Lara Feigel, que ha investigado la realidad alemana en los últimos meses de la Segunda Guerra Mundial, dice en su libro “El amargo sabor de la victoria” que llegar allí era encontrarse con un apocalipsis: «Berlín, Múnich, Colonia, Fráncfort, Dresde…, los viejos nombres no tenían nada que ver con los escombros que ahora se extendían a lo largo de kilómetros y kilómetros, sembrados de cadáveres». Cómo no tener miedo de pisar un territorio como ese, en el que tantísima gente había perdido a todos sus seres queridos en las masacres de las diferentes ciudades o en campos de exterminio. Según una estadística, la quinta parte de los edificios de todo el país al acabar la guerra estaban derrumbados.
De este caos absoluto fueron testigos, a partir de la primavera de 1945 —los campos de concentración fueron liberados en abril—, Ernest Hemingway y Martha Gellhorn, además de la fotógrafa Lee Miller, relacionada con el círculo de Picasso en París, o el británico George Orwell, todos «patrocinados por gobiernos que habían previsto que los periodistas formasen parte del esfuerzo de guerra y querían que informaran sobre el poder de sus fuerzas y la brutalidad del enemigo», proseguía Feigel. A estas insignes figuras de la cultura de renombre internacional se les sumarían actores y cantantes, como Marlene Dietrich, con el objetivo de servir de entretenimiento para las tropas; pero también directores de cine, muy señaladamente Billy Wilder, que había vivido en Berlín hasta 1933.
La idea de semejante incorporación de literatos e intérpretes a tierras germanas destruidas era que los ocupantes ayudarían no sólo a reconstruir económica y políticamente Alemania, sino también culturalmente. De entre ellos, destacaron escritores que ya conocían la nación y la lengua, como por ejemplo W. H. Auden, enviado por el gobierno norteamericano, o su amigo Stephen Spender, al que el gobierno británico había encargado que visitara las universidades alemanas». Otros intelectuales colaboraron en toda esta mirada hacia la Alemania destruida, como Klaus y Erika Mann (miembro oficial de las fuerzas armadas de Estados Unidos), que pisaron suelo germano con pasaporte americano; el autor teatral alemán, también exiliado, Carl Zuckmayer, y más escritores: Rebecca West, John Dos Passos, Evelyn Waugh…
El castillo de los lápices
Todos estos autores participaron de una u otra forma en la reconstrucción cultural, desde 1944 a 1949, influyendo en la opinión pública acerca de un país devastado que se tenía que reconstruir de muy diferentes modos. Así las cosas, en Postdam los Aliados llevaron a cabo un acuerdo para preparar a los alemanes “para la futura reconstrucción de su vida sobre una base democrática y pacífica”. Se trataba de abordar la llamada desnazificación. Pero cómo vivir, por otra parte, siendo un superviviente cuando algunos de los ejecutores de tamaño sufrimiento habían huido a América, si bien psicópatas como Rudolf Hess fue arrestado por las tropas británicas en 1946 y juzgado y condenado a cadena perpetua por el Tribunal Nacional Supremo de Polonia por ser el lugarteniente del Führer, el comandante del campo de concentración de Auschwitz y responsable de la muerte de tres millones de personas.
En su libro, publicado en 1963, “K. L. Reich”, Joaquim Amat-Piniella colocaba una cita de Goethe que decía «¡Ay del asesino!», y acto seguido el escritor catalán indicaba que hasta la caída del III Reich alemán no se pusieron de manifiesto las barbaridades cometidas por el nazismo. «Fue entonces cuando las informaciones, los documentos hallados, las estadísticas, la fotografía y el cine, los procesos de Belsen, Dachau y Núremberg, y el testimonio de los que, habiéndolas vivido, fuimos rescatados con vida, se vertieron en prueba irrefutable de aquel crimen monstruoso», señalaba. En suma, cuán luminoso fue el testimonio de tantos escritores en este terreno, y a profundizar en eso se ha dedicado Uwe Neumahr (Winnenden, 1972), doctor en Filología Románica y Alemana, y autor de una biografía de Cervantes.
En “El castillo de los escritores. Cuando la literatura universal se encontró con la historia (Núremberg, 1946)” (traducción de Miguel Alberti), este investigador nos abre las puertas no sólo a los juicios de Núremberg de 1946-1949, sino al Castillo de Faber donde se alojaron algunos célebres escritores y periodistas. El nombre de dicho castillo remite a la familia propietaria de la marca de lápices Faber-Castell, y allí en efecto coincidieron literatos como Erich Kästner, Erika Mann, John Dos Passos, Martha Gellhorn, Augusto Roa Bastos, Victoria Ocampo o Xiao Qian. La función de estos era informar al mundo, atentos al comportamiento de los criminales que tenían que comparecer ante el tribunal.
Un press camp internacional
De esta manera, Neumahr enseña un lugar de trabajo pero también con momentos de ocio (bar, sala de juegos, cine) en lo que fueron unos momentos que, como no podía ser de otra manera, supusieron un punto de inflexión en la vida y obra de todos esos escritores, tal era de impactante todo lo relacionado con aquellos juicios. En torno a estos, cobra una singular importancia un autor muy poco conocido para nosotros, Xiao Qian (1910-1999), que había cruzado el Rin con el ejército británico, durante la Segunda Guerra Mundial, en 1945, en calidad de corresponsal de guerra chino. En una de sus crónicas, dijo: «Hoy Núremberg es el centro de atención de todo el mundo porque aquí se están llevando a cabo los juicios de veintitrés de los principales criminales del régimen nazi. [...] Es un gran acontecimiento».
Dice Neumahr que todo aquello devino una “novedad jurídica”, la de un tribunal conducido por cuatro potencias vencedoras, y en efecto las cosas se dispusieron para que todo aquel profesional que acudiera a la ciudad alemana pudiera informar en buenas condiciones a su respectivo país de procedencia. Sin embargo, algo así no era nada fácil habida cuenta de la cantidad enorme de corresponsales de prensa, hasta que se dio con la solución: en la cercana localidad de Stein había un palacio confiscado a los fabricantes de artículos de librería Faber-Castell que “se transformó en un press camp internacional”; en él, se prepararon habitaciones con hasta diez camas “mientras que a unos pocos kilómetros de distancia, en los calabozos de Núremberg, hombres como Göring o Ribbentrop, como Streicher o Heß, esperaban las sentencias del tribunal militar internacional”.
El estudio es estupendo, pues aparte de contar cómo se desarrollaron los juicios a los asesinos nazis, ofrece la reconstrucción de todo un ambiente variopinto de grandes personalidades, todas de gran interés: “Personas que regresaban de la emigración interna o del exilio se encontraban con oficiales veteranos de guerra; combatientes de la resistencia, con supervivientes del Holocausto; comunistas, con representantes de grupos de medios de comunicación occidentales; corresponsales de primera línea, con extravagantes reporteros estrella”, refiere el autor. Todos ellos tenían un objetivo común: hallar respuestas a las preguntas de cómo había sido posible que hubieran surgido toda una pléyade de militares y políticos despiadados que iban a cambiar el curso de la historia de modo fulminante, y de qué manera el ámbito judicial podía encarar toda aquella desolación y destrucción. De aquellas sesiones, por cierto, queda la obra de Ray D’Addario, que tomó unas fotos legendarias del juicio y permaneció hasta 1949 en Núremberg, y que fue atendido, cuando celebró su boda en el castillo, por el encargado del servicio doméstico del mismísimo Hitler.
Publicado en La Razón, 6-IV-2024