jueves, 27 de septiembre de 2012

El escritorio viajero de Lorca


Detrás del título de esta novela de la agasajada internacionalmente Nicole Krauss –mujer joven, neoyorquina y talentosa, es decir, perfecta para la mercadotecnia editorial– se esconde una referencia que conecta con las propias raíces judías de la autora. «La Gran Casa» remite a una escuela rabínica fundada en tiempos romanos y a la destrucción del Templo de Jerusalén. Pero más bien, una vez leída la novela, deberíamos referirnos al «gran escritorio», pues este es el leitmotiv de las cuatro historias que se despliegan en paralelo y que tienen como protagonistas a una escritora solitaria que ha conservado el mueble durante veinticinco años, a un hombre viudo israelí frustrado con uno de sus hijos, al marido de una neurasténica escritora y a una estudiante de Oxford enamorada de un muchacho de ascendencia húngara.

Todos estos personajes estarán marcados por las idas y venidas de ese escritorio de diecinueve cajones, que dicen podría ser de García Lorca, de forma tan tierna como obsesiva, y que es regalado, reclamado, perseguido; en torno a ello se abre un relato emotivo y dramático, de grandes virtudes psicológicas. Porque Krauss no es sólo la chica de moda de turno de las letras americanas; es una gran escritora; la ambiciosa estructura de esta novela, su arriesgada apuesta por un buen número de personajes que abordan tiempos y espacios tan diferentes como la dictadura de Pinochet, el periodo nazi, la Nueva York y Jerusalén modernas o el Londres académico, indica cómo «La Gran Casa» busca abordar la totalidad de lo humano visto desde los prismas de la herencia y la memoria.

Así lo ha manifestado ella en alguna entrevista. El problema es que, después de una primera parte fenomenal, el tono elegíaco y nostálgico se vuelve retórico y la intensidad decrece. Es repetitivo, asimismo, algo que se recrea a menudo con brillantez pero de lo que se acaba abusando: el peso de la lectura y la escritura en los personajes, casi todos con instinto literario o delicadamente cultos, siempre adorando ese escritorio como un tótem, como si fuera la salvación o la justificación de sus vidas.

Publicado en LaRazón, 27-IX-2012

viernes, 21 de septiembre de 2012

El retiro del agente secreto



Escrita en los años 1987-1988 y publicada en español poco después con el título “Las mujeres de Yoel”, se reedita esta novela de Amos Oz con la traducción del hebreo de Raquel García Lozano. Era el décimo libro de narrativa de este autor tan célebre por sus novelas como por su compromiso en torno al conflicto Israel-Palestina. Y es que, en su caso, literatura y política siempre van de la mano: miembro de un partido socialdemócrata pacifista y fundador en los años setenta del movimiento “Paz Ahora”, conoció asimismo la lucha armada en la Guerra de los Seis Días y en la Guerra de Yom Kipur.

Este perfil biográfico y su sensibilidad poética ha hecho de Oz un gran intérprete de una de las realidades más complejas y ricas de la historia; no en vano, como dijo Simon Sebag Montefiore en su monumental «Jerusalén. La biografía» (2011), la ciudad «es la morada de un Dios, la capital de dos pueblos, el templo de tres religiones, y la única ciudad del mundo que existe dos veces, en el cielo y en la tierra». En ella Oz cursó sus estudios universitarios y empezó a publicar sus primeros cuentos. En ella, ha dicho el autor de «No digas noche», se halla una fuente inagotable de inspiración.

«Conocer a una mujer» es el atractivo embrión de una buena historia que, a mi juicio, Oz no acaba de transmitir bien. Coloca a su protagonista, el ex empleado público Yoel Raviv, agente del Mossad –la agencia de inteligencia israelí que trabaja en asuntos de terrorismo y espionaje– en un contexto doméstico y descriptivo –también simbólico– que vuelve tediosos ciertos pasajes en los cuales la extrañeza de lo que se explica es demasiado acuciante: el fallecimiento de su mujer por culpa de un tendido eléctrico, la epilepsia de su hija Netta o su relación con su suegra y su madre (viven todos juntos tras enviudar).

