Cuántos héroes de papel o celuloide son tan
célebres como desconocidos son sus creadores. Imposible hallar a adultos que
ignoren quién es Frankenstein, Supermán o Sherlock Holmes, pero la unanimidad
se rompería de forma inversamente proporcional si se preguntara por la persona
que los creó. James Bond es ese mismo caso: un personaje libresco nacido en una
historia llamada “Casino Royale” (1953) que tuvo la fortuna de auparse en la
cultura popular del siglo XX gracias al cine.
La suerte acompañó a este inglés de cuna acomodada
–estudió en el Eton College y en la Real
Academia Militar de Sandhurst, como Winston
Churchill y los príncipes Enrique y Guillermo–, pues esa y otras novelas como
“Vive y dejar morir” o “Desde Rusia con amor”, en los años cincuenta, despertaron
mucho interés. ¿Pero cuál era la clave para que el agente 007 cuajara en el
imaginario colectivo? Tal vez que su creador fuera capaz de aunar su
considerable cultura –era un gran bibliófilo– y su experiencia internacional
con empleos prosaicos –profesor de inglés en Alemania y Austria, periodista para la agencia Reuters e incluso agente de bolsa– con
otro mucho más misterioso: en la
Segunda Guerra Mundial, alcanzaría el grado de comandante y trabajaría como
asistente en servicios secretos.
Esa mirada mundana de asalariado común y de militar
en tareas de espionaje le empujaría a concebir relatos que ya nadie lee (¿quién
lo publica hoy en España?), pues el cine ha fagocitado todo lo que de literario
presentó en su día este gran aficionado a las aves. Y el detalle tiene miga,
pues su mítico agente secreto llevó el nombre de James Bond (1900-1989), un
ornitólogo de Filadelfia que se convirtió en una autoridad mundial gracias a su
obra canónica sobre los pájaros caribeños. Al parecer, el científico y el
escritor se conocieron en Jamaica, y este último vio en esas dos palabras un
nombre directo y sencillo, como sus obras de entretenimiento –una docena de
novelas y nueve novelas cortas– con las que se hizo millonario hasta que un
paro cardíaco le sorprendió en 1964, a los cincuenta y seis años, dejando viuda
y un hijo (éste desapareció muy joven y antes que su madre).
Pero ahí no acaban las curiosidades: Fleming
hubiera querido que su primo el actor Christopher Lee hubiera encarnado a Dr. No del filme “Goldfinger”, y casi nadie sabrá que
también triunfó en la literatura infantil, gracias, cómo no, al cine: los
individuos de cierta edad recordarán “Chitty Chitty Bang Bang” (1968), la película musical con Dick Van Dyke como el inventor que
convierte un viejo coche de carreras en un vehículo que puede volar y navegar
en el agua. ¿Pero acaso no sería capaz el propio Bond, James Bond, de hacer tal
cosa gracias a los artilugios que le facilita el
Servicio Secreto de Inteligencia Británico?
Publicado en La Razón, 30-X-2012