sábado, 28 de abril de 2012

Tusquets Editores: las claves del éxito


De lo que serían hoy 1.500 euros a tener filiales en México y Argentina. De la ilusión de una joven brasileña emprendedora (hija de diplomático afincada en Barcelona) por emplearse en el sector editorial, a un catálogo en el que convive lo mejor de la literatura hispanoamericana y española, europea y norteamericana. Esa es la historia de Beatriz de Moura, la incombustible editora que marcó un hito en el mundo del libro en España. Con ese presupuesto fundaría Tusquets (tomó el apellido de su pareja, el arquitecto Óscar Tusquets) en 1968, un poco antes de que otra de las editoriales independientes de éxito viera la luz, la también barcelonesa Anagrama, con Jorge Herralde a la cabeza.

De Moura, tras un breve paso por Gustavo Gili y Salvat, y con la inestimable experiencia adquirida en Lumen durante tres años, donde conocería a estos hermanos que determinarían su vida, iba a marcar tendencia mediante sus primeras colecciones, Marginales y Cuadernos Ínfimos. En 1977 dignificaría el género de la narrativa erótica gracias al concurso La Sonrisa Vertical, en la que una década después se daría a conocer una de las abanderadas de la editorial, Almudena Grandes, con «Las edades de Lulú».

Y es que la habilidad para avanzarse a lo que triunfaría en la órbita literaria caracteriza la labor de Tusquets: los autores del «boom», las letras nórdicas, el género biográfico, la poesía. Ese buen ojo para acoger a jóvenes de enorme calidad que se convirtieron en best-sellers universales –García Márquez en primer lugar– es el copyright de un sello que ha sobrevivido a las inclemencias del tiempo, y que es, hoy, ejemplo de exigencia literaria, popularidad y elegancia.

Publicado en La Razón, 28-IV-2012

jueves, 26 de abril de 2012

La actriz crepuscular

Tan interesante como ilegible, Chuck Palahniuk tiene el mérito de mantener la curiosidad de muchos fans, que aún idolatran su permanente vanguardismo. «Al desnudo» es su enésima variante de un mismo tema: la perturbación y la imprevisibilidad. Especialista en sacarle partido a los instintos primarios –la violencia en «El club de la lucha» o el sexo en «Asfixia»–, Palahniuk abre nuevas vías narrativas mediante ejercicios de estilo siempre corrosivos, de carácter fragmentario, que exigen una atención absorbente y la falta de expectativa de un relato lineal. Combina ráfagas de fértil inspiración –ciertos pasajes de la agresiva «Diario. Una novela»– con excesos como «Fantasmas», sobre una colonia de escritores, donde su afán por capturar lo morboso acababa siendo un espejo caricaturesco.

En este sentido, creo que «Al desnudo» es su obra más floja, pues apela más al entretenimiento que a la provocación. Recurre a una estructura teatralizada, desde el primer capítulo, «Acto 1, escena 1», y dispersa nombres en negrita, como en las columnas de los periódicos. Todo para recrear el ambiente que rodea a Katherine Kenton, una actriz en decadencia a cuyo servicio está su asistente, Hazie Coogan. Ésta lleva el peso de una narración que se va complicando con la aparición de un tipo que quiere aprovecharse de la vieja gloria. Y ahí es donde entra la codicia, el crimen, la falta de escrúpulos, es decir, el Palahniuk de siempre. Pero no es bastante para recomendar su lectura.

Publicado en LaRazón, 26-IV-2012

martes, 24 de abril de 2012

Chagall en la Fundación Caja Madrid



El Chagall más precioso y deslumbrante en una mañana fría, cielo gris que se cambia por colores vibrantes al entrar en el hermoso edificio, en la plaza San Martín, donde se ubica la Fundación Caja Madrid. Frente a los cuadros, redescubro el simbolismo animalesco del pintor ruso que ya antes había degustado gracias a las Fábulas ilustradas de La Fontaine, las sombras de personajes amantes, lo rojo y lo azul en equilibrio, el romanticismo de los seres que se abrazan onduladamente, los ojos con forma de peces. En El hijo pródigo, la paloma es roja, como la libertad de la pasión, y los enamorados, unidos, son como espíritus que se proyectan encima de lo tangible. Qué maravilla Desnudo malva, con ese payaso con cabra verde, o los amantes acostados que miran hacia el mismo lado en Florero delante de la ventana. Impresionante el Boceto definitivo para el techo de la Ópera Garnier, el mejor homenaje de la pintura a la música que recuerdo. Y más y más obras bellísimas, puras, verdaderas: los guaches sobre el mundo del circo, los aguafuertes para libros como Daphnis y Chloe, Et sur la terre (1977) de Malraux o Las mil y una noches. Poesía y ternura y espiritualidad y ardor.

