martes, 30 de septiembre de 2014

Entrevista capotiana a Maria Barbal

En 1972, Truman Capote publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama, 1999), y en él se entrevistaba a sí mismo con astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la siguiente «entrevista capotiana», con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de Maria Barbal.

Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamás de él, ¿cuál elegiría? 
El piso dónde ahora vivo.
¿Prefiere los animales a la gente?
No. Pero cuando en casa había un gato yo tenía la sensación que me comprendía mejor que la mayoría de personas.
¿Es usted cruel?
Creo que no, pero deberían opinar sobre ello quienes han vivido o viven conmigo.
¿Tiene muchos amigos?
Mirando a mi alrededor, la sensación es que sí.
¿Qué cualidades busca en sus amigos?
Ternura, discreción,  sentido del humor.
¿Suelen decepcionarle sus amigos?
Solamente aquellos que creía que lo eran.
¿Es usted una persona sincera? 
Sí. Pero a menudo prefiero callar.
¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre?
Charlar, andar, contemplar, cocinar, cine.
¿Qué le da más miedo?
Una larga agonía.
¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le escandalice?
La falta de honestidad.
Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida creativa, ¿qué habría hecho?
Veo algunas posibilidades.
¿Practica algún tipo de ejercicio físico?
Sí, pero con poca frecuencia, continúa siendo una asignatura pendiente para mí.
¿Sabe cocinar?
Sí.
Si el Reader’s Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un personaje inolvidable», ¿a quién elegiría?
Anna Polikóvskaia.
¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de esperanza?
En catalán, “clarícia”.
¿Y la más peligrosa?
Guerra.
¿Alguna vez ha querido matar a alguien?
Sí, siempre con la certeza que no le mataría.
¿Cuáles son sus tendencias políticas?
Ya no lo sé.
Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser?
Actriz.
¿Cuáles son sus vicios principales?
El pesimismo y las series de crímenes.
¿Y sus virtudes?
Soy agradecida y cumplidora.
Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del esquema clásico, le pasarían por la cabeza?
Me es imposible imaginar tal horror.

T. M.

lunes, 29 de septiembre de 2014

Un homenaje a Dashiell Hammett

En el verano de 1982, una escritora que estaba preparando una biografía que se iba a titular “Dorothy Parker, ¿qué nuevo infierno será éste?”, Marion Meade, remitía una carta a Saul Bellow para preguntarle sus impresiones de esa autora que había sido el paradigma del glamour femenino del Manhattan de las publicaciones de relatos y moda y que organizaba encuentros con escritores, casi todos alcohólicamente autodestructivos, en el hotel Algonquin. En respuesta, Bellow dijo de la escritora, con la que había coincidido en un simposio de la revista “Esquire”, que había sido la participante más silenciosa: «Cuando nos conocimos, la Srta. Parker estaba lejos de ser joven y tenía aspecto deprimido cuando no parecía, bruscamente, desconsolada. No recuerdo que tuviéramos una conversación personal aunque la vi en varias ocasiones. A veces nos invitaba Lillian Hellman a tomar el té, y Lillian y Dashiell Hammett eran los que más hablaban. Yo hablaba poco porque esas grandes figuras eran mis mayores y la Srta. Parker hablaba poco porque estaba claramente abatida».

He aquí la imagen de toda una generación de escritores americanos que se balancearon entre el blanco y negro de la bebida y el color del compromiso y el liderazgo. Parker era la cara lánguida de una época que acabó en cierta manera con ella –la de sus colegas Edmund Wilson, Scott Fitzgerald y Ring Lardner, bebedores hasta la muerte–, y su gran amiga, Lillian Hellman, que en 1967 se ocuparía de la cremación de sus restos una vez convertida oficialmente en su albacea, era la luchadora social, la denunciadora de los abusos políticos, la que se enfrentó sin miedo al Comité de Actividades Antiamericanas –también lo haría Parker, pero como si aquello no fuera con ella– aunque tal cosa le supusiera ser incluida en la lista negra de guionistas no contratables. En otras palabras, la mujer que glosa Ángeles González Sinde en un prólogo que depara un curioso detalle personal: cómo su padre, también hombre de izquierdas y del ámbito del cine, tuvo la ilusión de entrevistarla en 1984, en su casa de Martha’s Vineyard, poco antes ella de morir; por tanto, veintitrés años después de que lo hiciera su pareja durante más de tres décadas, Dashiell Hammett, que padeció seis meses de cárcel, en 1951, por no atestiguar en el Congreso de Derechos Civiles contra cuatro comunistas acusados de conspiración gubernamental.

