jueves, 24 de julio de 2014

Entrevista capotiana a Iván Vergara

En 1972, Truman Capote publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama, 1999), y en él se entrevistaba a sí mismo con astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la siguiente «entrevista capotiana», con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de Iván Vergara.

Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamás de él, ¿cuál elegiría?
La idea de estar en una isla desierta me ha parecido siempre peligrosamente atractiva, pero en tal caso preferiría el Misisipi: recorrerlo de norte a sur sin poder tocar tierra.
¿Prefiere los animales a la gente?
No encuentro diferencia entre ambos, de tal manera que quizá sea yo quien termine fastidiándoles. Lo que me genera curiosidad es saber cuál de ambos me preferiría.
¿Es usted cruel?
Más bien severo, no hay desgracia ajena que me cauce placer.
¿Tiene muchos amigos?
No me siento solo, ni desgraciado; sé además que para ciertos eventos cuento con la complicidad férrea de algunos incansables. Por otro lado, al pensar en la respuesta a esta pregunta sonrío mientras escribo y pienso en esos culpables, cómplices de cada paso.
¿Qué cualidades busca en sus amigos?
Tengo preferencia por ciertas actitudes y posturas frente las motivaciones cotidianas, pero aprendo con notoriedad de las que más me desconciertan, de tal manera que no selecciono sino que acepto.
¿Suelen decepcionarle sus amigos?
No suelo medir la relación con otra persona a través de logros o méritos, lo que viene se queda o sigue de frente.
¿Es usted una persona sincera? 
Solía pensar que lo era.
¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre?
Temiendo estar aprovechando demasiado de él. Es lo que deja la hiperactividad.
¿Qué le da más miedo?
Me aterroriza que las brazadas que inicie terminen por hacer tsunamis en la vida de gente que adoro; más aún al sentir que la inmanencia no pasa por ser una respuesta; hay que seguir nadando.
¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le escandalice?
El antropocentrismo.
Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida creativa, ¿qué habría hecho?
Es imposible que el ser humano deje de ser creativo; de no dedicarme a la cultura sería científico, físico quizá, o astrólogo. Brujo.
¿Practica algún tipo de ejercicio físico?
No practicarlo sería como ponerme en una olla de presión sobre algo demasiado caliente. No está en mi naturaleza mantenerme quieto.
¿Sabe cocinar?
Respondo este cuestionario mientras se me queman los chilaquiles.
Si el Reader’s Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un personaje inolvidable», ¿a quién elegiría?
A mi tío abuelo Jacob Vergara Rayo. Fue el ‘Melquíades’ del pueblo donde es originario mi padre, en San Miguel Totolapan, en Tierra Caliente; organizaba certámenes de poesía, llevó una cámara fotográfica y un radio por primera vez al pueblo; con ochenta años escribió las memorias del pueblo, libro autoeditado que guardo como uno de mis más preciosos objetos.
¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de esperanza?
Howl.
¿Y la más peligrosa?
Mío.
¿Alguna vez ha querido matar a alguien?
No más que a mí mismo; aunque hace tiempo que intento respetar la vida como algo sagrado.
¿Cuáles son sus tendencias políticas?
Anti-antropocentrista.
Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser?
Cualquiera que pueda crear por sí misma.
¿Cuáles son sus vicios principales?
La alienación.
¿Y sus virtudes?
La empatía.
Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del esquema clásico, le pasarían por la cabeza?
Hace unos años, una querida amiga consiguió hipnotizarme con la intención de hacerme saber qué me habría pasado en otras vidas; en menos de una quince minutos (según ella me hizo saber al regresar) contemplé tres escenas y en todas ellas moría. En una de ellas sentí de nuevo cómo me hundía. Sabía que hacía un día esplendoroso, que me encontraba dentro de un mar, que nuestro barco ardía en la superficie y más cuerpos, muertos o a punto de estarlo, se hundían junto a mí. Mis brazos intentaron alcanzar ese punto donde se rompe el terreno del agua, donde finalmente el aire llegue a los pulmones; de haberlo logrado seguramente no estaría aquí.

T. M.