viernes, 30 de agosto de 2013

Entrevista capotiana a Juan Vilá

En 1972, Truman Capote publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama, 1999), y en él se entrevistaba a sí mismo con astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la siguiente «entrevista capotiana», con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de Juan Vilá.

Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamás de él, ¿cuál elegiría?
Mi casa, supongo. De hecho no descarto la posibilidad, aunque es una idea que me asusta y hasta me produce cierto malestar físico.
¿Prefiere los animales a la gente?
No. Me gustan los animales y no concibo mi vida sin perro. Pero también me gustan cada vez más las personas.
¿Es usted cruel? Sobre todo cuando escribo y sobre todo cuando los personajes tienen algo o mucho de mí.
¿Tiene muchos amigos?
Más de los que creo. A veces tiendo a olvidarme de algunos de ellos.
¿Qué cualidades busca en sus amigos?
Generosidad y sentido del humor, entre otras cosas. Intento corresponderles.
¿Suelen decepcionarle sus amigos?
No. Rara vez me decepcionan y si lo hacen, procuro olvidarlo rápido.
¿Es usted una persona sincera? 
A veces demasiado y a veces miento, disimulo o me oculto más de la cuenta. No me llevo demasiado bien con los términos medios.
¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre?
Veo de forma compulsiva la televisión o navego de forma compulsiva por Internet. A veces hago las dos cosas al mismo tiempo. También me gusta pasear por Madrid y quedar con la gente que me cae bien.
¿Qué le da más miedo?
Algunas enfermedades.  
¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le escandalice?
Creo que hay algo muy hipócrita en el hecho de escandalizarse. Prefiero, simplemente, cabrearme sin aspavientos ni rasgarme las vestiduras, sólo un poquito de mala hostia. O mucha, según el caso. La injusticia suele producirme esos efectos.
Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida creativa, ¿qué habría hecho?
No sé si llevo una vida creativa. Es más, no sé muy bien en qué podría consistir algo así ni si merece la pena. Además de escribir novelas, hago muchas otras cosas. Creo que eso, estar en el mundo y tener que ganarme la vida con trabajos muy poco creativos y con los que no me identifico en absoluto, me sienta muy bien y me aporta una gran estabilidad mental. Creo también que me estoy escabullendo porque no sé contestar a la pregunta.
¿Practica algún tipo de ejercicio físico?
Andar, andar y andar. Aunque supongo que eso no cuenta.
¿Sabe cocinar?
Hace mucho que ni lo intento. Sobrevivo a base de basura precocinada, los tupers que me da mi madre y siempre que puedo quedo a comer o cenar con alguien por ahí. 
Si el Reader’s Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un personaje inolvidable», ¿a quién elegiría?
Buscaría a alguien desconocido y que hubiera hecho algo que merece la pena. Sería una historia tipo Frank Capra.
¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de esperanza?
Rabia, como energía y motor de cambio.
¿Y la más peligrosa?
Puede también que esa misma rabia mal dirigida. O algo mucho más rastrero como codicia, beneficio, bonus o superávit.
¿Alguna vez ha querido matar a alguien?
Por supuesto.
¿Cuáles son sus tendencias políticas?
Una izquierda que cuestione la propiedad privada, por ejemplo.
Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser?
Lo siento, ya he demostrado antes que me bloqueo con este tipo de preguntas.
¿Cuáles son sus vicios principales?
La pereza y la dejadez, el alcohol en grandes cantidades de vez en cuando y algunas mujeres.
¿Y sus virtudes?
Intento ser un buen tipo, aunque a veces me equivoque o me pierda. Intento también escribir cosas que merezcan la pena, aunque no a todo el mundo se lo parezcan. Estos dos propósitos requieren mil virtudes distintas que me gustaría tener.
Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del esquema clásico, le pasarían por la cabeza?
Un montón de caras de las personas que me quieren o las que he querido - Mil buenos momentos - Voces que me llaman, de un lado y del otro - Un túnel sin luz al final y sin ni siquiera final - La certeza de que a pesar de todo mereció la pena - La aceptación del fin - La paz que se deriva de ello - Fundido en negro.

