martes, 30 de octubre de 2012

Fleming, Ian Fleming


Cuántos héroes de papel o celuloide son tan célebres como desconocidos son sus creadores. Imposible hallar a adultos que ignoren quién es Frankenstein, Supermán o Sherlock Holmes, pero la unanimidad se rompería de forma inversamente proporcional si se preguntara por la persona que los creó. James Bond es ese mismo caso: un personaje libresco nacido en una historia llamada “Casino Royale” (1953) que tuvo la fortuna de auparse en la cultura popular del siglo XX gracias al cine.

La suerte acompañó a este inglés de cuna acomodada –estudió en el Eton College y en la Real Academia Militar de Sandhurst, como Winston Churchill y los príncipes Enrique y Guillermo–, pues esa y otras novelas como “Vive y dejar morir” o “Desde Rusia con amor”, en los años cincuenta, despertaron mucho interés. ¿Pero cuál era la clave para que el agente 007 cuajara en el imaginario colectivo? Tal vez que su creador fuera capaz de aunar su considerable cultura –era un gran bibliófilo– y su experiencia internacional con empleos prosaicos –profesor de inglés en Alemania y Austria, periodista para la agencia Reuters e incluso agente de bolsa– con otro mucho más misterioso: en la Segunda Guerra Mundial, alcanzaría el grado de comandante y trabajaría como asistente en servicios secretos.

Esa mirada mundana de asalariado común y de militar en tareas de espionaje le empujaría a concebir relatos que ya nadie lee (¿quién lo publica hoy en España?), pues el cine ha fagocitado todo lo que de literario presentó en su día este gran aficionado a las aves. Y el detalle tiene miga, pues su mítico agente secreto llevó el nombre de James Bond (1900-1989), un ornitólogo de Filadelfia que se convirtió en una autoridad mundial gracias a su obra canónica sobre los pájaros caribeños. Al parecer, el científico y el escritor se conocieron en Jamaica, y este último vio en esas dos palabras un nombre directo y sencillo, como sus obras de entretenimiento –una docena de novelas y nueve novelas cortas– con las que se hizo millonario hasta que un paro cardíaco le sorprendió en 1964, a los cincuenta y seis años, dejando viuda y un hijo (éste desapareció muy joven y antes que su madre).

Pero ahí no acaban las curiosidades: Fleming hubiera querido que su primo el actor Christopher Lee hubiera encarnado a Dr. No del filme “Goldfinger”, y casi nadie sabrá que también triunfó en la literatura infantil, gracias, cómo no, al cine: los individuos de cierta edad recordarán Chitty Chitty Bang Bang” (1968), la película musical con Dick Van Dyke como el inventor que convierte un viejo coche de carreras en un vehículo que puede volar y navegar en el agua. ¿Pero acaso no sería capaz el propio Bond, James Bond, de hacer tal cosa gracias a los artilugios que le facilita el Servicio Secreto de Inteligencia Británico?

Publicado en La Razón, 30-X-2012

sábado, 27 de octubre de 2012

Nueva York: la ciudad orgullosa



Este otoño se ha cumplido el 150º aniversario del nacimiento de uno de los mayores cuentistas estadounidenses. Desde 1919, un prestigioso premio lleva su nombre –lo han obtenido algunos de los mayores narradores americanos–, lo que da cuenta de la importancia de la obra de este hombre que se llamó William Sydney Porter hasta que quiso reconvertirse en O. Henry, seudónimo inspirado en un gato de un amigo de Austin, la misma ciudad donde fue acusado de malversación en el banco donde trabajaba, en 1896. Para no ser juzgado, se fugó a Honduras, pero a su vuelta fue encarcelado, y entre rejas empezó su trayectoria literaria. 

Ya instalado en la «orgullosa ciudad de Nueva York», como la llama en el relato «El califa, Cupido y el reloj», en 1901, O. Henry habló de lo que conoció: de los perdedores y de los buscavidas, de los mentirosos y de los pícaros, de los marginados de la sociedad. «Una historia digna de ser contada», dijo el autor cuando publicó «Los cuatro millones» (fuente de estas historias traducidas ahora por J. M. Álvarez Flórez), en referencia a la población neoyorquina que había a inicios del siglo XX. Ahora el lector, como en su día destacó Borges, podrá asombrarse ante el método del «trick story», tan explotado por Poe: el relato corto debe escribirse según su desenlace.

Publicado en La Razón, 25-X-2012

jueves, 25 de octubre de 2012

La guerra de los mundos


No hay espacio ni tiempo al que no acceda Peter Watson, historiador de curiosidad ilimitada, de retos mayúsculos, de meticulosidad absorbente. Autor de algo más de una decena de títulos, por lo que respecta a nuestro idioma no sólo habíamos tenido la ocasión de adentrarnos en una “Historia intelectual del siglo XX” (2004), sino que desde la actualidad nos habíamos desplazado hasta el comienzo de la raza humana y su capacidad de imaginar, inventar y producir hasta ver todo ello volcado en “Ideas. Historia intelectual de la humanidad” (2006). Ahora el investigador inglés vuelve a desafiarse a sí mismo, y se enfrenta a un dilema complejo y fascinante: las diferencias entre los pueblos de los diversos continentes, a lo largo de la historia pero muy particularmente pivotando en torno al momento en que Cristóbal Colón oteó tierra, el 12 de octubre de 1492, pensando que estaba a punto de llegar a Cipango, o sea, Japón.

