viernes, 31 de octubre de 2014

La presunta desaparecida

La descomunal cantidad de obras año tras año, sus volúmenes casi siempre tremendamente gruesos, una inagotable labor literaria que abarca la novela, el cuento, el ensayo, la poesía, el teatro, la literatura infantil y juvenil, la crítica literaria…; todo ello manteniéndose en la cresta de la ola desde 1964, más su trabajo como académica, editora y profesora de escritura creativa en la universidad, hacen de Joyce Carol Oates una de esas vacas sagradas que reciben parabienes tan continuos como rutinarios. El nombre y apellido de un autor norteamericano de éxito es ya una marca para la mercadotecnia cultural, y en tales situaciones, cuántas veces el lector recibe anonadado obras mediocres avaladas por un engranaje publicitario del que no quieren ni librarse los críticos profesionales. 

Ello provoca comentarios a veces juiciosos y justos, y otras, exagerados e inaceptables. Oates no obstante ha tenido el gozo de recibir admiraciones tan unánimes e incondicionales que ya es un lugar común, pleno de hartazgo a mi juicio, el hecho de que en el reparto de los Nobel su nombre aparezca como candidato, si bien, cabría decir, mantenerse como el persistente candidato pueda implicar más rédito comercial que el autor desconocido al que se lo dan de repente. El caso es que esta eterna aspirante al galardón sueco, a sus 76 años, ha dado lo mejor de sí misma y ha publicado una obra a la altura de su prestigio: “Carthage”, sabia, entretenida, sensible, meticulosa, psicológica, social, palpitante; una novela que engloba el dolor familiar y las consecuencias domésticas de una guerra, los celos y la autodestrucción, la fe y el destino, la huida y el regreso, el perdón en mayúsculas.

Hablar de la historia implicaría el riesgo de transmitir información que estropearía la lectura a quien abra las páginas y al que recomendaría que ni echara un vistazo al índice, para no proyectar desde los títulos de los capítulos el devenir de una trama que ofrece el siguiente enigma: saber cómo y por qué en realidad ha desaparecido una joven de diecinueve años llamada Cressida. La acción se desarrolla en un pueblo ficticio del norte del estado de Nueva York, Carthage, rodeado de lagos y montañas, y tiene como protagonista a una familia, los Mayfield, compuesta por la chica, que todos consideran “la lista” por su carácter rebelde y grandes habilidades artísticas, su hermana mayor Juliet, “la guapa”, y sus padres, el carismático Zeno –antes alcalde de la localidad y muy partícipe en la vida social del entorno– y Arlette, católica serena que llegará a perdonar a la persona que es condenada por el supuesto asesinato de Cressida, el ex combatiente en Irak Brett Kincaid, a la sazón prometido de Juliet y que, inesperadamente, rompe su compromiso días antes de la desaparición. 

Con estos elementos principales, que al comienzo recuerdan al libro de Gillian Flynn, hoy película en cartel, “Perdida” –por su gran recreación del modo en que se reacciona ante un drama de tales proporciones y cómo los medios de comunicación se aprovechan del morbo que despierta la incertidumbre de no hallar el cadáver de la muchacha en el río donde se la busca–, Oates urde un libro vertiginoso de sentimientos, temores y esperanzas durante los siete años que dura todo y en el que cada uno de los personajes –incluida la madre del soldado– verá la forma en que se descompone su existencia entera. De soslayo, Oates radiografía la vida americana del Norte y de Florida, la de las urbanizaciones tranquilas y las comunas de hippies, la cristiana y la reivindicativa, la que envió a sus muchachos a morir a Irak y que a la vuelta recibe a heridos, mutilados, desequilibrados que han cambiado un infierno por otro: el de la posible muerte por el de la incomprensión.

Particularmente magistral es el largo capítulo 9: cien páginas en las que el lector podrá recorrer el interior de una cárcel de máxima seguridad que tiene a presos en el corredor de la muerte, de la mano de un personaje semi-nuevo, por así decirlo, Sabbath McSwain, y su jefe, un sociólogo que investiga las alcantarillas morales de su país. Un capítulo en el que cobra voz un teniente encargado de acompañar al grupo en un tour que sólo puede ser siniestro y descorazonador, tanto por lo que se ve como por las explicaciones que se escuchan: “Los contribuyentes están hartos de mimar a esta gente. Uno de cada cien ciudadanos de los Estados Unidos está encarcelado (o lo estará), y en el caso de la comunidad afroamericana, uno de cada diez (varones) o más, está encarcelado, o lo estará”. 