Todo tiene un clima opresivo, deprimente: Yoel acaba sus días durmiéndose frente al televisor, aparecen flashes con inquietantes conversaciones con su esposa y, sobre todo, padece las secuelas de su profesión: la muerte de un colega en Bangkok, que aún lo persigue. Será su jefe, un tipo sin escrúpulos, quien lo obligue a vivir y revivir sus misiones, las cuales carecen según él de todo trasfondo aventurero: es un simple comprador de información, un espía de la psicología ajena. Pero eso mismo constituirá su perdición.

Publicado en La Razón, 20-IX-2012

miércoles, 19 de septiembre de 2012

Entrevista a José Ángel Mañas


Ningún texto malo soporta 
el escrutinio universal del tiempo”

El novelista José Ángel Mañas (Madrid, 1971) publica un "Manual urgente para jóvenes y no tan jóvenes", sobre las obras cumbre de la literatura española. Su título puede resultar provocador, La literatura explicada a los asnos (editorial Ariel), pero en realidad el autor de Historias del Kronen pretende acercar a todos con sencillez y sin prejuicios la mejor literatura española de todos los tiempos.

PREGUNTA: A la hora de escribir este libro, tu primera incursión en el género del ensayo, dices tener muy presente una anécdota de Bertold Brecht sobre la imagen de un burro.
RESPUESTA: Efectivamente. Walter Benjamin, que era amigo suyo, contaba en alguna parte que Brecth tenía en su despacho, junto a su escritorio, un borrico de madera con un cartelito que decía “hasta yo debo de entenderlo”. De ahí el título, que lo que quiere decir es “la literatura explicada de tal manera que todo el mundo lo pueda entender”. A continuación, además, hay una cita introductoria de Juan Ramón [de Platero y yo] donde se sugiere que los asnos pudieran ser, más que los ignorantes, los señores que se dedican a escribir diccionarios, lo que le daría un nuevo matiz al título con el que estaría bastante de acuerdo. Si hay que solidarizarse con alguien, me solidarizo, por supuesto, con los asnos. Faltaría más.   
P: Llama la atención la estructura del libro, que deja espacio para la reflexión sobre la escritura para el cine y otros géneros “menores”, como las fábulas o incluso el cómic. ¿Hay una intención de dignificar estos géneros como literariamente tan importantes como los tradicionales?
R: La cita de Carlos Edmundo de Ory que encabeza ese capítulo es iluminadora: “Igual llueve sobre los Grandes Lagos que sobre los charcos”. Estoy absolutamente de acuerdo. Luego, a título personal, hay géneros menores que no me interesan demasiado, como el epistolar (que me produce gran repulsa), y otros que he querido reivindicar, como el aforístico, al que dedico un capítulo entero. Resulta indignante que hayamos tenido como compatriota al auténtico príncipe del género, Gracián, entronizado por inteligencias tan superlativas como Voltaire, Schopenhauer o Nietzsche, y que no le prestemos la más mínima atención.     
P: “Nunca me ha gustado esa adoración casi mística que se le tributa” al Quijote, se lee en el libro. ¿Podrías explicar esta postura y contrastarla con la importancia que le concedes al Lazarillo de Tormes?
R: A Cervantes no se le puede quitar nada como figura suprema de las letras universales. Eso es algo que ha sido consensuado por las mejores inteligencias literarias de los últimos siglos, tanto españolas (Unamuno, Ortega, Azorín), como foráneas (Flaubert, Faulkner, Kundera). Dicho esto, a la hora de escoger un libro nacional nos hemos decidido a escoger el libro más largo, más difícil y más excepcional, cuando a lo mejor podría haberse escogido un libro más breve, más sencillo y más característico. A mí siempre me ha parecido que Lazarillo cumple con estos requisitos. Es una novelita de apenas cien páginas, de una plasticidad literaria excepcional, y si fuera el libro nacional todos lo habríamos leído y todos nos lo conoceríamos al dedillo y hasta de memoria, como hacen los franceses con La Fontaine.
P: ¿Entonces crees que, en este sentido, conectaría más con la idiosincrasia española?
