jueves, 31 de enero de 2013

Ideas con trescientos años de vida


Nunca el pensamiento de Jean-Jacques Rousseau ha estado de tanta actualidad. En estos tiempos de crisis globalizada, de pérdida de valores, de ética rebajada, las ideas del polémico y célebre intelectual siguen asomándose, trescientos años después de su nacimiento, con una fuerza absoluta. No en balde, dijo que la auténtica humanidad había que encontrarla en el orden moral, y que las religiones eran el fundamento de esa moral, cuyos méritos cabía poner en práctica de continuo mediante actos virtuosos. Así lo expresó en un texto incluido en Profesión de fe del vicario saboyano y otros escritos complementarios (editorial Trotta), el cual, junto con Escritos políticos, que pone el acento en la necesidad de una educación cívico-política para que no degeneren las instituciones democráticas, ofrece cuestiones que hoy siguen debatiéndose por su vigorosa utilidad.

Rousseau es, para muchos filósofos contemporáneos, uno de los constructores del Estado moderno, uno de los pioneros en reflexionar sobre cómo el individuo ha de buscar su realización personal dentro de un colectivo. “Ciudadano de Ginebra”, escribía junto a su nombre cuando firmaba, y esta ciudad suiza que le vio nacer el 28 de junio de 1712 le dedicó lo que se llamó “Año Rousseau”; de tal manera que, con el lema “2012 Rousseau para todos”, presentó un programa repleto de espectáculos musicales y teatrales, exposiciones y coloquios, a lo que se añadieron otras ciudades helvéticas importantes para el escritor ilustrado como Neuchâtel e Yverdon, que cuentan con manuscritos que acaban de ser considerados por la UNESCO como patrimonio de la memoria universal.

La celebración de los llamados “banquetes filosóficos”, en los que se debatieron aspectos de la vida y obra de Rousseau, se complementó con seis paseos guiados que recrearon las caminatas de las que Rousseau dijo sacar gran provecho a la hora de meditar y que recorrieron sus temas más importantes a lo largo de Ginebra, un lugar este, sin embargo, en el que no cuajó su mirada progresista. Y sin embargo, tal temperamento en la actualidad es un espejo en el que reflejarse, y no sólo en Europa, sino también en América: en Sao Paulo, se preparó un gran encuentro sobre el escritor, pues según François Jacob, director de la Biblioteca Rousseau en Ginebra, Brasil interpreta bien al autor de la novela pedagógica Emilio o De la educación (1792) al comulgar con sus ideas sobre la Naturaleza y su busca de una identidad política. Por su parte, Estados Unidos también acogió este tricentenario, dado que su Constitución le debe mucho a la obra El contrato social (1762); así, la Biblioteca del Congreso de Washington organizó varios actos el pasado verano para recordar a un hombre cuyas afirmaciones fueron recibidas a veces con hostilidad.

Y es que jamás su voz y comportamiento se adaptaron bien a la sociedad dieciochesca. Su vida fue realmente intensa y hasta aventurera; su madre había muerto al darle a luz, y su padre siempre andaba metido en problemas debido a una serie de reyertas de agrias consecuencias, de modo que estuvo al cuidado de un tío hasta que, con dieciséis años, se fugó de su ciudad natal, recabando en casa de un sacerdote católico en Saboya, quien le presentaría a la suiza Madame de Warens, la cual a su vez lo acogería en Annecy. Esta señora, además de ayudarle a recibir una buena educación, sería su amante algún tiempo más tarde, pero, en 1740, Rousseau iba a dejar la casa de su protectora para encaminarse hacia París, donde malvivió mediante diferentes empleos, contrajo matrimonio con una costurera llamada Thérèse Levasseur, con la que tendría varios hijos ―y a los que abandonaría en hospicios― y conoció, entre otros intelectuales de renombre, a D’Alembert, Voltaire y Diderot.