Esta andadura de enfrentamiento con el poder establecido, defensa de la propia dignidad y solidaridad definen la obra y la vida de Hellman, como se puede apreciar en estos dos libros que se reúnen ahora por vez primera: “Mujer inacabada” y “Pentimento” (término que remite al argot de los pintores). González Sinde recuerda que aún escribiría “Tiempo de canallas”, un tercer tomo de memorias “no incluido en este volumen, pues versa exclusivamente sobre la persecución política a la que ella y Hammett, junto a muchos otros, fueron sometidos en los años cincuenta”. El primero de “Una mujer con atributos” –entendemos que título ideado por la editorial, en un guiño hacia “El hombre sin atributos” de Robert Musil–, precisamente, tiene dos capítulos íntegros dedicados a Parker y a Hammett, sin duda lo mejor del libro junto con su crónica de su visita a España en 1938 y su trato con Hemingway, y el segundo –un conjunto de recuerdos de personas cercanas en el que no falta por supuesto el autor de “El halcón maltés”– daría pie a la película “Julia” (1977), con Jane Fonda en el papel de Hellman y Vanesa Redgrave en el de su amiga Julia, implicada en actividades antinazis en la Segunda Guerra Mundial.

El carácter rebelde y la tendencia al tedio que la caracterizan ya se notan en los pasajes donde aborda su infancia en Nueva Orleans y su juventud y estudios en Nueva York. En la Gran Manzana se casa, cuenta, con un agente de prensa teatral al que contratan en Hollywood, pero allí “la apatía había tocado fondo. Me pasaba la mayor parte del día leyendo en un sillón de cuero y por las noches aprendía a beber más de la cuenta”. Con veinticinco años y sintiéndose sola, consigue hacerse un hueco en el mundo del cine, firma dos guiones, estrena dos obras de teatro, y ya separada de su marido, viaja a Europa: Valencia, Madrid, Barcelona, París, Moscú, Viena… De todos estos sitios siempre hay una peripecia de riesgo e idealismo, y en las memorias palpitan de vida gracias a la aportación de los diarios escritos “in situ”, o a diversas cartas, de tinte muy conmovedor.

Las borracheras de unos u otros, la despreocupación por el dinero, la relación intermitente con Hammett, los éxitos y los fracasos de sus obras teatrales, su pasión por el agua, su círculo de amistades y su extraño trato con la asistentas que trabajaron para ella recorren este libro, en verdad fenomenal cuando emerge en él “el hombre delgado” cuyo paso por prisión agravó el enfisema que había contraído justo al licenciarse del ejército. Las páginas dedicadas a un “Dash”, como lo llama, cada vez más enfermo, son impagables: bondadoso y generoso hasta el extremo, sereno e irónico, independiente y sabio en mil materias prácticas, Hammett, el ex detective que se puso a escribir novelas, el tipo duro, en realidad culto y delicado, tuvo en la autobiografía de su pareja un gran homenaje que uno no puede leer sin emocionarse.


Publicado en La Razón, 25-IX-2014

domingo, 28 de septiembre de 2014

Entrevista capotiana a Celedonio Orjuela

En 1972, Truman Capote publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama, 1999), y en él se entrevistaba a sí mismo con astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la siguiente «entrevista capotiana», con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de Celedonio Orjuela.

Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamás de él, ¿cuál elegiría?
El Líbano Tolima, centro de Colombia.
¿Prefiere los animales a la gente?
A veces sufrimos de cierta misantropía, esa ahí cuando está Antaurys, mi perro.
¿Es usted cruel?
A veces se es duro como el sílex y otras tan suave como una gota de rocío.
¿Tiene muchos amigos?
Los que quedan en este periplo que es la vida.
¿Qué cualidades busca en sus amigos?
Las carencias unen a los verdaderos amigos.
¿Suelen decepcionarle sus amigos?
No.
¿Es usted una persona sincera? 
Depende del tinte moral con que se mire.
¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre?
Soy libre.
¿Qué le da más miedo?
El unanimismo.
¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le escandalice?
El miedo a la diversidad.
Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida creativa, ¿qué habría hecho?
Bailarín de salsa.
¿Practica algún tipo de ejercicio físico?
El baile.
¿Sabe cocinar?
Lo normal.
Si el Reader’s Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un personaje inolvidable», ¿a quién elegiría?
Un ciclista de mi país.
¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de esperanza?
Saudade.
¿Y la más peligrosa?
Fosa.
¿Alguna vez ha querido matar a alguien?
En las historias de ficción.
¿Cuáles son sus tendencias políticas?
Anarquista.
Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser?
Anarquista.
¿Cuáles son sus vicios principales?
He pasado por algunos.
¿Y sus virtudes?
No sé qué dirán mis amigos.
Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del esquema clásico, le pasarían por la cabeza?
Como Narciso, me gustaría verme en el espejo del agua los gestos que haría cuando me estoy muriendo.

T. M.

sábado, 27 de septiembre de 2014

Robert Louis Stevenson, fin del viaje

En 1888, Robert Louis Stevenson, ya famoso por las obras con las que la inmortalidad lo recuerda: “La isla del tesoro”, “La flecha negra” y “El extraño caso del Dr. Jeckyll y Mr. Hyde”, publicadas en esa década dorada, cumple un viejo sueño desde que hiciera su primer gran viaje en 1980, a California, para casarse con Fanny Osbourne, bastante mayor que él, separada y con dos hijos, y de la que se había enamorado tres años antes en Francia: alquilar un barco y viajar por el océano Pacífico. En el tránsito, descubrirá que ese clima es el que más le conviene tras una vida llena de enfermedades respiratorias desde niño, y por fin se instalará en Samoa, donde los nativos le acogerán con agrado y le apodarán «Tusitala» (contador de cuentos). Allí escribirá los «Cuentos de los mares del Sur», de signo sobrenatural y con referencias demoníacas y caníbales; allí vivirá feliz hasta que, en plena escritura de su novela «Weir of Herminston», le sorprenda la muerte a los cuarenta y cuatro años; allí será enterrado, en 1894, con el «Réquiem» que había escrito años atrás: «Alegre he vivido y alegre muero, / pero al caer quiero haceros un ruego. / Que pongáis sobre mi tumba este verso: / “Aquí yace donde quiso yacer; / de vuelta del mar está el marinero, / de vuelta del monte está el cazador”».

Este marinero por gusto, este emigrante amateur, por decirlo con el título de uno de los textos que dedicó a aquel viaje prematrimonial, “The Amateur Emigrant”, en el que relataba su experiencia atlántica rumbo a Estados Unidos desde Glasgow y que tendría continuidad en “A través de las praderas”, o lo que es lo mismo, la crónica de su viaje de Nueva York a San Francisco en tren, ya había escrito dos libros viajeros: “An Island Voyage” (1878) y «Viajes con una burra» (1879). Así pues, y dada la permanente actualidad del escritor escocés a partir de las mil y una adaptaciones que se suceden de su obra al cine, teatro, televisión y cómic, no era de extrañar que esta faceta tan importante de su escritura fuera tomando visibilidad aparte de su producción narrativa, en la que también se cuentan obras magistrales como “Bajamar”, “Secuestrado”, “Catriona” o “Las nuevas mil y una noches”. Ahora lo hace de forma muy completa gracias a Amelia Pérez de Villar, que ha reunido los “ensayos sobre viajes” (editorial Páginas de Espuma) que Stevenson publicó en diversos periódicos y revistas a lo largo de toda su trayectoria.

