jueves, 28 de junio de 2012

Querida tía Jane

 Este esbozo de la personalidad y obra de Jane Austen, su primera biografía, es un entrañable documento de su sobrino James Edward Austen-Leigh (1798-1874), hijo del hermano mayor de la escritora. Se publicó en el año 1870, y hoy, a nuestros ojos, tiene dos focos de interés bien diferenciados; en los primeros capítulos, Austen-Leigh aborda el seno familiar en el que nació Jane Austen, la rectoría de Steventon, en Hampshire, en el año 1775, en un entorno de reverendos y fabricantes textiles. El biógrafo y también sacerdote analiza los hábitos y las costumbres de finales del siglo XVIII en esa zona sur de la costa de Inglaterra, evoca a los parientes de la narradora y cuenta cómo los Austen tuvieron que trasladarse a Bath y a Chawton, donde la tía Jane escribió sus mejores obras.

En el resto de capítulos, surge el aspecto de la homenajeada –«Físicamente era muy atractiva»–, su formación –«A Jane le gustaba la música, y tenía una voz muy dulce, tanto al cantar como al hablar»–, sus lecturas predilectas –«La poesía de [Walter] Scott le proporcionaba un gran placer»–, su cariño por los demás –«Su amor por los niños y su maravilloso don para entretenerlos»– y su afán perfeccionista a la hora de escribir «Juicio y sentimiento», «Orgullo y prejuicio», «Mansfield Park», «Emma», «Persuasión» y «Los Watson». Austen-Leigh comenta todas estas novelas, tan conocidas hoy, muestra cartas que la escritora dirigió a su querida hermana Cassandra, habla de uno de sus admiradores, el príncipe regente, y el conjunto ofrece una imagen encantadora de Jane Austen: humilde, irónica y, al fin, resignada cuando la muerte se la llevó pronto, a los cuarenta y un años.

Publicado en La Razón, 28-VI-2012

martes, 26 de junio de 2012

La vida subterránea inglesa



He aquí el mundo subterráneo, el material y el simbólico, de la mano del máximo especialista en la ciudad de Londres, el británico Peter Ackroyd, que hace diez años publicó una impresionante biografía de la capital inglesa que ya integraba un breve capítulo titulado «Bajo tierra». Este se abría con la reproducción de un retrato de «un rastreador de cloacas» que busca objetos para venderlos después; en el pie de la ilustración se podía leer que se trataba de «una profesión peligrosa y menospreciada», la cual sin embargo podía dar réditos económicos en la sociedad miserable del siglo XIX. No en vano, para buscarse la vida cualquier camino era bueno, aunque para ello fuera necesario viajar a las profundidades en plena oscuridad e insalubridad.

Así, en dicho capítulo, el experto en Shakespeare y tantos otros autores anglosajones hablaba de un universo compuesto por cámaras, túneles, criptas y catacumbas en los edificios importantes de su ciudad. Pues bien, ahora puede leerse ampliado, en «Londres bajo tierra» (Edhasa, traducción de Gregorio Cantera), aquello que Ackroyd esbozó en su biografía londinense; una investigación donde «el miedo a las entrañas» se pone de manifiesto a lo largo de los siglos, dado que el descenso evoca lo mitológico: paisajes como el río Estigia, que comunicaba el mundo de los vivos con el de los muertos, o animales monstruosos, como el Minotauro, Cerbero y Anubis, que en la Antigüedad estaban emparentados con «el mundo inferior»; en suma, un «lugar de sueños y alucinaciones», «un lugar imaginario donde se han trastocado las circunstancias normales en que se desarrolla nuestra vida diaria».

No en balde, en el siglo XIX se pensaba que el subsuelo acogía a todo tipo de maleantes y viciosos, individuos que salían de noche para perpetrar sus crímenes. Hoy, los peatones que pisan Londres muy probablemente desconocen que «deambulamos por encima de lo que fuera la ciudad en el pasado, allí donde, bajo ocho metros de tierra amontonada y prieta, se guarda toda su historia, desde los tiempos prehistóricos hasta nuestros días», dice al inicio Ackroyd, insinuando que el subsuelo es el reverso de lo visible y de un lejano tiempo pretérito. Antaño, trabajaban allí «fregadores» o «barredores» que despejaban los desagües y destaponaban obstrucciones, o los rastreadores de alcantarillas, de los que existen numerosas fantásticas, como aquellas que afirman que muchos murieron al respirar el aire nauseabundo de las cloacas o que fueron asesinados por ratas gigantes.


Un viajero alemán del siglo XVIII dijo que «un tercio de los habitantes de Londres viven bajo tierra», en referencia a unos sótanos o «viviendas de bodega» –ocultos porque había que cerrarlos con una trampilla– que se alquilaban a la gente muy pobre y a los que se llegaba bajando por unas escaleras. Nathaniel Hawthorne, durante su empleo como cónsul en Liverpool durante los años cincuenta decimonónicos, escribió sobre las profundidades de Londres tras ver a mujeres que salían de agujeros para pedir limosna; y Dickens, en «La ciudad del ausente» (1861), mencionó los «sótanos solitarios donde los banqueros guardan los dineros, y donde, a buen recaudo, esconden la vajilla de plata y las joyas, ¡regiones subterráneas dignas de la Lámpara Maravillosa!».