T. M.

jueves, 29 de agosto de 2013

Más recomendaciones literarias veraniegas


En el escaparate del día 22 de agosto, en la sección “Libros” de La Razón, hice estas recomendaciones:

J. M. Coetzee, Escenas de una vida de provincias (Mondadori)
El premio Nobel sudafricano reunió sus tres obras autobiográficas en un solo volumen, revisado y actualizado por él mismo. Se trata de tres de sus títulos más representativos y redondos, donde lo novelesco y lo personal comparten tono y ritmo literarios: Infancia (1998), Juventud (2002) y Verano (2009), ello en vísperas de lo que será su nueva novela, en septiembre.

Thomas Mann, Richard Wagner y la música (Debolsillo)
El gran narrador alemán escribió muchas páginas sobre música clásica, sobre todo de Wagner, del que se cumple en este 2013 el bicentenario de su nacimiento. Editados por la hija del autor de «La montaña mágica», Erika, estos textos reflejan la admiración de Mann por un artista que alcanzó el estrellato al ser un icono y símbolo de la renovación musical.

Franz Kafka, El fogonero (Cálamo)
Cien años después de que viera la luz por primera vez, ese relato kafkiano vuelve a la actualidad acompañado de las ilustraciones de Toño Benavides. Es un texto que le serviría al autor checo como punto de partida de su novela «América». Cuenta cómo Karl Romann, al llegar a Nueva York, conoce de modo casual a un fogonero al que deseará ayudar.

Guojian Chen (ed.), Poesía china (Cátedra)
Volumen que consigue lograr lo que parece imposible, reunir más de treinta siglos de poesía china. Probablemente, el gigantesco país asiático cuenta con el mayor número de poetas de la historia de la literatura, y aquí se muestran una o dos piezas de los autores más representativos. El traductor hace un viaje por la China de las dinastías y la singularidad de sus versos.

miércoles, 28 de agosto de 2013

Entrevista capotiana a Rubén Abella

En 1972, Truman Capote publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama, 1999), y en él se entrevistaba a sí mismo con astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la siguiente «entrevista capotiana», con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de Rubén Abella.

Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamás de él, ¿cuál elegiría?
En mi casa estoy muy bien. Tengo mis libros, mis cuadernos de notas, mi “sofá para pensar”. Pero imagino que no salir jamás de ella sería duro, por lo que, si se me permite, extiendo ese espacio vital a la ciudad de Madrid, que nunca se acaba.
¿Prefiere los animales a la gente?
Prefiero a la gente. Sería raro ser escritor y preferir a los animales, ¿no?
¿Es usted cruel?
Espero que no. Y digo “espero” porque a veces uno puede ser cruel sin darse cuenta.
¿Tiene muchos amigos?
Pocos y buenos.
¿Qué cualidades busca en sus amigos?
Bondad, inteligencia, sentido del humor (las dos últimas van de la mano).
¿Suelen decepcionarle sus amigos?
No.
¿Es usted una persona sincera? 
La sinceridad, me parece a mí, está un poco sobrevalorada, en especial en un país como el nuestro donde por lo general la gente tiene puño de hierro y mandíbula de cristal. En fin, lo soy siempre que puedo.
¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre?
Hago lo que me gusta y no distingo muy bien entre el trabajo y el ocio. Podría decirse que no tengo tiempo libre, pero también lo contrario: que estoy siempre de vacaciones.
¿Qué le da más miedo?
No sé si es lo que me da más miedo, pero me asusta mucho la gente que nunca duda.
¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le escandalice?
Con los tiempos que corren, es difícil no estar siempre escandalizado. Sobran las razones.
Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida creativa, ¿qué habría hecho?
No recuerdo haber “decidido” ser escritor. En cualquier caso, si no lo fuera, creo que no sabría qué hacer conmigo mismo.
¿Practica algún tipo de ejercicio físico?
Sí, dos o tres veces a la semana.
¿Sabe cocinar?
Cocina de supervivencia. Vamos, que me manejo para el día a día pero no me contratarían en el Bulli.
Si el Reader’s Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un personaje inolvidable», ¿a quién elegiría?
¿Vale un personaje de ficción? ¿Sí? Pues entonces a William Stoner, el fascinante personaje creado por el novelista estadounidense John Williams.
¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de esperanza?
Las palabras en sí mismas son inocentes, su efecto depende de la intención de quien las usa y del contexto. Si estoy muerto de sed en medio de un desierto, por ejemplo, esa palabra que usted me pide podría ser “agua”. Así que depende.
¿Y la más peligrosa?
Lo dicho.
¿Alguna vez ha querido matar a alguien?
No, que yo recuerde.
¿Cuáles son sus tendencias políticas?
Simpatizo con el Partido del Sentido Común. Tiene tan pocos afiliados…
Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser?
De pequeño quería ser heladero y rey, a la vez. Creo que ya no.
¿Cuáles son sus vicios principales?
No pienso contárselos a ustedes.
¿Y sus virtudes?
Peor me lo pone.
Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del esquema clásico, le pasarían por la cabeza?
Lo normal, supongo, sería decir que vería el rostro de mis seres queridos o mi vida pasando como una película a cámara rápida ante mis ojos. ¿Pero de verdad la gente ve esas cosas mientras se le llenan la boca y las fosas nasales de agua?

