martes, 31 de julio de 2012

Visita a la vida de los muertos


Crónica de observaciones viajeras, ensayo literario, anecdotario sobre célebres personalidades de las artes, las letras, la historia y la política. Todo esto queda reunido en Cementerios. Historias de lamentos y de locuras (editorial Adriana Hidalgo), del italiano Giuseppe Marcenaro (Génova, 1952), un crítico de arte y escritor –especialista en Montale, Valéry, Leopardi y Stendhal, entre otros– cuyos libros son una invitación al viaje literario por espacios y tiempos que se superponen y llevan al hoy desde el ayer, al pasado desde el presente. En el caso de este volumen, tal relación no puede ser más estrecha: Marcenaro acude a un cementerio y una lápida, una tumba, un epitafio es en realidad la excusa para penetrar en las vidas de los autores que más le interesan, por lo que el libro, con su red de artículos de corte biográfico, constituye una forma de abordar la vida desde el lugar donde están enterrados los que ya se despidieron de ella.

Marcenaro estaría de acuerdo con lo que explicaba el holandés Cees Nooteboom en Tumbas de poetas y pensadores (Siruela, 2007): “La mayoría de los muertos callan. Ya no dicen nada. Literalmente, ya lo han dicho todo. Pero no sucede así con los poetas. Los poetas siguen hablando”. Esa paradoja de la muerte vivificada por la perpetua voz del creador alimenta el deseo de Marcenaro a la hora de ir en pos, por ejemplo, del lugar donde esta enterrado Arthur Rimbaud (en su localidad natal de Charleville) o Robert Louis Stevenson (en un monte inaccesible de la lejanísima isla de Samoa). En ninguno de los libros hay nada de necrófilo, sino de delicado homenaje a aquellos que han hecho pervivir su canto poético a través del tiempo.

En el de Nooteboom –con el apoyo de 135 fotografías de Simone Sassen–, se establece muy bien nuestra relación con los muertos ya desde el prólogo: “Cuando se trata de tumbas, todo es irracional. Llevamos flores a nadie, arrancamos los hierbajos para nadie y aquel por quien vamos no sabe que estamos allí. Sin embargo, lo hacemos. En algún rincón secreto de nuestro corazón albergamos la idea de que esa persona nos ve y se da cuenta de que seguimos pensando en ella. Pues eso es lo que queremos; queremos que los muertos reparen en nosotros, queremos que sepan que seguimos leyéndoles, porque ellos siguen hablándonos”. En el de Marcerano, vemos cómo el visitante se presenta frente al nicho, lo describe, analiza que lo rodea e incluso aborda la historia del cementerio para entender qué muertos descansan en él. No en vano, como sucede en El Cairo, el camposanto ha acabado por llamarse Ciudad de los Muertos, pues "ha devenido sitio natural de refugio" para las gentes miserables que no pueden vivir en la caótica urbe egipcia: "Unos trescientos mil, como insectos enloquecidos, han ocupado con rapidez las casitas construidas originalmente para albergar a los peregrinos y a los guardianes de los grandes mausoleos. También han ocupado las tumbas. Cocinan, fornican y duermen en los elegantes nichos de los grandes visires. Ante el hecho consumado, el Estado ha proveído electricidad, ha asfaltado las terrosas calles y abierto escuelas en las antiguas tumbas".

Esta y otras muchas curiosidades, rigurosamente documentadas, empapan un libro donde lo mortuorio aparece como modo de comprender lo vitalista: las amantes y admiradores de Bertolt Brecht están reposando cerca de este, enfrente de Hegel, por cierto, en el berlinés Dorotheen-Friedhof; el suicida Maiakovski se encuentra en Novodieviche, "el cementerio de los escritores, los músicos y los personajes de la política". Allí están Chéjov, Gogol, Bulgákov. Mucho más al sur, en Portbou, fue arrojado Walter Benjamin a una fosa común. No muy lejos, vemos a Shelley en Roma. Al otro lado del Atlántico, Poe es visitado en su tumba por un desconocido que en cada aniversario le lleva flores y bourbon...