Y es que estamos también ante un lugar propicio para el ocultamiento de la riqueza o el hallazgo de seguridad. Como detalla Ackroyd, en las cámaras del Banco de Inglaterra, «en lingotes de oro, se guarda el segundo mayor tesoro del mundo»; y bajo las sedes de organismos oficiales, hay «túneles, búnqueres, despachos y centros de mando», que se prepararon en la Segunda Guerra Mundial o con vistas a defenderse de la amenaza atómica de la Unión Soviética. Asimismo, el Covent Garden y Trafalgar Square están conectados por unos pasadizos que configuran «una ciudad en miniatura bajo la superficie»; y «por debajo de Piccadilly Circus, se extiende una plaza abandonada y solitaria de enormes dimensiones, y surcada por miles de pasajes».


Así, viviendo como topos, entre la humedad y lo lóbrego, durante la Primera Guerra Mundial, sobrevivieron o malvivieron más de trescientos mil londinenses, que se refugiaron en las estaciones del metro, hasta el punto de convertir su vida terrestre en subterránea, lo que hizo temer a las autoridades que transformaran los andenes en una residencia permanente. El escultor Henry Moore, en la Segunda Guerra, tomó notas para sus dibujos después de ver esa existencia enterrada: «Dramático, pésima luz, montones de figuras inclinadas que se desvanecen», y la comparó con un «barco de esclavos» que no se dirigían a ningún sitio. Ackroyd dirige al lector por pasadizos secretos, prohibidos para el ciudadano de a pie, por los túneles del Támesis, e ilumina una vida bajo tierra plena aún de misterios, peligros y sorpresas.


Publicado en La Razón, 26-VI-2012

sábado, 23 de junio de 2012

La fe del fabulador


“Más allá del siglo XVI Cunqueiro se sentía extranjero, exiliado, ajeno”, dice César Antonio Molina en el prólogo de este libro que recoge una selección panorámica de los artículos del autor gallego que tienen que ver con lo hagiográfico. Xosé Antonio López Silva, profesor del Instituto da Lingua Galega de la Universidad de Santiago de Compostela, se ha encargado de la edición: unos ciento cincuenta textos donde lo renacentista, el santoral y lo milagroso convergen de una manera tan original como sorprendente. Cunqueiro, maestro de la oralidad, de las tradiciones célticas, del cristianismo en clave literaria, trata a los santos como magos, pues la historia oficial de la Iglesia es sólo la plataforma para levantar el vuelo de la creatividad.

De tal modo que “en buena parte de los artículos de Cunqueiro destaca como un rasgo estilístico personal una prosa poética de enorme perfección formal, teñida de culturalismo”, al decir de López Silva. Ahí radica la complejidad para el lector actual, tan acostumbrado al articulismo de estilo estándar, prosaico en sus formas periodísticas, pero también el aliciente. Pues cabe acercarse a esta amplia reunión de historias y reflexiones religiosas –de 1936 a 1979– con la idea de descubrir todo un género híbrido. Cunqueiro publicó estas piezas en “Catolicismo”, “Era Azul”, “La Voz de España”, “ABC” y, sobre todo, “Faro de Vigo” (periódico que llegó a dirigir), y lo que hace es desarrollar artículos-fábulas, pues el propio escritor siempre se definió como un fabulador.

Así, tratando las peripecias de San Jorge, muy en particular de San Patricio, de San Leandro, de San Nicolás o San Valentín, del Camino de Santiago o de un “fraile que pintaba abanicos para el emperador de la China”, Cunqueiro localiza lo milagroso en la fe, y extiende lo milagroso a nuestro día a día.

Publicado en La Razón, 21-VI-2012


jueves, 21 de junio de 2012

Nada y nadie en un escenario



Ya lo dijo, en la conferencia «Samuel Beckett: Nadie de la Nada», el gran biógrafo Richard Ellmann: «Es un escritor “sui generis”, con sello propio, garantizado y estilizado». Y ciertamente, de pocos autores se puede decir eso de forma tan tajante y excepcional. El irlandés Anthony Cronin ha ahondado en ello en la que es la primera biografía traducida al español del premio Nobel 1969 –por Miguel Martínez-Lage–, un libro publicado en 1996 y al que se consagró después de haber recorrido la vida de otro compatriota literato ilustre, Flann O’Brien, en el volumen “No Laughing Matter” (1988).