sábado, 21 de abril de 2012

El viajero adolescente


Luis Fernando Moreno Claros, el gran especialista en la familia Schopenhauer  –cabe recordar ahora que se ocupó de traducir una novela de la madre del filósofo, «La nieve» (editorial Periférica, 2007)–, ofrece textos inéditos de máximo interés biográfico sobre el autor de «El mundo como voluntad y representación». Se trata de dos diarios de viaje que el adolescente Arthur llevó a cabo en sendos viajes con sus padres en los años 1800 y 1803-1804. El primero lo escribió durante los meses de verano en el balneario bohemio de Carlsbad, y abarca sus impresiones de diversos lugares de Centroeuropa, como Hamburgo y Praga. El segundo, espejo nada menos que de un año y medio de viaje, recorre Inglaterra, Francia, Holanda y Suiza. 

Más allá de comprobar la precocidad y disciplina de un muchacho políglota y educado en los refinamientos de la cultura que anota sus observaciones de paisajes, museos u obras teatrales a las que asiste, el libro interesa por ver un gran contraste que ya destaca Moreno Claros en la introducción. Esto es, cómo es posible que un chico de alta alcurnia como fue él, que tuvo el enorme privilegio de conocer el continente y proyectar una vida de parabienes, desarrollara un pesimismo filosófico tan extremo. La respuesta se fraguó en los genes: el padre, depresivo y cuya muerte libró al joven de seguir sus pasos como comerciante –un suicidio poco después de volver a casa–, le dio todo a su hijo, menos la capacidad de ser feliz.

Publicado en La Razón, 19-IV-2012

jueves, 19 de abril de 2012

El verdugo benevolente




En los años 70, la obra de Solzhenitsyn, premio Nobel de Literatura y preso del poder soviético, abrió los ojos a medio mundo ante una realidad terrorífica demasiado silenciada. Su «Archipiélago Gulag» destapaba el ocultismo con el que se había tratado una de las mayores aberraciones de todos los tiempos: los campos de trabajos forzados que Lenin y Stalin diseminaron a lo largo y ancho de la Unión Soviética. Con la excusa de reformar a delincuentes y antirrevolucionarios, entre 1921 y 1953 se masacraría la vida de entre veinte y treinta millones de personas en casi quinientos campos. De tal modo que «el gulag es el programa de asesinatos más largo financiado con fondos del Estado», dice Deborah Kaple, profesora de sociología en la Universidad de Princeton y editora y traductora de estas memorias de Fyodor Mochulsky, «El jefe del gulag», ahora en español gracias a Sandra Chaparro.

«Gulag» es un acrónimo de las palabras Glavnoe Upravlenie Lagerei o Dirección General de Campos de Trabajo, según apunta Kaple, a la cual llegaron estas páginas en 1992 azarosamente cuando acudió a Moscú para consultar los Archivos del Partido Comunista recién desclasificados con el fin de escribir un libro sobre la relación entre la URSS y China. Mochulsky había sido diplomático en el país asiático y contestó a un anuncio en la prensa de la investigadora. Fue el comienzo de una amistad –«Era inteligente y culto», afirma ella– y de una sorpresa: al cabo de unos meses le confió sus memorias como empleado del NKVD y jefe de varias unidades de convictos en 1940. Pero en la Rusia de los 90 nadie quería ese ejercicio de introspección histórica, y Kaple se acabaría llevando el manuscrito a EE UU para publicarlo en inglés.

