La pasada
primavera, el colombiano Carlos Aguasaco (1975), profesor en el City College de
CUNY e impulsor de una iniciativa señera en Estados Unidos, la editorial neoyorquina
Arte Poética Press, presentaba en Madrid su libro Antología de poetas hermafroditas con fina y atrevida ironía. Por supuesto, lo más
llamativo en primera instancia, lo que reclamaba una explicación inmediata, era
el título, para el cual había una historia tan corrosiva como denunciadora de
los hábitos estúpidos de una red de estudios literarios que ha perdido el
oremus, en las últimas décadas, por fijar patrones caprichosos o reduccionistas
o por tener a bien considerar el color de la piel o la condición sexual como
mérito autorial, como ha recalcado de modo insistente Harold Bloom. Aguasaco
contó cómo, por su año de nacimiento, se sentía entre dos generaciones, en
tierra de nadie, y cómo, por ser un escritor en español en Estados Unidos, era
de difícil clasificación para todos aquellos que organizan encuentros de poetas
y antologías, pues además era hombre en los años en que empezaban a proliferar
con fuerza ciertas promociones de poetisas en América Latina. El resultado era
que, por esas razones, que llegaron a molestarle, nadie contaba con él por no
poder adscribirlo con facilidad a un objeto de estudio colectivo, y entonces
nació la ocurrencia de ser hermafrodita,
de ser dos en uno, de antologarse en
plural siendo el mismo escritor.
Y mucho de
diferentes estilos y enfoques artísticos tiene esta Antología de poetas hermafroditas, cada una obediente a su sección.
Empezando in media res, veremos que
alguna de ellas reviste una estimulante complejidad: muestra una poesía que
arranca de la acción y conciencia de un yo poético, por ejemplo, que primero
toma la forma de pintor cojo, hambriento, soñador y lector de poesía, y luego
se generaliza hacia un personaje surreal, en poemas donde, por cierto, se asoma
un Don Quijote que hubiera anhelado procrear con Dulcinea, y que termina
vaticinando la propia muerte dantesca: “Muerto, bien muerto, me detendré en lo
oscuro / y la muerte, que ve en oscuro, me servirá de antorcha. // Muerto,
sordamente muerto, me moriré en lo callado / y la muerte, que escucha en lo
callado, será mi audiencia”. Son los mejores versos del mejor poema del
apartado “El bastidor del mundo”, al que le siguen “Digamos por el bien del
poema”, “De la Paya Warmi: Yaraví” –que
alude a lenguas precolombinas–, “Nocturnos del caminante” y “El bufón y su
sombra”; pero, con todo, es inevitable quedarse, concentrarse, destacar y releer
las primeras quince páginas, la formada por los “Poemas del metro de Nueva
York”.
José Balza, en
el “Prólogo: Aguasaco en el mixto rostro”, encara toda esta poesía anclada en
la sociedad que la despierta, la nutre, poniendo el acento precisamente, por
así decirlo, en el mar que rodea a cada isla: “Quizá sólo en contadas épocas
los poetas han tenido que tomar en cuenta con tal intensidad la lengua escrita
y el contexto social en que escriben, como debe hacerlo un autor
latinoamericano de este instante. Un poeta de nuestra América, hoy, escribe
casi por extensión en español, a la vez que atiende a la realidad que lo
alimenta y mientras sus tentáculos mentales tocan los sucesos diarios del
planeta”. Ese mar, el contexto social, es para Aguasaco primero o con mayor
constancia la Nueva York que habita desde 1999, y su lengua escrita, la isla,
la que lo ata a su Colombia, a su continente español, a nuestro mundo editorial
en último término gracias a esta publicación madrileña. En cualquier caso,
Nueva York sería la píldora que concentra el planeta, el lugar hermafrodita por
excelencia, y por ello sus estrofas nos sitúan entre rascacielos o calles
conocidas.
Así, el libro
se abre con un gran poema –su título: el simple nombre de la urbe–que nos
compete a todos en cierta manera cuando dice: “No es este mundo tu mundo y lo
es. / La ciudad está allí para ser tomada”. Los pasos por el metro, el parque,
la noche, el suelo neoyorquinos del poeta son los nuestros, y nuestro lo que
emerge en el precioso y romántico “Poema dos”, donde el amor matrimonial se
funde con la necesidad de leer y ser leído: “Para escribir el poema, hacen
falta dos”, con un escenario asimismo tópico y a la vez incuestionable –con
“las luces de Times Square y las sirenas de emergencia”– que no importa en
verdad, pues el amor construye mundos posibles allá donde se cultive. Aguasaco
se sienta en la barra de un bar, y observa. Surgen referentes como Borges,
César Vallejo, Huidobro, Cervantes, Sarduy, Sor Juana Inés de la Cruz, voces
que surgen en el imaginario lector que intuimos ha acompañado al poeta, junto
con lo fotográfico, lo cinematográfico, la imagen a la misma altura que la
palabra. Se percibe en “Yo”, composición que define nuestra individualidad en
el centro del universo: el poeta sueña, en “Nueva York a ras de tierra”, “con
una palabra convertida en flecha”, en la comunicación que cruzará el espacio y
lo devolverá a su hogar para que sepan que aún está vivo. Comunicación que se
concretará en “Del buen sentido”, donde se describe la Gran Manzana a una Madre
lejana y se reivindica el mestizaje, el acento que no se perderá.
Como no podía ser de otra manera, Nueva York también se ve con ácida crítica por sus prisas y magnitud, por su superficialidad y falsas apariencias: “Y aquí florecen margaritas de plástico y sonríen las chicas con tetas de goma”. Nueva York no es solamente el lugar de vida, sino una masa que atrae y repele a partes iguales, paraíso e infierno, imán y cárcel, burbuja y antípodas: “La ciudad me llama / corro hacia ella, con los brazos abiertos / vengo a crucificarme en sus esquinas / a caer de rodillas en sus escaleras eléctricas / a gritar mi nombre entre la multitud / que camina hacia su lugar de trabajo”. Manhattan es, así, una “amante entrada en los cuarenta, abollada y sucia”, en “Cumplo años”, una “halitosis de vodka y la promesa del placer”. Se asoma, consecuentemente, un Manhattan sensual, región hembra deseada a la que se le dedica también una “Oración” donde el caos, el devenir de inmigrantes, el consumismo obligado, consumen al hombre; nos consumen a todos los que arrastramos el hermafroditismo de ser a la vez de Nueva York y del resto del mundo.
Como no podía ser de otra manera, Nueva York también se ve con ácida crítica por sus prisas y magnitud, por su superficialidad y falsas apariencias: “Y aquí florecen margaritas de plástico y sonríen las chicas con tetas de goma”. Nueva York no es solamente el lugar de vida, sino una masa que atrae y repele a partes iguales, paraíso e infierno, imán y cárcel, burbuja y antípodas: “La ciudad me llama / corro hacia ella, con los brazos abiertos / vengo a crucificarme en sus esquinas / a caer de rodillas en sus escaleras eléctricas / a gritar mi nombre entre la multitud / que camina hacia su lugar de trabajo”. Manhattan es, así, una “amante entrada en los cuarenta, abollada y sucia”, en “Cumplo años”, una “halitosis de vodka y la promesa del placer”. Se asoma, consecuentemente, un Manhattan sensual, región hembra deseada a la que se le dedica también una “Oración” donde el caos, el devenir de inmigrantes, el consumismo obligado, consumen al hombre; nos consumen a todos los que arrastramos el hermafroditismo de ser a la vez de Nueva York y del resto del mundo.
Publicado en la revista Clarín, núm. 115, enero-febrero 2015