T. M.

martes, 27 de agosto de 2013

La ansiedad de la juventud


Cuenta el editor de Thomas Wolfe, Maxwell E. Perkins, que lo atendió como a un hijo pese a que antes de conocerle, en 1928, oyera de que se trataba, según sus propias palabras, de «un espíritu turbulento», que «Of time and the river» necesitó un trabajo de corrección al alimón seis días a la semana durante mucho tiempo. Como cualquier otra obra del autor de Asheville (Carolina del Norte), este texto constituyó para él toda una obsesión. Al publicarse, en 1935, la novela iba a ser bien recibida por los críticos, «pero muchos de ellos afirmaron que Wolfe sólo sabía escribir acerca de sí mismo, que no podía ver el mundo objetivamente, con desinterés, y que siempre era autobiográfico». Al escritor esos comentarios le afectaron notablemente: era un genio que se sentía incómodo con su capacidad torrencial para narrar la vida, que quería volcar su incertidumbre en un papel de forma compulsiva.

Wolfe, ante todo, fue un artista de la palabra, un romántico de muerte precoz por neumonía, de incontinencia novelesca y espíritu solitario y doloroso, tierno e insaciable. Un lector increíblemente voraz que debutó con una novela innovadora, valiente, desconcertante: «Look Homeward, Angel» (1929) –traducida al español como «El ángel que nos mira»─ y que no tuvo la fortuna literaria de autores como Faulkner, que lo consideraba el mejor narrador norteamericano de su tiempo, Fitzgerald o Hemingway. Una injusticia que el tiempo no ha remediado del todo y que partió del hecho de que a Wolfe se le acusó de no poder escribir sin la ayuda de su editor y de esa tendencia a recurrir a la memoria personal que otros comentaristas retomaron para al fin simplificarlo. Así, nuestros Martín de Riquer y José María Valverde dijeron que Wolfe «quería ser una especie de Whitman de la prosa –sin optimismo, concienzudo y trascendental–, pero se desangró escribiendo, queriendo decirlo todo en un vasto río narrativo que siempre era autobiográfico, aun cuando quería ponerse en otros personajes».

Y sin embargo, justo eso es lo maravilloso de la prosa de Wolfe. Tanto en «El ángel que nos mira» ─en una nota «al lector», aquí defendía que «toda obra seria de ficción es autobiográfica»─, como en sus dos bellísimas novelas cortas «El niño perdido» y «Una puerta que no encontré», traducidas al español recientemente, tenemos a un narrador que saca partido de sus connotaciones sentimentales: su pueblo natal, sus familiares y vecinos, el afán por lo literario, por comprender el pasado desde el presente… Y «Del tiempo y del río» es el culmen de esa literatura desde el corazón, el recuerdo y el desconcierto por el paso de los días. En ella, su héroe Eugene Gant personaliza «una leyenda sobre la ansiedad del hombre en su juventud», como reza el subtítulo, y pone en escena su iniciación hacia el Norte: un viaje en tren a Boston, en paralelo con la pérdida del padre, y su llegada a Harvard para asistir a un curso de dramaturgia.