Según el autor, esa llegada a tierras insospechadas “acabó desatando una estampida a través del Atlántico, una corriente que hasta cierto punto todavía sigue fluyendo y que cambió para siempre el perfil del mundo, con trascendentales consecuencias, tan magníficas como catastróficas”. Aquel fue el punto de inflexión, el fin o inicio de un periodo que, afirma, se está empezando a comprender del todo últimamente, “gracias a descubrimientos registrados en varias áreas del conocimiento”. Watson acude a tales áreas y propone un estudio que toma como punto de partida el año 15000 a. C. Desde ese momento hasta casi el siglo XVI d. C., hubo en la Tierra “dos poblaciones por completo separadas, una en el Nuevo Mundo, otra en el Viejo, ambas ajenas a la existencia de la otra”. Así, “La gran divergencia” busca distinguir las trayectorias de los pueblos y civilizaciones de los dos hemisferios, recorriendo en paralelo los distintos paisajes a los que se adaptaron los grupos humanos, generando costumbres, religiones y lenguas propias.

Todo encuentro cultural, por muy aventurero y asombroso que sea, implica desconcierto y choque psicológico, conflicto o incomprensión. El Viejo y el Nuevo Mundo vivieron tal cosa, y la economía, la política e incluso la teología no volvieron a ser las que eran. A juicio de Watson, Europa no alcanzó a comprender la dimensión de haber descubierto una nueva tierra hasta el comienzo del siglo XVIII. Esta es seguramente la parte del libro más interesante y próxima para el lector: la cuestión de “la (interminable) polémica  sobre el Nuevo Mundo”, al respecto de la violencia impuesta a los indios por parte de los conquistadores, que contrastaba con la visión piadosa de algunos misioneros y con el concepto de civilización y barbarie que se iba a imponer en círculos intelectuales. En cualquier caso, “el descubrimiento de América forzó a los europeos a reflexionar sobre sí mismos”, a reconsiderar su veneración de la Antigüedad grecolatina en un tiempo en que se abría a su conocimiento la existencia de otras grandes culturas milenarias.

Pero esa es sólo la meta a la que conduce Watson. El recorrido en sí entraña abordar cuestiones relacionadas con “la cosmología, la climatología, la geología, la paleontología, la mitología, la botánica, la arqueología y la vulcanología”. El investigador, en este libro que no duda en calificar de “experimento”, muestra las características de América y Euroasia desde esas disciplinas, pero, lo que es más importante, explica el porqué de sus divergencias a partir de lo más básico: la genética, desde que el ser humano surgió en África hace unos 150.000 años. Watson rastrea las migraciones de los hombres y cómo se fue poblando el planeta, desde África hasta Alaska, apunta que “todas las lenguas habladas entre el Atlántico y el Himalaya tenían un origen común”, y en definitiva expone cómo los monzones y huracanes, los rasgos climáticos, los movimientos de los continentes marcaron la evolución de la naturaleza, y por tanto, las condiciones para la aparición de la agricultura o la proliferación de enfermedades.

Watson aborda la fase de domesticación de plantas y animales, comparando el suroeste de Asia y Mesoamérica (con sus cuatro grandes civilizaciones: la azteca, la mixteca, la zapoteca y la maya), y sostiene que “arar, guiar a los animales, ordeñar y montar a caballo” fueron cosas que no se hicieron nunca en el Nuevo Mundo. Ese tipo de comparaciones, de incidir en detalles actitudinales, da cuenta de lo que somos hoy, de dónde estamos hoy –antes del mestizaje actual, hubo una línea divisoria, una ignorancia mutua y un pasado planetario común–, pues todo en nosotros es geografía y biología.

Publicado en La Razón, 25-X-2012

martes, 23 de octubre de 2012

Cien años sin el creador de «Drácula»



Hay en la historia algunos casos paradigmáticos de cómo un personaje –Tarzán, Sherlock Holmes, Frankenstein…– se impone con tal fuerza que se traga al autor, convirtiéndolo en un ser casi anónimo a causa de la trascendencia universal de su creación. Absolutamente nadie desconoce quién es Drácula, pero muchos no sabrán que su autor fue un irlandés que no ganó dinero con esa obra que los críticos desdeñaron desde el comienzo, un tipo que pese a no disfrutar de éxito literario tuvo una rica vida social, lo cual le llevó a codearse con lo más granado del mundillo cultural londinense y norteamericano, y cuya vida estuvo marcada por la compañía de un hombre para el que trabajó como manager en el teatro más importante de la época victoriana, el actor Henry Irving, famosísimo por sus papeles de Hamlet o Mefistófeles; una relación que muchos han visto de tintes homosexuales pero en todo caso funesta al final para Stoker, pues cobraba tan poco que llegó al fin de su vida teniendo que pedir ayuda a sus amigos.

