La situación del escritor frente al poder político, que le vigila y le castiga si no se adapta a las normas de lo que se ha de decir en pos del bien general que dictan los gobernantes, tuvo su máxima expresión, por duración y contundencia, en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. No en balde, dijo el ucraniano Izraíl Métter: «Mi patria, Rusia, es un campo de pruebas donde la historia realiza sus experimentos sociales, y donde además no tiene en cuenta el destino de cada uno de los hombres aislados».
Los precedentes del sufrimiento de aquellos que alzaron la voz y fueron silenciados en este contexto ruso son ilustres, ya desde el siglo XIX, como Pushkin y Dostoievski, y se extienden a los que estudió Vitali Chentalinski en “De los archivos literarios del KGB”. Este logró desempolvar papeles secretos trayendo del pasado a «escritores y filósofos, ascetas y epicúreos, vencedores y vencidos», sacándolos del olvido y la ignominia hasta escribir «un relato verídico y documentado acerca de los avatares de la Palabra rusa durante la era soviética». El autor tenía claros sus cálculos: «Durante el periodo soviético fueron detenidos unos dos mil escritores. Cerca de mil quinientos perecieron en cárceles y campos de concentración mientras esperaban en vano que se los pusiera en libertad».
Los casos son de sobra conocidos: Osip Mandelstam, en un campo de concentración de Vladivostok por escribir un poema sobre Stalin y su «bigote de cucaracha»; Isaak Bábel, fusilado; Mijaíl Bulgákov, marginado; Andréi Platónov, con sus manuscritos confiscados y la prohibición de publicar nada; Borís Pasternak, que renunció al premio Nobel ante las amenazas del gobierno, que había prohibido “El doctor Zhivago”; Anna Ajmátova y Marina Tsvetáieva, que padecieron la censura de sus escritos o el ensañamiento con sus parejas e hijos…
Sobre estos casos escribió extensamente Manuel Florentín, que brindó hace pocos meses “Escritores y artistas bajo el comunismo. Censura, represión, muerte”, en que también, aparte de escritores, abordó casos como el del cineasta Serguéi Eisenstein, que apoyó la Revolución de Octubre y se alistó en el Ejército Rojo, aunque luego padeció la presión de los dirigentes; o Dmitri Shostakóvitch, cuya ópera “Lady Macbeth de Mtsensk” condenó el periódico “Pravda” al no encajar en los cánones estéticos nacionalistas imperantes.
La izquierda negacionista
Florentín se adentraba en un campo de estudio descomunal que llevaba primero a hablar de lo sorprendente de que colegas de estos autores desgraciados, “la izquierda europea y los intelectuales afines no solo apoyaran a los regímenes comunistas, sino que, además, cuando alguien procedente del Este denunciaba aquellas dictaduras, como Czeslaw Milosz al exiliarse en Francia, era acusado de haberse vendido al capitalismo y, en consecuencia, le hacían el vacío”. Unos pocos, sin embargo, se atrevieron a ir contracorriente, como Albert Camus, y “denunciaron a los regímenes comunistas por su carácter totalitario y por violar los derechos humanos, lo que les valió todo tipo de críticas de sus homólogos más radicales de izquierdas, como Sartre”.
Esta situación tan particular pervivió durante décadas. De hecho, como dice Sam Tanenhaus en la introducción de “El fin de la inocencia. Los intelectuales occidentales y la tentación de Stalin”, de Stephen Koch (traducción de Marcelo Covián), cuando este libro apareció, en 1994, «la cultura política de Norteamérica pasaba por un periodo de transición: el comunismo global había terminado pero el mundo “poscomunista” todavía no había adquirido forma. En algunos círculos, el impulso simpatizante aún prevalecía, particularmente entre los intelectuales, muchos de los cuales fueron lentos a la hora de repensar las políticas que habían apoyado durante gran parte de su vida».
Según dice este periodista e historiador norteamericano, el trabajo de Koch fue muy oportuno al demandar “justamente esa revisión del pensamiento”, recordando con ello que el siglo XX, en el ámbito soviético, había dejado de ser un terreno de libertad para el creador para dar paso a «un nuevo y mermado ideal del “intelectual” como miembro de una “clase” instruida (y a veces guiada) políticamente». Además, con la eclosión de la Gran Guerra, los intelectuales se polititizaron en grado sumo, aunque en la URSS tal cosa sería obligatoria y sumisa ante la violencia extrema del Estado. Entonces, hubo todo tipo de justificaciones frente a las atrocidades de Stalin, sirviéndose el Komintern de una gran campaña de publicidad, en especial en los años treinta, que es el periodo que estudia Koch.
Muy en especial, el protagonismo de estas páginas recae en una suerte de hombre en la sombra para los dirigentes rusos, el comunista alemán Willi Münzenberg, al que se encargó, en distintos lugares del mundo, tanto en Estados Unidos como Francia, Inglaterra o Francia, por ejemplo, de urdir la propaganda adecuada para manipular a la opinión pública. El objetivo era lanzar al mundo una visión ensoñadora de la Unión Soviética y de la ideología comunista en general. “Mi libro trata de la cooptación soviética del liberalismo entreguerras y sobre la cooptación general soviética del antifascismo liberal. Münzenberg desempeñó un papel ejemplar en este drama siniestro”, afirma el autor, escudándose en la idea de que estaba luchando contra Hitler, en una etapa en que paradójicamente se pactaba una alianza entre el dictador germano y Stalin.
Un propagandista convincente
Las diferentes iniciativas de este hombre, dirigidas a la desinformación más aberrante, consiguieron despertar simpatías entre el mundillo intelectual de Occidente, algunos de ellos autores tan renombrados como Hemingway, Malraux o Aragon. Sin duda, tendría que tratarse de un individuo de oratoria convincente cuando, en los cafés de París, fuera consiguiendo adeptos a su causa, incluso en el ámbito de los medios de comunicación, el universitario (como en el caso de Cambridge) y el del arte audiovisual por antonomasia, en el mismísimo Hollywood. En fin, su habilidad fue tal que logró introducir a un topo dentro del Vaticano.
El libro empieza de forma harto novelesca, cuando en 1940, en un bosque cercano a Grenoble, unos cazadores encuentran el cadáver de Münzenberg, que parecía haber muerte ahorcado, no se sabe si por asesinato por parte del Kremlin o suicidio. Un hombre este que “había vivido y muerto como uno de los poderes invisibles de la Europa del siglo XX”, primero siendo miembro fundador de la Internacional Comunista y dirigente en la estructura del poder marxista-leninista fuera de Rusia, y que se va a mover como pez en el agua en toda una red de conspiraciones y policías secretas.
Trotski vio en él grandes cualidades y trató una gran camaradería con Lenin, en buena parte a su indudable brillantez intelectual, una especie de joven prodigio. No en vano, desde “su temprana adolescencia, había suministrado a toda clase de grupos revolucionarios redes clandestinas: sistemas secretos para transmitir información, blanquear dinero, falsificar pasaportes y pasar gente por fronteras muy vigiladas como por arte de magia”. Lo inquietante para Koch, cuando su libro vio la luz en Estados Unidos, fue ver las suspicacias que generó por parte de los intelectuales estadounidenses. Quedó así asombrado de la "histeria partidista" que surgió de repente, tanto por el lado de la izquierda como de la derecha. Pero si hay que abordar los partidismos en este contexto, valga este dato: en la década de 1990, el periódico francés Le Monde citó el nazismo 480 veces y el estalinismo tan solo siete.