Ese trayecto hacia «el impetuoso, espléndido, extraño e ignoto» Norte, en contraste con «el mundo lejano, perdido y solitario del Sur», es real y también metafórico, trascendente, pues durante el trayecto todo cobra una dimensión superior. He aquí la poética narrativa de Wolfe: «Podía sentir, gustar, oler, ver todo con una instantánea y sosegada intensidad, captar en una visión fugaz la animación que le circundaba, fija en su mente para siempre», se lee al comienzo. Y ése el quid: fijar en la memoria lo que se mira para luego convertirlo en materia literaria. La vida, el tiempo, va quedando atrás como el avance del tren; éste es el tiempo irrecuperable, al fin y al cabo el gran misterio, acrecentado por la imposibilidad de hablar de él. Pues la narrativa de Wolfe es el intento por verbalizar lo que desasosiega, alegra, asombra, enloquece, y la corroboración de que falta lenguaje para tamaña empresa. Por eso el autor rebusca en sus sensaciones en busca de expresar lo inexpresable y se extiende en consonancia con su hambre y sed de entender lo que le rodea. Una misión imposible, bella para hacer literatura, si bien tortuosa para avanzar en el camino de la vida.

Publicado en La Razón, 22-VIII-2013

lunes, 26 de agosto de 2013

Entrevista capotiana a Pablo Aranda

En 1972, Truman Capote publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama, 1999), y en él se entrevistaba a sí mismo con astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la siguiente «entrevista capotiana», con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de Pablo Aranda.

Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamás de él, ¿cuál elegiría?
¿Nunca nunca?, ¿vale una ciudad con playa o es trampa?, Málaga no está mal. Ya buscaría la manera de escaparme.
¿Prefiere los animales a la gente?
La gente, bien sûr, aunque contesto con mi perro ante mí, mostrándome una pelota de tenis para que se la lance. Esa fidelidad... mi mujer nunca me traería una pelota de tenis entre los dientes, ni mi editora, ni mi agente, pero está bien que así sea. Prefiero la gente.
¿Es usted cruel?
No, en absoluto.
¿Tiene muchos amigos?
Sí, bastantes. He pasado por muchos ambientes y lugares, muy diversos, y he ido recogiendo (y sembrando) cariño. Si nos ponemos exigentes, amigos amigos, de verdad, menos, pero aun así salen unos pocos.
¿Qué cualidades busca en sus amigos?
Que no sean falsos, que sean auténticos y coherentes.
¿Suelen decepcionarle sus amigos?
No. Algún mal trago he pasado, pero no es lo habitual.
¿Es usted una persona sincera? 
Bastante.
¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre?
Viajar solo, viajar en familia, leer, ir al cine, hacer deporte, comer fuera con la family, jugar con mis hijos, hablar con mi hija, jugar con mi mujer, lanzarle la pelota de tenis a mi perro.
¿Qué le da más miedo?
El posible sufrimiento de mis seres queridos.
¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le escandalice?
Que pudiéndose vivir tan bien, cueste tanto trabajo ponerse a ello. Que no se respeten los códigos de convivencia. Que ese otro mundo posible se pisotee. La guerra de Congo. El machismo. Que los coches no se detengan en un paso de cebra cuando un peatón espera.
Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida creativa, ¿qué habría hecho?
Ser profesor.
¿Practica algún tipo de ejercicio físico?
Sí, desde siempre. He fracasado en multitud de deportes, pero sigo. Tras el último fracaso en deportes de contacto y artes marciales, ahora nado. Y no me olvido de correr por carriles de montaña con mi perro, que en esos casos se saca la pelota de tenis de la boca.
¿Sabe cocinar?
Sí, como soy disfrutón pero algo vago, soy un maestro en platos buenos pero de fácil elaboración. ¿Maestro he dicho?, ¿y no dije antes que era bastante sincero? El pescado a la plancha me sale que ni planchado.
Si el Reader’sDigest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un personaje inolvidable», ¿a quién elegiría?
Bueno, hay tantos... Tal vez Manuel Chaves Nogales, el escritor y periodista inquieto y genial.
¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de esperanza?
Amor.
¿Y la más peligrosa?
Yo.
¿Alguna vez ha querido matar a alguien?
No, matar no, que se muriera solo, sin mi ayuda, sin sufrir, pero rapidito.
¿Cuáles son sus tendencias políticas?
Soy una persona abierta partidaria de la máxima tolerancia, la solidaridad y la no violencia (¿pero no dije antes que había practicado artes marciales, incluso un poco de boxeo, y que era bastante sincero?).
Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser?
Soy bastante sincero: profesor. ¿O se refiere la pregunta a otra cosa como otro ser? Si es eso, ni idea. No me gustaría ser otra cosa. Me gusta esta dificultad de ser persona.
¿Cuáles son sus vicios principales?
Tengo vicios pequeños, principales apenas.
¿Y sus virtudes?
Tengo muchas, casi todas principales (es broma). Soy alegre, empático y más o menos bueno.
Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del esquema clásico, le pasarían por la cabeza?
Imaginaría varias muertes, naturales y sin apenas sufrimiento, para el que me ha tirado de la barca, incluso alguna con algo de sufrimiento y algo de intervencionismo. Al final, además, seguro que una segura socorrista me salva y no me ahogo.

