Poquísimas ciudades en el mundo que aúnen tanto encanto, arte e historia como Sevilla. Lo comprobó la sevillana Eva Díez Pérez por medio de “Sevilla, un retrato literario”, un libro donde pululaba una innumerable serie de escritores autóctonos, del resto de España o extranjeros que nacieron, vivieron o visitaron la capital andaluza en algún tiempo de los últimos cuatrocientos años y que dieron testimonio escrito de ello. Y es que «Sevilla es un inmenso y laberíntico mapa poético. Bajo la ciudad de charanga y pandereta o de la eternamente repetida imagen de postal se oculta una cartografía de escritores casi siempre olvidados», afirmaba la autora en el prólogo, en el que también se lamentaba de que a lo largo de los siglos se ha ido forjando “el imaginario de una ciudad literaria como pocas, aunque desgraciadamente sea más conocida por un ingrato catálogo de tópicos y folclorismos superficiales”.
Díaz Pérez se convertía en una guía de lo más completa y entretenida, pues documentaba el trato literario que ha recibido cada zona que recorría, mezclando en sus explicaciones anécdotas, vivencias y libros de épocas lejanas o recientes con la actualidad. De tal modo que, al hilo del libro que nos convoca aquí, de Susana Martín Gijón, podíamos reconocer pasajes de varias “Novelas ejemplares”, pues «Cervantes conocía bien Sevilla, ya que residió durante algún tiempo, más desdichado que feliz, como cobrador de impuestos», o nos acordábamos del quevedesco protagonista de “Vida del Buscón llamado Pablos” en la actual calle Alemanes, o del “Guzmán de Alfarache”, de Mateo Alemán, que nació en la calle Redes en 1547 y recreó en su obra «la vida canalla de la ciudad».
Martín Gijón, en “La Babilonia, 1580” (en librerías este próximo día 29) ha buscado ese ambiente hispalense en pleno Siglo de Oro, comenzando con una nota previa, de mucha gracia metaliteraria, a modo de explicación sobre lo que un buen día encontró, y sumándose así al tópico del manuscrito hallado. En su caso, de pura casualidad, en el Colegio de Gramáticos de Cuerva, Toledo, fundado por la familia Lasso de la Vega en 1623 para formar a jóvenes eclesiásticos, la escritora de novela negra da con un manuscrito del siglo XVIII que reproduce uno del XVI, ambientado en “la época dorada de mi ciudad natal”. Así, el sujeto narrativo de la obra, trasunto de la propia autora, “versiona” ese viejo texto, lo que da como resultado una novela que es a la vez de misterio y de tinte histórico y que firma, en Lisboa, “una señora de Toledo” en una nota previa fechada en 1603.
Un matadero de almas
Triana, Puente de Barcas, Castillo de la Inquisición, Puerto de Indias, Convento de las Carmelitas Descalzas, la Catedral, la Torre del Oro, más la Mancebía La Babilonia y El Arenal. Estos son los lugares señalados en una vista panorámica de Sevilla, grabada a buril, obra del artista holandés Rombout van den Hoeye y que hoy se muestra en el Museo de Bellas Artes sevillano. Tal fisionomía urbana sirve a Martín Gijón para dar arranque a una novela que, entre sus epígrafes, tiene uno muy particular de la pieza teatral de Lope de Vega “El Arenal de Sevilla”: “Forastero: ¿Esto hay en el Arenal? / ¡Oh, gran máquina Sevilla! / Alvarado: ¿Esto sólo os maravilla? / Forastero: ¡Es a Babilonia igual! / Alvarado: Pues aguardad una flota y veréis toda esta arena de carros de plata llena, que imaginarlo alborota”.
Este barrio del casco antiguo de la ciudad concentraba buena parte de la actividad portuaria de la ciudad, y por extensión con lo típicamente relacionado con un ambiente de trasiego, visitantes y negocios, esto es, toda suerte de pícaros, corruptelas y prostitución. Concretamente, en el área llamada Compás de La Laguna era donde estaba el burdel más famoso de Sevilla, con un muro en la Mancebía del Cabildo que la frenética actividad de rameras y rufianes hizo inútil. Martín Gijón, en lo que es hasta la fecha su esfuerzo literario más ambicioso, parte de este lugar de vicio para contrastarlo con el trasfondo tan intensamente religioso de Sevilla, y de esta forma, junto a personajes inventados, aparecen otros como santa Teresa de Jesús o su discípula María Salazar de Torres, nombre conventual María de San José, carmelita descalza, mística y escritora que está detrás de esa alusión lisboeta a la que hacíamos mención antes.
Asimismo, destaca otra figura real, la del jesuita Pedro de León, preocupado por reducir, desde la Compañía, el número de mujeres públicas que llenaban el corazón de Sevilla, y responsable de una suerte de asedio a La Babilonia y una iniciativa consistente en adoctrinar y predicar a las prostitutas, a menudo con prácticas muy intimidantes hacia los clientes que acudían a ese establecimiento, para él un verdadero “pecadero” o “matadero de sus almas”. Y justamente, la novela da inicio así, con la irrupción de este religioso en el antro, hostigando a la clientela, lo cual hace que las más jóvenes –hay desde las que tienen doce años, edad oficial para ejercer el oficio– huyan a esconderse y las más veteranas permanezcan donde están, de tan habituadas como están a ese tipo de apariciones de Pedro de León. Ello pone en acción a una de las trabajadoras, Damiana, personaje cuyo contrapeso será sor Catalina, que vive en clausura a pocos metros de allí, en el convento de las carmelitas descalzas.
Mujeres resilientes
Semejante contraste entre estas dos mujeres, que fueron amigas en la infancia, se intensifica a medida que la trama de intriga que presenta Martín Gijón se va desarrollando, consistente en intentar averiguar la verdad sobre un escalofriante asesinato, que extenderá vínculos con un secreto de la Corona. El caso es que, en el puerto, en un buque de guerra llamado Soberbia, que encabeza un convoy que va a dirigirse al Nuevo Mundo y que está a punto de zarpar, se halla muerta a una muchacha pelirroja; mejor dicho, aparece la “cabellera y el pellejo, desollada como una gallina para el guiso”, de una chica que trabajaba en La Babilonia, como le dice un personaje a Damiana, que acude presa de la desesperación a donde se ha cometido el crimen.
“Se habría arrancado los ojos antes que presenciar la escena que tiene delante”, se lee muy al comienzo, dejando enseguida la impronta del misterio novelesco en la tradición, tan propia de la novela negra actual, de presentar un homicidio en el que el psicópata de turno se ha ensañado con la víctima: “Los cabellos, pringosos por la sangre seca, bailan con el viento”. Asimismo, el hecho de que surja una antigua talla de madera, guardada por Damiana y por su vieja amiga, será la clave para que se desencadenen diversos misterios que Martín Gijón va desarrollando con habilidad narrativa y detrás de lo cual se oculta la Inquisición española. Pero, sobre todo, estamos ante una novela que enfatiza el poder de resistencia y la voluntad de cuestionar el poder imperante por parte de diferentes mujeres, desde el clero y desde la sociedad civil, que acaba configurando un fresco histórico palpitante, con otro contraste: la Sevilla de los privilegiados, repleta de intereses crematístico, y la de los meros supervivientes del día a día.
Publicado en La Razón, 12-XI-2023