jueves, 30 de agosto de 2012

Suicidio en Nueva York



En mayo de 1939, en Nueva York, adonde había emigrado huyendo del nazismo seis años antes, el dramaturgo alemán Ernst Toller se ahorcaba con el cordón de su bata, a los 45 años, en un cuarto de baño del hotel Mayflower. Su amigo Stefan Zweig dijo que fue un «suicidio por asco a nuestro tiempo enloquecido, injusto e infame». Ahora, este escritor antaño famosísimo y hoy muy olvidado protagoniza la primera novela de la australiana Anna Funder (1966), una abogada que se dedicó a investigar, en Berlín, el periodo de entreguerras. El resultado es un debut creativo narrativamente hablando e interesante y riguroso en lo que concierne a la vida de Toller.

La obra está estructurada en capítulos que van alternando dos voces: la del propio autor y la de Ruth Wesemann, una anciana asentada en Sidney que rememora cómo dejó la Alemania hitleriana. Entre ella, fotógrafa, y el escritor se va tejiendo la red de situaciones que llevaron a Toller a relacionarse con la prima de Ruth, la valiente Dora, a la que dictaba su obra y salvó sus manuscritos, y con su secretaria Clara. Aparecen entonces todos los actos heroicos de Toller, en la guerra, en la revolución, hasta que huyó «de Europa hacia la tierra de la libertad». La libertad de darse muerte.

Publicado en La Razón, 30-VIII-2012

martes, 21 de agosto de 2012

Escribir


Biblioteca de Harvard

Debería algún día escribir sobre esta vida acomodada de escritor no exenta de sentimiento de culpabilidad. Debería recordar lo que dijo Mark Twain, sobre el hecho de que el trabajo intelectual no podía ser considerado trabajo. Debería hablar en alguna ocasión de todos esos escritores plastas que, como para justificar el rechazo de su último libro, quieren dar pena; de los autores que anhelan que su libro funcione, no que guste o se valore, sino que funcione (venda) y que tienen expectativas de varios miles de lectores, cuando uno solo (UNO SOLO) ya es para sentirse privilegiados, pues de entre los millones de libros, ¿qué nos hace pensar que el nuestro tenga algún interés? Definitivamente, pronto tendré que mencionar a esos escritores infames (yo a la cabeza) que se lamentan de que cueste tanto publicar ensayos, libros de poesía, novelas sin género definido.

Dentro de muy poco, todo será polvo, y sólo seremos una referencia (o ni siquiera eso) dentro de la infinita bibliografía del planeta. No somos petulantes ni, por fortuna, creemos tener la más mínima importancia, al contrario de esos escritores de tertulias radiofónicas cuya opinión es tan insustancial como sus libros. Somos masa para el reciclaje, para el olvido, para la desaparición. Pero mientras la fecha de caducidad no llegue, hagamos del carpe diem un modo de vida, un abordaje para la escritura, para así gozar de todos los privilegios que nos confiere nuestra profesión. Sí, algún día tendré que hablar de todo esto que me ronda por la cabeza.

domingo, 12 de agosto de 2012

Antes del Estados Unidos-España



Club de baloncesto en Valparaíso, Chile

Mientras veo a Argentina intentando remontar el partido que está perdiendo contra Rusia, ocupo el tiempo a la espera de lo importante: la final olímpica entre EE.UU. y España. El equipo argentino, envejecido pero siempre voluntarioso, está acabando su ciclo baloncentístico: dentro de cuatro años apenas seguirán los jugadores que ahora veo; el país sudamericano no ha trabajado la transición hacia otra generación de jugadores que tomen su relevo y mantengan su alto nivel. Lo contrario que España, bloque joven, compacto, consistente, duredero… y en estos Juegos irregular y decepcionante. Y sin embargo, su juego mediocre e informe le ha bastado para llegar a la ansiada final.

En la fase uno, la selección permitió que un jugador chino les encasquetara treinta puntos, que el equipo de Gran Bretaña, verdaderamente inferior, casi les venciera, que Rusia les remontara dieciocho puntos, que Brasil les acabara desquiciando, que una Francia sin su líder en forma, Tony Parker, solo perdiera tras una horrorosa serie de tiro en el último cuarto (la prensa alabó la defensa española, a mi juicio algo inexplicable). Las lagunas en ataque, el juego exterior insulso a ratos, la impotencia por encontrar a Pau Gasol en el poste bajo, por ejemplo en las semifinales, ha dejado a España irreconocible. Con estos antecedentes, ¿qué puede hacer contra Estados Unidos dentro de un rato? Pues ganar.