T. M.

jueves, 22 de agosto de 2013

Elmore Leonard, la tinta más negra

El Dickens de Detroit, como a veces se le denominaba, era uno de esos escritores que bien podrían haber pertenecido a aquella generación que probó fortuna en el Hollywood dorado de la primera mitad del siglo XX, como John Fante o Budd Schulberg, y que tenían una premisa fundamental a la hora de encarar su escritura: ser directos, incisivos, ir al grano sin permitir diálogos o descripciones prescindibles. Elmore Leonard siguió a rajatabla este método y hasta lo expuso en un escrito que publicó en «The New York Times» en el año 2001; en él venía a explicar sus diez reglas para escribir en las que hacía hincapié en el hecho de que la narrativa tiene que aspirar a la naturalidad de la vida, coloquial, simple, corriente, aunque en ello se indague en lo áspero, en lo duro de estar vivo. De este modo, también sugería el hecho de que el escritor tenía que dejar a un lado todo aquello que al lector pudiese aburrir, en una máxima de Pero Grullo que sólo los verdaderamente grandes saben poner en práctica.

Su fino oído para captar el pensamiento y la dicción de sus conciudadanos y enmarcarlo en tramas detectivescas no surgió de la nada. Todo suma. Seguro que su etapa como redactor publicitario ─antes de graduarse en Literatura y Filosofía en la Universidad de Detroit─, y la subsiguiente como escritor de «westerns», con esos diálogos secos y cortantes concebidos para lectores que esperan acción y heroísmo sin divagaciones léxicas ni metafóricas, unido a su trabajo como colaborador de la Enciclopedia Británica y guionista de cine, le servirían para dar el salto a la narrativa de misterio. Leonard enseguida logró ese estilo lacónico propio de la novela negra, convirtiéndose en una suerte de Raymond Carver de largo aliento, en un Hemingway con elementos humorísticos, llevando el realismo sucio a las calles de la ciudad donde vivió y que ahora sufre la mayor de sus decadencias por culpa de la crisis; la misma ciudad donde ubicó sus historias «El día de Hitler» y «Mister Paradise», entre otras (sus otros escenarios predilectos son Texas y Florida).

