En su tiempo final, Isak Dinesen prácticamente se alimentaba sólo de
fresas, fumaba sin parar y sentía debilidad por el champán. Una mujer chic y
libre que se lo pasó en grande en Nueva York en 1959, donde se celebró una cena
memorable con la novelista Carson McCullers, que le presentaría, como era su
deseo, a Marilyn Monroe, que a su vez acudió con Arthur Miller. Ya en vida,
pues, la danesa Karen Christenze Dinesen, que se haría
célebre como escritora bajo el seudónimo de Isak Dinesen, ya era una leyenda
gracias en parte al espaldarazo que le había supuesto la gran acogida de los
lectores estadounidenses –sus “Siete cuentos góticos” (1934) habían recibió
rechazos tanto en Dinamarca como en Inglaterra (escribía en inglés), y fue
cuando mandó el libro a Estados Unidos, con seudónimo masculino, que su suerte
cambió–, pero tal cosa se multiplicaría hasta el infinito en 1985.
En ese momento, se hizo universal y eterna gracias
al cine, cuando Meryl Streep se encargó de interpretar su vida en “Memorias de
África”. Hoy, tanto su granja, cercana a Nairobi –abierta para los turistas en
1986, aprovechando el impacto del filme de Sidney Pollack– como la finca
familiar, Rungstedlund, a 25 kilómetros al norte de Copenhague, son museos que
recuerdan su obra literaria y conservan los recuerdos –escudos de las tribus
masái y kikuyu, por ejemplo– de esta mujer excéntrica, aventurera y
distinguida.
La gran pantalla captó a las mil maravillas la
belleza de Kenia y las costumbres de los nativos que trabajaron en la granja, y
adaptó muy hábilmente lo que Dinesen escribiera en sus libros “Lejos de África”
(1937) y el breve “Sombras en la hierba”. Dos textos, separados por un cuarto
de siglo, en los que describía su visión de una tierra que la fascinó durante
diecisiete años, el tiempo que pasó entre que acompañó a su marido, su primo y
barón Bror Blixen (en realidad, había estado enamorada de su hermano gemelo de
joven) en 1913, para regentar una plantación de café, contrajo la sífilis, se
divorció y pasó a encargarse ella sola de la granja. Así hasta que las plantaciones
fracasaron y tuvo que abandonar el proyecto, y con él todo un mundo que había
forjado a su alrededor: a Farah Aden, su fiel criado somalí, al niño Kamante,
al que salvó de una grave enfermedad y convirtió en su cocinero, a los
lugareños a los que servía de doctora, consejera o cazadora.
Apuntar un arma
Esta apasionante trayectoria, después de tantos
años de quedar embellecida mediante el cine, tuvo una prolongación literaria, “Karen
Blixen” (Circe, 2016), de Dominique de Saint Pern: una novelización de la vida
de la escritora asentada en sus diferentes obras, en su correspondencia y en
numerosos libros publicados sobre ella, así como en sus años daneses y
africanos y hasta en aquella visita a Nueva York. Salía ahí una mujer que deslumbraba
pero también desconcertaba en grado sumo. Y eso le ocurrió a Thorkild Bjørnvig (1918-2004), del que supimos gracias al libro de Javier Marías
“Vidas escritas” (Alfaguara, 1992). Éste ya contó que la escritora sometió al
poeta danés, al que doblaba en edad, de forma tan desconsiderada que rayaba en
la crueldad: «A este no-amante le gustaba asustarlo con sus cambios bruscos,
con sus calculados actos sorprendentes, con sus hechizos y sus opiniones
desconcertantes pero siempre convincentes». Hasta en una ocasión, en mitad de
una velada especialmente agradable, la autora se ausentó del cuarto en el que
estaban y «regresó al poco con un revólver, lo alzó y apuntó con él al poeta
durante largo rato», pero este no se inmutó sino que se quedó embelesado.
Pues bien, ahora tenemos la versión completa de aquella relación tan particular en “El pacto”, publicada en 1974 (traducción de Rodrigo Crespo), de este escritor que destacó en el campo de la poesía en Dinamarca. De él, por cierto, acaba de hablar Dahlia de la Cerda en “Perras de reserva” (Sexto Piso), convirtiéndolo en un personaje literario que, en 1948, va a Rungstedlund, la mansión de Blixen, tras ser convocado por esta con una excusa falsa. Es el comienzo de un vínculo tortuoso en que el joven poeta adquiere la figura de aprendiz y confidente desde que, en una de sus primeras visitas, la autora le enseña una reseña de “Siete cuentos góticos” que la había disgustado mucho, lo que sorprende a Bjørnvig, pues no esperaba que algo tan nimio afectara tanto a esta “segura mujer de mundo e inteligente poetisa, que gozaba de una fama vastísima e incondicional”.
Rememorar África
Blixen se abre a esta suerte de discípulo cual
Pigmalión que, sutilmente, pretende educar desde su experiencia: la de alguien
mordaz que nunca estuvo escolarizada, la de una gran melómana que pone discos
en casa, la de aquella gusta de rememorar a Denys Finch-Hatton, su «amigo», el
mismo que le dio el mayor placer de su vida: volar con él sobre África en su
avioneta. Para ella, se trataba de un modelo de honor y hombría, un inadaptado
a su época que hubiera sobresalido en cualquier otra y que, en Kenia, escuchaba
sus cuentos improvisados hasta la madrugada, lo que sería el caldo de cultivo
para su posterior vocación literaria, que inició casi con cincuenta años. Bjørnvig,
por entonces ya casado y padre de un niño, es testigo de los monólogos de la
madura escritora caprichosa tanto de la joven que aún parece permanecer en su
edén africano, y se queda estupefacto con sus accesos de histerismo: “A veces
se enfurecía conmigo sin que yo alcanzara a saber el motivo de su enfado y sin
siquiera llegar a comprender su intensidad”, escribe.
Pero ¿por
qué este poeta consintió tal cosa y, lealmente, siguió aguantando este maltrato
psicológico? Blixen lo castigaba con silencios o alaridos, con gestos de
repudio, para luego tratarlo con calma y dulzura. Si le pedía algo, y él se
negaba, pataleaba el suelo y le espetaba: “Es un usted un pusilánime
irredento”, lo cual no deja de ser un insulto de lo más sofisticado y rico
verbalmente. Pero así era esta mujer que, según Bjørnvig, dominaba como nadie los
largos silencios en medio de las conversaciones, hacía gestos teatrales e
imprevisibles, de tal modo que obtenemos de ella una imagen mitificada, la de
un individua que “poseía un tipo especial de genialidad”, una conversadora
brillante, que se exhibía en público aunque repitiera cosas que ya había dicho
antes un sinfín de veces.
El autor,
de continuo, tiene la tentación de reaccionar de forma diferente a como es
requerido por Blixen, pero se dice a sí mismo que ha de mantener el pacto de
convivencia que habían adoptado, de tal modo que se va generando una especie de
relación de dependencia mutua, lo cual se aprecia mediante la transcripción de diversas
cartas. De hecho, lo ideal para ella era que él se hubiera quedado a vivir en
Rungstedlund para siempre, mientras hacía lo imposible por impulsar la poesía
de su amigo enseñándola a críticos influyentes o pensando en mujeres que
presentarle para que se enamorara de otras. En definitiva, un vínculo muy
particular, pactado, al que le llegó su fin, con el ruego de Blixen de que –ya
descubrirá el lector por qué– la liberara de él.
Publicado en La Razón, 22-VII-2023