«El jefe del gulag» es un documento que hay que valorar tanto como poner en entredicho. Es «la primera descripción de los campos desde el punto de vista “administrativo” que se publica»,pero también es un testimonio sesgado, cuyas buenas intenciones cabe cuestionar o, por lo menos, puntualizar. Mochulsky era un miembro del Partido Comunista con apenas 22 años y fue enviado como ingeniero para colaborar en la construcción de una vía férrea en un gulag, pero, en cambio, aquí siempre lo conoceremos por sus actos salomónicos y en permanente riesgo de ser siempre reprendido por sus tareas, ya que los que comandaban los departamentos podrían recibir castigos tan brutales como los prisioneros. Mochulsky escribe las memorias de un burócrata. Hasta el final, el autor no se hace esas preguntas que resultan inevitables y que cualquiera se habría planteado: cómo es posible que el gobierno creara en ese infierno donde la gente tenía que sobrevivir con trescientos gramos de pan y un plato de sopa aguada al día, trabajar doce horas seguidas y soportar temperaturas extremadamente gélidas que existen en el Círculo Polar Ártico.

Los asesinatos, violaciones y ejecuciones a menores los recuerda como algo que le han contado y hasta enfatiza las manipulaciones de los presos intelectuales sobre los campesinos, analfabetos que ni siquiera sabían por qué estaban allí, o los crímenes de los «duros presos comunes», que se jugaban a las cartas eliminar a alguien que les caía mal. El capataz alude a su «ingenuidad» e «inexperiencia» cuando admite que se creyó que los campos eran un mecanismo patriótico para que el socialismo reeducara a esas ovejas descarriadas. Pero él también pasó algunas penalidades: extenuación, neumonía, soledad. «Mi trabajo era muy estresante», pues un error en la construcción de las vías de un tren lo podía pagar caro. Pero seguiría unido al comunismo una vez acabada la infamia. Durante su cargo en Asia, rememoraría cómo «los prisioneros se movían por el campo como sombras», cómo vio a individuos malvivir en condiciones infrahumanas. Indignado, instaló estufas en las barracas de esa «gente honesta e inocente» y ocultó información para defenderlos de las exigencias monstruosas de sus superiores. ¿Pero ello resulta suficiente cuando, pese a tanta aparente benevolencia, se está en el bando de los más despiadados verdugos?

Publicado en La Razón, 19-IV-2012

lunes, 16 de abril de 2012

Beryl Markham: memorias aéreas de África




Este libro de título poético y publicado en 1942, «Al oeste con la noche», de la inglesa Beryl Markham, muy bien podría colocarse al lado del mítico «Memorias de África», de la baronesa Karen Blixen, o, mejor dicho, Isak Dinesen, pues así firmó el celebérrimo libro que tan exitosamente fue adaptado al cine por Sidney Pollack en 1985. Esa comparación ya la establece en el prólogo la escritora y corresponsal de guerra Martha Gellhorn, a la sazón tercera mujer de Hemingway y residente también en Kenia en los años treinta. «Ambos textos son cartas de amor a África, su África, y en virtud de ello se complementan», afirma después de destacar cómo «su descripción de los primeros vuelos de corto y medio alcance en el África oriental es memorable».

De hecho, Gellhorn copia todo un párrafo de Markham como ejemplo de la intensidad de las descripciones de lo que ocurre allá en lo alto del cielo: se trata de una nota que la aviadora escribe junto a una bolsa que lanza para que la recoja el barón Blixen, «el gran cazador blanco, que espera en tierra». Markham conoció estrechamente a los barones, y también a Denys Finch Hatton, el amante de Isak Dinesen que la película citada inmortalizó con el rostro de Robert Redford y con el que también estuvo relacionada sentimentalmente. Así, los libros en efecto se complementan porque dan una perspectiva amplia de esa parte del continente negro: la escritora danesa, a ras de tierra; la aventurera británica, una visión desde las nubes. Ello incluso en medio de la oscuridad; en este sentido, volar por la noche «resulta por momentos irreal (…). La tierra no es tu planeta más de lo que pueda serlo una estrella distante, si es que se aprecia el brillo de alguna: tu planeta es el avión y su único habitante».

