada a sus cuentos y novelas por las noches, comprometiéndose con varias mujeres y retirándose, amando y temiendo Praga. «Vivía en la penumbra y en la elusión», indica Citati; experimentaba la sensación de irrealidad, y ésta fue la entrada para existir en la literatura, para odiar el ruido y amar el silencio, que fue como amar la muerte. Citati nos lleva a su último suspiro, a su postrera frase enigmática, y en el camino está el Kafka que se sintió tan culpable de vivir, el que cada día más nos deslumbra leer.

Publicado en La Razón, 1-III-2012