Oates consigue un magnífico equilibrio entre las fuerzas sociales más despiadadas –la violencia, la envidia, la intimidación jerárquica– y las pasiones de unos personajes verosímiles porque se mantienen en un dolor tan sobrio como profundísimo. Ese factor resulta definitivo, dado que en otras novelas, como “A media luz”, la sensiblería y la emoción se convertían en histeria a partir, en aquel caso, de representar la fama póstuma de un hombre muerto heroicamente –tras salvar de ahogarse a una niña en el río Hudson– al que le rodeaba un enjambre de mujeres para las cuales era todo un amor platónico; el tipo en cuestión representaba el paradigma de macho fuerte y a la vez sensible, independiente, libre y casero, discreto, amante de la naturaleza y el arte –era escultor– y el “conócete a ti mismo” socrático (algo similar al caso de Zeno Mayfield, lector de Platón y de otros pensadores). Una idealización –el hecho de ser tuerto de un ojo lo hacía más irresistible a todas– que hacía todo muy cursi, configurando más un novelón rosa que un relato concebido por una literata sobre la que planea, y con “Carthage” se lo va mereciendo, el maldito-bendito premio de Estocolmo.

Publicado en La Razón, 30-X-2014

jueves, 30 de octubre de 2014

Entrevista capotiana a Enric Pardo

En 1972, Truman Capote publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama, 1999), y en él se entrevistaba a sí mismo con astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la siguiente «entrevista capotiana», con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de Enric Pardo.

Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamás de él, ¿cuál elegiría?
Benicàssim en vacaciones de verano. Con los míos. A ellos igual les parecería un coñazo, pero que se jodan.
¿Prefiere los animales a la gente?
No. Amo a los animales. Pero amo más a la gente. Es más creo en la gente. Si alguien quiere conseguir algo y tiene dos alternativas para conseguirlo: pegar un tiro o dar un beso, la inmensa mayoría prefiere dar un beso.
¿Es usted cruel?
Sí. Lo he sido. Trato de no serlo, pero hay veces que el mundo es un lugar muy complicado.
¿Tiene muchos amigos?
Sí. Y muy buenos. Soy un tipo afortunado. Me siento muy querido por mis amigos. La amistad es una de las cosas buenas que tiene la vida y una gran tragedia cuando se pierde.
¿Qué cualidades busca en sus amigos?
Inteligencia, sentido del humor, fidelidad, buen gusto, buen beber, disponibilidad, puntualidad, creatividad, y que paguen las cervezas.
¿Suelen decepcionarle sus amigos?
Sí, algunas veces y yo a ellos. Es parte del trato. It’s not a big deal.
¿Es usted una persona sincera? 
No. Me dedico a la mentira. Lo que pasa es que soy un mentiroso profesional. Me pagan por contar historias de ficción. Trato de no hacer horas extras en mi vida personal.
¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre?
Compartir mi vida con la gente a la que quiero: amigos de verdad y amigos de ficción (series, cine, libros, comics).
¿Qué le da más miedo?
La muerte, el dolor, la pérdida. Que ella no se dé cuenta de que soy el hombre de su vida.
¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le escandalice?
No me escandaliza nada. Me indignan muchas cosas, eso sí.
Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida creativa, ¿qué habría hecho?
Ser profesor. Que ya lo soy. Y que también es muy creativo. Pero seguramente me dedicaría sólo a eso.
¿Practica algún tipo de ejercicio físico?
Trato de ir al gimnasio tres veces por semana. Sobre todo ejercicio cardiovascular para estar en forma: elíptica, cinta de correr, steps, remo, natación y bicicleta. No hago nada de pesas. Sólo quiero sentirme bien y no volver a ser un niño gordo.
¿Sabe cocinar?
Sé escoger restaurantes. El que sabe cocinar de verdad es mi hermano.
Si el Reader’s Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un personaje inolvidable», ¿a quién elegiría?
Quique, mi abuelo. Un personaje completamente inolvidable. Un ser especial. Tocado con la varita mágica de la pasión por el ser humano. Curioso, pedagógico, cariñoso y con una ternura infinita. Es mi paradigma de buena persona. No hay día que no me acuerde de él y le echo mucho de menos. Mataría, literalmente, con tal de pasar una tarde paseando y charlando con él, poniéndonos al día.
¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de esperanza?
Mamá.
¿Y la más peligrosa?
Obligación.
¿Alguna vez ha querido matar a alguien?
Sí. Y lo he hecho, en mi imaginación. Es gratis y legal. Lo recomiendo. Ayuda a sublimar todo tipo de sentimientos negativos. La mente es maravillosa.
¿Cuáles son sus tendencias políticas?
Liberal. Pero de los de intercambios de parejas y tríos. En serio, antes era socialdemócrata, ahora creo que me acerco cada vez más al antisistema.
Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser?
Superman, o padre de familia numerosa.
¿Cuáles son sus vicios principales?
La adicción, soy un ser adicto, me gusta repetir con las cosas y personas que me dan placer. Hacer reír a la gente. Incapacidad de no pensar en nada. Seriéfilo compulsivo. Impaciente. Niñato. Narcisista. Ególatra. Coleccionista compulsivo. Manirroto. Delicado. Hipocondríaco y enfermizo.
¿Y sus virtudes?
Sentido del humor. Empatía. Tierno. Cariñoso. Entregado. Creativo. Amigo de sus amigos. Leal. Amante entregado.
Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del esquema clásico, le pasarían por la cabeza?
Esta pregunta para terminar es muy puta. No quiero ahogarme. Que se joda Truman. Que se ahogue él. Yo quiero vivir mucho. He visto demasiados abismos como para no seguir respirando todos los días, durante muchos años y para eso se necesita una buena bocanada de aire fresco.

