Así, ya fuera en su misma época, ya sea a décadas
desde su muerte, la personalidad del narrador de San Sebastián es sinónimo de
controversia, de bandos. Unos lo apreciaron ―Marañón, Azorín, Cela― y a otros,
como Valle-Inclán, D’Ors o Azaña, les inspiró desprecio. No son pocos los
escritores y académicos que cuestionaron agriamente la capacidad de Baroja como
creador literario: sencillez de vocabulario, incluso errores gramaticales y
sintácticos. Él mismo se ganó fama de huraño y criticó abiertamente a colegas
de generación como Unamuno, Valle-Inclán o Blasco Ibáñez (sólo demostró
admiración continua por Ortega y Gasset).
Sus declaraciones contundentes, su ideología o la falta de ella, su germanofilia durante la Gran Guerra, sus críticas al sistema político o a sus compañeros de profesión, su misoginia, sus «prejuicios caprichosos e inexplicables» ―en palabras de Pla de nuevo― formaron una imagen de Baroja que aún hace correr ríos de tinta. El último afluente vino de Francisco Fuster, que publicó “Baroja y España. Un amor imposible” (Fórcola, 2016), en torno a la crisis de fin de siglo que vivió España, cuya más llamativa circunstancia es la pérdida de las colonias en 1998. Como decían en unas palabras preliminares Justo Serna y Anaclet Pons en este estudio: «Baroja deplora los nacionalismos, la política de escaso vuelo, la sociedad inerme y paralizada, la España sucia. Y todas esas críticas y derogaciones las expresa rotundamente, sin atemperarlas».
Baroja frente a la España gris
Asimismo, los
prologuistas recordaban «la fama de escritor áspero y sincero» que tenía
Baroja, cuyo deseo fue «convertir España en un país verdaderamente
constitucional y jurídicamente europeo, sin casticismos clericales, sin
ventajistas o logreros de la política. Un país con derechos individuales y
respetados. Con gentes cultas y deferentes. Sin fanáticos». Lo que anheló
Baroja no podía contrastar más con la realidad que le rodeaba: decepcionante y
gris, llena de desidia y cinismo; una España caduca, resignada, analfabeta. Y
tal vez como en ninguna otra de sus numerosas novelas, esta impresión que le
causaba la España de entonces no se perciba tan agudamente como en “El árbol de
la ciencia”, que empezó a escribir en un París donde también estaban en aquellos
momentos otras dos figuras de la literatura en lengua española, Antonio Machado
y Rubén Darío.
Fuster consideraba
que Baroja es el que mejor nos puede ayudar a entender la llamada «crisis de
fin de siglo» mediante la novela citada u otras suyas como “Camino de
perfección” (1901) o las que componen las trilogías “La lucha por la vida” o
“Las ciudades”, a su juicio, «documentos excepcionales en cuyas páginas se
respira el ambiente finisecular». Cómo cambia la moral de España desde finales
del siglo XIX a comienzos del XX; o cómo ve Baroja el escepticismo que va
cuajando en la opinión pública por la situación de pobreza generalizada y falta
de estímulos, y sobre todo entre sus colegas escritores, influidos por el
pesimismo de la filosofía alemana, sobre todo, de Schopenhauer.
De hecho, el filósofo alemán ya fue clave para el Baroja que preparó su tesis doctoral, titulada «El dolor: estudio de psicofísica», y en el primer libro que publica, “Vidas sombrías”. «En ambos textos ―dice Fuster― se aprecia la importancia de esa primera lectura del pensador de Dánzig, de cuya filosofía tomará el novelista la tesis según la cual el conocimiento añade dolor al individuo». Para el protagonista, saber es sufrir. Qué hacer, pues, activarse o mantenerse en la pasividad; un dilema que explica Arturo Ramoneda en el prólogo de las “Obras completas VIII” de Baroja que Galaxia Gutenberg fue preparando desde los años noventa: «Andrés Hurtado intenta solucionar el conflicto surgido de la contraposición entre acción y contemplación, entre vida y conocimiento, entre el radicalismo revolucionario utópico y el sentimiento de la inanidad de todo».
Una voz en el desierto
Ello generará una
incapacidad para cambiar la realidad muy en consonancia con un país que sufría
un parecido desasosiego. El continente entero necesita renovarse tras demasiado
tiempo indolente, porque además la tecnología y la ciencia no han hecho mejorar
las condiciones de la población. «España, como otros pueblos de Europa, parecía
entonces una mujer vieja y febril que se pinta y hace una mueca de alegría»,
dice Baroja del Madrid de fin de siglo, donde pudo observar «cómo toda la vida
española se iba desmoronando por incuria, por torpeza y por inmoralidad». Pero
su voz, como las de otros intelectuales como Unamuno, predicará en el desierto;
voces que serán críticas sin trascender, pues, desunidas, no provocarán cambio
alguno. Baroja incluso publicará un artículo titulado «Contra la democracia» en
1899, por considerarla absolutista, sólo atenta a dominar las masas. Opinión,
por cierto, que apenas iba a variar, ya fueran los años de la Restauración, la
dictadura de Primo de Rivera o la Segunda República.
Incluso en su poesía no dejó de ser cáustico,
cínico, elegíaco, como se aprecia en “Canciones del suburbio”, que relanza Cátedra, el único poemario que publicó y en el que practicó
formas del romance narrativo y la literatura de cordel. En su día fue prologado
por Azorín, que las llamó “baladas”, las cuales fueron escritas al término de la
Guerra Civil. En fin, incluso, hasta su muerte, Baroja daría que hablar.
Eduardo Gil Bera, en una biografía no autorizada, apuntó las circunstancias
previas a la muerte de don Pío: «El 20 de mayo de 1956, se cayó y se fracturó
el fémur. Fue operado el día 25. No volvió a levantarse y murió la tarde del 30
de octubre». Y añadía como colofón a su biografía: «Respecto al punto crucial
de quiénes bajaron la caja con el muerto desde el piso a la calle, hay varias
versiones encontradas que se niegan el pan y la sal. La cuestión es grave. ¿Qué
cantidad de gloria y posteridad le toca a un portafiambre de difunto ilustre?
Que lo diga un entendido. Que estipule Cela cuánto cede de la suya en favor de
los que lleven su ataúd».
Se presentaba, en tal episodio, una extraña
competitividad en torno a quién le cupo el orgullo de llevar los restos de
Baroja, que se había encargado de pedirle a su sobrino, el antropólogo Julio
Caro Baroja, que se celebrara un entierro civil, lo que no debió de ser cosa
fácil en aquellos tiempos de nacional-catolicismo. Por cierto, a la ceremonia
acudió, siendo general, el oficial del ejército que lo liberó después de que el
escritor fuera detenido y encarcelado una noche como «enemigo de la tradición»,
en julio de 1936.
Publicado en La Razón, 31-XII-2022