«Al oeste con la noche» está lleno de momentos como el descrito, muy en especial a lo largo de las llanuras del Serengueti, donde la aviadora solía aterrizar mientras avistaba leones, los cuales ya empezaban a acostumbrarse a los safaris y las cámaras fotográficas apuntándoles. Para Markham, la rutina y el aburrimiento existían en su Inglaterra natal; pero en Kenia no encontró ni un instante de ociosidad; todo era deslumbramiento y sorpresa. Fue así desde que, con cuatro años, llegó con su familia al África oriental británica y se quedó con su padre mientras su madre regresaba a Londres con su otro hijo. Casada y divorciada tres veces (también tuvo un romance con Enrique de Gloucester, hijo de Jorge V, y Antoine Saint-Exupéry), vivió en EE UU en los cuarenta pero ya en los cincuenta se establecería en Nairobi, donde moriría en 1986.

El punto de inflexión fueron unas palabras de una carta de Hemingway, alabando «Al oeste con la noche», que leyó un editor en 1982, lo que relanzó la figura de Markham con la reedición del libro. Un libro que sufrió rumores de inautenticidad; se dijo que Markham no había sido su autora, sino que la escritura se debía a su tercer esposo, el periodista Raoul Schumacher. En todo caso, el volumen obtuvo un gran éxito y sacó de la pobreza a una Markham que estaba en plena decadencia. Póstumamente, aparecerían sus relatos bajo el título «The Splendid Outcast», cuando ya su leyenda era motivo de documentales y de incluso una miniserie que emitió la CBS en 1988 sobre su vida titulada «Una sombra en el sol».

Si Isak Dinesen empezaba sus memorias africanas con la frase «Yo tenía una granja en África, en las colinas de Ndong», Markham habla de la granja que compró su padre en Njoro: «La hizo de jungla y matorral, rocas, tierra fresca, sol y cálidos aguaceros. La hizo con trabajo y paciencia». Alrededor, tribus amigas con las que convivió desde niña, sus queridos caballos y la avioneta dispuesta para el próximo vuelo, y siempre con «la incertidumbre y la excitación de la primera aventura».


Publicado en La Razón, 16-IV-2012

jueves, 12 de abril de 2012

Antes del opio




Con edición y traducción de Andrés Barba, se ofrece una serie de trece textos autobiográficos de Thomas de Quincey que abarcan los años 1785-1800, esto es, desde el nacimiento del ensayista inglés hasta su periodo escolar en Manchester. El interesado conoce títulos tan llamativos como «Confesiones de un inglés comedor de opio» y «Del asesinato considerado como una de las bellas artes», o incluso «Memoria de los poetas de los Lagos», pero quizá no estas páginas, ahora traducidas por vez primera al castellano.

Barba explica que estamos ante unos bosquejos que De Quincey había editado en diversas publicaciones y a los que volvió, a la edad de sesenta y siete años y con una salud quebradiza por su adicción al opio, con el objetivo de organizar el primer tomo de sus obras completas. En ellos se evocan tres figuras emblemáticas en su crecimiento: el padre, un hombre de negocios exitoso que viajaba de continuo; su hermana, fallecida muy niña; y otro hermano, también desaparecido demasiado pronto y con el que vivió una relación conflictiva.

Junto a las anécdotas familiares, su mirada infantil de cuanto le rodeaba y la recreación de los lugares donde vivió, como Bath, De Quincey logra un libro interesante a ratos, tedioso a veces, y se hace así editor de sí mismo, aportando notas a pie de página sobre los más variados asuntos, fiel a su proverbial meticulosidad.


Publicado en La Razón, 12-IV-2012

martes, 10 de abril de 2012

Fitzgerald se rompe



El destino editorial de F. S. Fitzgerald ha decidido poner al alcance del lector casi todos sus títulos. Entre el año pasado y este ha aparecido un par de nuevas traducciones de «El gran Gatsby» (1925), más otra de «Al otro lado del paraíso», el debut narrativo del escritor, y, como gran novedad, la editorial Zut lanzó «Mi ciudad perdida. Ensayos autobiográficos», diecisiete artículos que Fitzgerald deseó ver agrupados pero que no vieron la luz en forma de libro. Algunos de ellos fueron incluidos por el crítico Edmund Wilson en el volumen también póstumo «El Crak-Up», como «Mi ciudad perdida», «Ring» (un homenaje conmovedor al escritor Ring Lardner) y el fabuloso «Ecos de la era del jazz».