Ganar si juega como hace cuatro años, cuando merecieron vencer a aquellos Estados Unidos beneficiados por el arbitraje, que les permitía cometer pasos y así obtener ventajas en el dribling, en la salida del contrataque, en el uno contra uno. Este año Estados Unidos no trae apenas pívots, y parece que ni los necesitan. La polivalencia de los aleros, Bryant, Durant, Anthony y James, suple la ausencia de jugadores pesados en la zona, o como dicen ahora, en la pintura. Lo malo es que el tiro exterior de los americanos puede tambalear la defensa española en un pispás, que el ritmo álgido de juego puede llevar a los nuestros a sufrir demasiadas pérdidas de balón. Y a río revuelto, ganancia de los atletas de la NBA, que son balas corriendo, que son más agresivos, más ambiciosos que el resto de países. Su arrogancia, su show continuo de narcicismo de vergüenza ajena, su vanidad merecerían que alguien les diera un susto, como la Lituania que en la primera fase solo perdió contra ellos de cinco puntos.

Si España pierde de menos de diez puntos, si llega a los cien, si consigue jugar sin complejo de inferioridad y lucha como ellos, si no se dejan avasallar, la derrota será una victoria para los jugadores que ya ganaron moralmente en Pekín. Pero lo moral no basta, no nos basta, el oro sería justa recompensa para esta generación sobresaliente, memorable, irrepetible, que ha jugado tan y tan mal en la primera fase, en los cuartos de final y en las semifinales, pero que pese a ello han alcanzado nada más y nada menos que una final de unos juegos olímpicos por tercera vez en la historia. Por cierto, Argentina no ha podido con Rusia, que acaba de ganar la medalla de bronce.

jueves, 9 de agosto de 2012

Carcajadas con nombre propio



En los últimos tiempos han proliferado los estudios científicos sobre los efectos beneficiosos de reírse, en el plano fisiológico y anímico. Dicen los expertos que cada vez reímos menos, y, sin embargo, este Occidente presuroso está empapado de entretenimiento, de estímulos hedonistas, de excusas para sonreír. Pero las dificultades de la vida a menudo adormecen ese gesto que ya se asoma en los lactantes y genera hasta la invención de humor terapéutico, como la llamada «risoterapia».

Paul Johnson aborda el hecho de hacer reír apuntando anécdotas de personalidades relevantes y de textos sagrados, en una concentrada introducción, para explicar cómo ese gesto tan humano a veces fue tabú para muchos, o un ademán vulgar para ciertos filósofos. El historiador vincula el humor con la creación del caos, porque «ahí radica el arte»: William Hogarth, Thomas Rowlandson, W. C. Fields, Laurel y Hardy, Groucho Marx, Evelyn Waugh y James Thurber serían los exponentes de semejante relación. «Por otro lado, están aquellos que buscan, y encuentran, y analizan, la preocupante exuberancia y pura egregia rareza del individuo, y las presentan con viveza y precisión para nuestro gozo»: Toulouse-Lautrec, G. B. Shaw, Damon Runyon, Dickens y Chesterton. Asimismo, habla de «la categorización, que es la interacción entre distintas clases, razas, nacionalidades y edades»: Noël Coward, Charlie Chaplin, P. G. Wodehouse y Nancy Mitford. Y concluye: «La galería que he reunido en este libro es una extraña colección de genios, fracasados, borrachos, inadaptados sociales, tullidos e idiotas con un don».

El volumen tiene el aliciente de estar muy bien ilustrado, por ejemplo con obras de Hogarth y Toulouse-Lautrec, este «la quintaesencia del cómico galo» (lo demuestra al definir su físico y carácter, pero no en su obra, que es de lo que se trataría). Johnson es valiente en intentar explicar que estos pintores intentaron hacer reír, pero tal cosa queda un poco forzada por las ganas de escribir de ellos, pues el costumbrismo, una «comedia humana salvaje» en el caso del inglés, no es suficiente. Más humorísticas son las obras de Rowlandson que, para despertar sonrisas pícaras, directamente dibuja a un montón de personajes que por un efecto dominó han caído escaleras abajo y enseñado sus partes bajas. 

El ensayista, así, pretende etiquetar de forma explícita sus objetos de estudio. Probablemente, el lector español desconozca al cuentista Damon Runyon (1880-1946), para Johnson «la quintaesencia del escritor cómico estadounidense», pero tal vez recuerde al actor y guionista W. C. Fields, que queda definido como el «cómico estadounidense por excelencia». Más familiarizados estamos con Thurber (1894-1961), al que el autor conoció –de hecho, presume varias veces de haber conversado con varios de estos artistas– y leyó en «The New Yorker», que es donde se hizo popular con «obras maestras del humor».