En 1750, ganó un concurso organizado por la Academia de Dijon por su Discurso sobre las ciencias y las artes, texto con el que se da a conocer en los círculos literarios y al que le seguirá el controvertido Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres (1755). Pero antes ha acontecido uno de los fenómenos intelectuales más importantes de todos los tiempos: después de tres años de lucha contra la censura y la Iglesia, buscando impresores de calidad, que escaseaban en la época, en 1751, aparece el primer volumen de la Enciclopedia. Un gran proyecto que también sufrió dificultades a la hora de contactar con los que firmarían los artículos. A este respecto, Rousseau ofrece una visión muy particular de cómo se generó el encargo de escribir parte del primer volumen: «Estos dos autores [Diderot y D’Alembert] han estado trabajando en un Dictionnaire Encyclopédique, que inicialmente se suponía que sería una mera traducción de Chambers, similar a la del Dictionnaire de Médecine de James, que Diderot acaba de traducir. Quería que yo colaborara con algo a esta segunda empresa, y me ofreció los artículos sobre temas de música, que acepté y que realicé con grandes prisas y muy apuradamente durante los tres meses que nos había dado a mí y a los demás autores que se suponía que trabajaban en el proyecto, pero de los cuales fui el único que lo concluí en el tiempo convenido. Le envié mi manuscrito, que había hecho copiar por un lacayo de Monsieur de Franceuil, llamado Dupont, que escribía muy bien y al que pagué diez escudos de mi bolsillo, los cuales nunca me reembolsó. Diderot había prometido devolvérmelos a cuenta de los libreros, pero nunca volvió a mencionarlo, y yo tampoco lo hice». En efecto, a Rousseau le correspondieron los 20 textos sobre música, muy lejos de los 1.978 artículos que Diderot dedicó a todo tipo de asuntos –artesanía, metafísica, filología, botánica, mecánica–, de los 199 artículos en el haber de D’Alembert, que se especializó en matemáticas, geometría y astronomía, y de los 484 artículos de un autor hoy muy olvidado, Edme-François Mallet, consagrado a la redacción de los textos sobre teología e historia antigua.

Luego, durante los años 1756 y 1757, Rousseau disfrutará de la protección de la escritora Madame d’Epinay en el Hermitage, un pabellón ubicado en un parque en la zona de Montmorency. A esas alturas, sus discrepancias con Diderot le hacen separarse de modo definitivo de los enciclopedistas, tal como reflejan las cartas que dirigió a sus colegas al respecto de las continuas disputas y polémicas que suscitaba el gran proyecto; de hecho, llegó a redactar diatribas en contra de Voltaire y D’Alembert, la Carta acerca de la providencia (1756) y la Carta sobre los espectáculos (1758), respectivamente. Sigue en Montmorency, como huésped del mariscal de Luxemburgo, y se dedica sobre todo a su obra. Una obra compuesta de teorías políticas mal vistas o de argumentos sospechosos de indecencia, todo lo cual le creará muchos problemas ante las autoridades e incluso frente a otros escritores. De este modo, el arzobispo de París ordena su arresto, y huye a Suiza, para luego ir a Londres, en 1776, donde encuentra la ayuda de David Hume. Sin embargo, hasta con el filósofo inglés acaba enemistándose, volviendo a París para pasar sus últimos años trabajando como copista de música, muriendo inesperadamente en el castillo de Ermenonville, en 1778, al cuidado del marqués de Girardin. Nadie podría presagiar en ese año que su legado iba a influir poderosamente en el mundo de la sociología, la filosofía, la literatura o la ética. Y es que aún se discute si, como dijo este precursor de la educación moderna, el hombre es bueno por naturaleza y es la sociedad la que lo encadena. ¿O será al revés?

Publicado en la revista Clarín
(núm. 102, noviembre-diciembre 2012)

miércoles, 30 de enero de 2013

Entrevista capotiana a José Manuel Camacho


En 1972, el escritor estadounidense Truman Capote (1924-1984) publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama 1999), y en él el autor de A sangre fría se entrevistaba a sí mismo con especial astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la siguiente «entrevista capotiana», con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de José Manuel Camacho.

Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamás de él, ¿cuál elegiría?
El Hogar.
¿Prefiere los animales a la gente?
Ésa es una invitación a la misantropía que, a estas horas y ya en pijama, me va a permitir declinar.
¿Es usted cruel?
No, por falta de convicción.
¿Tiene muchos amigos?
Pues no (qué vergüenza).
¿Qué cualidades busca en sus amigos?
La risa, sobre todo la risa. Pero no una cualquiera; soy extremadamente exigente en cuanto a la risa.
¿Suelen decepcionarle sus amigos?
Cada vez menos.
¿Es usted una persona sincera?
En la mayoría de ocasiones, por pereza. Pero no siempre, no vaya usted a pensar que soy un descarriado.
¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre?
Voy a responder con unas palabras de Agustín de Hipona: “Si no me lo preguntan, lo sé; pero si me lo preguntan, no sé explicarlo”.
¿Qué le da más miedo?
Mis rincones oscuros.
¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le escandalice?
Lo mismo que a cualquier hijo de vecino. Y, por cierto, escandalizar está sobrevalorado.
Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida creativa, ¿qué habría hecho?
¿Decidir ser escritor? ¡Pero qué dice, yo nunca hice tal cosa!
¿Practica algún tipo de ejercicio físico?
Debería.
¿Sabe cocinar?
No me queda más remedio. Eso sí, he caído en la cuenta de que, en la mayoría de los casos, para hacer algo más elaborado necesitamos una excusa, cocinar para otros. Esto es como el veto ancestral de la masturbación. Hay que cocinarse mejor. Qué analogía tan tonta.
Si el
Reader’s Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un personaje inolvidable», ¿a quién elegiría?
Algún santo de los de la vieja escuela. Por regla general, son mucho más interesantes que los asesinos.
¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de esperanza?
Sí.
¿Y la más peligrosa?
Sí.
¿Alguna vez ha querido matar a alguien?
Sí, pero me bastó con la fantasía. Fue un crimen “platónico”, si se me permite la vulgaridad.
¿Cuáles son sus tendencias políticas?
Decididamente pragmáticas. La política es un instrumento que se empeñan en cargar de ideales.
Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser?
Bosque.
¿Cuáles son sus vicios principales?
Mis obsesiones.
¿Y sus virtudes?
Mis obsesiones.
Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del esquema clásico, le pasarían por la cabeza?
Mi rostro.
T. M.

martes, 29 de enero de 2013

Una vida gris en cómic


El baúl en el que Fernando Pessoa, fallecido en 1935 a los cuarenta y siete años, fue guardando miles y miles de páginas escritas de forma caótica y que conservó su hermana durante décadas, sigue abierto. El día antes de morir en un hospital de cirrosis hepática, escribiría en inglés quizá la frase más sincera de su vida, sin la excusa de ningún heterónimo, esos personajes en los que se desdobló para multiplicar su voz literaria: «No sé lo que el mañana me traerá.» Para los investigadores, el mañana del poeta ha ido trayendo continuos descubrimientos desde que se descubriera el arcón con sus tesoros literarios. El último, una serie de cuarenta y tres escritos de carácter histórico que aún eran inéditos y que hace pocos meses aparecieron en una editorial lisboeta con el título Sebastianismo e Quinto Império, sobre «la dimensión mítica de la nacionalidad portuguesa», en palabras de sus editores.

El célebre baúl, más los cuadernos donde Pessoa escribía con letra apretada poemas, prosas, minicuentos, aforismos, todo un caudal literario de complejísima transcripción e inapreciable riqueza literaria, pudo contemplarse en la exposición «Pessoa, plural como el universo», a inicios del año 2012, con sede en la Fundación Gulbenkian, en Lisboa, y que recordó a la maravillosa «Las Lisboas de Pessoa» (Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona, 1997). La muestra, procedente de Brasil, se organizó a partir de cabinas en las que aparecían los heterónimos pessoanos más importantes; Todo un «drama em gente», como él mismo lo definió, que nació un «día triunfal» de 1914 en el que tuvo la visión de convertirse en varios escritores, cada uno con su personalidad, biografía y estilo literario propios.