Ahora, la editorial Reino de Cordelia publica «Drácula. Un monstruo sin reflejo», una forma de conmemorar los «cien años sin Bram Stoker 1912-2012» y asomarnos a la historia del vampírico personaje ya con su primer artículo, del editor Jesús Egido, que recuerda cómo «un monstruo enterrado hace siglos, que sólo puede salir al amparo de la noche y teme a los crucifijos y las hostias consagradas, un conde transilvano fétido y culto, contrata los servicios de una agencia inmobiliaria londinense en busca de la yugular femenina que le obsesiona desde que contempló una fotografía de su dueña». Esta es Mina Harker, a la que su prometido Jonathan le envía unas cartas que son la médula de la novela, pues Stoker eligió el género epistolar para contar las andanzas de este joven abogado inglés que acude a los montes Cárpatos de Transilvania para cerrar unas ventas con el llamado conde Drácula.

El resto de esta novedad editorial, repleta de fotogramas de películas, reproducciones de las ediciones de «Drácula» y dibujos –además, se añaden dos relatos, «El invitado de Drácula», del propio Stoker, y «Vampiro», de Emilia Pardo Bazán–, cuenta con colaboraciones tan destacadas como la de Luis Alberto de Cuenca, que hace una revisión bibliográfica de las traducciones españolas del clásico, la del crítico y teórico de la historieta Javier Alcázar, que proporciona «un repaso a los cómics de vampiros», la de la actriz Emma Cohen, quien habla de «los vampiros del cine español», o la del crítico de cine y literatura Jesús Palacios, que apunta «unas breves notas sobre vampiros y vampirismo en la literatura española e hispanoamericana». Todos ellos abordan algo que, en propiedad, ya es inabordable: la influencia de ese mito en la cultura popular de todo el siglo XX y lo que llevamos del XXI, especialmente desde «Drácula» (1897), pero aun antes, pues el vampiro literario nació décadas atrás, cuando algunos escritores se basaron en el folclore para pergeñar hombres sedientos de sangre humana, como “El vampiro” (1816), de John Polidori, secretario de Lord Byron.

Desde el comienzo, Stoker tuvo claras las características de su inmortal personaje; en el volumen, se transcribe un decálogo del vampiro; éste «puede transformarse en lobo y en murciélago, reptar por las paredes» y «es capaz de controlar las fuerzas de las tormentas y otros fenómenos naturales y de crear masas de niebla para ampararse en ellas». Un individuo lóbrego e imparable, surgido de la poética imaginación de un narrador del que no se recuerda ninguna otra obra. El traductor Óscar Palmer señala «la rica y compleja personalidad del auténtico Bram Stoker, un hombre atlético e industrioso, afable, mordaz y dotado de un espléndido sentido del humor». Trabó amistad con Walt Whitman y Mark Twain (fue a Estados Unidos para acompañar las actuaciones de Irving), y antes lo había sido de los padres de Oscar Wilde, cuya novia de juventud Florence acabaría casándose con el propio Stoker.

Deportista potentísimo, pese a que pasó sus primeros siete años de vida enfermo en casa, estudiante sobresaliente en el Trinity College, funcionario del Estado, miembro del colegio de abogados Inner Temple y la Sociedad Filosófica de Dublín, además de la esotérica Hermetic Order of the Goleen Dawn, Stoker se interesó por el psicoanálisis y el hipnotismo; su vida privada fue un enigma: un biógrafo dice que tras el nacimiento de su hijo, desistió del sexo matrimonial, y otro asegura que era un tipo mujeriego porque Florence era frígida. En todo caso, murió de sífilis, la misma semana del hundimiento del Titanic, a los sesenta y cuatro años, pidiendo la incineración, tal vez para no verse en la tumba con el conde que, mucho después, se aprovecharía de su sangre hasta adquirir una fama inmensamente mayor a la suya.

Publicado en La Razón, 21-X-2012

domingo, 21 de octubre de 2012

Ese oficio llamado escribir



Lo apunta el traductor David Sánchez Usanos: si de algún autor norteamericano se ha llegado a una opinión unánime sobre su calidad e interés, ese es William Faulkner. Y además en todo el mundo, muy en particular en América Latina; por algo Onetti dijo: «Yo he leído páginas de Faulkner que me han dado la sensación de que es inútil seguir escribiendo. ¿Para qué corno? Si él ya hizo todo. Es tan magnífico, tan perfecto…». Se trata sólo de un ejemplo de entre un millón que justifica el interés máximo que despertarán “todos los artículos de madurez de Faulkner, los discursos, reseñas de libros, introducciones a libros y cartas destinadas a su publicación”, como indica su editor en el prólogo, James B. Meriwether.

Es un Faulkner en la última parte de su trayectoria, ya convertido en una figura pública relevante, sobre todo tras la obtención del premio Nobel en 1950, cuyo discurso tiene un inicio inolvidable: “Siento que este premio no me ha sido concedido a mí como hombre, sino a mi trabajo –el trabajo de una vida en la agonía y el sudor del espíritu humano, no por la gloria ni mucho menos por el beneficio, sino para crear a partir de los materiales del espíritu humano algo que no existía antes”. Es mediante las intervenciones de viva voz donde encontramos al Faulkner más pasional y comprometido con su profesión, como cuando leyó, al recibir el premio Andrés Bello, una meditación sobre las intenciones del artista: “Lo que encontraste e intentaste imitar era la verdad”.