Otro apartado lo formarían aquellas tumbas que explican pedazos de historia y política. Marcenaro visita el mausoleo de la Plaza Roja y lo que ocurrió con el cadáver de Stalin. También sigue la huella de los restos de Napoleón en Les Invalides (se cuenta cómo se trasladó de la isla de Santa Elena a Francia y de algunos de sus miembros, como su pene, que acabaron siendo reliquias subastadas), los de Marx en Londres y los de Rasputin en San Petersburgo. Y también mención aparte merecerían los cementerios que son en sí mismos lugares monumentales y simbólicos, como el Cementerio de las Trescientas Sesenta y Seis Fosas de Nápoles, que componen "un formidable calendario fúnebre, en forma de criptografía astronómica", y el de Recoleta, en Buenos Aires, delante de rascacielos que dan una rara perspectiva: "Desde el inmóvil más allá se tiene una vista del frenético más acá".

Pero, si se habla de camposantos, ninguno como el que esta en París, "la única ciudad del mundo donde aún se puede morir de hambre y ser enterrado en un cementerio entre gente ilustre": Père-Lachaise. Según Marcenaro, presenta tres rasgos preponderantes: es histórico, insólito e incluso erótico. Lo histórico es una obviedad, dice, por haber “aquí personajes de la historia”; es insólito porque “está repleto de extrañezas inventadas por los vivos para mimar a los muertos; y le resulta sensual al percibir “la petite mort repasada en la protectora quietud de una complaciente cripta”. Así, el centro de la ciudad del amor, la más fascinante del globo, es su cementerio, dije el autor, "por lo tanto el mundo tendría su punto geodésico en un cementerio". Eros y Tanatos; dicho de otro modo, lo que rige el día a día hasta que nos llegue el último.

Publicado en la revista Clarín (núm. 99, mayo-junio)

jueves, 26 de julio de 2012

La ciudad de las medallas




La ciudad que acogerá a los mejores deportistas del planeta desde el 27 de julio al 12 de agosto estaría en el podio de los lugares que más literatura han inspirado. Joan Eloi Roca hace de maestro de ceremonias en un libro que ofrece visiones del Londres que verá los tiros de Pau Gasol, los sprints de Usain Bolt, los raquetazos de Roger Federer o las brazadas de Michael Phelps. Reúne a cuarenta escritores más la sorpresa del príncipe Carlos, con un discurso sobre la belleza de la antigua arquitectura londinense que bien podrían ser engalanados con una corona de laurel tras su aportación, desde el historiador romano Tácito hasta el poeta y narrador D. H. Lawrence. «En el censo de 2010 se comprueba que uno de cada tres londinenses ha nacido en el extranjero, que en la ciudad se hablan trescientos idiomas y que existen cincuenta comunidades étnicas formadas por diez mil o más miembros», apunta Roca en el prólogo. 


Pero antes de esta «Babel de lenguajes y culturas» surgirá Londinium, que nos hace descubrir que el actual puente de la Torre de Londres ocupa el mismo lugar que ocupó su primer puente, de madera, en el año 90. Londres fue invadida por los vikingos (se reproduce la narración al respecto del islandés Snorri Sturluson), consumida por la peste (vemos sus estragos en el diario de Samuel Pepys) y destruida por un incendio en el siglo XVII, bombardeada en la Segunda Guerra Mundial y amedrentada por los atentados del IRA, pero en cada ocasión renació de sus cenizas. Hace cien años era la ciudad más grande del mundo, y ahora se ha convertido en la primera en acoger tres olimpiadas, después de la IV edición de 1908 y la XIV de 1948. 


«Guía literaria de Londres» sirve de libro de historia tanto por la información que contextualiza los textos como por los grabados, dibujos y fotos con el que está ilustrado. Se trata de una curiosa y útil guía turística que, a pesar de recorrer dos mil años, sirve para hoy, pues se describen con detalle los lugares más emblemáticos de la capital inglesa con el aliciente de que esos comentarios están firmados por algunos de los más celebrados narradores. De tal modo que Daniel Defoe comenta la reconstrucción de la catedral de San Pablo, Oscar Wilde habla del Londres al amanecer y de un fumadero de opio (extraído de «El retrato de Dorian Gray»), James Boswell confiesa en su «Diario de Londres» sus encuentros sexuales con desconocidas, Charles Dickens habla de la calle Piccadilly, Jack London denuncia las condiciones de vida del East End, Chesterton compara Londres,«un enigma», con París, Washington Irving aborda la Abadía de Westminster, Mark Twain aparece desde su autobiografía, Charlote Brontë celebra la  Exposición Universal de 1851... 