R: La sicología de este joven que va pasando de amo en amo y apañándoselas como buenamente puede para sobrevivir en el siglo XVI español me parece mucho más cercana al mundo contemporáneo, mucho más inteligible y me atrevo a decir que mucho más característicamente española que el idealismo incorregible de un señor de Quijana que ve gigantes allí donde hay molinos.  En mi opinión, Cervantes tendría que ocupar dentro de la literatura española una posición análoga a la que ocupa Dostoievski en la literatura rusa. A Dostievski nadie le quita lo que ha aportado a la literatura universal con mayúsculas. Y sin embargo, a la hora de escoger un escritor nacional, la mayoría de los rusos opta por pensar en Chéjov, Pushkin o Tolstói, tanto por carácter como por lo característico de sus obras.  
P: Le dedicas un apartado muy significativo a la posmodernidad, a la entrada del nuevo milenio. ¿Cómo se integra lo posmoderno en los cánones literarios?
R: En el libro argumento que el posmodernismo, como movimiento estético, es una forma de neorromanticismo. Algunos de los rasgos que uno asocia con la posmodernidad artística –el pastiche, la recuperación juguetona de estilos artísticos pasados, la hibridación de géneros, la difuminación de las fronteras entre la serie A y la serie B artística o la libertad artística absoluta– no son nada nuevo. El sincretismo y la recuperación de estilos antiguos era algo característicamente romántico (pienso en arquitectura, en la novela histórica).
P: ¿Romántico concretamente? ¿Puedes poner algún ejemplo para ilustrar este punto de vista?
R: No hay más que echarle un vistazo a Don Álvaro o la fuerza del sino para darse cuenta de que ya entonces gustaba lo de mezclar poesía y prosa, o ver lo mucho que les gustaba a Víctor Hugo irrumpir en mitad de la narración, rompiendo todas las premisas del género, para disertar en mitad de sus obras como si aquello fuera un ensayo personal, para ver que la hibridación también era del gusto romántico. Ya Rimbaud prefería los dibujos de los niños y de los locos, artísticamente, a los de los profesionales. ¿Y qué puede haber más romántico que la exaltación de la figura del artista? Me parece que hay muchos puntos de contacto muy interesantes y que prueban que, como dijo el Eclesiastés, nunca hay nada nuevo bajo el sol.
P: Esa frase bíblica aparece varias veces. Pero, en plena crisis, se presume un mundo editorial distinto, que tal vez traiga novedades estructurales. Tú mismo has publicado en formato digital una reunión de artículos de prensa, El legado de los Ramones, y Solo el silencio es grande. Aforismos estéticos (ambos en la editorial virtual Literaturas.com). 
R: Como explico en el libro, soy, me guste o no, un producto de una época posmoderna, pero estoy a la espera de ver por dónde evolucionan las cosas, porque no nos podemos quedar en esto. El mundo de la edición va hacia un futuro electrónico, está claro. Veremos cómo nos reajustamos todos.     
P: La literatura explicada a los asnos tiene cierto sentido pedagógico, se trata de un manual de historia muy personal donde mezclas información y opinión. ¿Tenías interés en ser provocador con el título, o con tu postura sobre el Quijote, o es una manera de atraer a un público para el que la literatura puede ser sinónimo de aburrimiento?
R: La provocación no es la voluntad del libro. He procurado no esconder mis ideas. Las hay que coinciden con lo que la mayoría piensa sobre ciertos clásicos, y las hay más polémicas (como lo de Cervantes), pero no he procurado hinchar las unas en detrimento de las otras, sino ser lo más sincero que he podido conmigo mismo. Habrá opiniones con las que el lector esté de acuerdo, y otras con las que no, como es lógico. Lo que he pretendido es procurar que el lector reaccione, hacerle pensar. Bajar a los clásicos de su pedestal para hacerlos más cercanos pero para que puedan llegar a comunicar con nosotros, eso sí, sin faltarles en ningún momento al respeto. Ningún texto malo soporta el escrutinio universal tanto tiempo.
P: ¿Me dices, por último, tu puñado de obras imprescindibles de la literatura española que más te interesan como lector o escritor? Un canon para atraer la atención urgente de los jóvenes y no tan jóvenes, como dice el subtítulo de tu obra.
R: Coplas a la muerte de su padre, La Celestina, Lazarillo, los aforismos de Gracián, Fortunata y Jacinta, La Regenta, las memorias de Baroja, Platero y yo, el teatro de Jardiel Poncela, los cuentos completos de Aldecoa, los artículos de Camba, los ensayos de D’Ors, los viajes de Cela, los diarios de Trapiello...
T. M.

