martes, 3 de junio de 2025

Un Tristán e Isolda caribeño

La pasada primavera vio la publicación, por parte de la editorial Castalia, del libro de cuentos En las ruinas, que había recibido el Premio Tiflos, del venezolano Juan Carlos Méndez Guédez. A eso le acompañó, en su país de origen, una novela publicada por Monroy editores, La montaña de los siete tambores, que objetivaba el drama de la emigración por medio de una serie de cartas de diversos familiares, entre ellas unas dirigidas a una mujer desaparecida. Y además, en mayo también brotó un tercer libro, la novela corta Roman de la isla Bararida.

Este trío de narraciones tiene vasos comunicantes claros por cuanto comparten una misma mirada que rompe los esquemas realistas para adentrarse en lo mítico. En los siete cuentos que componían En las ruinas tal cosa se apreciaba alrededor de vivencias de personajes, de factura verosímil pese a ese trasluz trascendente, que tenían con ver con situaciones extremas de guerra, muerte o soledad; sucedía por medio de un elenco de protagonistas muy diferentes y con contextos urbanos como trasfondo muy reconocibles, como Madrid, Caracas, Barquisimeto –donde nació el autor en 1967–, Aix en Provence o la antigua Jerusalén.

Por lo que hace a La montaña de los siete tambores, Méndez Guédez diseñó un texto que se podría calificar de ucrónico para reflejar el estado de Venezuela, y es que tal vez este registro de corte fantástico e igualmente útil para la crítica social, es el mejor a la hora de captar la cotidianidad de un país tan maltratado por sus aberrantes políticos. Por último, es en Roman de la isla Bararida donde el autor lleva más lejos su fantasía, mezclando en ello la tradición oral criolla con toques de narrativa pastoril, evocación de los relatos artúricos y mitología indígena.

El término roman, en su vertiente francesa medieval, ya nos remite a un relato de imaginería especial, y no en vano el autor se planteó algo similar, por cuanto la novela es una historia de amor, un poco al modo de Tristán e Isolda y con el tono mágico-legendario de un Álvaro Cunqueiro. Lo singular es que sucede en Barquisimeto, y en más ciudades venezolanas: Quíbor y El Tocuyo. Por otra parte, la isla mágica donde se desarrolla la acción, Bararida, remite a un parque zoológico barquisimetano al que Méndez Guédez acudía de niño y que ya se había asomado en otras de sus ficciones con anterioridad.

La lectura no es para todos los públicos por más que tenga a priori los incuestionables alicientes que ya hemos apuntado. Se trata de un texto fragmentario, de ritmo cadencioso, en que lo sobrenatural hace de andamio para lo amoroso y los peligros a los que harán frente Najamutu y Wari, una mujer y un hombre, ansiosos por estar juntos pero que pertenecen a reinos que están en guerra. Al lado de esto, se cifra una maldición que implicará un posible retorno de los dioses si acontece un acontecimiento mágico en forma de «grito». Por este motivo, resulta natural conocer dragones al mismo tiempo que canciones populares, leyendas medievales… todo ello resultado de la amalgama de viejas y añorantes lecturas del autor.

En este sentido, los epígrafes del libro –un mito wayú sobre el fuego, palabras significativas de Cunqueiro: «¡Ogallá volveran tempos idos!», un fragmento de Ana María Matute en torno a las mazmorras de un castillo, más una frase de Pascal Quignard, que le dio la clave estructural del libro, y otra del Cantar de Gilgamesh– adelantan lo que nos vamos a encontrar en Roman de la isla Bararida. Y esto no es otra cosa que un inicio clásico, que homenajea las historias ancestrales a viva voz, pues un narrador indefinido suelta en el primer renglón: «¿Vos queréis que os cuente una historia de amor y muerte?».

Así, es una novela sonora, por momento una serie de poemas en prosa que bien podrían haber complacido a José Antonio Ramos Sucre, repleta de nombres exóticos y misteriosos. «En aquellos días lejanos, en aquellos muy remotos días, en aquellas gélidas noches, en aquellas muy distantes noches cuando las cosas refulgían en su estrenada existencia, cuando los cielos se separaron de la tierra, cuando los budares ya conocían el fuego, cuando las arepas habían sido probadas por primera vez en las bocas anhelantes; en aquellos tiempos, las mujeres y hombres descubrieron que en su isla existía tan solo un árbol». He aquí el inicio de la obra, de desenlace trágico tanto como esperanzador, en cierto modo como la leyenda de Tristán e Isolda… si hubiera sucedido en la magia del Caribe.

Publicado en Cuadernos Hispanoamericanos (núm. 894, marzo 2025)