Pero también hay testimonios que proceden de otras lenguas. Roca ha elegido pasajes de la obra de Dostoievski, que describe las miserias de una calle llena de niños andrajosos y jóvenes prostitutas, del italiano Edmundo d’Amicis, del francés Théophile Gautier, del birmano Saki, del japonés Natsume Soseki y del castellonense Antonio Ponz. De este humanista y pintor del siglo XVIII se aportan ochenta páginas de su «Viaje fuera de España» por la importancia de su cometido: «Defender a España de las críticas de viajeros y filósofos extranjeros y de contribuir a la reforma económica, social y artística de nuestro país con los conocimientos que pudiera adquirir». Un escrito cuya  extensión, a efectos de un libro antológico, contrasta con piezas minúsculas como unos grafitis romanos o unos versos de Lord Byron.


Sin embargo, la selección cuenta con varios textos de escasa enjundia pese a los firmantes: unas frases de Jane Austen, dos páginas de un Henry James epistolar acerca de la casa de un hombre comprometido con el patrimonio histórico local, o unas palabras de Joseph Conrad sobre el Támesis. Destaca la ausencia del especialista de Londres, el biógrafo Peter Ackroyd. Tanto como la presencia de las siete «reglas para Vivir en Londres» que un chistoso Kipling le envía a su hija. Ya sólo por eso al trabajo de Roca habría que darle una medalla.


Publicado en LaRazón, 26-VII-2012

jueves, 19 de julio de 2012

Tonterías las justas

 
La narrativa de entretenimiento ha adquirido un supuesto prestigio que ya muchos no distinguen la literatura con mayúscula de las historias triviales. Algo parecido ocurría hace 150 años, cuando George Eliot publicó este opúsculo en 1956, antes de publicar su primera obra, «Escenas de la vida clerical». La narradora tenía clara su intención de ocultar el nombre: «En el siglo XIX las mujeres firmaban sus obras sin el menor problema, pero lo que Mary Ann Evans pretendía con su “nombre-tapadera” era huir del estereotipo de las escritoras de sus tiempos, que solo le parecían capaces de producir tontorronas novelas románticas». 

Estas palabras de la traductora Gabriela Bustelo nos introducen en un texto genial, que podría servir para la burla actual de lo que Eliot llama el «género de las Novelas Tontas Escritas por Mujeres»; un género que «tiene muchas subespecies que, según la calidad concreta de la tontería que predomine en ellas, pueden ser superficiales, prosaicas, beatas o pedantes». La autora clasifica obras con mordacidad: los relatos con moralina o «género oracular», el género de «artimaña y confección» –con infancias idílicas, amantes varoniles y finales con bodas felices– o el «género antiguo remozado», cuya recreación de la vida lleva a una «fatuidad soporífera»; obras con heroínas de grandes virtudes que sufren crueldades y que son tan patéticas como olvidables. 
Publicado en LaRazón, 19-VII-2012

martes, 17 de julio de 2012

En el Museum of Fine Arts de Boston


Aquella mañana descubrí a John Singer Sargent (1856-1925), americano de ascendencia italiana, aunque el quisquilloso Henry James dudaba de su nacionalidad. Pinturas sobre Capri. “The Daughters of Edward Darley Boit”, verdaderamente inquietante, con una gran influencia de “Las Meninas”. Muy curioso “An Artist in His Studio”. Al lado, pinturas sencillas del paisaje marino o humano de Winslow Homer. De los impresionistas me agradó Childe Hassam, autor de “Charles River and Beacon Hill”. Y precioso “Boston Common at Twilight”: “Hassam believed that artists should paint their own time and surroundings”.