Desde su nacimiento, en el seno de una acomodada familia radicada en un pueblo cercano a Dublín llamado Foxrock, hasta su muerte en 1989, se van detallando con gran conocimiento los andares de Beckett: cómo su difícil relación con su airada madre y los paseos con su silencioso padre generarán situaciones que se convertirán en ideas obsesivas que luego aparecerán en negro sobre blanco, cómo el paisaje isleño que vio al crecer marca su mirada del mundo, muy en particular desde el puente de Dun Laoghaire. «En todas sus obras aparece una ciudad a la orilla del mar, una pequeña llanura costera, los montes detrás. Su forma de imaginar es distinta de la imaginación literal y meticulosa de James Joyce», afirma el autor, que sigue al biografiado en sus insomnios y pesadillas –que tendrán reflejo en su teatro–, en el ambiente protestante que le rodeaba y en su dedicación al deporte (críquet, rugby, boxeo, natación, golf, tenis...).

De hecho, tanto en sus años adolescentes en un exclusivo internado como más tarde en el Trinity College dublinés, de donde salió licenciado en lenguas románicas en 1927, pareció interesarse más por los juegos y las motos que por los estudios, asegura Cronin. Son los años en los que perfecciona su francés, “parte esencial en la educación de la clase media de Irlanda”, lee a Keats y a Racine, frecuenta el Abbey Theatre para ver las obras de S. O'Casey, J. M. Synge y W. B. Yeats, y sufre desaveniencias familiares que le empujarán a una decisión fundamental: salir de Irlanda, como habían hecho Wilde, Joyce y Yeats. Así, trabaja como profesor en Belfast y luego en París –“En cierto modo, Beckett estaba hecho para la Francia del siglo XX. Al encontrarla, encontró su patria”–, intima con el autor del «Ulises», vive el modernismo de vanguardia y publica un ensayo sobre Proust en 1931.

Con todo, Cronin aprecia que Beckett no se sintió atraído por la cultura parisina, sino que se limitó al círculo de Joyce; tanto, que la librera Adrienne Monnier lo llama “un nuevo Stephen Dedalus” (en referencia al personaje joyceano de “Retrato del artista adolescente”); tanto, que la malograda hija esquizofrénica de Joyce, Lucia, se enamora de Beckett sin que este le corresponda. (Toda esta relación de Beckett con la familia Joyce está maravillosamente recreada en la reciente novela gráfica de Alfonso Zapico, “Dublinés”.) Beckett, al igual que Joyce, quien tuvo una “dependencia cada vez mayor” de su amigo hasta el punto de ser “indispensable para el maestro”, vive aislado en su propio mundo. Así, a causa de sus depresiones se somete al psicoanálisis en Londres, experiencia que “a su juicio, lo llevó a ser más humilde”, se afana por publicar “Belacqua en Dublín” y “Murphy”, y de vuelta en París traba relación con el escultor Alberto Giacometti y tiene un “affaire” con la mecenas Peggy Guggenheim.

Entonces, llega otro punto de inflexión. Él y su novia Suzanne huyen de la capital invadida de nazis y se trasladan a Roussillon en 1942. Indignado por cómo son tratados los judíos, colabora con la Resistencia y escribe la novela «Watt», que Cronin elogia muchísimo. Definitivamente, se pasa a la lengua francesa, lo que “ha sido objeto de muchos debates”, y en la década siguiente le llega el éxito: «Esperando a Godot» (1952), que recibe buenas críticas pero desconcierta al público, y luego la trilogía compuesta por «Molloy», «Malone muere» y «El innombrable». Beckett dice escribrir por obligación –es “el odio a la necesidad de crear una ficción”– y se muestra como un “perfeccionista en un grado inusual, obsesivo”. Recibe el Nobel con “frialdad”, pues ni eso distrae a una mente enfrentada al lenguaje sin descanso y que da siempre como resultado una suerte de angustia, un personaje solitario, con “capacidad para hacer chistes”, que se hace preguntas que no merecerán respuestas, sino unas pocas palabras que anulan todo: nada, nadie.


Publicado en La Razón, 21-VI-2012

miércoles, 20 de junio de 2012

Emili Teixidor, el premio de un público masivo



La muerte de Emili Teixidor i Viladecàs, a los setenta y ocho años, llega dos después de que la película basada en su novela «Pa negre» (2003) acumulara candidaturas, galardones y un sinfín de espectadores. La cinta de Agustí Villaronga, rodada en catalán, popularizó una obra que había obtenido los premios Lletra d'Or, el Joan Crexells y el Nacional de Literatura de la Generalitat de Cataluña, en una clara muestra del amplio reconocimiento del que disfrutaba el autor de Roda de Ter, tierra que también vio nacer al militar Francesc Macià, a finales del siglo XVII, y al poeta Miquel Martí i Pol.

Allí había empezado sus días Teixidor, el 22 de diciembre de 1933. De joven, se decantaría por estudiar Derecho, Filosofía y Letras y Periodismo, pero su vena literaria lo acabaría impulsando a consagrarse a la literatura después de dedicarse a la pedagogía y también al mundo editorial en torno al público más joven. Pues es en esto último donde sobresalió enormemente. Ya en 1967 triunfó, siempre primero publicando en catalán, con «Las ratas enfermas» (premio Joaquim Ruyra de Narrativa Juvenil), y luego con «El pájaro de fuego» (1969). Los más pequeños, por su parte, conocieron a su personaje de la hormiga Piga, que protagonizó diversas aventuras, como «La amiga más amiga de la hormiga Piga» (1997, Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil) o «La vuelta al mundo de la hormiga Piga» (2002).