Faulkner persiguió la perfección, sabiendo que se fracasa estrepitosamente pero que cabe insistir, debiendo “tener humildad respecto a su competencia para llegar allí, respecto a sus métodos, a su oficio y a su destreza en el oficio”, como señaló en un homenaje a John Dos Passos. También su mentor Sherwood Anderson, Albert Camus y el Hemingway de “El viejo y el mar” se dan cita aquí, en ensayos donde surge el sueño americano, el Sur y, sobre todo, el río Misisipi que le vio nacer, escribir y morir.

Publicado en La Razón, 19-X-2012

jueves, 18 de octubre de 2012

La violencia, en el punto de mira


Estamos en el mundo más pacífico de todos los tiempos. ¿Alguien lo duda? Incluso el siglo XX no fue especialmente violento en comparación con otros muchos periodos. ¿Alguna objeción al respecto? Bien, se supone que todas –acompañadas de ademanes de sorpresa y cuasi indignación–, pues cómo decir tal cosa después de que haya aún personas que recuerdan el Holocausto, el Gulag, la Segunda Guerra Mundial, las innúmeras guerras civiles africanas, etc. Pero así lo afirma el psicólogo Steven Pinker, que ya supo cuál es “El instinto del lenguaje” (1994) y “Cómo funciona la mente” (1997), por decirlo con dos de sus títulos más ambiciosos, y que ahora sabe y comparte lo que nos diferencia de nuestros antepasados: un afán por alcanzar la paz de modo duradero y democrático como nunca se ha visto.

El científico canadiense se cuestiona por qué nosotros no nos recreamos “en atroces tormentos aplicados a otros seres vivos”, como en aquellos casos que irá exponiendo a lo largo de este impresionante mosaico de depravaciones humanas en los cuatro confines del planeta desde la era prehistórica. La violencia más extrema y cruel ha caracterizado a la raza humana desde su aparición, así que «en vez de preguntar: “¿Por qué están en guerra?”, deberíamos preguntarnos: “¿Por qué hay paz?”». Hacia la resolución de esa propuesta nos dirigiremos de la mano de un Pinker que consigue convertir un montón de estadísticas y datos históricos en un ensayo escrito de forma sobresaliente, incluso con gotas de humor pese a la escabrosidad de muchos de los asuntos que trata, que se lee con interés constante pese a su tremenda extensión y que, sobre todo, rompe esquemas prefijados y nos hace descubrir la verdad de muchos horrores.

Para demostrar “el declive de la violencia y sus implicaciones”, como reza el subtítulo, Pinker analiza acciones y emociones, poniendo en primer plano antiguos hábitos sociales, militares y judiciales, dando cuenta de cómo ciertas brutalidades –torturas, matanzas supersticiosas, genocidios étnicos o religiosos, sadismos, esclavitud– eran constitutivas de la psicología del hombre en función de la época y el lugar. El punto de inflexión sería lo que da en llamar “la revolución humanitaria”, asentada en la súbita importancia del autocontrol y la empatía y en donde tiene una función vital la expansión de la cultura, aun algo tan discreto como la costumbre de leer novelas, iniciada en el siglo XVIII, lo cual fue “el invernadero de nuevas ideas sobre los valores morales y el orden social”. Es en el Siglo de las Luces cuando este “humanismo ilustrado” cuaja para plantear que la violencia cotidiana es indigna y se empiezan a abolir prácticas públicas milenarias de dañar y ensañarse en el daño, muchas de ellas tan metidas en el tejido social que eran entretenimientos callejeros, con el increíble amparo de la legalidad y el consentimiento de reyes y eclesiásticos.

Desde el año 8000 a. C. hasta 1970; de 1970 hasta hoy. Tales serían las dos descompensadas partes en que Pinker divide la presencia de la violencia entre los humanos. No en vano, “creo que muchos también se sorprenderán al enterarse de que, de las veintiuna peores cosas que los individuos se han hecho unos a otros (de las que tengamos constancia), catorce tuvieron lugar antes del siglo XX”, dice en el significativo capítulo “La larga paz”. En un gráfico, en efecto, vemos cómo las conquistas de los mongoles en el siglo XIII o la rebelión y la guerra civil de An Lushan (ocho años de la dinastía Tang) en el VIII son muy superiores en muertos a las atrocidades recientes, más si cabe cuando la población mundial era mucho menor, con lo que la incidencia de la mortandad, en proporción, resultaba más impactante.

La larga paz aludida se prolonga durante la segunda mitad de siglo XX, excepto los años sesenta y setenta, cuando hubo un repunte de la violencia, y llega hasta ahora, salvo en numerosos países musulmanes “que parecen haberse perdido la revolución humanitaria”, por culpa de “la superstición religiosa” y “una hiperdesarrollada cultura del honor”. De hecho, al principio Pinker, cuando habla de que la violencia tiene tres causas: el beneficio, la seguridad y la gloria, demuestra que “el móvil más citado para la guerra es la venganza”. Somos una especie vengativa, ¿alguien puede dudarlo?, pero el ángel que llevamos dentro ha hecho de “la prudencia, la razón, la ecuanimidad, el autocontrol, las normas, los tabúes y las concepciones sobre los derechos humanos” nuestra hoja de ruta pacífica.