Ahora se recupera la traducción de Mariano Antolín Rato, de 1983, de un tomo que integra los llamados «Cuadernos», notas que Wilson seleccionó de las libretas de Fitzgerald y en las que se encuentran anécdotas o apuntes para sus relatos. Un material que ya puso en entredicho Gore Vidal, pues en efecto tales líneas carecen muchas veces de interés. Algo que se compensa con la siguiente parte del libro, que consta de una serie de cartas que el escritor intercambió con algunos de los mejores escritores de la época, admiradores sin ambages de «El gran Gatsby»: T. S. Eliot, Gertrude Stein, Edith Wharton, John Dos Passos y Thomas Wolfe.

Hay además documentos tan peculiares como un poema de John Peale Bishop, que hace de colofón al libro, el cual se abría a su vez con otros versos de Wilson a modo de dedicatoria, y un artículo excelente de Glenway Wescott, que hace un panegírico realista de Fitzgerald. Pero lo más enternecedor es hallar una serie de cartas a su hija Frances. Con ella llegaba a compartir también asuntos de índole artística: «Me preguntas si en arte considero que es mejor crear una nueva forma o perfeccionarla», dice. Y se contesta: «Mejor es el inventor», pues, no en vano, él mismo inventó toda una época con jazz sonando de fondo.

Publicado en La Razón, 5-IV-2012

domingo, 8 de abril de 2012

Un inglés contra la Guerra de las Malvinas




Aún las heridas de la guerra de las Malvinas siguen abiertas después de treinta años; sólo basta ver las declaraciones recientes de la presidenta Cristina Fernández, que protestó «a raíz de la militarización del Atlántico Sur por parte de Gran Bretaña», y las tristes consecuencias que arrastran los veteranos de guerra argentinos, todavía marginados socialmente y afectados psicológicamente por aquella derrota que dañó como nunca el orgullo de toda una nación: entre sus filas, se llevó la vida de 649 compañeros, a lo que hay que añadir la muerte de 255 militares británicos y tres civiles isleños.

Pero ¿qué son las Malvinas? a unos cientos de kilómetros del conocido cabo de Hornos, en el extremo sur del continente americano, se encuentran las Islas Malvinas (las más importantes son Soledad, Gran Malvina, San José, Trinidad, Borbón, Bougainville, San Rafael y Águila). Hoy, se consideran un territorio no autónomo, por parte de las Naciones Unidas, bajo la supervisión del Comité de Descolonización. Para los argentinos, estas islas siempre pertenecerán a la Provincia de Tierra de Fuego, Antártida e Islas del Atlántico Sur. Están habitadas por algo más de tres mil malvinenses, de nacionalidad británica y religión cristiana en su mayoría; la capital administrativa es Puerto Argentino/Stanley y su economía está basada sobre todo en la pesca. El conflicto abierto que mencionábamos al principio no es reciente, sino que sus orígenes cabe buscarlos prácticamente en el tiempo del descubrimiento de las islas, allá por el siglo XVI, cuando estaban deshabitadas.

La historia de las Malvinas o Falklands (si nos referimos a ellas por su nombre en inglés) es la que sigue. A finales del XVII ya habían sido tierras de interés geoestratégico para las grandes armadas del momento, la británica, la española y la francesa, que lidiaron en pos de lograr su soberanía. Sin embargo, Argentina, en el año 1820, se las arregló para reivindicar sus derechos sobre ellas, aunque el logro les duraría verdaderamente muy poco: el 2 de enero de 1833, el capitán John James Onslow intimidó lo suficiente a los argentinos para tomar posesión de las Malvinas y forzar la marcha de sus ocupantes en nombre del rey de Inglaterra. Ciento cuarenta y nueve años después, el 2 de abril de 1982, aún con la idea de que las islas estaban siendo ocupadas por una potencia invasora, la Marina argentina desembarcó allí para dar inicio a una guerra que iba a durar seis semanas y que no iba a cambiar nada: al acabar, el 14 de junio, todavía la Administración británica era dueña y señora de las Falklands.