Tal como había hecho la traductora en el volumen anterior de Stevenson “Escribir. Ensayos sobre literatura” hace justo doce meses, en la misma editorial, los textos están divididos en tres secciones, en este caso: “El viaje”, “Europa” y “América”. Stevenson aparece al comienzo describiendo las sensaciones y virtudes de pasear y de estar en los bosques, de caminar en soledad –“El paisaje, en un recorrido a pie, siempre es un cómplice”; “Si uno va en compañía, o en pareja, ya sólo será un viaje a pie de nombre; será otra cosa, más parecida a un picnic”– e invita a sacar partido a los “lugares menos agradables” y a ver la montaña como una fuente de salud para el hombre en reflexiones en las que podrá verse familiarizado todo lector aficionado a vagar por la naturaleza.

En su biografía del escritor escocés, G. K. Chesterton se hacía eco de cómo Stevenson huyó de su familia y de su futuro como constructor de faros en Edimburgo, evitando a toda costa permanecer en un mismo lugar para mejorar sus dolencias pulmonares –«Fue a donde fue en parte porque era un aventurero y en parte porque era un inválido», dice el biógrafo inglés– y halló en el hecho de viajar un estímulo y consuelo perfectos, hasta acabar sus días en la paradisíaca Polinesia. Pero antes, en efecto, Europa (leemos aquí ensayos sobre su ciudad natal, Davos en invierno, los Alpes, Fontainebleau y varias localidades británicas y francesas más) y América, donde destaca su paso por la ciudad californiana de Monterey, que le fascina tal vez como ninguna otra antes –“Cuando andaba por aquellos bosques me costaba mucho regresar a casa”; “Vayas donde vayas, no te quedará más remedio que detenerte a escuchar, a oír la voz del Pacífico”–, y Nueva York, de la que la gente no para de contarle “historias macabras” y de la que ironiza así: “Cualquiera hubiera pensado que íbamos a desembarcar en una isla habitada por caníbales. No hables con nadie por la calle, porque no te dejarán en paz hasta que te hayan desplumado y pegado una paliza”.

Pero Stevenson es hombre de mundo y no le impresionan las advertencias. “Durante muchos años América fue para mí una especie de tierra prometida”, en un tiempo en que, reflexiona, el Imperio británico está en declive y todos los ojos se dirigen a Estados Unidos, “un país aún por hacer, lleno de posibilidades inciertas y creado, como una nueva Eva, de la costilla de una tierra antigua”. Desde joven, su imaginación había sido invadida por “enormes ciudades que crecen como por ensalmo (…) el oro baja por el agua del río (…) Y todo ese bullicio, ese coraje, esa acción, esos cambios caleidoscópicos constantes que Walt Whitman ha captado y expuesto en sus versos, alegres y locuaces. El peligro para él será la lluvia que le cala por completo y la antipatía de los dependientes de libros con los que quiere hablar, actitud que cambia por completo en cuanto les planta cara aludiendo a la amabilidad británica.

Al emigrante Stevenson le esperaba un largo viaje hasta San Francisco al cabo de pocas horas, reflejado en un diario titulado “A través de las llanuras” y que le hará recorrer Pensilvania, Ohio, Illinois, Nebraska, Wyoming (estos dos estados le desesperan por “lo terrible y aburrido que es” no ver “ni un árbol, ni un parche de césped” en un “mismo paisaje, ni acogedor ni amistoso, extendiéndose ante nosotros; peñascos caídos, acantilados que imitaban de un modo aterrador la silueta de monumentos o fortificaciones…”). La tierra prometida iba dejándolo de ser, pues además cae enfermo y el tren se le antoja “la única prueba de vida en aquella tierra muerta, el único actor, el único espectáculo que podría observarse en aquel parálisis de la humanidad y la naturaleza”.

Un viaje terrible, rodeado de emigrantes en busca de una vida mejor que, tras miles de millas recorridas, aún no tenía visos de mejorar, en un ambiente en los vagones de xenofobia hacia los chinos –como antes lo habían sufrido los irlandeses y, por supuesto, los indios–, que le indigna y a los que él les profesa “admiración y respeto”. Porque Stevenson estaba hecho para asimilar lo diferente, lo exótico, lo recóndito, como bien lo prueba el hecho de que, a finales del siglo XIX, lograse su hogar definitivo, su verdadera tierra prometida, en Vailima, entre tierras salvajes e indígenas que encontraron en él al mejor contador de historias; donde él, viendo de cerca la muerte, escribiría un breve poema de título más que revelador: “Un fin de viaje”.