Ya en clave literaria adulta, Teixidor siguió gozando de parabienes desde el comienzo de su andadura, con títulos como «Sic transit Gloria Swanson» (1979, premio Serra d'Or) y «Retrato de un asesino de pájaros» (1988), dos novelas que también se asomaban, a partir de algunos elementos narrativos, por el guión de la película «Pan negro». En un texto titulado «Quién soy y por qué escribo», el ganador también del premio Sant Jordi por «El libro de las moscas» (1998) y habitual de la televisión catalana, habló de cómo en la literatura se pueden alcanzar los deseos expresados por las situaciones o personajes que se van concibiendo; y concluía: «Es seguramente lo único que puede mantenernos esperanzados y con fuerzas en los años difíciles, si no lo único que puede mantenernos vivos de verdad». Ahora, tras su desaparición, será su literatura lo que lo mantendrá vivo entre muchos lectores que encontraron en su novela «Los invitados» (2010) la última de sus historias.

Publicado en La Razón, 20-VI-2012

lunes, 18 de junio de 2012

Billy el Niño, Oeste infernal

En la presentación de su libro pudo verse a Mark Lee Gardner, con su atuendo vaquero, poblado mostacho y guitarra en ristre, cantar «Knockin’ On Heaven’s Door», la famosa canción de Bob Dylan incluida en la película «Pat Garret and Billy the Kid» (1973), de Sam Peckinpah. Gardner llamaba a las puertas del cielo, junto a su colega, el también músico e historiador Rex Rideout –ambos publicaron un exitoso CD reuniendo temas del Lejano Oeste–, con la excusa de su libro «Al infierno en un caballo veloz». Un libro este surgido de muchos años de investigaciones sobre el violento siglo XIX estadounidense en tierras de Texas y Nuevo México y que tendrá continuación el año que viene, con la aparición de otro volumen también de referencia infernal, «Shot All To Hell», donde se estudia al joven y legendario forajido Jesse James. Pero ahora el protagonista es Billy el Niño, también una leyenda, un icono de hecho, e igualmente muerto a los veinte y pocos años. Él y Pat Garret, su vecino al principio, su perseguidor después, su verdugo en última instancia.

La fuerza del cine hará que para siempre Billy sea Kris Kristofferson, y Garret sea James Coburn, dos actores que se amoldaron al tono crepuscular, al ritmo lacónico del filme de Peckinpah con Dylan como actor y responsable de la banda sonora. Pero, por supuesto, ha habido incontables adaptaciones sobre la vida de este criminal: en música, Aaron Copland estrenó un ballet sobre él en 1938; en narrativa, Ramón J. Sender, durante su periplo en Nuevo México como profesor universitario, escribió «El bandido adolescente» (1965), y Michael Ondaatje, el autor de «El paciente inglés», publicó la novela «The Collected Works of Billy the Kid» (1970); en arte, cabe recordar al artista de Seattle Jacques Moitoret, que lo inmortalizó en uno de sus llamativos retratos.

Gardner, con su estudio «Billy y Pat Garret. La épica búsqueda de justicia en el Viejo Oeste» (así reza el subtítulo), busca sacar al forajido de la leyenda y colocarlo de manera fidedigna en un contexto que se encarga de exponer muy bien: «La cultura de la violencia» de un país que acababa de salir de una guerra civil sangrienta, así que «no debería sorprender a nadie que en el siglo XIX Norteamérica fuera un lugar violento, o que la violencia fuera, en cierto modo, una forma de vida».

Las hipérboles alrededor de Billy el Niño han sido constantes (se le atribuyeron veintiún asesinatos, pero parece que mató a dos personas en defensa propia y a otras dos durante una de sus fugas de la cárcel), como resulta habitual en los casos en los que la leyenda solapa la realidad. Gardner es riguroso con la trayectoria de cada cual, partiendo de fuentes contrastadas –«cartas y periódicos contemporáneos, historias orales, autobiografía y similares»–, testigos oculares que, bien es cierto, pudieron mentir, tergiversar los hechos o abusar de la imaginación.

Para el lector este será el mayor aliciente: seguir los pasos de Henry McCarty, o Henry Antrim, o William H. Bonney, pues de todas estas formas se le llamó, hasta que, seis meses antes de su controvertida muerte, la Prensa de Las Vegas le apodó Billy el Niño (en su juventud, a Garret, las mexicanas con las que solía divertirse en el «saloon» le llamaban Patricio y le apodaban Juan Largo). Gardner cuenta su origen familiar y cómo pronto forma parte de una banda de ladrones de ganado, para luego recabar en Fort Sumner, «fundado para supervisar a miles de navajos». Allí coincidirá con ese hombre apuesto aunque algo desastrado de metro noventa que se casará con una hispana –luego enviuda y vuelve a contraer matrimonio– mientras actúa de «sheriff» en el condado de Lincoln. En definitiva, dos hombres «predestinados a estar unidos para siempre» que tuvieron cosas en común: «Ciertas cualidades de liderazgo, para empezar, y su famosa afición al baile, las carreras de caballos y el juego».