Ahora, coincidiendo con esta onomástica, la editorial Fórcola recupera, gracias al trabajo del escritor y profesor universitario argentino Daniel Attala, el panfleto que en marzo de 1771 –de forma anónima, como era costumbre– publicó Samuel Johnson, el gran crítico literario y lexicógrafo inglés, titulado «Sobre las recientes negociaciones en torno a las islas Falkland». Attala asegura en el prólogo que «no siempre fue Johnson tan ferviente abogado de la paz», pues no en vano el autor de «Vidas de poetas ingleses» destacó por su monarquismo conservador y su devoción anglicana, pero «de una punta a otra del panfleto el pacifismo es relativo al valor de lo que estaba en juego, y es obvio que para Johnson (a diferencia de lo que dejarían entender los generales argentinos y el gobierno de Margaret Thatcher dos siglos más tarde), las islas en cuestión no valían una guerra».

De este panfleto hablaría también el biógrafo del escritor, James Boswell, en su célebre y monumental libro titulado «Vida de Samuel Johnson» (1791), que publicó hace unos años la editorial Acantilado. Un libelo que estaba destinado a advertir «de la calamidad de la guerra; calamidad tan horrible que sorprende que naciones civilizadas y aun cristianas persistan todavía en ella en forma deliberada. Su descripción de las miserias de la guerra en este panfleto es una de las piezas de elocuencia más preciosas de la lengua inglesa». Así, el texto del doctor Johnson aúna reflexión moral, juicio político y calidad literaria, y por eso sigue todavía vigente hoy en día, mucho después, además, de que fuera publicado en un diario bonaerense, en 1936, en la que fue su primera traducción al castellano. Asimismo, refiere Attala que, treinta años atrás, «muchos periodistas y estudiosos de diversas partes del mundo se sirvieron del panfleto de Johnson, ya sea para informarse de los antecedentes del conflicto o para inspirar en él sus reflexiones».

Y en efecto, el lector podrá conocer de forma muy documentada la historia de las diferentes invasiones que sufrió la isla a largo de su historia, los tejemanejes de los militares y las discusiones de derechos hasta llegar a una conclusión que resulta intachable: «Puesto que la guerra es el último remedio, todo expediente legal tiene que ser utilizado con el fin de evitarla». Claro está que los gobernantes de hace tres décadas no hicieron caso al hombre que, él solo, preparó un «Diccionario de la lengua inglesa» –algo que Boswell destaca como una heroicidad, considerando que esa labor la suele realizar un gran grupo de gente durante muchos años–; que era capaz de escribir cien versos en un día –caso de su poema «La vanidad de los deseos del hombre»–; que dominaba el latín, el francés y el italiano; que editó toda la obra de Shakespeare y cuya legendaria sabiduría es aún objeto de admiración.

Publicado en La Razón, 8-IV-2012

jueves, 5 de abril de 2012

H. S. Thompson, morir a lo gonzo



Hace exactamente siete primaveras, a los sesenta y siete años, Hunter S. Thompson se descerrajaba un tiro de pistola en la cabeza, en su casa de Colorado. Ponía fin así a una vida dedicada tanto a la narrativa y al periodismo como a las drogas, al alcohol y a las armas; la misma vida cuyo rastro es posible seguir gracias a las presentes «Cartas de aprendizaje y madurez», como reza el subtítulo de este libro áspero, risueño, enloquecido, aniñado y desconcertante. Un libro que sólo puede ser de Hunter S. Thompson. Se trata de dos series de epístolas que se publicaron por separado a finales de los noventa y que reúnen los periodos de 1955-1967 y de 1968-1976. El responsable de la edición, el profesor universitario Douglas Brinkley, llamó a sendos libros «El camino de la dignidad» y «Miedo y asco en América», y ahora Anagrama los ha juntado con la solvente traducción de Antonio-Prometeo Moya (no habrá sido tarea fácil, habida cuenta el lenguaje bromista del autor).

El resultado es una selección de unos doscientos cincuenta textos de entre una correspondencia que rebasa las veinte mil cartas; con la singularidad de que éstas, como explica Brin-kley, fueron pensadas para ser publicadas, «a modo de testimonio de su vida y su época». Tal apunte anecdótico demuestra el grado de seguridad de Thompson, su vanidad y narcisismo pero, sobre todo, a tenor de la intensidad con que se dirige a la gente, el ansia de provocar algo en los demás para ser aceptado o rechazado, mostrándose como un «enfant terrible» que desea que todos le hagan caso, como el Baudelaire de los «Pequeños poemas en prosa» deseoso de embriagarse de vino, virtud o poesía, pero embriagarse.