Pessoa jugó a «otrarse» (el neologismo es suyo), a ser continuamente otro. De uno de esos álter egos, Bernardo Soares, en una carta de 1935 a su amigo Adolfo Casais Monteiro, dijo: «Soy yo menos el raciocinio y la afectividad.» Pessoa es también y no es el estoico y horaciano Ricardo Reis cuando afirma: «Somos cuentos contando cuentos, nada», y Alberto Caeiro, el poeta de la naturaleza que asegura no encontrar un sentido oculto tras las cosas, o el futurista Álvaro de Campos. Todos forman un solo amigo íntimo de las tabernas lisboetas que el escritor frecuentaba, porque cada uno de ellos todavía nos habla del desconcierto humano, de la ambigüedad y del tedio que el hombre arrastra. Quien lea «El guardador de rebaños» de Caeiro, entenderá que no hay nada que entender; quien recorra las odas de Reis se dirá: «Pensar con el sentimiento, sentir con la inteligencia: las dos cosas son enfermizas»; y quien visite el «Estanco» de Campos, quizá se reconozca en los versos: «No soy nada. / Nunca seré nada. / No puedo querer ser nada». En suma, el lector también se hará un fingidor de sí mismo.

Estas diferentes máscaras de un ser enclaustrado en una vida gris de oficinista soltero y que apenas publicó en vida ha sido llevada con brillantez al relato gráfico por Laura Pérez Vernetti (Barcelona, 1958) en Pessoa & Cia. Primero, la historietista –que ya había dado muestras de interés por el mundo literario al haber adaptado obras de Borges, Maupassant y Baldwin– ofrece un breve recorrido en blanco y negro por la trayectoria del autor: nacimiento, temprana muerte del padre, segundas nupcias de su culta madre con un cónsul, infancia y adolescencia en Sudáfrica, regreso a Portugal, entrega introspectiva a las letras, invención de heterónimos y fin por culpa de un cólico hepático complicado por el abuso del alcohol. Después, interpreta a color varios poemas extraordinarios: «Nubes», «Lidia», «Tránsitos» y «Amar es pensar», más tres prosas del inclasificable «Libro del desasosiego»: «La oficina amplia», «Mi familia» y «La estupidez».

Y todo, con un prefacio del poeta Jesús Aguado, que habla de su colega en estos términos: «Pessoa es el gran hipnotizador del siglo XX: leer un texto suyo, por mínimo que sea, le hace a uno entrar en un trance del que no podrá salir jamás». Para quien no ha pasado por esa experiencia trascendental aún, he aquí una posibilidad de aproximarse a una obra que no se acaba nunca y que, como una caja de Pandora benigna, no para de proporcionar sorpresas desde un arcón aún entornado.

Publicado en la revista Clarín 
(núm. 102, noviembre-diciembre 2012)

lunes, 28 de enero de 2013

Entrevista capotiana a Mario Cuenca Sandoval


En 1972, el escritor estadounidense Truman Capote (1924-1984) publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama 1999), y en él el autor de A sangre fría se entrevistaba a sí mismo con especial astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la siguiente «entrevista capotiana», con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de Mario Cuenca Sandoval.

Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamás de él, ¿cuál elegiría?
Estoy tentado de decir que en casa, con mi familia, con mis libros. Pero, como se trata de un experimento mental, escogeré uno de esos palazzi venecianos, el más decadente.
¿Prefiere los animales a la gente?
No, en absoluto. Y no entiendo a quienes responden sí a esta pregunta.
¿Es usted cruel?
Sobre todo conmigo mismo. Me juzgo de una forma muy severa. Pero creo que eso, al menos en algunos tramos del proceso creativo, resulta bastante útil.
¿Tiene muchos amigos?
No muchos. Las amistades hay que cuidarlas. Y yo he elegido una forma de vida demasiado solipsista. Y además mis mejores amigos están lejos, por azares de la vida. Circunstancia a la que se añade mi incapacidad para mantener conversaciones fluidas por teléfono. Una manía como otra cualquiera.
¿Qué cualidades busca en sus amigos?
No los someto a ninguna selección. Confío en la empatía.
¿Suelen decepcionarle sus amigos?
No. Intento evitar sentimientos de ese tipo. Esperar mucho de los demás no es que sea imprudente, es que es injusto con ellos.
¿Es usted una persona sincera?
Soy sincero, pero también bastante hermético. Y no hay contradicción entre ambas cosas.
¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre?
Con tópicos burgueses. Lectura y cine, sobre todo. Me gustaría poder viajar más de lo que lo hago -otro tópico-.
¿Qué le da más miedo?
La enfermedad. Y la muerte, sin duda. Y no hablo solo de la mía. Ni siquiera la mía en primer lugar. Seguramente la de mis hijas en primer lugar, por encima de todas las muertes posibles.
¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le escandalice?
Me escandaliza la impunidad de algunos genocidas, por ejemplo.
Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida creativa, ¿qué habría hecho?
No lo sé, e incluso me da miedo pensarlo. Le ruego que no me obligue a pensarlo. Me aterra.
¿Practica algún tipo de ejercicio físico?
Francamente, no. Salta a la vista. Salvo que mi paseo matutino se incluya en esa categoría.
¿Sabe cocinar?
Un poco. Cocina de supervivencia, nada muy elaborado. Arroces, pasta, sopas, guisos... La cocina requiere de una intuición de la que yo carezco, así que no puedo ir más allá de recetas muy simples.
Si el Reader’s Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un personaje inolvidable», ¿a quién elegiría?
Escogería a Ernest Shakelton, o a Mallory, o a Amundsen y Scott, a alguno de los grandes aventureros del siglo pasado.
¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de esperanza?
Pan. Es muy sencilla y humana. Y creo que en muchas partes del mundo suena aún más esperanzadora. Además remite a algo más abstracto; me gusta la definición del ser humano que ofreció Hesíodo -“animal que come pan”- porque recoge hacia sí la inventiva de nuestra especie.
¿Y la más peligrosa?
Verdad.
¿Alguna vez ha querido matar a alguien?
No, en serio. O al menos no por razones morales. Por razones estéticas, sí. Musicales, sobre todo. Soy muy intolerante en cuestiones musicales.
¿Cuáles son sus tendencias políticas?
Soy un hombre de izquierdas que todavía no ha encontrado la sección o el departamento en el que debería ubicarse, porque suelo discutir con los ocupantes de todos.
Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser?
Supongo que, si pudiera ser otra cosa, me daría igual. Las demás me resultan intercambiables.
¿Cuáles son sus vicios principales?
La exigencia. La practico sobre todo conmigo mismo.
¿Y sus virtudes?
La exigencia. La practico sobre todo conmigo mismo.
Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del esquema clásico, le pasarían por la cabeza?
La primera vez que vi una pantalla de cine. Una cena en una terraza del Quai de Montebello en que nos calló una tromba de agua y los turistas nos arremolinamos a las puertas del restaurante. Algunas mañanas con mis hijas. La nieve de mi niñez. Esas cosas.
T. M.

viernes, 25 de enero de 2013

Los paisajes de la locura


El paseante siente la sangre del cielo, dijo de su célebre cuadro “El grito” Edvard Munch. Fue en 1893 cuando el noruego reflejó en un lienzo la esquizofrenia, al individuo perdido que, sin saber encajar en la sociedad, se vuelve vagabundo de cuerpo y espíritu. Muy lejos de allí, al año siguiente, llegará a París otro nórdico –de Estocolmo, para más señas– demente, amigo del pintor y al que le unía el amor por una misma mujer, un hombre sin brújula que oye voces y chillidos a su alrededor: el químico y escritor August Strindberg, quien se consagrará a la soledad, a la miseria, a una crisis que luego cobraría forma de un libro que titularía “Inferno” (la editorial Acantilado lo publicó hace algunos años). Igual que el nombre de uno de sus cuadros, de 1901, reproducido en este volumen misceláneo en el que conocemos otras facetas del narrador, poeta y dramaturgo: su pasión por la imagen, a través del pincel o de la cámara fotográfica.