Nunca fueron amigos, pero tampoco enemigos. Mujeriegos, buenos bailarines, hábiles con la pistola de seis balas, Garret y Billy se vieron las caras por última vez cuando el «sheriff» mató al joven, que se había escapado de prisión. Una muerte llena de conjeturas y ambigüedades de la que nacería todo un mito: «Garret había enterrado a Billy en 1881, pero no tenía ninguna posibilidad de enterrar la leyenda, que ya estaba cobrando vida propia». El «sheriff» fue un héroe para los políticos, pero la sociedad lo tildaría de asesino y cobarde. El niño Billy, cuyo encanto y magnetismo eran irresistibles para las damas, al decir de Gardner, aún vive en Fort Sumner, y su tumba es pasto para los nostálgicos del Lejano Oeste.

Publicado en La Razón, 14-VI-2012

sábado, 16 de junio de 2012

Recuerdo infantil del Sur


Todo en este libro, original de 1984 y traducido por Miguel Martínez-Lage, nos evoca tiempos muy lejanos. Por medio de tres conferencias, Eudora Welty rememoró en la Universidad de Harvard su infancia en el Mississippi de las primeras décadas del siglo XX; dividió sus recuerdos con títulos estimulantes: «Escuchar», «Aprender a ver» y «Encontrar una voz», pero su visión de la literatura surge al hilo de anécdotas demasiado personales. Detalla cómo era su casa, llena de relojes –«Nuestra mentalidad la dominó el tiempo»–, su obsesión por el clima y los libros de la biblioteca de sus padres. Y luego, se demora en contar que a los cinco años se sabía el alfabeto entero, que las profesoras del colegio no admitían errores gramaticales y que la bibliotecaria era inflexible.

Todos estos apuntes insustanciales continúan con la segunda conferencia, dedicada a los viajes en coche que hacía con sus padres para ver a los abuelos en Virginia Occidental y Ohio. La que habla es ya una anciana de setenta y cinco años. Se entiende esta mirada ensimismada y letárgica de alguien que quiere recordar cada pedazo de una vida que puede estar acabándose (aunque murió con 92 años); otra cosa distinta es pretender que esas pequeñeces pudieran despertar la atención de los profesores y alumnos bostonianos. En cualquier caso, Welty consigue encarar mejor la tercera parte: dice que el escritor tiene un mundo interior y un mundo exterior, habla de su trabajo como publicista y comenta varios de sus escritos.

Publicado en La Razón, 7-VI-2012

jueves, 14 de junio de 2012

Por qué dejar de escribir

He aquí una obra que es por sí sola un interrogante; por su brevedad e intensidad, se hizo legendaria y todavía provoca todo tipo de elucubraciones entre los críticos; a ello se ha enfrentado Reina Roffé por medio de una biografía difícil de abordar, pues no en vano, como dice Blas Matamoro en el prólogo, se trata de «alguien que estuvo ausente de su vida», un Juan Rulfo que se borró mediante el alcohol y que diseminó mentiras sobre su vida por doquier. «El llano en llamas» (1953) y  «Pedro Páramo» (1955): dos obras maestras, fantásticas por su tono, fantasmales por su trasfondo, y se acabó. Rulfo dejó de publicar, pero no de escribir, pues a la  pregunta sobre si tenía algo entre manos, se refirió a la redacción de una novela que dio en llamar «La cordillera» (alcanzó 200 páginas, pero decidió destruirla).

¿La razón de abandonar la literatura? Rulfo dio sus explicaciones: sentía que esta última novela estaba desfasada a tenor de lo que se escribía en el México contemporáneo, o no le satisfacía el resultado, o como dijo en una entrevista en 1981, tenía otros deberes más prosaicos que cumplir: «La culpa no la tiene nadie. Se trata de esta, tan generalizada y simple, necesidad económica de mantener una familia». Su empleo como jefe de publicaciones del Instituto Nacional Indigenista –ocupó este cargo 23 años–, más su dedicación al cine y a la foto, no le facilitaba tiempo libre para escribir.

Roffé, con aguda psicología y muy bien amparada por las voces que trataron a Rulfo durante décadas, lanza su teoría al respecto: «Existía en Rulfo una pelea interna entre el impulso de continuar creando (deseo latente y poderoso que quería manifestarse en la palabra escrita) y las oscuras inhibiciones, censuras o imposibilidades que parecían ahogar ese impulso» (pág. 226). Su  autoexigencia, tras un éxito tan apabullante ya desde 1949, cuando colaboraba en revistas, podría ser pretexto suficiente para no embarcarse en la tarea de volver a asombrar al mundo, ya que era casi imposible superarse. Así, vamos rastreando las inseguridades de este hombre «cordial y caballeroso», «tímido y triste», que contrastan con un talento para narrar prodigioso. El resultado es la biografía de un escritor que, según su amigo Augusto Monterroso, convirtió en «un gesto heroico» el hecho de dejar de escribir.
 