Luego, pasé delante de una maravillosa escultura de Doré, “Maenads in a Wood”, con Orfeo ausente (1879), y qué increíble el bodegón de Jan Jansz “Breakfast Still Life with Glass and Metalwork” (1637). Y la sala sublime con Degas, Monet, Manet, Millet… Van Gogh también, y Renoir, más el mejor cuadro de Turner, “Slave Ship” (1840), según John Ruskin. Varias salas, pues, de arte europeo, muy variada: surrealistas; renacimiento español e italiano, una sala gigantesca con Zurbarán y El Greco. Entonces, en la, por así decirlo, rotonda que era punto de entrada y salida de varias salas, con las escaleras en medio, la gran sorpresa: el retrato de Góngora, de Velázquez, 1622, procedente de la Maria Antoinette Evans Fund en 1932. El famoso rostro severo, algo retador, irascible.

sábado, 14 de julio de 2012

La sabiduría del león



Cuando parecía que con la celebración del centenario de la muerte de Tolstói, hace dos años, editorialmente hablando ya habíamos obtenido suficientes aportaciones –nuevas traducciones de sus obras, los diarios de su mujer Sofía, el testimonio de su hija Tatiana o de Maxim Gorki, biografías de Raymond Rolland o Mauricio Wiesenthal–, llega esta novedad que pone la guinda al pastel tolstoiano. El colombiano Jorge Bustamante (1951) es el artífice de que estos «Encuentros en Yásnaia Poliana», como dice el subtítulo, vean la luz por primera vez en español. Son veinticuatro conversaciones y entrevistas olvidadas en la prensa de la época y extraídas del volumen que, en 1986, editó el historiador Vladímir Lakshin.

Como dice Bustamente, estos textos «traen al lector la viva voz de Lev Nikoláievich, muestran la forma como era percibido por sus contemporáneos, el lugar que ocupaba en su conciencia». Es una delicia conocer las crónicas de admiradores y colegas que fueron recibidos en la casa del escritor con generosidad y esmero, o se cruzaron con él en Moscú y San Petersburgo; un placer escuchar a Tolstói en sus profecías sobre nuestra civilización, en su busca de convivencia cristiana, en sus consideraciones sobre la fama, la función de la crítica literaria, la música, el cinematógrafo…

«Persona que vive por la sabiduría y para la sabiduría», lo define un periodista. «Lo ilumina todo», afirma Leonid Andréiev. Un biógrafo de Chéjov alude al «encanto del gran anciano». Toda una sociedad se rindió a los pies de Tolstói, que por doquier da ejemplo de humanismo y una fe en las propias convicciones que mantienen su voz más viva que nunca.

Publicado en La Razón, 12-VII-2012

jueves, 12 de julio de 2012

Niño con marionetas


Es una tendencia conocida y cada vez más provechosa a efectos comerciales, dentro de la literatura de entretenimiento, el hecho de cómo numerosos escritores bregados en las novelas juveniles se decantan por las de adultos simplemente subiendo un poco el listón literario. Argumentos livianos y sencillos encuentran entre los jóvenes y hasta los más mayores un público agradecido, siempre y cuando se tenga el don de la oportunidad y el talento para lograr una trama que satisfaga a unos y otros.

Lo consiguió de forma mayúscula Carlos Ruiz Zafón con su trilogía millonaria, y algo parecido disfrutó John Boyne con «El niño con el pijama de rayas» (2007). Novelas con protagonista adolescente, con un punto de vista entre ingenuo y curioso, conmovedor y aventurero, son habituales en este tipo de autores; en el caso del irlandés, tal cosa ya se vio en su debut, «El ladrón del tiempo» (2000), de carácter fantástico-histórico, en la destacable «Motín en la Bounty», o en el que era su último libro hasta la fecha, «La apuesta» (2010). Ahora, Boyne ofrece un cuento para niños enteramente, pero, a tenor del resultado, cabría suponer que no es el campo en el que se sienta más cómodo.

La sombra de Lewis Carroll es demasiado alargada al comienzo de «En el corazón del bosque», que arranca con energía a pesar de que presenta el tópico del chaval que, sin venir a cuento, nunca mejor dicho, se larga de casa mientras sus padres duermen para adentrarse en el bosque. Así, a Noah Barleywater, de ocho años, varios personajes extravagantes, como es de prever, le saldrán al paso en los pueblos que atraviesa –un perro «salchicha servicial» y un «burro hambriento»–, hasta que dé con un viejo encargado de una juguetería que le cuenta su historia: su infancia como corredor y rodeado de marionetas (creo que el pretendido guiño a Pinocho se queda a medio camino). Una historia demasiado larga, a mi juicio muy insustancial, con diálogos anodinos y que viola la primera regla del que escribe para niños: no hacerlo con la debida intensidad para mantener su nivel de exigencia.