jueves, 13 de septiembre de 2012

El sonido y la fe de la A a la Z



Estaremos de acuerdo en que la música, la mitología, la magia y la religión son algunos de los campos del saber más amplios, de mayor diversidad, complejidad e historia que se puedan encontrar. Hay una bibliografía desmesurada acerca de cada uno de ellos, desde luego, así que el hecho de que un solo libro se ocupe íntegramente de ese cuarteto de materias constituye todo un desafío. Ramón Andrés ha llevado a cabo semejante tarea con la exquisitez, sapiencia y buen gusto al que nos tiene acostumbrados.

El autor sabe bien que cada una de esas materias no son islas independientes, sino que entre ellas se tienden puentes, visibles y subterráneos, por más que el horizonte de cada uno de sus mares sea inabarcable, infinito. Separar la religión de la música es, ciertamente, imposible para un autor que ha estudiado de manera excelsa a Bach y Mozart; cómo podría separar la poesía de algo igualmente etéreo, intuitivo y mágico como la mitología, que inspiró los primeros versos conocidos, este autor de aforismos, traductor de poetas (como Dylan Thomas) y poeta él mismo; de qué modo disociar estos asuntos si la literatura, la pintura y la escultura los han asociado desde la antigua Grecia, durante el Renacimiento, hasta hoy mismo. Tal integración hace que, en este, por así decirlo, Diccionario de Todo, tan acertadamente ilustrado además, determinadas entradas remitan a otras de forma muy dinámica y las mil ochocientas páginas formen un conjunto homogéneo.

En su libro «La conducta de la vida» (1860), Ralph Waldo Emerson decía: «No es un mal libro para leer un diccionario. No contiene banalidades, ni explicaciones superfluas, y está repleto de sugerencias, de materia prima para posibles poemas y narraciones». El de Andrés da sentido a estas palabras –primero por la calidad estilística del autor, cuya elegancia literaria y rigor informativo pudieron saborearse en trabajos superlativos, caso del ya canónico «Historia del suicidio en Occidente» (2003)– como en su momento ocurrió con el «Diccionario de símbolos» (1969) de Juan Eduardo Cirlot, el ejemplo que más concomitancias presenta con respecto al de Andrés, pues tiene entradas, si bien bastante breves, sobre el simbolismo de muchos animales, objetos y asuntos místicos.

De tal modo que podríamos hacer nuestra propia compartimentación de palabras en base a su esencia etimológica y cultural: hay árboles como el abedul, el boj y el roble, animales como el ciervo, el ruiseñor y la tortuga, diosas como Afrodita y Cibeles, dioses como Dioniso, Apolo y Zeus, e instrumentos como el arpa y la flauta; aparecerá la definición de alma, amén y amistad; nos tropezaremos con el apocalipsis y recuperaremos la Atlántida; investigaremos sobre la cábala, la alquimia, la astrología y el chamanismo; veremos la cruz, la cuerda y las campanas; seguiremos a David, al diablo y al encantador de serpientes; sabremos qué es la fama, la locura y la melancolía, cómo se entendió la ceguera, el afecto y la curación; pisaremos el laberinto, el Olimpo y el Paraíso; se asomarán las musas, los números, las notas musicales… Mencionamos unos pocos elementos sencillos y conocidos por todos, pero el lector también contará con gran cantidad de voces que remiten a la mitología hindú, céltica y escandinava.