T. M.

miércoles, 29 de octubre de 2014

Estudio sobre la obra de Antonio Muñoz Molina

Uno de los orgullos de los que disfruto últimamente es de formar parte, a raíz de mi libro aparecido en primavera Melancolía y suicidios literarios, de una editorial admirable, Fórcola, y de conocer a su gran editor, Francisco Javier Jiménez. De ese proyecto especializado en el género del ensayo literario e histórico y de los libros de viajes soy asiduo lector y, muy principalmente, frecuente reseñador; así, en las páginas de La Razón he podido hablar de libros de Tolstói, D’Annunzio, Francisco Fuster (sobre Baroja), Samuel Johnson, Jules Verne, Richard Wagner, Deborah Baker (sobre los beat en la India), Blas Matamoro, Reina Roffé (sobre Rulfo) y Azorín. Y vendrán más.

Ahora cae en mis manos –y perdón por la inminente redundancia– esta monografía sobre la obra de Antonio Muñoz Molina, a cargo de Justo Serna: El tiempo en nuestras manos. Muy acertado título, pues qué no es un relato narrativo sino encapsular un tiempo concreto y hacerlo tan preciso como infinito. El catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Valencia parte de la idea de tratar al jaenés como de “observador e intelectual”, a raíz de cómo el año pasado publicó dos libros de ensayos, El atrevimiento de mirar y Todo lo que era sólido. Pone el acento Serna, así las cosas, en la doble capacidad de Muñoz Molina como creador novelístico y pensador constante en torno a asuntos de corte artístico y sociopolítico con sendos libros.

La investigación nos lleva a hacer un recorrido por la obra más significativa del autor de El invierno en Lisboa (1987) y El jinete polaco (1991), que recuerdo haber leído con placer, en la primera dejándome atrapar por esa atmósfera como de cine negro y en la segunda por un estilo de río retórico desbordante que casa mucho con mis gustos aún hoy. Pero sobre todo, al recibir todo Muñoz Molina concentrado en consideraciones, juicios, demarcaciones en este volumen de Fórcola, me viene la persona: cómo él tuvo la bondad de compartir conmigo un café en un bar de Alcalá de Henares, yo con veintipocos años (estaba leyendo entonces Plenilunio, 1997), antes de una conferencia al que estaba invitado y en la que habló a unos pocos asistentes con una intensidad y un interés como si hubiera estado frente a la audiencia de un campo de fútbol. Algo lacónico, algo tímido, pero muy seguro en sus opiniones; delicado y firme al mismo tiempo, Muñoz Molina aquel día deshizo tópicos y se confesó en sus inicios editoriales, él, aún joven escritor, frente a los que querían serlo, y deslumbró con una discreta contundencia, por así decirlo.

De entre lo mejor que he leído de él, está uno de esos artículos que uno no sabe cuándo o en qué circunstancias conoció aun conservando lo mejor de la sensación de descubrir su esencia, su idea evanescente, su corazón. Era sobre algo tan simple como mágico: el hecho de que un buen día te levantabas, cogías un avión y te plantabas en Lisboa, y qué sensación te producía tal cosa, maravillosa. Como una oleada de paz melancólica. Y recuerdo algún otro sobre ídolos del jazz compartidos. Y tengo el mejor sabor de un libro que me encanta, Pura vida (1998), donde recogió sus ensayos sobre narrativa y autores diversos, y de los libros donde reunió sus artículos, como El Robinson urbano. Por algo Muñoz Molina es una isla en sí mismo, un escritor cuya obra es tan apreciada en el gran archipiélago de la literatura, que nacen estudios como este de Serna que, antes de pasar del prólogo, ya recomiendo. Porque es de Fórcola. Qué otro motivo se necesita.

martes, 28 de octubre de 2014

Entrevista capotiana a Viviana Rivero

En 1972, Truman Capote publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama, 1999), y en él se entrevistaba a sí mismo con astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la siguiente «entrevista capotiana», con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de Viviana Rivero.

Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamás de él, ¿cuál elegiría?
Definitivamente la oficina donde escribo.
¿Prefiere los animales a la gente?
La gente. Me gusta la comunicación que se da entre los humanos.
¿Es usted cruel?
No.
¿Tiene muchos amigos?
No, son pocos pero amistades de muchos años.
¿Qué cualidades busca en sus amigos?
Fidelidad.
¿Suelen decepcionarle sus amigos?
Los verdaderos amigos no.
¿Es usted una persona sincera? 
Sí.
¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre?
Conociendo lugares.
¿Qué le da más miedo?
Ir a un lugar desconocido y perderme.
¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le escandalice?
Las cosas que van contra la naturaleza.
Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida creativa, ¿qué habría hecho?
Actriz.
¿Practica algún tipo de ejercicio físico?
Si, largas y enérgicas caminatas todos los días.
¿Sabe cocinar?
Sí.
Si el Reader’s Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un personaje inolvidable», ¿a quién elegiría?
A Charles Chaplin.
¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de esperanza?
Amor.
¿Y la más peligrosa?
Odio.
¿Alguna vez ha querido matar a alguien?
No.
¿Cuáles son sus tendencias políticas?
No tengo, la política no me interesa.
Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser?
Estoy bien con lo que soy.
¿Cuáles son sus vicios principales?
Los horarios y sus cumplimientos.
¿Y sus virtudes?
La fuerza de voluntad.
Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del esquema clásico, le pasarían por la cabeza?
No tendría imágenes, de seguro mi último pensamiento sería de reconciliación con Dios.

T. M.

lunes, 27 de octubre de 2014

Ramiro Pinilla: sangre vasca



Ha muerto el hombre de los «verdes valles», las «colinas rojas»: las palabras con las que tituló una trilogía que causó sensación en su momento, justo hace diez octubres, y lo situó, o mejor dicho, lo resituó en la narrativa española moderna de forma destacada. Ramiro Pinilla (nacido en Bilbao en 1923 y muerto ayer a los 91 años en Getxo), se había mantenido décadas apartado del mundillo editorial más relevante, tras ganar el premio Nadal y el de la Crítica por «Las ciegas hormigas» (1961) y resultar finalista del Planeta en 1972 por «Seno». Una vida dedicada a la literatura alternada con empleos que inequívocamente le conducían a problemas económicos, ya fuera en la marina mercante, en una fábrica de gas o emprendiendo un negocio de pollos.

Pinilla rompió su aparente silencio de forma contundente con el primer volumen de la trilogía, «La tierra convulsa», al que le seguirían «Los cuerpos desnudos» y «Las cenizas del hierro», que había tardado dieciocho años en redactar. Hasta aquel momento, los expertos en historia de la literatura le citaban de pasada cuando aludían a la corriente renovadora de la narrativa española en los años sesenta. En todo caso, el escritor había seguido publicando, pero en la editorial que fundara con un socio, Libropueblo, cuyos libros vendían por las calles de Getxo a precio de coste.

Y es justamente esta ciudad en la que había ubicado la acción de algunos de sus cuentos y de las novelas «Andanzas de Txiki Baskardo» (1979) y «Quince años» (1990) el lugar que Pinilla elevaba a categoría épica, bebiendo de sus influencias básicas: Faulkner y García Márquez. Así, el primer volumen de «Verdes valles, colinas rojas» constituía la sublimación de la historia vasca desde finales del siglo XIX, con una estructura clásica de dos familias enfrentadas. En sus miles de páginas, recreaba tanto el País Vasco en torno al año 1900 como desde la perspectiva de la posguerra.

Una doble mirada política que enfatizaba una vertiente «verdadera» y la que la memoria colectiva había creado, pues «cada generación tiene la certeza de ser frontera entre el fin de algo y el principio de otra cosa», como decía un personaje; se historiaba así la ciudad de Getxo, que había separado al vasco de la tierra por culpa de la industrialización. El mejor Pinilla se encuentra en esas historias de largo aliento, pero también destacó en novelas de extensión estándar, como «Aquella edad inolvidable» (2012), protagonizada por un héroe deportivo que, después de un gol decisivo en la Copa del Rey de 1943 con el Athletic de Bilbao, sufría una lesión que lo sacaba del terreno de juego y lo devolvía a una realidad desquiciante: trabajar de ensobrador de cromos en los que él mismo salía fotografiado.

Asimismo, también practicaría la prosa corta: aquellos conflictos de las dos familias en «La tierra convulsa» tuvo algunos de sus primeros retazos en los dos libros de relatos que se reunieron en «Los cuentos» (2011), publicados en 1975 y 1977, donde abordaba otra de sus preocupaciones: la guerra civil española. Se iba recuperando de este modo una obra prolífica y anclada en los valles, en las colinas de su entorno amado que, últimamente, pisaba su personaje detectivesco Samuel Esparta, librero en Getxo, que protagoniza su último libro, «Cadáveres en la playa» que felizmente el autor tuvo tiempo de ver preparado pero que, ya póstumo, se adentra esta semana en las librerías.