Publicado en La Razón, 18-X-2012

martes, 16 de octubre de 2012

Ser poeta en la Feria del Libro de Puerto Rico


Será durante los siguientes días, en el marco de la XV Feria Internacional del Libro de Puerto Rico, donde me llamarán algo que suena extraño, ajeno pese a dedicarle la vida y el pensamiento, y que uno está muy lejos de merecer: sucederá en el VI Encuentro Internacional de Poesía de la FIL-PR, en un lugar llamado, muy hermosamente, el Café de los Poetas.

lunes, 15 de octubre de 2012

Baudelaire: dibujos y provocaciones



En agosto de 1857, se dictaba sentencia contra Charles Baudelaire. Se le acusaba de ofender la moral religiosa, de lo cual iba a quedar absuelto, pero en lo que concierne a la moral pública y a las buenas costumbres, la resolución fue distinta. Se le reprochó conducir «a la excitación de los sentidos mediante un realismo grosero y ofensivo para el pudor» en su libro «Las flores del mal», que «contiene pasajes o expresiones obscenas e inmorales» según el juez y que el propio autor definió como un «mísero diccionario de la melancolía y el crimen». En concreto, se trataba de seis poemas por los cuales el poeta tuvo que pagar una multa de trescientos marcos, estos son: «Lesbos», «Mujeres condenadas», «El Leteo», «A la que es demasiado alegre», «Las joyas» y «La metamorfosis del vampiro», hoy versionados por Jaime Siles e ilustrados por el prestigioso artista holandés Pat Andrea en «Las flores del mal. Los poemas prohibidos» (editorial Libros del Zorro Rojo).

Lo que es menos conocido, dentro de la leyenda de bohemio prostibulario y rebelde que rodeó la existencia de Baudelaire, es que en el mismo año en que era procesado por su polémico poemario, recibió del gobierno francés una ayuda económica a la creación de dos mil quinientos francos. En todo caso, los títulos citados líneas atrás ya marcan su afán de provocar en lo concerniente al sexo, al lesbianismo o a lo macabro. El poeta parisino sería víctima de sus propios excesos (drogas, alcohol y muerte por sífilis), pero por el camino dejó una obra lírica –la citada más los «Pequeños poemas en prosa» (1862)– cuya influencia en toda la poesía universal posterior es inmensa. Asimismo, también se dedicó a la prosa, con la novela «La Fanfarlo» y el ensayo sobre drogas «Los paraísos artificiales», y en su haber también hay apuntes a modo de diario, aforismos que ahora se recogen en un volumen precioso, «Dibujos y fragmentos póstumos» (editorial Sexto Piso).

En él, el escritor mexicano Ernesto Kavi ha seguido la dispersa senda de los dibujos de Baudelaire, logrando reunirlos todos, tanto los que se publicaron en su día, póstumamente, como los pertenecientes a colecciones privadas. «Baudelaire siempre creyó que el hombre debía ocuparse sólo en cultivar la belleza, en satisfacer sus pasiones, en sentir y en pensar», dice el traductor, que tras los interesantes bocetos del poeta (retratos y autorretratos, sobre todo) edita los manuscritos con los que esa idea se materializa con diafanidad. «Proyectiles» y «Mi corazón al desnudo» –fragmentos que ya tradujo Rafael Alberti en 1943; él los llamó «diarios íntimos»–, más «Pensamientos y aforismos», «Ideas y listas de obras» o «Proyectos de prefacio a “Las flores del mal”» son algunos de los bloques en los que Kavi divide la obra fragmentaria de Baudelaire, que abarca el periodo 1854-1866. Una edición, asegura, que «es la primera en publicar estas notas tal y como Baudelaire las dejó después de su muerte».

Por eso mismo, se trata de anotaciones desordenadas, con correcciones y en algún caso frases repetitivas, aunque siempre iluminadoras en grado sumo para el aficionado del que se consideró un alma gemela de Edgar Allan Poe, el otro poeta maldito por excelencia de la época, al otro lado del océano, y que aparece en estas páginas varias veces como ejemplo y faro de una andadura extravagante y desdichada, pero por encima de todo poética y libre.

Publicado en La Razón, 15-X-2012

jueves, 11 de octubre de 2012

La bondad ante todo


Cada día que pasa, aquel hombre forjado en mil oficios que se consagró a escribir, a observar la naturaleza, a vivir dos años y dos meses en una cabaña frente a la laguna de Walden Pont, en Concord, es más consolador y estimulante. El traductor Antonio García Maldonado y los editores de Errata Naturae han hecho un trabajo espléndido trayendo al castellano, con un prólogo y aparato de notas excelentes, este conjunto de misivas que Thoreau envió a su amigo Harrison G. O. Blake, al que había conocido en casa de R. W. Emerson y con el que compartirá excursiones y se carteará entre 1848 y 1861, año de la muerte del autor de «Desobediencia civil».