Así, la mirada se limita a Inglaterra y Estados Unidos, más la inevitable incorporación de alguna personalidad francesa. Y pese a ese localismo anglosajón, hay ausencias de bulto en un libro como este: Oscar Wilde y Mark Twain, por ejemplo. Además, Johnson no parece reparar en que algunos de los mejores escritores de la historia, en primera instancia y por encima de todo, lo que desearon fue hacer reír: Cervantes, Kafka, Joyce, que escribieron con la seriedad con la que juegan los niños, por decirlo con una frase memorable sobre la escritura de R. L. Stevenson. 

Publicado en LaRazón, 9-VIII-2012

martes, 7 de agosto de 2012

40: prórroga de vida



Si las estadísticas de la esperanza de vida no se equivocan en el destino de mi cuerpo, estoy en el medio del camino. Con más juventud a cuestas que a los veinte, con todos los fracasos soltados en un lado, cada día más desnudo de pretensiones y expectativas, sigo adelante con esta prórroga que ya dura cuatro décadas, pues no otra cosa es continuar respirando al segundo día de nacer.

domingo, 5 de agosto de 2012

Entrevista a Budd Schulberg


Hoy hace tres años moría Budd Schulberg, sobre el que pude hablar en La Razón para revisar su obra y vida al día siguiente, el 6 de agosto del 2009, y al que, en la primavera del 2004, tuve la ocasión de entrevistar. Como recuerdo de ese grandioso escritor, un gentleman de los de antes, elegante y vital, reproduzco aquella conversación.

Resulta imposible encontrarle en las historias de la literatura americana, y tampoco es fácil relacionarlo con el guión cinematográfico por el olvido que sufren este tipo de escritores. Pero el estadounidense Budd Schulberg (Nueva York, 1914), Oscar al mejor guión por «La ley del silencio», basado en su propia obra y protagonizado por Marlon Brando, es un maestro en ambas técnicas, la narrativa y la de los diálogos que toman vida a través del celuloide. Hace poco ha llegado a las librerías españolas una de sus viejas novelas, «El desencantado», la historia medio ficticia medio real que da cuenta de su colaboración con Scott Fitzgerald cuando un joven Schulberg fue contratado para escribir una película junto al autor de «El gran Gatsby».

«Creo que las películas de antaño estaban mejor escritas»


A sus noventa años, Budd Schulberg encarna la historia viva de Hollywood, del tiempo dorado de las grandes estrellas, pero también de la etapa en que algunos escritores se «vendían» para hacer guiones. Eso le ocurre a Manley Halliday en «El desencantado» (Acantilado), un nombre que esconde a Scott Fitzgerald y nos expone su decadencia y derrumbe final junto a un privilegiado testigo, llamado Shep, con el que intenta escribir el guión de una comedia universitaria. De Schulberg conocíamos lo que editó Alba, «Más dura será la caída» (llevada al cine con el rostro de Humphrey Bogart), y ahora aparece esta maravilla publicada en 1950 que Anthony Burgess, en el prólogo, reconoce haber leído más de quince veces. Suena exagerado y, sin embargo, tras disfrutar de ella, se ha de estar de acuerdo y reclamar un espacio para la novela entre las mejores y más amenas del siglo XX, toda una recreación fabulosa del alcoholismo y de las interioridades de la fábrica de sueños que, a veces, produce pesadillas.