Este «modus vivendi» que refleja su voz epistolar se emparenta por completo al de sus libros: «El camino del ron», según sus propias palabras, «la gran novela puertorriqueña», concebida a partir de sus visitas a la isla caribeña en busca de un puesto en un periódico y que recibió innumerables rechazos; «Los Ángeles del Infierno», un reportaje sobre los famosos moteros de California que le dio tantas satisfacciones como disgustos, entre ellos recibir una paliza de un grupo de ellos que casi le mata; y «Miedo y asco en Las Vegas», «un encendido cántico a la locura de la droga que consolidó su creciente fama, lo convirtió en drogadicto loco e icono cómico, en periodista «gonzo» con la influencia pública de una estrella del rock», como dice en uno de los prefacios su gran amigo William Kennedy, el director del «San Juan Star», que vio en el joven que le pedía trabajo a un caradura tan divertido como talentoso y con el que se iba a cartear durante más de cuatro décadas.

La primera sección del libro es, indudablemente, la más corrosiva y atractiva para el lector al que le atraigan las gamberradas de un buscavidas que no tiene un céntimo, que presume de «la profesión de fe del vago por gusto» (17-I-1958), es despedido de «Time» o incluso encarcelado por «alterar el orden público y resistirse a la autoridad» (25-V-1960); en ella, pueden leerse sus envíos a William Faulkner (que no le contesta) y cómo se mete con Norman Mailer (este sí le responde), ver cómo presencia la violencia rural de Centroamérica o se indigna con el asesinato de Kennedy, un «acontecimiento abominable, espantoso y lleno de mierda» (22-XI-1963).

La segunda sección hace patente su compromiso político, el cual irá aumentando a medida que sus reportajes tienen mayor eco, y su atrevimiento a la hora de mandar misivas a diversos gobernantes, caso de su odiado Lyndon Johnson –al que desprecia precisamente por la guerra de Vietnam– o de su admirado Jimmy Carter. En 1970, él mismo se postula como «sheriff» en Colorado, y poco después escribe «Miedo y asco: en la campaña electoral de 1972»; un tiempo en el que «Thompson era para el periodismo de vanguardia lo que Bob Dylan para la música pop», como asegura Brinkley en la nota previa a esta segunda sección, prologada a su vez por el gran periodista, ya difunto, David Halberstam, que define bien cuál había sido la andadura del autor: «Cuando se es original, el camino suele recorrerse en solitario y las recompensas llegan lentamente».

En estas páginas, además, conoceremos también la estrecha relación que mantuvo con otro gran periodista de ficción, Tom Wolfe, y cómo su estilo «gonzo», fundado en lo subjetivo, fragmentario y espontáneo, le lleva a un concepto reiterativo en sus escritos: el miedo y el asco. Pero, tras estas cartas, uno más bien diría que Thompson no le tuvo temor a nada, y que el asco fue una materia nutritiva para verificar que el sueño americano era eso, simplemente un sueño.


Publicado en La Razón, 5-IV-2012

lunes, 2 de abril de 2012

El hijo sin odio de John Fante




La sombra alargadísima del narrador John Fante, hoy admirado de forma universal y antaño menospreciado por críticos y editoriales –lo que le hizo un hombre amargado al no poder consagrarse a la literatura, al tiempo que triunfaba como guionista de cine–, no parece ya abrumar a su hijo Dan Fante (Los Ángeles, 1944). Todo lo contrario; de un tiempo a esta parte, las viejas rencillas que habían mantenido hasta la muerte del autor de «Pregúntale al polvo» en el año 1983, y más allá incluso, cobijadas en el resentimiento y en viejos odios, han desaparecido. Ahora, Dan Fante es un escritor mayor que ya ha firmado cuatro novelas, un volumen de relatos, dos obras de teatro y dos libros de poesía. Y, lo más importante: un tipo que ha dejado atrás su acentuada adicción al alcohol, el punto débil de todos los Fante. De hecho, se ha reconciliado con su pasado y ahora sonríe al recordar a su progenitor.