Publicado en La Razón, 24-IX-2014

viernes, 26 de septiembre de 2014

Entrevista capotiana a Gustavo García Arenas

En 1972, Truman Capote publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama, 1999), y en él se entrevistaba a sí mismo con astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la siguiente «entrevista capotiana», con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de Gustavo García Arenas.

Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamás de él, ¿cuál elegiría?
Uno que tuviera acceso gratuito y conexión ilimitada a Internet.
¿Prefiere los animales a la gente?
La gente, en especial, a las mujeres.
¿Es usted cruel?
No, no me gusta para nada la crueldad.
¿Tiene muchos amigos?
Sin exagerar. Podría tener más…
¿Qué cualidades busca en sus amigos?
Compartir lo que más pueda.
¿Suelen decepcionarle sus amigos?
Algunas veces, no más de lo que puede decepcionar alguien que de por sí es diferente a uno.
¿Es usted una persona sincera?
Bastante… Entre más, mejor.
¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre?
Viajando, leyendo, y luego escribiendo…
¿Qué le da más miedo?
Lo desconocido.
¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le escandalice?
La corrupción, la capacidad de dañar al otro.
Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida creativa, ¿qué habría hecho?
Si tuviera otras opciones, serían igualmente creativas pero en otros campos, como el arte, la música.
¿Practica algún tipo de ejercicio físico?
El baile, aunque nunca es tarde para empezar…
¿Sabe cocinar?
Si me lo propongo, aunque prefiero comer.
Si el Reader’s Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un personaje inolvidable», ¿a quién elegiría?
A Giacomo Casanova, a Giordano Bruno y a la mayoría de los condenados por la Inquisición.
¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de esperanza?
Amor.
¿Y la más peligrosa?
Traición.
¿Alguna vez ha querido matar a alguien?
He llegado a odiar a alguien…
¿Cuáles son sus tendencias políticas?
Justicia social y una mayor distribución de los recursos y las oportunidades.
Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser?
Músico o artista plástico.
¿Cuáles son sus vicios principales?
Los míos.
¿Y sus virtudes?
La sinceridad.
Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del esquema clásico, le pasarían por la cabeza?
Muriendo, se me vienen “La primavera” de Botticelli y “El jardín de las delicias” de El Bosco, al compás de Carmina Burana…

T. M.

jueves, 25 de septiembre de 2014

Tras el enigma de los genes

Esta no es una afirmación que uno esperaría por parte de un científico: “No soy un buen observador. No estoy orgulloso de ello, y lo he intentado con todas mis fuerzas”. Pero Richard Dawkins no es un científico cualquiera. Obtuvo una gran fama, con sólo treinta y cinco años, con su primer libro, “El gen egoísta: las bases biológicas de nuestra conducta”, especializándose en etología y zoología y no consagrando sus esfuerzos para acabar siendo naturalista, que era lo que su padre y abuelo deseaban que hubiera sido. De eso se lamenta al final de estas memorias suyas que abarcan, como dice el subtítulo, “los años de formación de un científico en África y Oxford” (traducción de Ambrosio García Leal). “Me falta paciencia”, advierte, para las plantas, en un pasaje donde declara su admiración incondicional por Darwin, tras admitir que aquel célebre libro de 1976, que por cierto empezó a escribir interrumpiendo una investigación sobre los grillos, marcó un antes y un después en su vida.