Publicado en La Razón, 7-VI-2012

martes, 12 de junio de 2012

Edward Hopper, por escrito


Siempre se ha dicho que los cuadros de Edward Hopper poseen una fuerte carga narrativa, que detrás de los personajes o paisajes solitarios que solía pintar se ocultan historias que bien podrían llevarse al papel. Prueba de ello fue la exposición organizada por el Whitney Museum of Modern Art de Nueva York en 1995, titulada “Edward Hopper y la imaginación americana”, en la que las pinturas seleccionadas del artista estaban acompañadas de textos de autores como Norman Mailer o Paul Auster.

Y es que las escenas de parejas, u hombres y mujeres detenidos en espacios cerrados parecerían ir directamente a los relatos de Raymond Carver, de un realismo doméstico, teatralizado y tan sobrio como tenso. Por algo, la joven dramaturga Eva Hibernia estrenó hace un año “La América de Edward Hopper” en el Teatro Español, haciendo hablar a los personajes del pintor, imaginando sus vidas y conversaciones en una habitación de hotel.

No es casualidad, pues, que el propio Hopper tuviera sensibilidad hacia lo literario, aunque se prodigara poquísimo. Ahora, gracias a la editora y traductora Clara Pastor, el lector tendrá al alcance sus “Escritos” (Elba Editorial), todo aquello que Hopper publicó sobre arte: cuatro declaraciones, que podrían considerarse una especie de manifiesto artístico, y las tres reseñas que escribió para la revista “The Arts”, editada en Nueva York entre 1920 y 1931: “John Sloan y la escuela de Filadelfia”, “Charles Burchfield, americano” y “Los mejores grabados del año”.

Dichas declaraciones están extraídas de un catálogo de exposiciones y de una carta-respuesta a un galerista en los años treinta, por una parte, y por la otra, de la revista “Reality”, que en 1953 recogió reflexiones de varios pintores, y del texto que Hopper preparó como miembro del jurado de una exposición de 1951. En ellas, Hopper comenta su cuadro “Manhattan Bridge Loop”, cuestiona el concepto de modernidad, pues todo gran artista es siempre moderno, y dice, rotundo: “La única cualidad que perdura en el arte es una visión propia del mundo”.

Publicado en La Razón, 12-VI-2012

domingo, 10 de junio de 2012

Entrevista capotiana a Santiago Lorenzo

En 1972, el escritor estadounidense Truman Capote (1924-1984) publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama 1999), y en él el autor de A sangre fría se entrevistaba a sí mismo con especial astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la siguiente «entrevista capotiana», con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de Santiago Lorenzo.

Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamás de él, ¿cuál elegiría?
Tendría que ser el cementerio.
¿Prefiere los animales a la gente?
Jamás. 
¿Es usted cruel?
En el laboratorio, sólo.
¿Tiene muchos amigos?
La verdad es que sí.
¿Qué cualidades busca en sus amigos?
Sus cualidades te encuentran.
¿Suelen decepcionarle sus amigos?
No. Un amigo lo es de verdad después de haber exhibido sus capacidades para decepcionarle a uno. El último paso para llegar a la amistad buena es comprobar o no que tal cupo te merece la pena.
¿Es usted una persona sincera?
Pues sí, que ese es deber humano. La impertinencia, que es el cantón vecino, me da asco, en cambio.
¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre?
Soy de mucho hobby.
¿Qué le da más miedo?
Caerme de sitio alto.
¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le escandalice?
Telemadrid.
Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida creativa, ¿qué habría hecho?
Todas las vidas son creativas.
¿Practica algún tipo de ejercicio físico?
Once, o deiciséis, o veintiuna o veintiséis flexiones diarias, según tenga ganas o haya caminado más o menos.
¿Sabe cocinar?
Sí señor.
Si el Reader’s Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un personaje inolvidable», ¿a quién elegiría?
Paul von Lettow Vorbeck (1870-1964).
¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de esperanza?
La palabra "tú".
¿Y la más peligrosa?
"Ellos".
¿Alguna vez ha querido matar a alguien?
Sí, y la partida no ha acabado aún.
¿Cuáles son sus tendencias políticas?
Yo soy de los de Benjamin Franklin.
Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser?
Esto mismo.
¿Cuáles son sus vicios principales?
Fumar.
¿Y sus virtudes?
Fumar bien, sin ansia y de calidad.
Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del esquema clásico, le pasarían por la cabeza?
Me pasó una vez en una playa, víctima de la resaca marina. Práctico como soy, me vinieron  a la cabeza las imágenes del manual en el que se explicaba cómo salvar la situación.
T. M.

viernes, 8 de junio de 2012

El amigo judío de Saul Bellow


La forma en que se autodefinió Saul Bellow (1915-2005), en una carta de 1982, como «estadounidense, judío, novelista» podría ser la misma que la adoptada por su íntimo amigo Philip Roth; lo cual, atendiendo a sus respectivas obras, y siguiendo con Bellow, nos lleva a pensar que «un novelista que no es contemporáneo no puede ser nada en absoluto». Roth ha cumplido a rajatabla ese precepto. Su amigo le dijo una y otra vez que, ya instalado en Chicago, donde se conocieron y leyó algunos de sus cuentos, era «muy bueno». Se referiría a los textos que integrarían su primer libro, “Goodbye Columbus” (1959), donde se dan cita el humor, el judaísmo y la introspección psicológica.