Unas cartas de un maestro a su discípulo, aunque Thoreau y su admirador casi tuvieran la misma edad y una misma formación en Harvard. Se aporta la única epístola de Blake que se conserva, donde éste interpreta maravillosamente las intenciones y el talante de aquel que se definió como «inspector de ventiscas y diluvios». Thoreau, por su parte, habla de su creencia en la simplicidad y autoconfianza, de la bondad propia como el mejor ejemplo de cara a los demás. Su propuesta de mirar la vida desde su esencia, eliminando las necesidades autoimpuestas, se abre paso con una inteligencia y belleza conmovedoras y, al cerrar el libro, nuestra alma ha logrado una plenitud que no tenía antes.

Publicado en La Razón, 11-X-2012

martes, 9 de octubre de 2012

Un adolescente entrevistó a T. M.


Hace siete años, un adolescente que ni siquiera conocí en persona, me hizo un cuestionario para un trabajo de instituto. Bajando a las catacumbas de los documentos desperdigados en el ordenador, me encuentro con ello, y lo desentierro para hacerlo vivir aquí; tal vez alguna idea de las que aparece aún diga algo de mí, bueno o malo, quién sabe.

¿En tu vida predomina un sentimiento religioso?
A veces creo que el ateísmo es la mayor fe, pues la creencia en la nada es más angustiosa, más profunda que el hecho de rendir pleitesía a un dios concreto bajo los parámetros culturales y protectores de una religión. Mi vida no toma partido religioso, pero atiende a cualidades cristianas –y a la literatura de su Biblia–, como la entrega al prójimo, y a posiciones budistas próximas a una sabiduría sensata y hondamente humana.
¿Qué acontecimiento ha marcado más tu vida?
Uno interior, poderosísimo: la soledad en sus manifestaciones más complejas, extensas y terribles, desde que tengo uso de memoria; otro externo, la desaparición definitiva y la aparición salvadora de ciertas personas, que son al fin y al cabo las que forman el camino por el que andamos, las que marcan nuestros sentimientos y temores.
Si pudieras pedir tres deseos, ¿cuáles serían?
Morir tarde, y antes que mis hijas. Que todos aquellos a los que quiero disfruten de salud suficiente para vivir dignamente. Conservar la curiosidad y la sensibilidad.
¿Cuál es la regla de oro que rige tu vida?
Si la hay, no es una sino muchas, y son inconscientes: ser consecuente con los pensamientos y acciones propios; ser paciente, tolerante y leal con los demás; vivir cada momento con intensidad, pues todo se acumula, todo se convierte en memoria y experiencia, y así es posible mejorar como persona.
Si volvieras a nacer, ¿qué cambiarías en tu vida?
Tal planteamiento es, aunque fascinante, pues remite a un viaje en el tiempo y en el espacio, absurdo, dado que vivir siendo consciente plenamente de lo que haces o de lo que va a pasar sería insoportable. Es posible vivir porque desconocemos qué será de nosotros mañana, y el ayer no hay que despreciarlo pese a sus errores. De lo contrario, nos volveríamos locos o sólo querríamos suicidarnos.
¿Cuál ha sido el peor invento de la humanidad?, ¿y el mejor?
El peor, incuestionablemente, las armas que matan a otras personas, además cada vez de forma más rápida y escalofriante. El mejor seguramente sería el primero, el que dio pie al resto, la rueda.
¿Qué personaje de la historia te hubiera gustado ser?
Admiro un millón de cosas en muchísimos personajes históricos, sobre todo dentro del mundo del pensamiento y las artes, pero jamás quisiera ser otra persona; prefiero aceptarme a mí mismo pese a todo y, como esos seres que admiro, ser capaz de explotar el talento inherente a mi condición de humano y convertirme en alguien del que mis amigos y familiares no hayan de avergonzarse demasiado.
¿Desde tu punto de vista cuál es el mayor  problema de la sociedad?
La falta de educación, reflexión, modales, decoro, etcétera. Es decir, creo que el origen de todos los males sociales, centrándonos en nuestros ambientes acomodados occidentales (o sea, en los países que son ricos gracias a la miseria y hambruna de tantos millones de seres en gran parte del planeta) radica en una escasa preocupación por cuidar las formas personales: la inteligencia, la amabilidad, la búsqueda de un criterio propio, todo aquello que nos hace civilizados y no simples animales que comen, duermen, trabajan o pierden su vida mirando la televisión o enfadándose por tonterías. Si no hay un trabajo íntimo, espiritual, moral, no es posible entender al otro, no es posible comprender lo cercano y lo lejano, no es posible relativizar las cosas y pensar que, en definitiva, somos hijos de la fugacidad.
¿Cuál es la situación más difícil a la que te has enfrentado en tu vida?
A la vida misma, desde niño, llena de atroces experiencias que es del todo indebido apuntar aquí. Pero tal vez esa situación extrema capital me esté esperando en algún momento del destino. Lo que le pasa a un hombre, le pasa a todos los hombres, en definitiva.
¿Si no tuvieras que trabajar qué harías?
Como mi actividad no la considero un trabajo, tal como lo entiende la sociedad, seguiría haciendo lo mismo que hago ahora.

sábado, 6 de octubre de 2012

Viaje delirante a Suiza


Apareció hace treinta años en inglés y ahora se recupera la traducción que Jordi Fibla publicó en Versal en 1985 de «Cosas transparentes», la penúltima novela de Nabokov que vio la luz. En 1969 éste había ofrecido «Ada o el ardor», y según su biógrafo Brian Boyd, «quería que su nueva novela fuera lo más distinta posible de la anterior: en lugar de una historia amorosa extensa y profusa, unos pocos rincones venidos a menos de los alrededores más cercanos de su Suiza». Es en este país donde Nabokov pasa sus últimos años y donde ubica las andanzas de Hugh Person, un editor que viaja al país helvético para entrevistarse con un escritor y preparar su siguiente obra.