No en balde, en una casi enigmática nota preliminar, Andrés apunta que el libro trata de cómo, en «distintos asentamientos indoeuropeos», desde la era de las primeras migraciones humanas, se concibió «una forma de cantar parecida, un mismo modo de contemplar el fuego y de olvidar». Así, todos estos símbolos y tradiciones diseminadas por doquier tienen paralelismos que los unen y justifican de manera común. Esos serían el propósito y la propuesta. Unido a ello, el autor postula sutilmente el afán de discernir la verdad, siquiera de modo ilusorio, a la hora de buscar la sabiduría, y relativiza el misterio que nos rodea y que a veces justificamos de forma religiosa: «Somos genética y fabulación, voluntad y nudo de historias “fingidas y verdaderas”, por decirlo con Cervantes. Lo sagrado, las más de las veces, es el sordo deseo de explicación». Y qué si no es un diccionario: un deseo de explicación que ha cobrado voz textual, eco de las mil y una explicaciones que se han heredado a lo largo de los siglos.

Publicado en La Razón, 13-IX-2012

lunes, 10 de septiembre de 2012

Cincuenta años «Lejos de África»


Hace cincuenta años moría una escritora cuya leyenda se asentó ya en vida y que, en 1985, se hizo universal y eterna gracias al cine. La danesa Karen Christenze Dinesen, que se haría célebre como escritora bajo el seudónimo de Isak Dinesen, sobre todo gracias al espaldarazo que supuso la gran acogida de los lectores estadounidenses, conquistó a los espectadores de medio mundo cuando Meryl Streep se encargó de interpretar su vida en la famosa «Memorias de África». Hoy, tanto su granja, en las colinas de Ngong, cercana a Nairobi –abierta para los turistas en 1986, aprovechando el impacto del filme de Sidney Pollack– como la finca familiar, Rungstedlund, a 25 kilómetros al norte de Copenhague, son museos que recuerdan su obra literaria y conservan los recuerdos –escudos de las tribus masái y kikuyu, por ejemplo– de esta mujer excéntrica, aventurera y distinguida.

La gran pantalla captó a las mil maravillas la belleza de Kenia y las costumbres de los nativos que trabajaron en la granja, y adaptó muy hábilmente lo que Dinesen escribiera en sus dos libros dedicados al continente negro: «Lejos de África», y el breve «Sombras en la hierba». Dos textos, separados por un cuarto de siglo, donde describía su visión de una tierra que la fascinó durante diecisiete años, el tiempo que pasó entre que acompañó a su marido, su primo y barón Bror Blixen (en realidad, había estado enamorada de su hermano gemelo de joven) en 1913, para regentar una plantación de café, contrajo la sífilis, se divorció y pasó a encargarse ella sola de la granja. Así hasta que las plantaciones fracasaron y tuvo que abandonar el proyecto, y con ello todo un mundo que había forjado a su alrededor: a Farah Aden, su fiel criado somalí, al niño Kamante, al que salvó de una grave enfermedad y convirtió en su cocinero, a los lugareños a los que servía de doctora, consejera o cazadora.

Pero si algo destacó en aquella adaptación al cine y elevó la figura de Isak Dinesen a las cimas de la popularidad, aparte del exotismo del África del primer tercio del siglo XX, fue su relación con Denys Finch Hatton, Robert Redford en el filme, que murió trágicamente al estrellarse su avioneta en un trayecto en el que también quería participar la futura escritora. Él se negó a que lo acompañara por la dureza del viaje, ya que era obligado hacer noche entre la maleza, y murió junto a su criado (en la película, se tergiversa tal cosa, como algunas otras, para dar un mayor relieve dramático entre los personajes, lo cual sin embargo no traiciona la esencia del paso de la baronesa por Kenia y su autobiografía literaria). 