Su idea –el gen como unidad evolutiva fundamental, dando peso a los genes y no a los individuos en el proceso de la evolución– fue tomada como “revolucionaria”, aunque a él no se lo pareciera entonces. “Una curiosidad insaciable” representa, pues, encarar y valorar un pasado que bien merece ponerse por escrito: hijo de un técnico agrícola destinado a Nyasalandia (hoy Malawi) como suboficial de agricultura que luchó contra los italianos en 1942, en Abisinia y Somalia, y de una madre dibujante; nacimiento en Nigeria e infancia edénica; traslado familiar a Inglaterra cuando él tiene ocho años; pasión por Elvis Presley en su etapa de transición religiosa: de intenso creyente a “ateo militante” en un entorno escolar anglicano; estudios en Oxford, que resultan decisivos para su posterior inclinación académica e investigadora…

Con buen pulso narrativo –se nota la impronta del padre, quien contagió su gran afición a la poesía y a la música a su hijo–, Dawkins recuerda con detalle su experiencia en diversos colegios y sus pasos universitarios, incluido su feliz despertar sexual, hasta los años 1967-69, cuando, tras casarse con la que sería su primera esposa (ha tenido tres), se trasladaría a la Universidad de Berkeley. Allí enseñaría zoología e investigaría los picotazos de los pollos, se posicionaría contra la guerra del Vietnam y empezaría a ver, tras la persona, los genes que nos han traído hasta aquí. 

Publicado en La Razón, 18-IX-2014

miércoles, 24 de septiembre de 2014

Entrevista capotiana a Pablo Luque Pinilla

En 1972, Truman Capote publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama, 1999), y en él se entrevistaba a sí mismo con astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la siguiente «entrevista capotiana», con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de Pablo Luque Pinilla.

Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamás de él, ¿cuál elegiría?
Madrid.
¿Prefiere los animales a la gente?
Prefiero a la gente.
¿Es usted cruel?
Creo que no. Si acaso, un poco conmigo mismo, por aquello de la autoexigencia, aunque cada vez menos.
¿Tiene muchos amigos?
Trato a mucha gente, pero solo consigo ver como amigos a unos pocos. Con todo, no me gusta ponerme medidas en este sentido; la amistad se custodia y se busca mejor desde la apertura.
¿Qué cualidades busca en sus amigos?
Supongo que conoce el poema de Julio Martínez Mesanza, “De amicitia”…
¿Suelen decepcionarle sus amigos?
No mucho. No intento pedirles lo que no pueden darme.
¿Es usted una persona sincera? 
Lo intento siempre. La sinceridad es para mí muy importante, aunque no hay que confundir la sinceridad con el sincericidio. La clave para mí es no mentir; si acaso, aprender a callar; y no hacerse trampas en el solitario.
¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre?
Mi tiempo libre se reparte entre la familia, la literatura, los amigos, la cultura en general (cine, expos., etc.), la naturaleza y el deporte (activo y pasivo).
¿Qué le da más miedo?
El acomodamiento. Desde la vigilancia se puede con casi todo.
¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le escandalice?
No quiero resultar pedante, pero me acojo al verso de Terencio: Homo sum, humani nihil a me alienum puto ("Hombre soy; nada humano me es ajeno").
Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida creativa, ¿qué habría hecho?
Seguramente dedicarme a la naturaleza y a los animales.
¿Practica algún tipo de ejercicio físico?
Los deportes que me gustan me lesionan. Así que me resigno a correr para no echarme a perder y a jugar algún partidillo de fútbol para alimentar la nostalgia.
¿Sabe cocinar?
Los niños saben que cuando su madre trabaja de turno de tarde en casa se come pasta rellena, fritos, arroz, sopa, arroz, fritos, pasta rellena… y que los fines de semana que su madre trabaja las franquicias funcionan fenomenal.
Si el Reader’s Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un personaje inolvidable», ¿a quién elegiría?
Buf… Una larga nómina. Poetas como San Juan de la Cruz, Claudio Rodríguez (en su primera juventud) o Denise Levertov, por decir algunos… Y de ficción, a Witt (el soldado de La delgada Línea Roja, en diálogo con su alter ego, el Sargento Welsh), a Batman, e incluso a Birdy (de la película de Alan Parker basada en la novela de William Wharton).
¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de esperanza?
Amor.
¿Y la más peligrosa?
En castellano son tres: Falta de amor.
¿Alguna vez ha querido matar a alguien?
Por ahora no.
¿Cuáles son sus tendencias políticas?
La política busca comprender la realidad para organizar la convivencia. Soy partidario de aprender de lo que ya funciona y de cambiar lo que no.
Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser?
En términos zootécnicos (por algún lado tiene que salir el agrónomo que llevo dentro), elegiría mi genotipo y cambiaría el ambiente, para ver qué pasa con el fenotipo.
¿Cuáles son sus vicios principales?
Me los he ido quitando todos, excepto el del café. Aunque si se refiere a los defectos podríamos buscarlos en el reverso de las virtudes —o a la inversa—, a las que sí se refiere explícitamente en otra pregunta.
¿Y sus virtudes?
El análisis, la ensoñación y la constancia.
Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del esquema clásico, le pasarían por la cabeza?
¿Cómo se sale de esto? Necesito seguir viéndolos…