La compleja voz narrativa, coral y fantasmagórica, y el extravagante argumento, pleno de pesadillas y observaciones delirantes, asombrarán hasta al lector más abierto de miras, porque el ruso desconcierta siempre a la busca de esa sensación de extrañamiento que reconocía llevar a cuestas. Lo hace a través de su antihéroe, «metódico y pulcro», aunque «un antropoide singularmente inepto», con «mediocre potencia» en materia sexual y sonámbulo, el cual se enamora de la fría e infiel Armande. Solamenteun mago del artificio literario como Nabokov hubiera podido firmar esta obra en la que el amor es risible, los juegos de palabras se suceden y el tono experimental envuelve una atmósfera tan fúnebre como lúdica.

Publicado en La Razón, 4-X-2012

jueves, 4 de octubre de 2012

Los versos del azar


Antes de que en los años ochenta surgiera la voz narrativa de Paul Auster, una de las más atractivas y coherentes que hemos conocido en los últimos treinta años, otra voz habló en el mismo hombre: concisa y densa, estaba hecha de versos, y éstos formaron poemarios breves que crecieron en los setenta: «Radios», «Exhumación», «Escritura moral», «Desapariciones», «Efigies», «Fragmentos del frío» y «Aceptando las consecuencias». Títulos que ignorarán incluso la mayoría de los incondicionales de Auster –y son legión– pero que serían instrumentales para que naciera «La trilogía de Nueva York» (1985-86). Muy significativamente, esta «Poesía completa» acaba cronológicamente con un escrito que podríamos considerar poemas en prosa, datados en 1979: «Espacios blancos». 

He aquí la transición del poeta al prosista. Hace quince años, el prologuista en esta edición, Jordi Doce, ya había ofrecido en castellano el libro austeriano de poemas y ensayos de 1970-1979 «Groundwork» con el nombre de «Pista de despegue». Ahora, en la introducción, detalla que aquel término puede interpretarse como «cimiento, trabajo preliminar o, incluso, trabajo de “preparación”. A primera vista, el título no puede ser más explícito: el poema, o el ensayo, como preludio y cimiento de lo que más adelante dará en relato y prosa de ficción». Incluso el propio Auster ha declarado que la escritura poética le llevó a la narrativa. Unos poemas, sin embargo, que no pueden ser más distintos que sus tramas novelescas, claras y fluidas pese a estar encuadradas en complejas estructuras: poesía oscura, según él mismo, muy influida por los simbolistas franceses desde que de joven empezó a traducir a Baudelaire, Rimbaud y Verlaine.

Doce realiza un paralelismo entre la mirada del fotógrafo Auggie Wren, de la película «Smoke», y la mirada poética de Auster. Una escena, la de este personaje que fotografía cada día la misma esquina de una calle de Nueva York, que sintetiza las inquietudes literarias de Auster, ya sean poéticas o narrativas: «los problemas del azar y la identidad, la disolución del yo en el discurso, la distancia entre mundo y lenguaje». De ahí que el inicio de cada poema sea una invitación enigmática, unas palabras casi tomadas por azar, como dice tan acertadamente su traductor, que arrastran al resto hacia un desarrollo poemático muy personal, complicado en su sintaxis y metáforas: la otra cara de aquel que abandonó la poesía y la dramaturgia cuando sintió, como ha contado, una «revelación» y se adentró en la narrativa.