Fue el comienzo del fin, pues a partir de ese momento nada en la granja funcionó, y un halo de fatalidad y tristeza lo inundó todo. Su «amigo», como así lo llama, constituyó para ella un modelo de honor y hombría; habla de él como de un inadaptado a su época que hubiera sobresalido en cualquier otra, dado que «era un atleta, un amante del arte y un excelente deportista». Y un hombre estimado en grado sumo, como lo demuestra un homenaje en su recuerdo que le harían sus compañeros del colegio de Eton. De hecho, a su muerte Dinesen entendió lo que esa pérdida significó entre los kenianos: «Por lo que ellos le recordaban era por una absoluta carencia de vanidad, o de egoísmo, una sinceridad incondicional que aparte de él sólo he encontrado en los tontos».


Finch Hatton, y antes los nativos y otros muchos amigos, escuchaba los cuentos improvisados de ella hasta la madrugada, lo que sería el caldo de cultivo para su posterior vocación literaria, que inició casi con cincuenta años; él mismo le dio «el mayor delicioso placer de mi vida en la granja: volar con él sobre África». En «Lejos de África» cuenta esa increíble experiencia, y recrea otras que apuntaría Truman Capote en una semblanza que hizo de «la baronesa, que pesa como una pluma», ya en su vejez. «El tiempo ha refinado a esta leyenda que ha vivido las aventuras de un hombre con nervios de acero: ha matado leones que embestían y búfalos enfurecidos, ha trabajado en una granja africana, ha sobrevolado el Kilimanjaro en los primeros aviones, tan peligrosos, ha curado a los masai». En aquel tiempo, Dinesen solamente comía fresas, fumaba sin parar y sentía debilidad por el champán. Una mujer chic y libre que se lo pasó en grande en Nueva York en 1959, donde se celebró una cena memorable con la novelista Carson McCullers, que le presentaría, como era su deseo, a Marilyn Monroe, que a su vez acudió con Arthur Miller.

En ese tiempo crepuscular, hallamos a la Dinesen más inquietante. En un artículo de su libro de semblanzas literarias «Vidas escritas» (1992), Javier Marías contó que la escritora sometió al poeta danés Thorkild Bjornvig, al que doblaba en edad, de forma tan desconsiderada que rayaba en la crueldad: «A este no-amante le gustaba asustarlo con sus cambios bruscos, con sus calculados actos sorprendentes, con sus hechizos y sus opiniones desconcertantes pero siempre convincentes». Hasta en una ocasión, en mitad de una velada especialmente agradable, la autora se ausentó del cuarto en el que estaban y «regresó al poco con un revólver, lo alzó y apuntó con él al poeta durante largo rato», pero éste no se inmutó sino que se quedó embelesado.

Isak Dinesen le dijo a Capote que empezó a escribir cuando vio que iba a perder su granja: «Para olvidar lo insoportable. Durante la guerra, también». De no haber sido por eso, tal vez la obra  de la «indomable leona», como se la conocía, solamente hubiera sido oral, y no habría recibido la admiración de los mejores escritores, pues el más famoso de su época, Ernest Hemingway, al recibir el premio Nobel, dijo que tenía que haber recaído en Isak Dinesen.

Publicado en La Razón, 10-IX-2012

viernes, 7 de septiembre de 2012

La información es poder


Tal como había hecho con su exitoso libro “Legado de cenizas. La historia de la CIA” (2007), sobre la agencia de inteligencia creada por el presidente Harry S. Truman en 1946, el periodista Tim Weiner se adentra en la otra institución emblemática dentro de las áreas de Defensa y Justicia de los Estados Unidos; el FBI (Federal Bureau of Investigation). O quizá habría que decir que el autor analiza la historia, más que del FBI, de su director durante cinco décadas, J. Edgar Hoover –al que llevó al cine Clint Eastwood con el rostro de Leonardo DiCaprio el año pasado–, tal es la presencia, en la política y acciones policiales de su país, de ese “Maquiavelo norteamericano”, como lo llama Weiner en la nota preliminar de este gran trabajo.