Publicado en La Razón, 12-VII-2012

viernes, 6 de julio de 2012

Cincuentenario de la muerte de Faulkner



Sus inicios fueron poéticos, pero iba a ser su narrativa la que iba a revolucionar la literatura universal, influyendo en un sinfín de escritores que vieron en él a uno de esos creadores clave del primer tercio de siglo XX con los que entender la ficción moderna, como Proust, Kafka y Joyce. Se trata de William Faulkner (New Albany, 1897- Oxford, Mississippi, 1962), que trasladó su mistificación del Sur a novelas transgresoras, estéticamente hablando, tras ese primer impulso lírico que le llevó a escribir poemas en los tiempos de la Gran Guerra en paralelo a sus primeros cuentos y su corta experiencia en el ejército americano.

Esa tendencia por considerarse un poeta se aprecia en las “Cartas escogidas” que acaba de publicar la editorial Alfaguara; todo un recorrido biográfico desde que, a comienzos de los años veinte, hace un viaje a Europa y queda deslumbrado por París, hasta casi el día de su muerte, sobrevenida por un paro cardíaco, a los sesenta y cuatro años de edad. Una trayectoria vital no especialmente extensa pero que resultó muy productiva: la obra de Faulkner es inmensa; está constituida por veinte novelas, más de cien relatos, seis poemarios y varias adaptaciones teatrales. Detrás de todo ello, se detecta una autoexigencia extraordinaria, en busca de combinar formas clásicas y técnicas experimentales, junto, todo hay que decirlo, con escritos de calidad más dudosa que, según él mismo reconoce en el epistolario citado, redactó lisa y llanamente para vender a revistas.

Y es que el dinero es el centro capital del día a día del autor de «El ruido y la furia», «Sartoris», «Luz de agosto», «Mientras agonizo», «Santuario», «¡Absalón, Absalón!», «Intruso en el polvo»…, de tantas obras que impactaron por doquier, en especial en América Latina: es conocida la admiración que profesa el último Nobel en español, Mario Vargas Llosa, a aquel que recibió el mismo premio en 1950, o la que le dirigió el recién difunto Carlos Fuentes; pero es que mucho antes empezó esa atracción en tierras hispanoamericanas: Jorge Luis Borges tradujo “Las palmeras salvajes” y Juan Carlos Onetti dijo: «Yo he leído páginas de Faulkner que me han dado la sensación de que es inútil seguir escribiendo. ¿Para qué corno? Si él ya hizo todo. Es tan magnífico, tan perfecto…». Por su parte, Gabriel García Márquez explicó cómo intentó desmontar los libros de Faulkner para averiguar cómo estaban escritos. Y a fe que lo consiguió, porque se convertiría en su influencia literaria más intensa.

Escritores como Javier Marías, en nuestro país, y J. M. Coetzee, en el ámbito anglosajón, han alabado infinitamente el legado de Faulkner, que pasó sin pena ni gloria por la Universidad, debutó como narrador en 1926 con «La paga de los soldados», se hizo aviador, se casó en 1929 con una mujer con la que sería muy infeliz, trabajó en Hollywood para la MGM atraído por sus elevados sueldos, y escribió sin descanso, sin importarle que al comienzo rechazaran sus manuscritos. Escribió “por” instinto, vocación y oficio, pero “para” conseguir dinero con el que financiar la vida de siete personas que dependían de él (su mujer, su hija y dos hijastros, su madre, y la viuda y el hijo de un hermano). De ahí que la correspondencia esté plagada de solicitudes de adelantos económicos a su agente, intentos de ofrecer relatos a distintas publicaciones y afirmaciones del tipo: “Estoy sin blanca”. Incluso, en 1940, se ve obligado a hipotecar sus yeguas y potros “para pagar la comida”.

Faulkner es la exuberancia literaria personificada, pero en lo personal no pudo mostrarse con más sencillez; a veces hasta puso como excusa el cuidado de su finca para rechazar invitaciones a actos culturales en Nueva York. Cuando recibió el Nobel, dijo a la prensa que era sólo un granjero que escribía, y gracias a estas cartas se ve cómo le costó preservar su intimidad (muy celoso de su vida privada, se negaba a que le hicieran reportajes), hasta que en su última etapa cedió y hasta dio conferencias en universidades. Sólo un granjero, en efecto, pero uno que inventó su propio condado sureño, Yoknapatawpha, donde expresó su visión desoladora de la condición humana, poliédrica y ambigua, siempre trágica. Su objetivo con este espacio fabuloso y legendario lo concretó en una misiva a un profesor universitario en 1941, toda una declaración de intenciones que llevó como nadie al arte narrativo: “He escrito siempre sobre el honor, la verdad, la piedad, la consideración, la capacidad de sobrellevar bien el dolor y la desgracia y la injusticia”.