Publicado en La Razón, 4-X-2012

martes, 2 de octubre de 2012

Un viejo cuento de juventud


SABBATUM

Te habrás despertado casi de forma intuitiva, habrás subido la persiana y el sol te habrá cegado un instante. Después, habrás andado al lavabo y saldrás un poco más tarde aún con la toalla secándote la cara. Te habrás puesto, como cada sábado, la misma camisa, los mismos pantalones, la misma cara programada para los sábados. Habrás cogido el carro de la compra y, ya al borde de la puerta de casa, te habrás parado delante del espejo ovoide que cuelga de la pared para confirmar el aspecto que pensabas que tenías mientras te estabas vistiendo y lavando. Asentirás por dentro. Estarás muy quieto, en el interior del ascensor, con tu mano derecha apoyada en el mango del carro y con la otra esperando en tu cintura a que el corto descenso finalice, y antes de abrir la puerta y escuchar el ruido de parada que tú ya conoces (hay ruidos mecánicos que nos son familiares o diarios: la sartén friendo, los muelles de la cama, el silbido al apagar el televisor, el susurro de algún armario al cerrarse o abrirse, el sonido del ascensor...) tendrás proyectada toda la jornada en tu vulgar imaginación. Luego irás caminando por la calle sin prisa, quizá hayas dado los buenos días a alguna vecina aunque a esas horas no ves a demasiada gente (esa es otra de las cosas que te recuerdan que estamos a sábado por la mañana y que estás bajando por la calle con el carro camino del mercado sabiendo tu aspecto). Antes de entrar habrás visto vendedoras ambulantes y paradas de fruta en la acera, alguien te habrá ayudado a abrir una de las puertas viendo que uno de tus brazos está ocupado, gracias, y habrás subido unos pocos escalones sin esfuerzo. Ya te habrá entrado todo el escándalo de un mercado: gente como tú, acompañados de un carro como si fuera un animal doméstico que hay que pasear, las voces de los vendedores, fuertes y enérgicas, el olor a veces a pescado fresco o a queso, o a tabaco y café si pasas al lado del bar donde también se grita, y sobre todo mujeres de todas las edades pero especialmente mayores, con los brazos cruzados sobre el bolso esperando su turno, y también algunos pocos hombres (si van con su mujer, ellos arrastrarán el carro, si no, también). Habrás caminado por el centro de los pasillos de ese pequeño pueblo que es un mercado (se te acaba de ocurrir la comparación y te sonríes aprobando tu ocurrencia rápida aunque inútil, ya que nadie te ha leído el pensamiento) y a veces te acercarás un poco más a los puestos y verás de cerca la comida y alguna de las mujeres que, con el bolso aplastado en el pecho, quizá mayor y quizá junto a un hombre apagado y silencioso que se apoya en el carro como un vigilante holgazán, te dirá yo soy la última joven y qué calor esta mañana y ya le decía a mi marido que hoy al levantarme un dolor en la rodilla terrible y que mi hija hoy vendrá a comer sabe y claro como Julián pobre qué fiebre oiga y qué buena pinta tienen esos melocotones ¿no cree? Y habrás mirado al marido, y él te habrá puesto una cara que comprendes perfectamente porque tú también pondrías esa cara si te apoyaras en un carro junto a la esposa que habla sola con un recién llegado un sábado por la mañana, y tú ensayarás un par de sonrisas y habrás tratado de ser educado, pero al fin habrás pedido tu lechuga y tus pimientos rojos, habrás pagado ya con la calma de la ausencia (la ausencia nos da la calma porque no experimentamos la tensión de un ser próximo) y habrás continuado tu itinerario habitual hasta detenerte en la charcutería: la primera cosa en la que has pensado justo al despertarte ya sabiendo que era sábado y la ropa que iba a meterse en tu cuerpo después de soportar cinco días enseñando latín en el instituto; y con gran fingimiento te habrás entretenido en caminar lentamente para echar un vistazo a la ternera y a las salchichas, poniendo la cara interesante de los sábados y rectificando la posición de las gafas al acercarte a la mercancía, y apoyándote ágilmente en el mango de tu carro y diciendo de forma seductora sí señora el último soy yo, y todo eso mientras tu mirada permanece pendiente (con extremo disimulo) a los movimientos de la dependienta de la que estás enamorado desde el día que la viste cortar un pollo con un hacha (de esas que tanto miedo te daban cuando eras un niño) y entonces la mujer descuidó su atención porque estaba hablando, un poco girada su cabeza, y entonces el filo del hacha impactó en su mano y no en el pollo y tú estabas muy cerca, enfrente, la sangre había irrumpido sobre tu cabeza, en tu boca entreabierta, pero tú te quedaste absorto ante aquella heroína charcutera que aguantaba su dolor como podía, y tú nunca olvidarás sus lágrimas cayendo por sus mejillas y suicidándose desde su cuello al escote del vestido, su aspecto desmayado y modernista. Cuando vuestras miradas se cruzaron en el aire, tú con el rostro rojo y ella envuelta en su sufrimiento sensual y mágico (eso pensaste), sacaste un pañuelo y te limpiaste, y cada sábado has estado volviendo por la mañana pero no te has atrevido nunca a hablar con ella de otra cosa que no fuera carne, y ahora habrás pensado en aquel día y te gustará adivinar la forma de sus pechos y el perfil de su cintura y la rigidez o blandeza de sus piernas, aunque por el momento sabes cómo son sus dedos (gruesos, rudos) y su piel seca con granos y su boca que esconde dientes asimétricos en labios lineales, y su nariz huesuda y su cabello teñido aún no sabes de qué color y esa duda enriquece tu admiración, y siempre la vas a ver más hermosa. Pero eres un cobarde, nunca te atreverás a enseñarle tus versos inspirados en ella, ni por supuesto a besarla y juntar vuestros respectivos bigotes. Sólo te atreves a recordarla horas más tarde, sentado en la mesa frente al pollo de los sábados, y cada uno de tus bocados, cada una de las veces en las que masticas el pollo te habrá parecido que saboreas su cuerpo, la comida será un placer, una forma de amar, un camino por donde el deseo se consuma. Y te consuelas pensando que regresarás dentro de una semana. Y yo ya sé por qué odias el pescado.