T. M.

martes, 23 de septiembre de 2014

Un genetista lee la Biblia

Erice es un pueblito de Sicilia, en la cima de una montaña al oeste de Palermo cara al mar, un lugar sosegado –castillos medievales e iglesias; tiendas de cerámica y alfombras– para el estudio y el diálogo. A ello se dedica el Centro para la Cultura Científica y la Fundación Ettore Majorana, fundados por Antonio Zichichi, descubridor de la antimateria en 1965 y director del Instituto Nacional de Física Nuclear de Ginebra. Allí, cada verano, se celebran congresos por los que han pasado millares de científicos (entre ellos, 117 premios Nobel), en los tres monasterios que sirven de sedes para las conferencias, en un ambiente de religión y ciencia: por los pasillos, hay fotos de Zichichi con quien fue su amigo, Juan Pablo II, que dijo un día: «La ciencia y la fe son ambas regalos de Dios».

Un significativo número de científicos no compartirían dicho aserto; de entre los más populares, el Richard Dawkins miembro honorario de la Sociedad Nacional Laica y autor del antirreligioso “El espejismo de Dios”, y el que firma este trabajo que verá la luz a finales de mes, Steve Jones, en contra de las tesis creacionistas de la humanidad y, a la vez, excelso estudioso de la Biblia. Lo cual no guarda ninguna contradicción, porque para cuestionar con seriedad algún asunto –lo demuestra con brillantez el genetista galés– hay que conocerlo a fondo, y porque esa pregunta primigenia está, por así decirlo, en el ADN de los científicos. Por algo Stephen Hawking, en su reciente libro “Breve historia de mi vida” (editorial Crítica), cuenta que ya con doce años el tema de sus conversaciones, aparte de la religión, la parapsicología y la física, era “el origen del universo, y si era necesario un dios para crearlo y hacerlo funcionar”.

Jones no oculta su deseo de suplantar lo “sobrenatural” por lo “natural”, pero lo hace de una manera tan interesante, con desenfadados toques de humor, aunque con un estilo no exento de cierta vehemencia, que lo de menos es estar de acuerdo o no con lo que se lee. Su libro es un gran análisis, minucioso y erudito, del texto bíblico, del cual extrae una interpretación paralela de corte científico. Por ejemplo, si al principio era la Palabra, y la Palabra era Dios, los físicos, por supuesto, buscarán qué era ese principio, qué había antes de él. «Esas preguntas sobre cómo se originaron el tiempo, los elementos, la vida y la raza humana están en las raíces de la física, la astronomía, la biología y, en un sentido distinto, de la propia fe», señala. Convencido de que la religión también puede examinarse desde su profesión, y abrumado por la cantidad “de cursos sobre ciencia y religión en las universidades estadounidenses», de miradas a favor y en contra que salen cada mes de las imprentas, Jones escudriña el Génesis, según él el primer libro de biología del mundo –que empieza con Adán y acaba diez generaciones después, con los hijos de Noé, lo cual le conduce a hablar de la «continuidad biológica», idea muy presente hoy en Israel–, el Apocalipsis al que tantas páginas consagró Newton, y en general el concepto de linaje tan preponderante en la Biblia, que equipara con su visión genetista de la vida a partir del “Creced y multiplicaos”.