Así, Simon Zabell, en un prólogo magnífico, contextualiza las pinturas de Strindberg desde el punto de vista de su carácter visionario, moderno, anticipador. Así, lo emparenta con el amigo citado: «En 1893 Strindberg pintó uno de sus cuadros más representativos, “La noche de los celos”, y se lo regaló a la que pronto se convertiría en su segunda esposa, Frida Uhl. Dos años más tarde su amigo Edvard Munch trataría el mismo tema en su pintura “Celos”»; un cuadro que muestra un estilo, dice el artista malagueño, que bien podría calificarse de expresionismo abstracto, al que se adelantaría medio siglo. Asimismo, lo vincula con el André Breton que, en 1924, escribiría sobre la escritura automática en el “Primer manifiesto surrealista”, y al fin, con vanguardistas de la Escuela de Nueva York como Jackson Pollock y Mark Rothko.

De hecho, el volumen aporta reproducciones de obras de estos dos artistas, para que el lector pueda establecer concomitancias con ellos y la labor pictórica –autodidacta– de Strinberg, que en general tendió en efecto a las pinceladas que hoy calificaríamos de abstractas y al paisajismo (en lienzos verticales, lo que iría en contra de lo estándar para este género). Por otra parte, como dice el prologuista, «en 1886, el año en que se publicó “El hijo de la sierva”, su novela autobiográfica, Strindberg comenzó a autorretratarse fotográficamente. A veces se hacía acompañar por su esposa o su familia al completo, pero sobre todo su empeño era fijar su imagen de una manera poco menos que compulsiva, y que recuerda a lo que mucho después haría Andy Warhol con su propia imagen y su cámara Polaroid».

En esas instantáneas se capta al Strindberg ocultista, misterioso, creativo y desesperado. El que, con la salud mental deteriorada, en su viaje parisino, sufrió manías persecutorias, visiones y delirios, y huyó de fantasmas imaginarios, de la propia muerte. Sus aliados van a ser la telepatía, la brujería, la alquimia; sus ayudantes, el ajenjo y el bromuro potásico; su consuelo, las palabras de su redentor Swedenborg, que le confirma que el infierno está en la tierra. Strindberg vio sangre en el cielo, en su interior, en el Sena que para él era sinónimo de incitación al suicidio; todo en él es fervor, pasión, ardor: «¡Querida mía! Cree usted que no tiene talento; cree que tener talento es tener buena cabeza, inteligencia –de ninguna manera–; yo no tengo la inteligencia más aguda, pero sí el fuego: mi fuego es el mayor de Suecia y, “si usted quiere”, yo le prenderé fuego a toda esta guarida miserable», le dijo por carta a Siri von Essen, en 1876, la noble y actriz que se convertiría en su esposa entre los años 1877-1991.

Fragmentos como este y otros pertenecientes a su obra poética o narrativa, seleccionados y traducidos por Carmen Montes Cano, visten los cuadros y fotos expuestos en este particular mini Museo Strindberg: el auténtico está en el centro de Estocolmo, en el edificio en el que vivió el autor entre 1908 y 1912 y que, por cierto, sufrió el robo de “La noche de los celos” en el año 2006 a plena luz del día, como recuerda Zabell (el cuadro fue recuperado después); pero bien merece la pena asomarse a esta galería de papel y tinta, donde se respira el impulso creativo de un genio que se reinventó constantemente para seguir siendo un loco, desde la “crisis de Inferno”, como él mismo la llamó, y a lo largo de sus soledades, miserias e iluminaciones.

Publicado en La Razón, 24-I-2013

miércoles, 23 de enero de 2013

Entrevista capotiana a Manuel Vilas


En 1972, el escritor estadounidense Truman Capote (1924-1984) publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama 1999), y en él el autor de A sangre fría se entrevistaba a sí mismo con especial astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la siguiente «entrevista capotiana», con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de Manuel Vilas.

Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamás de él, ¿cuál elegiría?
Nueva York. O cualquier ciudad grande, Madrid, París. Un sitio donde pasar desapercibido.
¿Prefiere los animales a la gente?
Jamás. Siempre a la gente. Lo que pasa es que los perros para mí son personas que no acaban de hablar muy bien.
¿Es usted cruel?
No. Soy un santo.
¿Tiene muchos amigos?
Sí. La gente me quiere. No tengo tiempo para dedicárselo a tantos amigos, eso me jode.
¿Qué cualidades busca en sus amigos?
Que me amen.
¿Suelen decepcionarle sus amigos?
Nunca.
¿Es usted una persona sincera? 
No sé qué es la sinceridad. No soy un hombre serio.
¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre?
No tengo tiempo libre. Siempre estoy sufriendo.
¿Qué le da más miedo?
No le tengo miedo a nada ni a nadie.
¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le escandalice?
Me escandalizan las malas personas.
Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida creativa, ¿qué habría hecho?
Me habría muerto.
¿Practica algún tipo de ejercicio físico?
La natación y el esquí.
¿Sabe cocinar?
Un poco.
Si el Reader’s Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un personaje inolvidable», ¿a quién elegiría?
A mí mismo.
¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de esperanza?
Amor.
¿Y la más peligrosa?
Intolerancia.
¿Alguna vez ha querido matar a alguien?
Nunca.
¿Cuáles son sus tendencias políticas?
Soy marxista. El único esquiador marxista del mundo.
Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser?
Dios.
¿Cuáles son sus vicios principales?
El alcohol y el sexo sin amor.
¿Y sus virtudes?
La terquedad y el humor.
Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del esquema clásico, le pasarían por la cabeza?
No puedo morir. Es imposible que alguien como yo muera. Puedo hacerme el muerto, como mucho. Por tanto, no tendría nada de especial lo que pensase mientras me ahogase. Podría pensar en que tenía que llevar el coche a pasar la ITV, por ejemplo.
T. M. 

martes, 22 de enero de 2013

Folletín: una sorpresa cada semana


Hay mil anécdotas sobre un fenómeno que cambió el paradigma del lector literario: la novela por entregas en la prensa. Atrás iba a quedar la lectura solamente como “una necesidad vital para las clases superiores”, en palabras de Arnold Hauser en “Historia social de la literatura y el arte”, pues hacia el año 1800 el analfabetismo casi absoluto da un giro y nuevas generaciones ya no tienen que limitarse a ser meros oyentes de historias al calor del hogar por las noches, sino que han aprendido a leer y tienen unas monedas para su entretenimiento semanal: el folletín (“tipo de relato propio de las novelas por entregas, emocionante y poco verosímil”, según el DRAE).

Una de esas anécdotas se dio con «La tienda de antigüedades», de Charles Dickens, que se publicó por entregas entre 1841 y 1842; la novela exponía el destino trágico de la huérfana Nell, que emocionó a los lectores ingleses y más tarde a los norteamericanos. «Se contaba que en el puerto de Nueva York las tripulaciones y el pasaje se preguntaban de una a otra cubierta de los barcos que entraban y salían por la suerte de la pequeña Nell», apunta Andrés Trapiello. Y cosas parecidas ocurrieron en el París que vio a Dumas o Balzac escribir a destajo (a menudo con “negros” a su cargo para agilizar el ritmo de escritura).

El origen de todo ello cabe buscarlo en el periodismo londinense, a finales del siglo XVII. Al reportero robinsoniano Daniel Defoe se le ocurriría escribir una historia pensando en el lector popular, y de ahí surgiría su historia inspirada en un náufrago real, combinando realidad y aventura. Una clave que perdura hasta hoy.

Publicado en La Razón, 19-I-2013

domingo, 20 de enero de 2013

Entrevista capotiana a Eduardo Moga


En 1972, el escritor estadounidense Truman Capote (1924-1984) publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama 1999), y en él el autor de A sangre fría se entrevistaba a sí mismo con especial astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la siguiente «entrevista capotiana», con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de Eduardo Moga.

Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamás de él, ¿cuál elegiría?
En el que estuvieran mis libros. Y, si no tuviera libros, en la finca en que transcurre La belleza robada (a ser posible, con Liv Tyler dentro).
¿Prefiere los animales a la gente?
No. Es más, creo que quienes prefieren los animales a la gente padecen alguna tara moral: los animales no nos dan amor, ni cariño, ni nada de lo que se les atribuye: se limitan a ser animales; sus supuestas virtudes son proyecciones nuestras: lo que percibimos en ellos es lo que deseamos –o necesitamos– percibir. Afirmar, por ejemplo, que los perros son mejores que los seres humanos –pitbulls y demás excluidos, claro– degrada a quien lo dice.
¿Es usted cruel?
No, aunque siento la crueldad como una tentación frecuente, y, a veces, me descubro practicando alguna, como insistir en algo que sé que hiere a mi interlocutor.
¿Tiene muchos amigos?
Sí.
¿Qué cualidades busca en sus amigos?
Inteligencia, lealtad, sentido del humor, cierto nivel cultural, una conversación interesante, indulgencia y adaptabilidad, que sean buenas personas y, sobre todo, que no me juzguen.
¿Suelen decepcionarle sus amigos?
Sí, aunque me está bien empleado, por esperar demasiado de ellos, o por esperar lo que no pueden dar.
¿Es usted una persona sincera?
A veces, cuando me lo puedo permitir, y solo si es estrictamente necesario. Miento más que digo la verdad. Y reivindico la mentira, que es un gran lubrificante social. Sin la mentira, la vida civilizada sería imposible, y ni hablemos de la literatura; más aún: sin mentir, muchos no se soportarían a sí mismos. La sinceridad es una gran descortesía y, con frecuencia, una crueldad innecesaria.
¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre?
Leyendo, viendo películas, hablando con la gente a la que quiero, paseando con mi mujer, haciendo el amor, también con mi mujer.
¿Qué le da más miedo?
La muerte.
¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le escandalice?
La grosería, la estupidez, la crueldad.
Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida creativa, ¿qué habría hecho?
Yo no he decidido ser escritor: más bien me he descubierto siéndolo por una conjunción de circunstancias difusas, de índole caracterológica, biográfica y afectiva, gobernadas, en gran medida, por el azar. Del mismo modo habría podido decantarme por muchas otras ocupaciones que me siguen pareciendo atractivas: jardinero, psicólogo, actor de teatro, portero de fútbol.
¿Practica algún tipo de ejercicio físico?
Voy a un gimnasio tres o cuatro veces por semana: hago máquinas y elíptica, nado y me someto, en sesiones de spinning, al sadismo de una monitora psicópata que, en su anterior reencarnación, debió de ser obersturmbannführer en Treblinka.
¿Sabe cocinar?
No. Pero hago un pan con tomate buenísimo.
Si el Reader’s Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un personaje inolvidable», ¿a quién elegiría?
¿El Reader’s Digest aún existe? En ese caso, sobre mi padre.
¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de esperanza?
Esperanza.
¿Y la más peligrosa?
No es una palabra, sino una expresión: «Como Dios manda».
¿Alguna vez ha querido matar a alguien?
Pienso mucho en el suicidio, aunque no estoy seguro de que pensar mucho en él signifique querer matarme. También he querido suicidar a otras personas; recuerdo ahora mismo a un editor de poesía y a un ex presidente del gobierno español a los que de buena gana habría introducido en una trituradora de papel.
¿Cuáles son sus tendencias políticas?
Si he de identificarlas con una denominación clásica –y tópica–, de izquierda. Sin embargo, hoy prefiero asociarlas con todos aquellos movimientos que promuevan el sentido crítico, el uso veraz del lenguaje, la solidaridad colectiva y la justicia social, y la comprensión antidogmática de la realidad.
Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser?
Millonario.
¿Cuáles son sus vicios principales?
Si por «vicios» entendemos «defectos», el desorden mental (me gustaría pensar con mucha más precisión), la cobardía, la vanidad.
¿Y sus virtudes?
La capacidad verbal, que abarca la capacidad de escuchar; la capacidad de amar (todavía); cierto sentido de la decencia; la lealtad. Y me gusta pensar que albergo alguna elegancia en las cosas que hago.
Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del esquema clásico, le pasarían por la cabeza?
La mirada de mi madre, la mirada de mi mujer la primera vez que hicimos el amor, la mirada de mis hijos.
T. M.