Publicado en La Razón, 24-X-2014

domingo, 26 de octubre de 2014

Entrevista capotiana a Olalla Castro

En 1972, Truman Capote publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama, 1999), y en él se entrevistaba a sí mismo con astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la siguiente «entrevista capotiana», con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de Olalla Castro.
                                             
Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamás de él, ¿cuál elegiría?
En estos momentos, la novela “Doctor Pasavento”, de Enrique Vila-Matas. Así podría dedicarme a perseguir al fantasma de Robert Walser, a pisar la nieve blanca de los alrededores del sanatorio de Herisau y a aprender el difícil y fascinante arte de la desaparición.
¿Prefiere los animales a la gente?
Prefiero los gatos a la gente, la gente a los reptiles y los reptiles no humanos a aquéllos que usan corbata, sin duda...
¿Es usted cruel?
Puedo serlo, claro. Pero procuro reservar mi mezquindad para los mezquinos que gustan de aplastar a quienes son más débiles o tienen menos poder.
¿Tiene muchos amigos?
Muchos y buenos, por fortuna. Amigos que respetan mis silencios, mi gusto por la soledad y el que dé pocas señales de vida. Amigos que saben que, cuando me necesitan, sólo tienen que silbar para que acuda a su lado, y eso les basta.
¿Qué cualidades busca en sus amigos?
Me gusta respetar y admirar a quienes quiero. De las personas, me atraen especialmente la sensibilidad, la honestidad, la creatividad, la inteligencia, la insobornabilidad y las ganas de luchar por aquello en lo que creen.
¿Suelen decepcionarle sus amigos?
Sólo me decepcionan los amigos que a la larga dejan de serlo o, lo que es peor, que resultan no haberlo sido nunca.
¿Es usted una persona sincera? 
De unos años a esta parte, cada vez más, aunque me cueste granjearme más de una antipatía. Reconozco que a veces peco de falta de tacto.
¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre?
Tengo varios rituales favoritos. Escribir o leer, escuchar música, componer o grabar canciones, son las cosas que más me gusta hacer a solas. En compañía, pasar un buen rato delante de un café con uno de esos amigos que veo de tanto en tanto o dar vueltas en la cama toda la mañana, pegándome al cuerpo de alguien a quien deseo y amo.                           
¿Qué le da más miedo?
Aunque suene a tópico o frase hecha, el miedo en sí mismo me aterra. Enfermar o morir, o que enfermen o mueran aquellos a quienes quiero -ese lugar común de la humanidad-, es lo que más me asusta.
¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le escandalice?
Me escandalizan tantas cosas que la entrevista se convertiría en un texto infinito si las enumerase todas. En general, me escandaliza el rumbo del mundo. Me escandaliza que el ser humano no sea capaz de vivir sin explotar a otros seres humanos. Me escandalizan las llamadas “democracias” occidentales. Me escandaliza el colonialismo y el expolio de tantos pueblos. Me escandaliza el sistema capitalista y la guerra sin cuartel de los dueños de la propiedad y el dinero contra mi clase. Me escandaliza el alcance del patriarcado, que ser mujer haya significado siempre, en cualquier lugar y en cualquier época histórica, estar sometida. Me escandaliza la mercantilización de los valores y las personas. Me escandaliza saber de lo que somos capaces.    
Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida creativa, ¿qué habría hecho?
Aburrirme terriblemente.
¿Practica algún tipo de ejercicio físico?
Tecleo. Mis dedos están en plena forma.
¿Sabe cocinar?
Sí. Me gusta comer y ser autónoma. No me queda otra que saber cocinar, pues.
Si el Reader’s Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un personaje inolvidable», ¿a quién elegiría?
A alguno de los personajes de novela que más me han fascinado por su extrañeza: Ralkolnikov, de Dostoievsky, Bartleby, de Melville, Joseph K., de Kafka, el innombrable de Beckett, el señor Meursault de Camus o Ulrich, de Musil.  
¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de esperanza?
Lucha.
¿Y la más peligrosa?
Posiblemente, la misma.
¿Alguna vez ha querido matar a alguien?
Constantemente. Aunque dudo que, llegado el momento, pudiera hacerlo (espero que no me detengan por esta afirmación).
¿Cuáles son sus tendencias políticas?
Soy feminista, marxista y soberanista andaluza. En ese orden.
Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser?
En mi caso, la respuesta no es qué sino quién me gustaría ser. Como en la película de Kaufman y Jonze, “Cómo ser John Malkovich”, me gustaría que existiera un pasadizo que me llevara directamente al interior de muchos de mis escritores y escritoras favoritos. Eso me permitiría ser por un rato cada uno de ellos y, lo que es mejor, poder seguir siendo, a la vez, yo.
¿Cuáles son sus vicios principales?
La lista es larga. Puedo ser antipática, brusca, orgullosa, competitiva y una “sabelotodo” insoportable.
¿Y sus virtudes?
La principal es que puedo ser todo lo anterior y, a la vez, todo lo contrario.
Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del esquema clásico, le pasarían por la cabeza?
No tengo ni la menor idea y espero no tenerla nunca.