Roth gozaría del éxito con “El mal de Portnoy” a finales de los años sesenta, historia en la que el obsesivo pensamiento sexual de su protagonista cobra una importancia absoluta mediante un monólogo a su psiquiatra, lo cual a su vez sólo hace que ofrecernos una mirada irónica al judaísmo por medio de las referencias a una madre represiva, que dará pie a todo tipo de arrepentimientos freudianos en torno al sexo. La novela reunía todos los elementos que a Bellow le interesaban. Toda una vida después, éste aún seguiría piropeando a Roth; cuando recibió en 1998 “Me casé con un comunista”, le escribió: «Es una delicia leer uno de tus manuscritos».


Dos almas afines que, por encima de todo, comparten la sensación de que la vocación de escribir es irrefrenable, como así lo refleja la ingente obra de Roth, en particular aquella en la que se desdobla en el judío Zuckermann. Por algo le dijo Bellow a Roth por carta, en 1969, que lo único que permanece es el «amor ingenuo y probablemente infantil por la literatura».


Publicado en La Razón, 7-VI-2012

jueves, 7 de junio de 2012

En la muerte de un escritor en llamas


Paisaje lunar en Islandia


«Tarde en la vida, descubro que he estado siempre bajo un chaparrón de metáforas», afirmó Ray Bradbury (nacido en un pueblo de Illinois en 1920) en la nota final a uno de sus últimos libros, «Algo más en el equipaje». De tal modo que, como advirtió, «el noventa y nueve por ciento de mis cuentos eran pura imagen, influidos por el cine, las tiras cómicas dominicales, la poesía, los ensayos y las detonaciones de Oz, Tarzán, Julio Verne, el faraón Tutankamón y sus correspondientes ilustraciones».

Esa vida literaria empezó con «Carnaval oscuro» (1947) y partió de la única premisa de que el único fracaso consiste en detenerse, en abandonar. Así, declarándose un escritor apasionado y no intelectual, Bradbury supo contagiar entusiasmo por una labor en la que la relajación y el inconsciente son esenciales, como afirma en «Zen en el arte de escribir» (2002): «Uno tiene que mantenerse borracho de escritura para que la realidad no lo destruya». Escribiendo, pues, otro tipo de realidades, las fantásticas.

En la introducción a otro de sus últimos volúmenes, «El maravilloso traje de color vainilla», que incluye tres obras teatrales, da una definición de su género predilecto: «La ciencia ficción es lo que le ocurrió a la magia cuando pasó por las manos de los alquimistas y se convirtió en historia futura». Y es que de niño, su fantasía se avivó gracias a la revista «Amazing Stories», pionera en lo que se dio en llamar «science-fiction». Pero a Bradbury no le sería fácil consagrarse a ella: sin dinero para ir a la universidad, en 1938, tendría que vender periódicos en la calle durante tres años. Mientras, pasaba el tiempo libre en la biblioteca de Los Ángeles, ciudad a la que su familia se había trasladado cuatro años antes.

Pero Bradbury persistió en su vocación. En junio de 1949 tardó cuatro días en atravesar los Estados Unidos en autobús para buscar editoriales en Nueva York. Todos pedían una novela, pero le sugirieron que formara un libro de carácter unitario con los textos sobre la conquista de Marte que había ido publicando sueltos. De la Gran Manzana, Bradbury volvería con dos contratos: el de aquella conquista fantasmagórica del espacio y del planeta rojo, ambientada en 1999 y titulada «Crónicas marcianas», y el de otra reunión de cuentos, «El hombre ilustrado». El año 1950 sería el de la concepción de «El bombero», primer borrador de «Fahrenheit 451» que Bradbury escribiría en nueve días a todo gas alquilando una máquina de escribir en la sala de mecanografía de la biblioteca de la Universidad de California.

El argumento de la novela era el siguiente: la lectura está prohibida en un futuro indefinido, y los bomberos se encargan de eliminar todos los libros. El poder político quiere igualar así a todos los ciudadanos para que obedezcan sin pensar por sí mismos, teledirigiéndolos mediante pantallas instaladas por doquier. Una historia que tratase la censura en tiempos de McCarthy, quien ordenó la retirada de ciertos libros de las bibliotecas por «corruptos», no iba a ser fácil que viera la luz. El libro fue acumulando rechazos hasta que apareció el editor de «Playboy», y allí, entre chicas desnudas y las llamas de los libros prohibidos, emergería su gran carrera literaria, su puesta en marcha de imágenes llevadas a un chaparrón de metáforas.