Su relación con el cine viene de niño, ¿verdad?
Sí, mi primer contacto con Hollywood tuvo lugar cuando mi padre se responsabilizó de los estudios Paramount, por lo que la indutria cinematográfica fue obviamente de gran interés para mí, aunque desde 1941 optara por vivir casi todo el tiempo alejado de ella.
¿Su primer guión fue junto a Fitzgerald?
No, cuando acabé la facultad en 1936, mi primer trabajo fue junto al productor de «Lo que el viento se llevó», David Selznick. Conocí y trabajé con Scott para «Winter Carnival» en 1939. Aproximadamente diez años más tarde comencé a trabajar en «El desencantado» y, por supuesto, mi experiencia junto a Fitzgerald me permitió conocerle muy bien, hasta su muerte en diciembre. En mi opinión, Scott era tremendamente atrayente. Pese a ser muy descuidado, advertí lo gran escritor que era y, al mismo tiempo, compadecerle por su dura lucha para mantener a su esposa en el sanatorio y a su hija en Vassar. Igualmente, le consideraba realmente encantador y sorprendentemente simpático con los jóvenes escritores como Nathaniel West y yo mismo.
En «El desencantado», se mezcla la corrupción y vulgaridad con el glamour y el lujo. ¿Es algo inherente a Hollywood, ayer y hoy?
Por supuesto, mis novelas sobre Hollywood describen la vulgaridad y la corrupción que caracteriza este lugar para mí junto a sus estallidos de creatividad y arte. Aunque actualmente la estructura económica de Hollywood ha cambiado de forma radical, sigo creyendo que la avaricia y la manipulación del poder no sólo se mantienen vigentes, sino con mayor fuerza que nunca.
La «Generación perdida», ¿fue un buen o mal ejemplo para usted?
Naturalmente, me sentía impresionado por la alta calidad del trabajo de la llamada «Generación perdida» de los años veinte. Había estudiado sobre ellos en mi curso de sociología en la facultad pero, al mismo tiempo, creo que nuestros escritores de la década de los treinta, como Steinbeck y Farrell, comprendían mejor lo que iba mal en nuestra sociedad.
Sería un momento duro cuando le llamaron a testificar desde la Comisión de Actividades Norteamericanas. ¿Cómo influyó eso en su trabajo?
Obviamente, no fue fácil enfrentarse a la Comisión aunque, de forma simultánea, me convertí en una víctima de ello y sentí el esfuerzo comunista por dominar mi escritura. De modo que comencé a relatar mi experiencia con las víctimas de la Unión Soviética, como Babel y Myerhold y otros grandes artistas, que habían sido liquidados durante las purgas de Stalin. No creo que mi testimonio afectara a mi reputación en Hollywood, ya que de un modo u otro había sido condenado al ostracismo desde que publiqué «What makes Sammy run?» en 1941 (Dreamworks se plantea su adaptación con Ben Stiller).
¿Acude al cine o prefiere las películas que conoció personalmente?
Creo que las películas estaban mejor escritas y tenían un mayor valor literario en los treinta, cuarenta y cincuenta, pero cada año encuentro algunos títulos interesantes, especialmente dentro del cine independiente. No obstante, la media de calidad es mucho más baja que antaño. Los intentos por satisfacer al mercado adolescente han dado paso a una ola de filmes basura sedientos de sangre que parecen ser los favoritos de los jóvenes. Esto conduce a que los pocos filmes serios aparezcan casi como un tesoro. Como miembro de la Academia voto en los Oscar cada año, y cada año lamento el hecho de que el público parezca conocer los nombres de todos aquellos que participan en el filme ganador, pero no el del escritor que lo ha creado.

jueves, 2 de agosto de 2012

La Italia exclusiva de Gore Vidal


El mar Tirreno, desde la isla de Sicilia


Siempre reconoció que no sentía nostalgia de los lugares, fiel a su talante duro y alejado de lo sentimental, pero sin duda le emocionaría recordar, siquiera una pizca, el tiempo en el que vivió en su casa de Ravello, frente al mar Tirreno, con el que fue su pareja durante cincuenta años, Howard Austen. Precisamente, poco antes de la muerte de este, Vidal dejó definitivamente Italia en 2003 para instalarse en el sur de California. Su larga relación con el país trasalpino nació cuando, con doce años, visitó Roma por vez primera y se quedó deslumbrado ante la Basílica de Massenzio, en el centro monumental de la Ciudad Eterna. Luego, en 1948, regresó junto a Tennessee Williams, y en 1959, recaló allí una temporada porque el cineasta William Wyler lo contrató, junto con el dramaturgo británico Christopher Fry, para hacer el guión de «Ben Hur»; incluso haría un cameo en el film «Roma», de Federico Fellini, en 1972.

Fue en ese año cuando Vidal adquirió la mítica villa La Rondinaia, o el Nido de Golondrina, en la provincia de Salerno. A esta villa habían acudido algunos de los mayores escritores, artistas y músicos europeos (Richard Wagner, Virginia Woolf, André Gide, D. H. Lawrence y muchos otros), así como algunos de los más afamados actores y actrices del Hollywood dorado, como Humphrey Bogart o Greta Garbo. Un lugar de retiro exclusivo en una localidad turística, muy bella y poco poblada en plena Costa Amalfitana, en la que Vidal escribió algunos de sus mejores libros a lo largo de treinta y tres años. Los 460 m² fueron vendidos a su marcha y ahora acogen un hotel y hasta un museo dedicado al escritor.

En sus memorias «Palimpsest», Vidal recuerda al Fellini que preparaba «La Dolce Vita» y lo llamaba Gorino (pequeño Gore) y para quien escribió un guión sobre la vida de Casanova. El narrador, pues, en Italia estrechó lazos con las dos facetas más importantes de su vida, la literatura y el cine, además de la política, pues no solo hospedó en la villa a celebridades como Paul Newman, Peter O’Tooole, Andy Warhol, Rudolf Nureyev o Lauren Bacall, sino a políticos como Hillary Clinton. Cuentan que era tremendamente hospitalario con quien lo visitaba, y que apenas salía de esa casa con vistas privilegiadas porque se consagraba a trabajar: en novelas, obras de teatro y ensayos, algunos de los cuales dedicó a sus autores italianos contemporáneos predilectos: su admirado, en lo político-literario, Leonardo Sciascia, y su entrañable amigo Italo Calvino.

Publicado en La Razón, 2-VIII-2012