En una entrevista del año 2010, Leonard abogaba por lo que para él era capital en sus novelas: captar el habla de las gentes. Decía no importarle demasiado la intriga que proponía a partir de sus personajes, o incluso el desenlace de la historia. Lo fundamental era retratar a sus antihéroes de forma fidedigna mediante su modo de hablar. Esa viveza en los diálogos sostiene cada una de sus novelas desde su debut, con «The Bounty Hunters» (1953), hasta «Raylan» (2012), que inspiró una serie televisiva. Tal vez ningún otro escritor norteamericano contemporáneo haya estado tan atento al sonido de su prosa, a la busca de una gramática tan consciente de sus estructuras como de parecer auténtica, próxima. De ahí que en esas reglas de oro Leonard pusiera al autor en una posición casi secundaria frente a la presencia de sus seres de ficción.

Así, todo en Leonard debía conducir indefectiblemente al objetivo mayor: pensar en qué es lo que uno se suele saltar en una novela y no malgastar el tiempo en escribir esos trozos, ni hacérselo perder al lector, sobre todo. Y hasta se diría que tal técnica fue fortaleciéndose a medida que pasaba el tiempo y la producción literaria del octogenario Leonard se acercaba a la cincuentena de obras, alcanzando uno de sus clímax con su novela «Road Dogs»; era la ocasión para recuperar tres personajes emblemáticos, el atracador de bancos Jack Foley, Cundo Rey y Dawn Navarro, en la californiana Venice Beach, de llevar a la escritura una fórmula de entretenimiento irresistible que está concebida de modo improvisado y en la que está asegurada la presencia de un elemento siempre, como él mismo decía: una pistola, ya se dispare o no.

Y es que Leonard confesó en otra entrevista reciente que no le dedicaba mucho tiempo a los argumentos. Sin apenas esbozos, desarrollaba las tramas sin plan previo, presentando a todos los personajes en las primeras cien páginas, para elaborar una subtrama donde meterlos en las siguientes doscientas y, en las últimas cincuenta, preparar el desenlace. En definitiva, 350 páginas, y una consecuencia tras una labor que cabe afrontar con la idea de «divertirse»: los personajes devienen personas reales. ¿Qué será de ellos?, se preguntaba Leonard tras acabar cada una de sus novelas. Como si ellos tuvieran una vida más allá del papel y la lectura, y ahora, como su autor, más allá de la muerte.

Publicado en La Razón, 21-VIII-2013

lunes, 19 de agosto de 2013

Entrevista capotiana a Fernando Sánchez Dragó

En 1972, Truman Capote publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama, 1999), y en él se entrevistaba a sí mismo con astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la siguiente «entrevista capotiana», con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de Fernando Sánchez Dragó.

Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamás de él, ¿cuál elegiría?
Ese lugar no existe. Existió (mis veraneos en Alicante y Soria, mi búsqueda de libros por las calles de Madrid, las primeras chicas), pero todo lo que existió en mi infancia y en mi adolescencia ha dejado de existir. La tecnología, el dinero y el progreso (es un decir) se lo han cargado. El hombre es un depredador.
¿Prefiere los animales a la gente?
Sí.
¿Es usted cruel?
No.
¿Tiene muchos amigos?
Sí.
¿Qué cualidades busca en sus amigos?
Inteligencia, sentido del humor, rectitud moral, lealtad.
¿Suelen decepcionarle sus amigos?
No todos.
¿Es usted una persona sincera? 
Sí.
¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre?
No tengo tiempo libre. Soy escritor las veinticuatro horas del día, menos las que dedico a dormir (y, quizá, incluso en ésas), durante todos los días del año
¿Qué le da más miedo?
Soy, en líneas generales, muy valiente, pero temo a las mujeres, jamás me subiría a una moto y soy incapaz de tirarme de cabeza al agua aunque sea desde el borde de la piscina.
¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le escandalice?
Me escandalizan quienes se escandalizan. Me escandalizan, pero no me sorprenden, las religiones monoteístas. Me escandaliza el socialismo (otra religión monoteísta). Me escandaliza la tendencia del ser humano a convertirse en muchedumbre.
Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida creativa, ¿qué habría hecho?
Eso es inconcebible. Siempre, desde muy niño, quise ser escritor.
¿Practica algún tipo de ejercicio físico?
Sí. Tengo en el pueblo de Soria un pequeño gimnasio en el que pedaleo (bicicleta estática) o camino a buena velocidad sobre una cinta metálica mientras veo una película en la pantalla de la tele. De no hacer lo último me aburriría. Debo añadir que hasta que me operaron del corazón en diciembre de 2004 no hacía ejercicio alguno, pero siempre he llevado una vida muy activa.
¿Sabe cocinar?
No. Ni siquiera sé cómo se enciende una placa de vitrocerámica.
Si el Reader’sDigest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un personaje inolvidable», ¿a quién elegiría?
¡Hay tantos! Hemingway, Henry Miller, Mishima,  Richard Burton (no me refiero al actor)… Y los héroes: Gilgamesch, Ulises, Aquiles, Teseo, Eneas…
¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de esperanza?
Esta pregunta, con perdón, es una chorrada. Las palabras tienen fonemas, letras o ideogramas. Carecen de valores morales.
¿Y la más peligrosa?
Dos palabras: corrección política.
¿Alguna vez ha querido matar a alguien?
Matarlo, no, pero desear que se muriera, sí, en muy contadas ocasiones y siempre con arrepentimiento instantáneo.
¿Cuáles son sus tendencias políticas?
No soy hombre de polis. Las ciudades no me gustan. Me gusta el campo, y a él no llega la política. Ésta me aburre soberanamente, y además la juzgo dañina e innecesaria. No me siento “zoon politikon”, sino gato, lobo, oso, escarabajo, lagarto… Procuro vivir al margen de la historia del modo más natural posible.
Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser?
Mujer guapa e indecente (en el sentido erótico de la palabra) o gato.
¿Cuáles son sus vicios principales?
Si el vicio es costumbre, nunca he tenido vicios. Me gustan el champán (no el cava), el sushi y las sustancias enteogénicas, pero todo eso es virtuoso. Mi pecado siempre ha sido la lujuria: otra virtud, cuando se acierta a embridarla.
¿Y sus virtudes?
Jamás actúo en contra de lo que me dicta la conciencia. No miento. Procuro no hacer daño. No hablo mal de nadie. No protesto. No me quejo. Siempre estoy de buen humor. Detesto el lujo. Soy muy austero. Cuido de los míos, los protejo y traigo dinero a casa. Escribo, escribo, escribo. Y así hasta el infinito. Soy, como ve, una persona sumamente virtuosa.
Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del esquema clásico, le pasarían por la cabeza?
Nadie manda en su cabeza. Quizá la de mi madre, en mi infancia, vestida de azul. Quizá la de mi gato Soseki. Quizá la sonrisa de mi último hijo. Cuando me ahogue, se lo contaré.

T. M.

sábado, 17 de agosto de 2013

“A Late Quartet” a miles de pies de altura


Volar sobre dos océanos, recorrer un continente rayando el Polo Norte, tomar una docena de aviones para irte al otro lado del planeta y recorrer un país remoto e inabarcable, hace que te dé tiempo a ver cuatro, cinco veces una misma película. Eso hice con A Late Quartet, estrenada en el 2012, conmovido por la perfección de la historia, la interpretación de los actores, la sabiduría del guion y la dirección.

Se aborda en ella el desmoronamiento de un cuarteto de cuerda, llamado La Fuga, en esos casos en que uno se olvida de que está viendo un filme, de que los personajes son intérpretes de un papel escrito, y se cree enteramente lo que está viendo con la clarividencia de lo que tenemos al lado y entendemos, sentimos, aceptamos. El último concierto fue el increíble debut de Yaron Zilberman, que consigue que la referencia inicial a los Cuatro cuartetos de Eliot, que la presencia real y simbólica del Opus 131 de Beethoven o los comentarios sobre el mundo itinerante de los músicos profesionales no tengan un ápice de esteticismo pedante, sino que sean claros y atractivos tanto para el melómano como para el que no frecuenta la música clásica.