Se les vio juntos, al padre y al hijo, hace unos días en un bar del barrio de Gracia de Barcelona; al primero en un montón de fotografías proyectadas en una pantalla y al segundo leyendo fragmentos de sus memorias familiares, «Fante. Un legado de escritura, alcohol y supervivencia» (Sajalín; la edición incluye esas imágenes) y varios poemas. En esta ocasión, incluso otra generación más se sumó a la cita: corría por allí un niño de unos cinco años, junto a su madre, la esposa de Dan Fante. Una nueva familia, pues, reencontrándose con el abuelo John, el colega de póquer y bebida de Faulkner y Saroyan, el compañero de Nathaniel West y de Francis Scott Fitzgerald en aquellos tiempos en los que tantos escritores de talento se trasladaron a los estudios de Hollywood para ganar montañas de dinero, no sin cierto remordimiento de conciencia por dejar de lado cada uno su arte literario.

Varios jóvenes escritores leyeron pasajes de las dos novelas publicadas aquí por Dan con anterioridad: «Chump Change», en la que su álter ego cuenta de forma tragicómica su vuelta a casa para presenciar los últimos días de un John Fante ciego y diabético al que han amputado una pierna, y «Mooch», una historia basada en uno de sus múltiples trabajos, el de vendedor telefónico. Después, Fante, relajado y simpático, leyó varios poemas de su universo lleno de perdedores en la gran ciudad, bares, realismo sucio, con un toque de humor no exento de ternura. Bajito, con pequeñas gafas redondas, un pendiente en la nariz y calvo por completo, Dan Fante es un caballero al que cuesta relacionar con aquella existencia llena de conflictos, peleas y autodestrucción.

Porque «Dante. Un legado…» es un impresionante muestrario de cómo un hombre puede desempeñar todo tipo de oficios más o menos ilegales en las dos costas estadounidenses, consumir drogas y enloquecer, enriquecerse varias veces seguidas para dilapidar todo hasta no tener donde dormir, protagonizar altercados con armas de por medio, amén de varios intentos de suicidio y encarcelaciones, y relacionarse con prostitutas, chulos y estafadores de todo pelaje. Pero, sobre todo, el libro refleja cómo el autor luchó contra el alcoholismo: encerrándose en moteles o con la ayuda de otros ex adictos, hasta que vio la luz al final del túnel. Libro duro y a la vez tan intenso y entretenido como una novela, vívido y lleno de humor negro. Muy parecido al estilo que desarrolló su padre.

Dan Fante, frente al micrófono y a un alud de incondicionales, reconoció haber escrito estas memorias porque la gente le preguntaba qué sentía al ser hijo de un escritor famoso, olvidándose de que John Fante, que hoy es un autor de culto, fue en vida ninguneado hasta que un par de casualidades hicieron que ganara interés de nuevo; entre ellas, que el poeta «outsider» por excelencia, Charles Bukowski, muy popular en los años setenta por su entrega al vino barato, a los relatos eróticos y a los recitales provocadores, hablara de él como una de sus grandes influencias literarias.

Derrochador, malhumorado e infiel, John Fante fue un desastre como padre. Pero Dan no dejó de quererle y admirarle, e incluso disfrutó de algunos momentos memorables a su lado, viéndolo bregar con su minusvalía y con su ceguera, la cual no le impidió llevar a cabo algo que su hijo todavía no ha olvidado y que calificó de «extraordinario»: dictar palabra por palabra a su mujer su novela «Sueños de Búnker Hill», donde recuperaba otra vez a su viejo álter ego, Arturo Bandini, sin corregirse ni cambiar nada: «Lo tenía “elaborado” todo, hasta la última palabra, en su cabeza», asegura en este volumen. Pero lo más gracioso es cuando alguien le pregunta a Dan cuál es el recuerdo que tiene de él más fuerte. «Odiaba todo tipo de máquinas», contesta. «No he oído jamás blasfemar tanto a un hombre como cuando se le estropeaba el cortacéspedes». Y después, estalla en una luminosa carcajada.

Publicado en La Razón, 2-IV-2012