En
1972, Truman Capote publicó un original texto que venía a ser la autobiografía
que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama, 1999), y en él se
entrevistaba a sí mismo con astucia y brillantez. Aquellas preguntas que
sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora,
extraídas en su mayor parte, forman la siguiente «entrevista capotiana», con la
que conoceremos la otra cara, la de la vida, de Luis Ingelmo.
Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamás de él, ¿cuál elegiría?
Se me hace
difícil contestar esta pregunta por la repentina aparición de ese «jamás»,
tajante, rotundo, fatídico. Jamás es mucho tiempo, más del que nadie podría
soportar. Jamás suena a paraíso o a infierno, que son lo mismo. Y a mí me
cuesta siquiera imaginar que me vaya a quedar para siempre en un mismo sitio:
no lo he hecho nunca, ni pienso hacerlo. He vivido en urbes inmensas, en
ciudades medianas, así como en pueblos. No quita que mañana por la mañana
decida irme a vivir a Oslo, a Reikiavik, a Nuuk, o a la canadiense península
del Labrador. Y quedarme por allí, qué sé yo, seis años, o diez, para después
regresar aquí. O no. Sea donde fuere, tendría que ser una ciudad, eso queda fuera
de toda duda. No soporto el provincialismo, que es expresión de la más
arraigada de las dolencias humanas: la idiocia. Idiota, para los griegos de la
Antigüedad, era el individuo personal, el privado, o sea, uno mismo. De ahí
pasó al latín clásico significando «persona» para degenerar en el latín más
tardío hacia «ignorante». A mí, la verdad, esta asociación entre persona
privada e ignorancia me resulta muy sugerente: cuanto más se es uno mismo, más zopenco
y más avestruz se es. Como que quien se emperra en su privacidad es que está,
justamente, privado de algo: de lucidez, de apertura mental, de sutileza en sus
observaciones. Así que dadme una ciudad, mejor cuanto más grande y más septentrional,
que el resto ya vendrá por sí solo.
¿Prefiere los animales a la gente?
Esta es
una curiosa distinción, la de animales vs. gente. He tenido el placer
de tratar con algunos animales que mostraban cualidades más humanas que mucha
gente. Es igualmente cierto, por otra parte, que me he topado con hombres más
cafres que un bisonte en celo y con mujeres más ladinas que una arpía (ya sé
que la arpía no es, propiamente, un animal que Lineo se sintiera a gusto
clasificando, pero el símil se entiende, ¿no?). En cualquier caso, creo que,
aunque no la deteste, no estoy particularmente cómodo rodeado de gente. Hay una
especie de medidor interno en alguna parte de mi cerebro, o de mis tripas, que
me indica y me avisa de si la dosis diaria de gente se ha sobrepasado. Llevo
mejor, es verdad, la soledad que la compañía. Será porque soy poco rebañego y
que le hago ascos visibles, sin disimularlos, al gregarismo. Me relaciono
mejor, en este mismo sentido, con un gato que con un perro: no pongo en tela de
juicio las cualidades de lealtad y empatía del cánido; sin embargo, la actitud mayestática
e indiferente del felino me resulta más atractiva.
¿Es usted cruel?
No con los demás. Si
en alguna ocasión mis acciones han sido crueles a los ojos de otra persona, tuvo
que serlo sin que me apercibiera de ello: si he mostrado crueldad en mis gestos
o actos, fue de manera involuntaria. La crueldad la reservo para mí mismo, pues
siempre encuentro algún motivo para darme una colleja o para tiznarme el alma
con improperios.
¿Tiene muchos amigos?
Tengo los justos.
Podrían contarse con los dedos de las manos, e incluso con una sola mano.
¿Qué cualidades busca en sus amigos?
Las amistades vienen
y se van como los días: sin avisar. Mientras duran, son siempre bienvenidos los
gestos amables y las palabras de apoyo. Una vez que se van, no me invade la nostalgia
por ellas.
¿Suelen decepcionarle sus amigos?
Sí, claro, igual que
yo me decepciono a mí mismo y les decepciono a ellos. Así son las cosas,
repletas de sinsabores. La decepción es una constante en la vida, se te aparece
de modo fugaz cuando eres joven, pero conforme va pasando el tiempo se instala en
tu interior paulatinamente para, más tarde, dar muestras de estar a sus anchas
a la menor ocasión que se le conceda.
¿Es usted una persona sincera?
La
sinceridad está sobrevalorada y, a mi juicio, mal comprendida. En este
teatrillo de ferias que es la vida, nadie es quien dice ser, ni nadie actúa
impulsado por sus pensamientos o sus sentimientos. Todos mentimos a espuertas y
todos ocultamos nuestras intenciones, por prudencia, por pereza o por malicia. Yo
soy mil yoes, tantos como situaciones en las que me encuentro: en el trabajo surge
un yo, distinto del que sale con padres y hermanos, diferente del que se
muestra cuando estoy con mi propia familia, ni parecido al que trata con
amistades o amigos. Soy, así pues, legión. ¿Cuál será la vara de medir que
dictamine el principio de sinceridad válido para todos esos contextos? ¿Es que
hay uno solo, acaso?
¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre?