La enfermedad irreversible, el amor y el desamor, la obsesión por el arte, el enamoramiento repentino, el relevo generacional, la erosión matrimonial, la fidelidad e infidelidad –tanto musical como amatoria–, la vida doméstica, familiar, amistosa de cuatro intérpretes juntos veinticinco años dando conciertos por doquier –el personaje de Philip Seymour Hoffman anota los próximos recitales al comienzo, en Shanghái y Hong Kong, como sabiendo a dónde me dirigía yo en aquellos momentos en el avión–, se aglutina en esta historia con final maravillosamente abierto, circular, emocionante como pocos.

El reparto ofrece a un Christopher Walken estelar, a una magnífica Catherine Keener, a un impresionante Hoffmann, a un actor que para mí ha sido todo un descubrimiento, Mark Ivanir –sobre el que una mujer cercana a mi asiento me dijo que era israelí como ella, que estaba viajando desde Tel-Aviv hacia Nueva York vía Madrid– y la bellísima joven Imogen Poots, portentosa en su rol de hija de músicos, pasional y aniñada, llena de un talento imperfecto que su mentor –el violonchelista Peter Mitchell (Walken)– elogia como en su día hizo Pau Casals con él mismo. Una anécdota, leo a la vuelta, tomada de la autobiografía del chelista ruso Gregor Piatigorsky.

Ah, y Nueva York… Mi primer destino en mi paseo celestial por el mundo. Tan diferente al que estaba a punto de pisar, escandalosamente caluroso, pues en la película aparece invernal, nevado, con postales de la ciudad y música del grupo de fondo en una hermosa convergencia: Beethoven, Haydn, Bach. El Opus 131 del primero, toda una plegaria, como dice el primer violín Daniel Lerner (Ivanir) a Alexandra Gelbart (Poots, hija aquí de Hoffman y Keener) como objetivo, desafío, metáfora de lo que no se rompe, de lo que hay que tocar sin parar, pues en sus siete movimientos no hay cesura. Tal vez por esa ausencia de silencio entre sus partes, fue la obra que Schubert pidió que le tocaran para prepararse ante la muerte que ya sentía inminente; la pieza que el propio Beethoven prefería de cuantas escribió; una obra cuya grandeza, como dijo Schumann, es imposible definir con palabras. 

jueves, 15 de agosto de 2013

Entrevista capotiana a Ginés S. Cutillas

En 1972, Truman Capote publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama, 1999), y en él se entrevistaba a sí mismo con astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la siguiente «entrevista capotiana», con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de Ginés S. Cutillas.

Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamás de él, ¿cuál elegiría?
La biblioteca de Babel.
¿Prefiere los animales a la gente?
Cada vez más.
¿Es usted cruel?
No, pero podría serlo, y mucho.
¿Tiene muchos amigos?
Amigos pocos, conocidos muchos.
¿Qué cualidades busca en sus amigos?
La lealtad, la incondicionalidad.
¿Suelen decepcionarle sus amigos?
Los de verdad raramente. Los otros no son amigos.
¿Es usted una persona sincera? 
Intento serlo, pero no siempre se puede.
¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre?
Desde luego, no contestando encuestas.
¿Qué le da más miedo?
Que te olviden.
¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le escandalice?
Los reality shows.
Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida creativa, ¿qué habría hecho?
Pintor, si tuviera perspectiva; Músico, si tuviera ritmo.
¿Practica algún tipo de ejercicio físico?
Me gusta nadar.
¿Sabe cocinar?
Sí, y además pienso que las personas a las que le gusta cocinar no pueden ser malas.
Si el Reader’s Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un personaje inolvidable», ¿a quién elegiría?
Rodion Raskolnikov, Gregorio Samsa... 
¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de esperanza?
Taxi.
¿Y la más peligrosa?
Bomba.
¿Alguna vez ha querido matar a alguien?
A Jorge Bucay.
¿Cuáles son sus tendencias políticas?
Me aburre la política soberanamente.
Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser?
Una persona feliz.
¿Cuáles son sus vicios principales?
Compartir sobremesas con los amigos.
¿Y sus virtudes?
Cocinar para reunirlos.
Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del esquema clásico, le pasarían por la cabeza?
La belleza del momento, la persona amada.

T. M.