Publicado en La Razón, 6-VII-2012

jueves, 5 de julio de 2012

Letras españolas con orejas de burro


El título del último libro de José Ángel Mañas (Madrid, 1971) puede resultar provocador, «La literatura explicada a los asnos» (editorial Ariel), pero en realidad tiene un trasfondo culturalista. El autor de «Historias del Kronen», a la hora de escribirlo, tenía muy presente el ejemplo de Bertold Brecht: «Walter Benjamin, que era amigo suyo, contaba en alguna parte que Brecth tenía en su despacho, junto a su escritorio, un borrico de madera con un cartelito que decía “hasta yo debo de entenderlo”. De ahí el título, que lo que quiere decir es “la literatura explicada de tal manera que todo el mundo lo pueda entender», afirma el narrador en declaraciones a este periódico. Y para completar la idea, al abrir el libro tenemos una cita del «Platero y yo» de Juan Ramón Jiménez, «donde se sugiere que los asnos pudieran ser, más que los ignorantes, los señores que se dedican a escribir diccionarios, lo que le daría un nuevo matiz al título con el que estaría bastante de acuerdo. Si hay que solidarizarse con alguien, me solidarizo, por supuesto, con los asnos. Faltaría más».
            En este sentido, cualquier lector interesado reparará en cómo Mañas ve más lógico que nuestro libro nacional tendría que ser «El Lazarillo de Tormes» antes que «El Quijote». La novela picaresca aún de autor desconocido, de apenas cien páginas, conecta con más afinidad con nuestro mundo actual: «La sicología de este joven que va pasando de amo en amo y apañándoselas como buenamente puede para sobrevivir en el siglo XVI español me parece mucho más cercana al mundo contemporáneo, mucho más inteligible y me atrevo a decir que mucho más característicamente española que el idealismo incorregible de un señor de Quijana que ve gigantes allí donde hay molinos».
Así las cosas, Mañas ha procurado «que el lector reaccione, hacerle pensar. Bajar a los clásicos de su pedestal para hacerlos más cercanos pero para que puedan llegar a comunicar con nosotros, eso sí, sin faltarles en ningún momento al respeto. Ningún texto malo soporta el escrutinio universal tanto tiempo». El narrador, además, también aborda el presente literario, dedicándole un apartado a la posmodernidad, siempre pensando en que las grandes obras siempre son contemporáneas de espíritu, mezcla de muchos estilos: «Algunos de los rasgos que uno asocia con la posmodernidad artística –el pastiche, la recuperación juguetona de estilos artísticos pasados, la hibridación de géneros, la difuminación de las fronteras entre la serie A y la serie B artística o la libertad artística absoluta– no son nada nuevo».
Y es que, siguiendo las palabras del Eclesiastés, nunca hay nada nuevo bajo el sol, y de entre el pasado, tiene claro con qué obras se quedaría: «Coplas a la muerte de su padre», «La Celestina», «Lazarillo», los aforismos de Gracián, «Fortunata y Jacinta», «La Regenta», las memorias de Baroja, «Platero y yo», el teatro de Jardiel Poncela, los cuentos completos de Aldecoa, los artículos de Camba, los ensayos de D’Ors, los viajes de Cela, los diarios de Trapiello... Todo un canon para atraer la atención urgente de los jóvenes y no tan jóvenes. 