Esta es, a mi
juicio, una pregunta tendenciosa, porque establece que el tiempo, nuestro
tiempo, si es que es nuestro, se divide en ocupado (el del trabajo) y
desocupado (el libre). Me niego a participar en la publicidad de esta
dicotomía, pues ya se vale por sí sola para ser hegemónica. Yo querría que mi
tiempo no fuera de nadie, ni siquiera mío, que no tuviera que entregárselo a
nadie para poder subsistir a diario y para poder proveer a mi familia. Que no
fuera el reloj quien dictase mi actitud o mi actividad, sino el simple y
genuino gusto por llevar a cabo una escritura, una lectura, un paseo, una
enseñanza.
¿Qué le da más miedo?
Entrevistas
como esta. También las metáforas del vampiro y el zombi (vivir para siempre
estando, en realidad, muerto).
¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le
escandalice?
El rebaño humano, el
descuido del detalle, la mala fe. Las espiritualidad dirigida por líderes
religiosos o políticos que emponzoñan el pensar y el sentir haciéndolo
monolítico y ritual.
Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida
creativa, ¿qué habría hecho?
Tenemos
una tendencia a idealizar los oficios o actividades de los demás: el piloto de
avión a merced de los vientos que le traen y le llevan sin destino fijo, el
marino mercante que transporta felicidad por mil puertos exóticos, con un amor
en cada uno de ellos, el astronauta que roza con las yemas de los dedos el
horizonte infinito, que casi le hace cosquillas en la nariz a su dios, el
bombero infatigable y altruista como ángel guardián que apaga los fuegos
infernales, el actor de cine rodeado de lujos y atenciones, el rockero vocinglero siempre de
gira, durmiendo cada noche en un hotel distinto y al que siguen sus groupies en sustitución de su
madre, su esposa o su novia, el poeta que carga con el peso de sentimientos
indecibles y lucha para conformarlos con la palabra justa al arrullo de la
brisa entre los lirios de un paisaje de postal. Nada de eso es verdad: son
todos mentira. Todos pierden la pátina de glamour que los rodea en cuanto la
actividad se vuelve rutinaria, igual que la pasión se va por el desagüe con el
primer pedo del novio enamorado al despertar por la mañana.
¿Practica algún tipo de ejercicio físico?
Me
gustaría tener acceso a una piscina para poder nadar tanto como me lo pidiera
el cuerpo, pero sin observadores ajenos ni compañías. O sea, no.
¿Sabe cocinar?
Sé poner
ingredientes juntos en un recipiente y seguir una receta. Soy particularmente
creativo con los bocadillos que me preparo, construyendo hipótesis de conjuntos
disjuntos a partir de elementos que en un momento dado se me antojan
apetitosos. Manipular los alimentos me proporciona un placer singular.
Si el Reader’s Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un
personaje inolvidable», ¿a quién elegiría?
Al último pájaro dodo.
Lo formularía como una entrevista, en términos bastante similares a los de esta
misma. Le preguntaría por su experiencia personal antes de la aparición del
hombre en su isla. Querría saber qué sentía ante animales depredadores de sus
nidos (cerdos, perros, gatos, ratas), si preferiría cambiarse por el cazador
que le perseguía escopeta en mano, o si ese aspecto rollizo con el que se le
retrató en el siglo XVII se debía a la falta de ejercicio o a que su apetito
voraz le llevó, estando en cautividad, a engordar desproporcionadamente. Pero,
más que nada, querría saber qué se le pasaba por la cabeza cuando tuvo la
ocurrencia de perder musculatura en el pecho y de permitir que se le acortaran
las alas, cómo prefirió la celda del suelo firme al ancho cielo. Trataría, por
fin, de tirarle de la lengua y que confesara si fueron las carreras con Alicia
lo que acabó matándolo, o si, hambriento –como siempre–, se comió el dedal que
la niña le había dado para usarlo como trofeo en la competición y se ahogó.
¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de
esperanza?
Verdad (bien usada).
¿Y la más peligrosa?
Futuro
(mal usada).
¿Alguna vez ha querido matar a alguien?
Solo a una persona,
pero se trata de fantasías mentales. Aunque, en lugar de ser yo quien la
matase, tendría el mismo efecto catártico y reparador si, pongamos por caso, la
viera ahogándose en un río después de que su coche (imaginemos que se trata de
una berlina azul marino, por mor del relato) se hubiera precipitado al vacío,
que la pudiera observar impertérrito desde lo alto de un puente, que se la
llevase la corriente y que jamás apareciera su cadáver.
¿Cuáles son sus tendencias políticas?
Desaprenderlo todo. Huir
de mitos y de dioses.
Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser?
Niño y
niña, arbusto, pájaro y mudo pez en el mar, aunque no necesariamente en ese mismo
orden.
¿Cuáles son sus vicios principales?
Creer en los vicios.
¿Y sus virtudes?
No creer en las
virtudes.
Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del
esquema clásico, le pasarían por la cabeza?
Vería que alguien me
mira desde lo alto de un puente, sonriente y ufano, mientras mi berlina azul marino
se hunde en las arcillosas aguas de un río. Tendría la mente en blanco, los
pulmones encharcados y los ojos cegados. La muerte no llega en cinemascope, sino
fría y callada.
T. M.