El seguimiento de las tretas de Hoover acapara dos terceras partes de “Enemigos” dado que el director del FBI, desde 1924 a 1972, año de su muerte, se mantuvo en el cargo en paralelo a ocho presidentes de la nación, que no pudieron o supieron desalojarlo de un puesto que le permitió tener “más información y poder que el fiscal general”. Que la información es poder resultó algo obvio para un Hoover que, desde muy joven, recopiló datos de compañeros, funcionarios, políticos, jueces, abogados, sindicalistas, civiles, etcétera. Todo el mundo era sospechoso de algo, todos eran una amenaza. La vida íntima de los demás constituía un secreto que había que descubrir, pensaba el mismo Hoover que vivió con su madre hasta que ésta murió, que publicó libros escritos por negros y que llevó su relación homosexual, con su mano derecha en el FBI, de modo sumamente discreto pese a vivir en el lujo.

Tal cosa no le impediría crear, en 1951, el “Programa de Desviados Sexuales del FBI”, que convertía a los gays en peligrosos, equiparable a los comunistas a los que tanto detestaba y a los que persiguió obsesivamente, sobre todo en la época de Eisenhower, en el “apogeo del anticomunismo”, según indica Weiner. La paranoia de que los Estados Unidos iban a sufrir una revolución roja, una invasión de espías y terroristas se instaló en la mente de Hoover desde los atentados anarquistas de 1920. Nacía lo que acabaría siendo “el Estado vigilante. Cada huella digital archivada, cada “byte” de datos biográficos y biométricos contenido en los bancos informatizados del gobierno, le deben su existencia”.

El FBI de Hoover fue implacable; sin tener que rendir cuentas a ningún estatuto legal, pudo manipular datos, encarcelar y desterrar a inocentes, y violar derechos esenciales del ciudadano con la excusa de proteger a los Estados Unidos. Weiner resume su propio libro como “un historial de detenciones y retenciones ilegales, allanamientos, robos, escuchas telefónicas e instalación de micrófonos ocultos bajo los auspicios del presidente estadounidense”. O al menos de casi todos, pues Hoover entraría en guerra con Truman y, sobre todo, con los Kennedy: contra John Fitzgerald al desaprobar por inmoral su conducta sexual, basada en aventuras con sus secretarias, y contra su hermano Robert por estar más preocupado éste por atacar a la Mafia que por indagar en el espionaje internacional. (En cuanto al famoso crimen en Dallas, Hoover creía que el FBI había sido culpable por no vigilar a Lee Harvey Oswald, al que tenían fichado.)

Dependiendo de la época, para el FBI unas veces Alemania era el principal enemigo, otras, la Unión Soviética o China, y en ocasiones el objetivo fue desmantelar los gobiernos de Cuba y la República Dominicana, pero lo que no cambiaba eran los “radicales”, aquellos que no comulgaban con los valores de la nación o “los miles de agentes extranjeros” dispuestos a destruir el país más poderoso del planeta. Un poder que Hoover quiso interiorizar en primera persona, hasta el punto de conseguir estar “por encima de los poderes presidenciales”.

Ni el activista negro por antonomasia se salvó de las acusaciones de traición: “Hoover convenció a los Kennedy de que Martin Luther King formaba parte del gran diseño de Moscú para subvertir a los Estados Unidos”. En esas manos quedó depositada la seguridad del país, en un hombre que “mandaba inspirando temor” y al que le desquiciaban los pacifistas que se manifestaron contra la guerra de Vietnam. En 1972, se prohibirían las escuchas telefónicas sin orden judicial a ciudadanos estadounidenses, al poco del caso Watergate, y al año siguiente, el FBI se vería obligado a reinventarse: un nuevo desafío, esta vez real, aparecía en el horizonte: los atentados de terroristas islámicos.