Publicado en La Razón, 28-VI-2012

martes, 3 de julio de 2012

El mundo en una taza



Hay un cuento de Stefan Zweig, “Mendel, el de los libros”, que representa muy bien el auge de los cafés de antaño, cuando eran un sitio donde pasar tardes enteras, hacer vida social e incluso política y cultural. El personaje casi vivía en el Café Gluck de Viena, y tal cosa era, más que una molestia, todo un honor para el local. Pero el mundo cambió con la guerra, y el inofensivo librero pasó a ser sospechoso de cartearse con el enemigo, un colega parisino. Fue el fin de Mendel, y en paralelo el de un modo de entender la vida en los cafés. Pues bien, a estudiar esas vidas anónimas y legendarias, reales y de ficción, en la atmósfera inigualable de los cafés más emblemáticos del mundo occidental, se ha dedicado Antonio Bonet Correa. El resultado, “Los cafés históricos” (editorial Cátedra), en el que viaja a los orígenes de estos establecimientos, sigue su proliferación y analiza sus características sociológicas y arquitectónicas.
            El germen de estas páginas es el que forma la primera parte, el Discurso de Recepción en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando en Madrid, en 1987, y que da título al volumen. A ello el autor ha añadido varias apostillas sobre “el mundo histórico de los cafés” en el que hace un recorrido por las zonas del mundo que cuentan con cafeterías de renombre: muy particularmente, París, con tantos cafés elegantes –el más famoso, el Café de Flore–, Viena y Centroeuropa con el Café Central y tantos otros, Roma y el Café Greco, Lisboa y los cafés a los que acudía Fernando Pessoa, Buenos Aires y el Café Tortoni, y, por supuesto, España, desde el siglo XVIII hasta nuestros días, aunque en nuestro país, según el autor, no exista la tradición de conservar este tipo de lugares: “Desde hace años he visto desaparecer, uno a uno, una larga lista de viejos cafés históricos. En Madrid, el Pombo, el Varela y el Teide. En Barcelona, el Canaletas. En Santiago de Compostela, el Español. En Lugo, el Méndez Núñez, y en Murcia, el Santos”. ¿Se añadirá a esos cierres el del Café Gijón, el cual, por un asunto administrativo, está a punto de perder su terraza del paseo de Recoletos y con ello su principal fuente de ingresos?
Hablar de cafeterías implica buscar el inicio de tomar café. «En Europa se introdujo el café en el siglo XVII. Austriacos, franceses e italianos fueron los primeros en degustar el llamado “néctar” o “vino de los árabes”», apunta Bonet. “En La Meca, en El Cairo, Damasco, Bagdad y Constantinopla se abrieron los primeros establecimientos donde se expendía el café, convirtiéndose sus locales en centros de reunión y vida social”. En nuestro continente, fueron los ingleses los que, antes que el té, iniciaron la costumbre de beber café en un sitio público, en Oxford, en 1650, explica. Más tarde, vendría la vinculación entre los cafés y el arte y la literatura: “Sin los cafés decimonónicos o modernistas de Viena, Budapest, Praga, Cracovia, Berlín, Bruselas, Ámsterdam o París no se comprenden los movimientos estéticos contemporáneos”. Algo que queda demostrado gracias a una gran cantidad de imágenes –fotografías, reproducciones de cuadros, portadas de libros…– que acompañan las explicaciones del historiador, para quien la Edad Contemporánea queda reflejada en estos locales de forma determinante, y pone un ejemplo: “La Revolución Francesa y sus secuelas encontraron su campo de acción en los cafés”.
Y es que no son pocas las corrientes ideológicas que han tomado acomodo en los cafés, mezcla de lugar público y privado; asimismo, un espacio “de meditación y soledad, de cita íntima, de tertulia y tribuna libre de un grupo”. Cómo no pensar en los cuadros de los pintores impresionistas de las terrazas parisinas o los interiores de los cafés abarrotados de gente, cómo no recordar el barcelonés Els Quatre Gats y a Picasso, o a los tertulianos que se congregaban en torno a Ramón Gómez de la Serna, en el café Pombo, y que inmortalizó el artista José Gutiérrez Solana. Hoy en día, visitar ciertos cafés también entra en el plan de visitas turísticas, “como si se tratase de unos santuarios o monumentos históricos”. Ocurre muy especialmente en el barrio de Saint-Germain, que vieron a Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir entrar en el Flore, “su segundo hogar”. En los cafés, se escribieron libros enteros, muchos extranjeros se adaptaron a su nueva ciudad, lo individual se hizo colectivo. Fueron una especie de “nexo con la sociedad”, recalca Bonet, y, sobre todo, con aquellas personas que “se encontraban y compartían dentro de un terreno neutro a la vez que cordial y solidario”.

Publicado en La Razón, 8-VI-2012