T. M.

sábado, 25 de octubre de 2014

Necesitamos 50.000 gorras

El perfil del clásico escritor inglés que se instala en el relato burgués con tintes humorísticos de frivolidad y sátira a partes iguales –Waugh, Powell, etc.–, tan preponderante en la primera mitad de siglo XX, más una aparente exquisitez afrancesada, tiene en William Gerhardie un añadido curioso que, además, cimentó su obra narrativa: el hecho de que mezcló el análisis de la clase acomodada británica con la rusa. Había nacido y se había criado en la tierra zarista, de modo que conocería cómo la olla del bolchevismo se iría calentando, pero, tras participar con el ejército inglés en la Gran Guerra, acabaría estudiando en Oxford. Allí escribiría su primera historia, “Inutilidad” (1922), publicada por la editorial Siruela hace ocho años con un prólogo de Edith Wharton; ésta hacía hincapié en que se trataba de un retrato de dos razas “tal y como se ven la una a la otra”, pues era la narración de un individuo anglo-ruso que veía cómo se embarcaba hacia Shanghái su amada, lo que le llevaba a desmenuzar los avatares de la familia de ella.

Tres años después, con “Los políglotas”, Gerhardie repetiría este planteamiento –escribiría tres obras más, incluida su autobiografía “Recuerdos de un políglota”– en el que la familia, cercana y lejana, la Rusia posterior a la guerra y el lejano Oriente participan de pequeños enredos en los que lo trágico y lo intrascendente parecen provenir de un mismo melodramatismo. El capitán Georges Hamlet Alexander Diabologh, miembro, como indica el traductor, Martin Schifino, de “una delegación de oficiales británicos que cumplen misiones ridículas y de escasa importancia estratégica, como enviar 50.000 gorras a una división del ejército que se encuentra en la otra punta de Rusia”, está enamorado de la insípida Sylvia y tiene que enfrentarse a la cizañera tía Teresa, a las histerias de los parientes y a un clima de cosmopolitismo –Bélgica, China y Japón– que enfatiza la huida de Europa a la que se han visto abocados.

La muerte del hermano de la muchacha, un suicidio repentino, diferentes separaciones y traiciones monetarias… Todo está tratado por el protagonista narrador con un sentido del humor que tal vez, para el lector actual, esté demodé pero que conserva la esencia de esa ironía ligera tan británica que, más que levantar una trama homogénea y atractiva, reproduce un ambiente de salones y divagaciones, de conflictos banales que reclaman paciencia y proponen mirar un cuadro burlesco-costumbrista.

Publicado en La Razón, 23-X-2014

viernes, 24 de octubre de 2014

Entrevista capotiana a José María Piñeiro

En 1972, Truman Capote publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama, 1999), y en él se entrevistaba a sí mismo con astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la siguiente «entrevista capotiana», con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de José María Piñeiro.

Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamás de él, ¿cuál elegiría?
Me gustaría vivir en el París simbolista de finales del XIX. Pero como se me pregunta por un lugar y no por una época, quizás, un observatorio astronómico. 
¿Prefiere los animales a la gente?
La verdad es que les temo a los dos. Pero prefiero tomar un baño de multitudes, como decía Baudelaire, a perderme en la desolación florida de la naturaleza.
¿Es usted cruel?
Conmigo, me temo que sí.
¿Tiene muchos amigos?
Ese sería mi sueño, tener bastantes amigos. Quizás, bastantes sean dos, o uno. Pero no, no disfruto de cantidades.
¿Qué cualidades busca en sus amigos?
Permeabilidad,  convergencia en la percepción de los mundos y los problemas. Necesito compartir “lingüísticamente” el mundo con personas afines de ese modo.
¿Suelen decepcionarle sus amigos?
No. Pero la comodidad tiende a producir ciertos distanciamientos que se tornan amargos.
¿Es usted una persona sincera? 
Sí. Pero me cuesta o no sé comunicar mi dolor a los demás. Temo el rechazo, la sanción.
¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre?
No dispongo de esa categoría de tiempo. Toda mi vida, desgraciadamente, ha sido y es tiempo libre.
¿Qué le da más miedo?
No la soledad, de la que estoy ahíto, sino el sinfín del aislamiento.
¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le escandalice?
La respuesta sería bastante larga. Sí, sí que hay muchas cosas que me escandalizan. Por ejemplo: las afectaciones del pensamiento políticamente correcto; la pornografía social; la normalización de la desmesura; la manipulación mediática; que, como decía el poeta René Char, todo se revolucione para que nada cambie…
Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida creativa, ¿qué habría hecho?
Jardinero o monje, quizás.
¿Practica algún tipo de ejercicio físico?
Soy muy perezoso para el deporte. Ando.
¿Sabe cocinar?
Un poco. Estimulo mi gula de este modo.
Si el Reader’s Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un personaje inolvidable», ¿a quién elegiría?
“Inolvidable” por sus buenas obras, supongo, no por todo lo contrario. Pensaría en alguien que hubiera logrado que el mayor número de personas se pusiera de acuerdo. Pensaría en poetas, en compositores o artistas, que hubieran logrado eso en la gente a través de  la delectación de sus obras. No pensaría en un político.
¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de esperanza?
Tú, nosotros.
¿Y la más peligrosa?
Cualquiera de las derivadas de los absolutos de índole religiosa, ideológica…
¿Alguna vez ha querido matar a alguien?
He fantaseado que, convertido en un Don Quijote, luchaba contra el mal universal a sablazo limpio. Pero, como ve, es sólo una fantasía.
¿Cuáles son sus tendencias políticas?
Pues ya no lo sé. Quizá algún ramalazo de anarquismo utópico.
Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser?
Un flujo de energía que atravesase bosques y mares.
¿Cuáles son sus vicios principales?
La pereza, la falta de voluntad, creerme que el mundo es de los otros.
¿Y sus virtudes?
La compasión, la paciencia, la capacidad de asombro.
Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del esquema clásico, le pasarían por la cabeza?
Los días felices de la adolescencia que pasé en Torrevieja; el día en que conocí a mis mejores amigos; el año que pasé con uno de ellos, recluido en un convento en la montaña; los amores que no pudieron ser; las ocasiones perdidas, el recuerdo de mis padres y de mis sobrinas… Vaya, me estoy angustiando y emocionando. Con razón es la última pregunta. Llevaba trampa.