Publicado en La Razón, 6-IX-2012

jueves, 6 de septiembre de 2012

El pasado visto con arte


El Emerson del ensayo «La historia», aquel que decía: «El estudioso ha de leer la historia activamente, no pasivamente: debe entender que el texto equivale a su vida, de la cual los libros son el comentario», parece encarnarse en estos textos azorinianos reunidos por Francisco Fuster con el subtítulo «Reflexiones sobre el oficio de historiador». Son treinta y un ensayos (once de ellos inéditos en libro) más un cuento con los que José Martínez Ruiz, como dice el editor, se aleja de la mera erudición para preocuparse por «cómo el historiador se convierte en narrador para construir un relato coherente a partir de lo que sólo era una montaña de datos».

Y es que el método lo es todo; de él depende que cualquier lector asimile la historia con fluidez y conocimiento. Para Azorín, tales asuntos han de carecer de retóricas y contenidos superfluos, indica Fuster, han de ir a lo importante, a lo práctico y a lo comprensible. Por eso, en estos artículos de prensa («Abc», «La Vanguardia», «Destino»…), el autor de «La voluntad» opta por el diálogo entre personajes cercanos en su día a día o por comentarios sobre novedades editoriales para presentar, con amenidad, sus inquietudes en este campo. Y todas convergen en varias ideas: la historia es más subjetiva que objetiva; la de España se conoce y enseña mal; y la historia, más que una ciencia, es «arte de nigromántico».

El editor estructura el volumen muy apropiadamente según tres asuntos: la utilidad de la historia, el historiador como artista y las maneras en que se ha de escribir la historia. La «sensibilidad» del que escribe literatura tiene que ser similar al que escribe sobre los hechos pasados, insinúa Azorín, porque también es «una aproximación a la verdad», «una materia fluida», cambiante. Y no podía ser de otra manera en una generación, la del 98, que siempre se preocupó de la España de ayer. «El pasado depende del presente», por lo tanto, pero no sólo para los especialistas, pues todo hombre, como diría Emerson, puede vivir la historia al completo en su persona.

Publicado en La Razón, 6-IX-2012

miércoles, 5 de septiembre de 2012

Las cortas patas de la mentira



El público lector tiene que saber que, por lo común, las contracubiertas de los libros, donde se destacan sus virtudes de forma generosa y atractiva, han sido redactadas por el propio autor. Quién mejor que él para hablar de su obra; el editor se ahorra el hecho de romperse la cabeza pensando en adjetivos que atrapen al posible comprador, y el autor se asegura de que se habla de su texto de la forma deseada. Sería un caso de controlar el producto final y de adaptarse a las necesidades editoriales y comerciales más que de pura vanidad.

Ésta se manifestaría en algo mucho más fraudulento: el hecho de que un negro o escritor fantasma (del inglés «ghostwriter») escriba el libro que tú firmas, recurso usado no sólo por los famosillos recientes con ínfulas literarias sino por algunos profesionales que tuvieron tanto éxito que, como los viejos pintores, necesitaron un taller de ayudantes para dar salida a su obra a destajo, como le ocurrió a Alejandro Dumas. Otra cosa es hablar de uno mismo de modo encubierto para darse importancia, que hunde en un segundo la dignidad conseguida mediante el esfuerzo de mucho tiempo.

Son infinitos los autores que han hablado de sus libros como de obras maestras, que se han definido como genios excepcionales, que han cometido el pecado de la vanidad. Pero lo han hecho de cara, con una opinión válida como cualquier otra, aunque provenga de la parte más interesada. El máximo dirigente policial del siglo XX, J. Edgar Hoover, al mando casi cincuenta años del FBI, publicó dos libros que no escribió y que le hicieron rico (blanqueó el dinero conseguido, además), pero la mentira tiene patas cortas, y lo pillaron. Cómo entonces engañar en la selva de Internet, plagada de investigadores anónimos.

Publicado en LaRazón, 5-IX-2012