De hecho, «remontarse más y más en el cromosoma Y nos lleva sin más remedio a “Adán”, el abuelo de todos nosotros», y es que «todo un continente podría conservar pruebas de un antiguo patriarca, pues existe una versión concreta del cromosoma Y que portan más de cien millones de hombres en toda Europa»; una teoría que extiende al caso chino, con su gran antepasado Confucio, y a la España de los Reyes Católicos, compuesta a su entender de generaciones de origen converso en su quinta parte. Este es el “modus operandi” de Jones: tras presentar diversas situaciones narradas, como el Éxodo o el diluvio universal, o frases simbólicas muy célebres dentro del cristianismo, o comportamientos de personajes emblemáticos, encuentra la manera de sugerir una base racionalista para todo ello. El resultado es que, hablando de elementos de la vida bíblica como las enfermedades –caso de la lepra del “Levítico, “obsesionado por la higiene”– o las plagas, o la alimentación, lo que surgen de repente son nuestros hábitos actuales y el tratamiento que hoy le da la ciencia a la salud; en la era del racionalismo y pragmatismo imperantes, del espiritualismo cada vez más necesario por tanto, Jones enfría toda pasión, hallando hasta el enigma de las experiencias místicas del escritor profético y visionario por antonomasia, William Blake, cuya presencia atraviesa de principio a fin el libro.

«La ciencia investiga; la religión interpreta (…), no son rivales», dijo Martin Luther King. Y Francis Collins, director del proyecto Genoma Humano y autor de "El Lenguaje de Dios", reconoce: "Soy científico y creyente. No encuentro conflicto entre estas dos visiones del mundo". De modo que a Él se le podría encontrar tanto en una catedral como en un laboratorio; será compatible tener fe y aceptar el Big Bang que hace unos 14.000 millones de años creó el universo. Pero ¿qué es lo que lo desencadenó? Unos dirán Dios, incluidos muchos hombres de ciencia contemporáneos, desconocidos no obstante para el gran público; otros, los científicos modernos de tinte agnóstico, que saben mucho más de física y química que de biología –afirmación tomada del propio Jones– aún buscan la respuesta al misterio de los misterios. 

Publicado en La Razón, 18-IX-2014

lunes, 22 de septiembre de 2014

Entrevista capotiana a Julio José Ordovás


En 1972, Truman Capote publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama, 1999), y en él se entrevistaba a sí mismo con astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la siguiente «entrevista capotiana», con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de Julio José Ordovás.

Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamás de él, ¿cuál elegiría?
Me basta y me sobra con un metro cuadrado, como cantaban las Vainica Doble.
¿Prefiere los animales a la gente?
Los animales desconfían de mí y yo desconfío, aunque no lo que debería, de la gente.
¿Es usted cruel?
Casi nunca intencionadamente.
¿Tiene muchos amigos?
Los suficientes.
¿Qué cualidades busca en sus amigos?
Las mismas que ellos, supongo, buscan en mí.
¿Suelen decepcionarle sus amigos?
No. Por algo son mis amigos.
¿Es usted una persona sincera? 
Cuando escribo sí. Si pretendes engañar al lector lo único que consigues es engañarte a ti mismo.
¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre?
¿Tiempo libre? ¿Qué es eso?
¿Qué le da más miedo?
No soy miedoso.
¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le escandalice?
En esta sociedad nada escandaliza a nadie.
Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida creativa, ¿qué habría hecho?
Pulir lentes.
¿Practica algún tipo de ejercicio físico?
Voy en bici.
¿Sabe cocinar?
Dicen que las ensaladas no se me dan mal.
Si el Reader’s Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un personaje inolvidable», ¿a quién elegiría?
A Goya.
¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de esperanza?
Utopía.
¿Y la más peligrosa?
Utopía.
¿Alguna vez ha querido matar a alguien?
Golpear sí, pero no hasta la muerte.
¿Cuáles son sus tendencias políticas?
Tirando a zurdo.
Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser?
Rata de alcantarilla.
¿Cuáles son sus vicios principales?
Ninguno que me pueda llevar al infierno.
¿Y sus virtudes?
Ni disfruto lo ganado ni siento lo perdido.
Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del esquema clásico, le pasarían por la cabeza?
Me gustaría que, más que imágenes, fueran olores: el olor del pan recién hecho, de las manzanas pudriéndose, de la lechería, del vino en la cuba y el olor de las tormentas.

T. M.