T. M.

jueves, 23 de octubre de 2014

Drácula: Tinta color sangre

Foto: una casa en San Juan de Puerto Rico, en Halloween

Hace dos años, la editorial Reino de Cordelia publicaba «Drácula. Un monstruo sin reflejo»; era una forma de conmemorar los «cien años sin Bram Stoker 1912-2012» y asomarnos a la historia del vampírico personaje. En el volumen, profusamente ilustrado para acoger la desbordante influencia visual que ha generado la obra de este escritor irlandés que, por cierto, apenas ganó dinero con su creación ─los críticos la desdeñaron desde su publicación, en 1897─, el editor Jesús Egido recordaba a Drácula cómo «un monstruo enterrado hace siglos, que sólo puede salir al amparo de la noche y teme a los crucifijos y las hostias consagradas, un conde transilvano fétido y culto». Nadie desconoce al vampiro más famoso de todos los tiempos, pero muchos no sabrán que Stoker no eligió una narrativa convencional para su extenso relato, sino el género epistolar para materializar lo que es, sobre todo, la historia de una obsesión desorbitada.

Así, Drácula contrata los servicios de una agencia inmobiliaria de Londres en busca de la yugular femenina que le obsesiona desde que vio una fotografía de su dueña. Se trata de Mina Harker, a la que su prometido Jonathan le envía las cartas que configurarán la médula de la novela y que reflejan las andanzas de este joven abogado inglés por los montes Cárpatos de Transilvania, donde ha acudido para cerrar unas ventas con el que llaman conde Drácula. Un individuo cuyas características tuvo claras Stoker muy pronto: podía transformarse en lobo y en murciélago, reptar por las paredes, controlar las tormentas y crear masas de niebla para esconderse entre ellas. Pero, claro está, el también autor de «El invitado de Drácula y otras historias de terror», que su viuda publicó en 1914, dos años después de la muerte de su marido, no partía de la nada, y las fuentes e inspiraciones de las que se nutrió son variadas y muy interesantes.

En realidad, el vampiro literario nació muchas décadas atrás, cuando algunos escritores se basaron en leyendas extraídas del folclore del este europeo para pergeñar hombres sedientos de sangre humana, como hizo John Polidori, secretario de Lord Byron, para escribir su cuento «El vampiro» (1816). Otro cuento, del alemán E. T. A. Hoffman, titulado «Vampirismo» (1921), insistiría en la temática pero desde el punto de vista de una mujer, y su rasgo de leyenda oral quedaría de manifiesto al pertenecer a una colección de relatos en la que varios aristócratas se juntaban para contarse historias fantásticas. Luego, en 1836, vendría «La muerta enamorada» de Théophile Gautier, que bebería del narrador alemán y usaría la primera persona de su protagonista para contar otra tanda de desvelos sangrientos. Se trataba de una obra de estilo exquisito, muy diferente a la popular «Varney el vampiro o El festín de sangre», del inglés James Malcolm Rymer, que la dio a conocer por entregas entre los años 1845 y 1847 de forma muy barata ─las llamadas «penny dreadful», terror de penique─ y que se convirtió ese año en un voluminoso libro.