Publicado en La Razón, 7-VI-2012

martes, 5 de junio de 2012

Con el arte en la mochila



En un mundo donde lo digital está cobrando importancia a marchas forzadas, donde la crisis ha azotado la producción y venta de libros, la joven editorial almeriense Confluencias, nacida en 2009,  apuesta por el libro como objeto bello, como un pequeño placer que llevar a cuestas, a tamaño de bolsillo en una de sus colecciones, Faravelli. Éste es el nombre del artista que ha diseñado volúmenes de viajes sobre ciudades tan interesantes como El Cairo, Tokyo, Estambul, Delhi, Roma, Toledo, Jenné, Jerusalén, Pekín y Kashgar. Un regalo para la vista y para el lenguaje, pues dependiendo del libro hay versiones diferentes del texto principal, incluso en árabe o japonés si se tercia, aparte de la castellana, francesa, italiana e inglesa. Libros políglotas que explotan algunas visiones de este turinés, Stefano Faravelli, licenciado en Filosofía Moral y estudioso de las culturas orientales.


Cada uno de esos volúmenes tiene una sección que, a modo de tarjetas que se despliegan, muestra los dibujos, pinturas, collages del autor, paradigma del viajero que vagabundea por las ciudades más exóticas y populosas en busca de una mirada directa de cada realidad. «En Nueva Delhi tuve, a finales de los años ochenta, mi primer contacto con la India. Fui invitado por un comerciante, más bien un traficante, de antigüedades», dice al comienzo de su experiencia hindú. No hay fronteras ni prejuicios para este pintor que un día decidió instalarse en Malí, donde creó un cuaderno que ganó el premio del público en la primera Bienal de Carnet de Voyage en Clermont-Ferrand, y otro en la China, para luego pasar a Japón y de vuelta a Europa.

Confluencias dará paso a otras ciudades expuestas al color, la luz, el lirismo de Faravelli, que ha colgado sus obras en las mejores galerías del mundo, y en paralelo, ofrece otros volúmenes de similar belleza, de tamaño más estándar, que buscan recuperar aquellos tránsitos de viajeros clásicos como Robert Byron, el gran escritor inglés al que el trío de editores almerienses  dedica toda una colección. Y como complemento, aparece también la más refinada de las literaturas: los meses siguientes esperan libros tan atractivos como los ensayos completos del cubano José Lezama Lima o un libro dedicado a Dante del cineasta Roberto Benigni.


Publicado en La Razón, 5-VI-2012

lunes, 4 de junio de 2012

Entrevista capotiana a Alfredo Taján


 

En 1972, el escritor estadounidense Truman Capote (1924-1984) publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama 1999), y en él el autor de A sangre fría se entrevistaba a sí mismo con especial astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la siguiente «entrevista capotiana», con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de Alfredo Taján.

Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamás de él, ¿cuál elegiría?
Un No Lugar repleto de sorpresas cosmopolitas extraídas de Buenos Aires, París, Londres, Praga, Viena, Roma, Nueva York, Málaga, Barcelona, Borneo y Pekín.
¿Prefiere los animales a la gente?
Cada día más.
¿Es usted cruel?
En absoluto, ya me gustaría.
¿Tiene muchos amigos?
La amistad es una flor excéntrica de rareza inefable, una flor de invernadero que si no se cuida, se pierde. Tengo amigos, pocos y variables.
¿Qué cualidades busca en sus amigos?
Inteligencia, erudición, generosidad y tolerancia.
¿Suelen decepcionarle sus amigos?
Algunos. El refinamiento existencial, la cortesía, son cualidades a extinguir. 
¿Es usted una persona sincera?
Sinceramente, no al cien por cien. 
¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre?
Guardo mis placebos, incluso mis lecturas, para mí.
¿Qué le da más miedo?
El miedo.
¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le escandalice?
Me escandalizan los mediocres y los taimados.
Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida creativa, ¿qué habría hecho?
Me hubiera dedicado al derecho internacional, la diplomacia, el espionaje.
¿Practica algún tipo de ejercicio físico?
Desgraciadamente no. Echo de menos la natación: fui campeón de natación, crawl, tres mil metros, when I was young.
¿Sabe cocinar?
Sí, pero no practico lo suficiente. Me gusta la buena mesa,
Si el Reader’s Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un personaje inolvidable», ¿a quién elegiría?
Entre mis personajes se encuentran Jean Cocteau, María Antonieta, Scott Fitzgerald, Wallace Stevens, Lezama Lima, Severo Sarduy, David Hockney, Goya, el gran Borges, David Bowie y Bryan Ferry.
¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de esperanza? 
Free.
¿Y la más peligrosa?
Serial killer.
¿Alguna vez ha querido matar a alguien?
Sólo pensarlo me aterroriza.
¿Cuáles son sus tendencias políticas?
Liberal progresista.
Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser?
Un piano de cola.
¿Cuáles son sus vicios principales?
Mi vicio principal: la conversación.
¿Y sus virtudes?
Quizá la generosidad.
Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del esquema clásico, le pasarían por la cabeza?
Una sola imagen: el momento en que leí por primera vez esta pregunta.

T. M.