Tales antecedentes en tres idiomas diferentes convergerían en una novela corta de un compatriota de Stoker, Sheridan Le Fanu, cuya «Carmilla» (1872), también con protagonista mujer, sería determinante para que Stoker ideara la atmosfera misteriosa, poética y ambigua que le elogiaría Oscar Wilde, para quien no había dudas de que «Drácula» era la mejor historia de terror de todos los tiempos. Todas las obras citadas, y el libro "La tierra más allá de los bosques" (1888), de Emily Gerard, útil para la descripción de los paisajes de Rumanía, serían caldo de estudio para el sobrino-bisnieto del escritor, Dacre Calder Stoker, un hombre nacido sin embargo en Canadá, en 1958, y que destacó en el pentatlón moderno –Bram Stoker se distinguió en su natal Dublín por ser un deportista potentísimo, pese a que pasó sus primeros siete años de vida enfermo en casa– antes de consagrarse a la difusión de la propiedad intelectual de su tío-bisabuelo. Todo ello derivó en la secuela «Drácula, el no muerto», que Dacre Stoker publicó en 2009 en colaboración con Ian Holt, y en la que convirtió en personaje a la condesa húngara Erzsébet Báthory, que vivió entre los siglos XVI y XVII y en la que se había fijado Bram Stoker para elaborar el perfil de su propio conde.

De hecho, el mismísimo Bram Stoker también aparece en el texto, junto a otros iconos del terror londinense como Jack el Destripador, con el fin de urdir una trama en la que se da continuación, funesta, a los personajes originales. Para ello, los autores habían estudiado los apuntes que había dejado el escritor irlandés, intentando llevar a cabo ideas que al final habían quedado desechadas. La primera de ellas, el título, que iba a llevar al principio ese añadido de «el no muerto» y que dio a la historia, ciertamente, uno de los personajes más inmortales.

Publicado en La Razón, 19-X-2014, acompañando a "El empalador que inspiró Drácula", artículo de David Hernández de la Fuente, a raíz del estreno de la película "Drácula: la leyenda jamás contada"

miércoles, 22 de octubre de 2014

Entrevista capotiana a Eugenia Sánchez Nieto

En 1972, Truman Capote publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama, 1999), y en él se entrevistaba a sí mismo con astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la siguiente «entrevista capotiana», con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de Eugenia Sánchez Nieto.

Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamás de él, ¿cuál elegiría?
Tendría que ser una ciudad de clima frío, pero sin invierno, no sobrepoblada pero tampoco un remanso de paz, una ciudad abierta a todos sin discriminación, respetuosa de las diferencias, ojalá democrática, justa, equitativa. Con oportunidades, con gran actividad artística y cultural… Es posible que Montevideo (Uruguay) reúna algunas de estas especificaciones.
¿Prefiere los animales a la gente?
Las personas, la posibilidad del dialogo, es más interesante y divertido que una bestezuela apocalíptica.
¿Es usted cruel?
Vivo en un país cruel (Colombia) y en un mundo cruel, algo de cruel debo tener… consciente y aparentemente no, rechazo todo tipo de violencia.
¿Tiene muchos amigos?
Unos pocos, algunas desde la adolescencia, con el tiempo se van perdiendo y van surgiendo nuevos.
¿Qué cualidades busca en sus amigos?
El descomplique, cierta inteligencia, la habilidad para reírse de sí mismo.
¿Suelen decepcionarle sus amigos?
No, pero hay que dosificar la relación, la amistad continua y frecuente a veces produce estragos.
¿Es usted una persona sincera? 
En general sí, he cometido errores por no saber callar a tiempo, la sinceridad a veces hace daño.
¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre?
Leyendo, no hay nada más placentero que unos buenos poemas o una novela.
¿Qué le da más miedo?
Las mariposas negras, la gente agresiva y violenta.
¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le escandalice?
La violencia, el asesinato por cualquier motivo, los atentados con ácido, todo ese tipo de agresiones me desaniman y aniquilan espiritualmente.
Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida creativa, ¿qué habría hecho?
De hecho he trabajado como profesora, con distintas comunidades de escasos recursos.
¿Practica algún tipo de ejercicio físico?
Sí, siendo adolescente fui aficionada al tenis y voleibol, posteriormente al gimnasio, también me gusta hacer largas caminatas.
¿Sabe cocinar?
Sí, platos sencillos de comida cotidiana.
Si el Reader’s Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un personaje inolvidable», ¿a quién elegiría?
Difícil escoger, tal vez John Lennon, Álvaro Mutis, Alejandra Pizarnik, Álvaro Fayad.
¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de esperanza?
Cambio.
¿Y la más peligrosa?
Venganza.
¿Alguna vez ha querido matar a alguien?
Siendo muy joven deseé que desaparecieran los abusadores en el poder, pero nunca por mi propia mano, sería incapaz.
¿Cuáles son sus tendencias políticas?
Mi opción es la verdadera democracia, rechazo a todos aquellos que a nombre de lo mejor para el pueblo quieren quedarse eternamente en el poder.
Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser?
Un animal de mar.
¿Cuáles son sus vicios principales?
La apatía.
¿Y sus virtudes?
La lealtad.
Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del esquema clásico, le pasarían por la cabeza?
Un torbellino que me lance a una playa, un delfín que me saque de las profundidades, un superman que me eleve y me salve del ahogamiento. Si nada de esto es posible aceptaría el ahogamiento como una buena muerte, no es tan brutal como otras.

T. M.