Un buen día, un Paul Auster nuevo, extraño y lacónico se asomó tras una novela corta que era y no era lo que parecía, texto híbrido y experimental, literario y cinematográfico a partes iguales. A sus sesenta años, el escritor de Nueva Jersey se sentó ante su escritorio y se dejó llevar por la presencia en la memoria de sus personajes, que llamaron a su puerta en busca de explicaciones. Aquellos «Viajes por el Scriptorium» estaban compuestos por esta intención metaliteraria, y el lector percibía que el texto era autorreferencial y que buscaba la empatía, bien es verdad que de forma exigente y compleja, de quien sabía que, en obras anteriores, ya existieron personajes que resurgían en páginas nuevas.
Por esta razón, el aficionado a leer las novelas de ambiente neoyorquino como «La noche del oráculo» y «Brooklyn Follies», por citar las que en ese momento eran sus dos últimas, podía sentirse bastante desconcertado. Se diría que Auster había escrito este relato para sí mismo y la intimidad de sus más fieles seguidores. Con todo, cualquier experimento se ha de celebrar porque, en ocasiones, Auster parecía estar escribiendo el mismo libro, aunque sin que por ello sus historias desmerecieran la lectura, desde luego. Pero hay que reconocer que el escritor ha abusado de recurrir a un «cuaderno» como soporte argumental, por ejemplo, o de describir las películas que han sido importantes en su vida.
Así, en el inicio de «Viajes por el Scriptorium» aparecía un anciano llamado Míster Blank –el adjetivo remitía a «estar en blanco»– que permanecía encerrado en una habitación sin que recordara por qué estaba allí y con cámaras que lo grababan el día entero. Y entonces surgían los personajes: de «El país de las últimas cosas» (1987), Anna Blume, que, transformada como el resto de personajes por el paso del tiempo, visitaba ahora al desgraciado Blank, como también hacía Benjamin Sachs desde «Leviatán», Daniel Quinn, Peter Stillman, Sophie y Fanshawe desde «La trilogía de Nueva York», Marco Fogg desde «El Palacio de la Luna» o David Zimmer desde «El libro de las ilusiones»…
Revisión de uno mismo
Detrás de Míster Blank es evidente quién se escondía, y eso se hacía explícito en «Informe del interior», que perpetró, tal era su cuestionable resultado, el por otro lado espléndido memorialista de “La invención de la soledad”, “A salto de mata” y “Experimentos con la verdad”. Con este libro seguía la senda de su anterior libro, “Diario de invierno” (2012), en el que se revisaba a sí mismo a partir del estudio de su cuerpo en la que consideraba la última estación de su vida. Aquel texto, en algunas ocasiones superfluo –como cuando detallaba su enamoramiento por su mujer– y casi siempre original y audaz, había sido la guinda al pastel de una narrativa llena de aciertos y tan reconocida a escala internacional.
En cambio, “Informe del interior” presentaba un ejercicio memorístico demasiado personalista: él de niño, adolescente, joven, pues “a tus sesenta y tantos años persisten vestigios, el animismo de tu primera infancia aún no se ha desterrado por completo de tu intelecto”, se decía Auster. Pero lo contado se reducía a recuerdos insustanciales, de dudoso interés para los demás y que eran asuntos comunes de la época: televisión, juegos, películas, la escuela; más el descubrimiento de la muerte, de la pobreza ajena, de la lectura; los Estados Unidos de los años cincuenta como telón de fondo; y el judaísmo, el alejamiento de los padres, los campamentos de verano… En fin, la lectura se hacía muy tediosa, más si cabe cuando Auster se empeñaba en contar dos filmes al dedillo: “El increíble hombre menguante” y “Soy un fugitivo”, y también al transcribir unas cartas que un buen día su exmujer, la escritora Lydia Davis, le envió con motivo de una donación a una biblioteca.
Mencionamos tales antecedentes para ahondar en este Auster revisionista de su vida y obra, cuya última novela fue la más extensa pero, siendo muy correcta, una de sus menos logradas, a mi juicio; se trató de “4 3 2 1”, donde volvía a uno de sus temas clave: la red de coincidencias y simultaneidades que dan como consecuencia un destino sorprendente en la vida de sus personajes, ya con setenta años. Este febrero ha alcanzado los setenta y siete, después de haberse proyectado a través de un personaje, Baumgartner, escritor y profesor de filosofía en la Universidad de Princeton, que reflexiona sobre la pérdida de su mujer, Anna, poeta, acontecida nueve años atrás por culpa de un raro accidente. Eso da ocasión a Auster a hacer una de las cosas que más presenta en sus novelas: contextualizar los Estados Unidos hace unas décadas, con referencias como la omnipresente guerra de Vietnam.
Escritura y cáncer
A finales de los sesenta los personajes se conocen mientras intentan hacerse un hueco en la vida neoyorquina, cuando, como diría Hemingway, eran pobres y felices. De tal modo que el texto es la narración de sus cuarenta años en común, asomándose en ello la localidad natal de Auster, Newark, o algunos antecedentes familiares. Obviamente, la novela, de ritmo lento, le sirve al autor como plataforma para meditar sobre la vejez y la muerte, la soledad y los recuerdos. Asimismo, como también suele llevar a cabo, recurre a lo intertextual, incorporando poemas o extractos de memorias, o unos párrafos sobre un viaje a Ucrania, donde nació el abuelo paterno del protagonista, que seguramente es más confuso que otra cosa (fue un texto independiente que Auster publicó en 2020 a raíz de un viaje). El personaje incluso se vuelve a enamorar, escribe…, pero lo importante es su capacidad de observar hacia dónde se dirigen sus pensamientos y su memoria.
Resulta inevitable relacionar “Baumgartner”, su décimo octava novela (traducción de Benito Gómez Ibáñez) con las vivencias de Auster durante el último año al haber contraído un cáncer. Hay que valorar el esfuerzo del narrador, sobre todo por su notable inicio, si bien puede que se abuse del tono melancólico y que eso no levante el vuelo novelesco lo suficiente. Es un personaje que se deja ver con los típicos accesos de desmemoria por la edad, cuando lo vemos moverse en su casa en Nueva Jersey, con algún detalle que hace cómica la torpeza del anciano, más estampas conmovedoras, como cuando va doblando la ropa de su difunta esposa pieza a pieza. En eso recuerda al Pereira de la novela de Antonio Tabucchi, que sentía tanto la presencia de la que había sido su mujer; o al C. S. Lewis que perdió a la suya a causa de un cáncer y escribió de ello en “Una pena en observación”.
El texto es sin duda alguna muy emocional, y la impronta del propio Auster intentando que la enfermedad aún no se lo lleve es algo tierno y dulce que uno puede leer entre líneas; también, como un ejercicio de lo que sería la vida de un alter ego masculino de su pareja Siri Hustvedt, si al final el cáncer echara del mundo a su pareja. En todo caso, el desarrollo y desenlace no cerrado o ciertas partes ambiguas podrán estimular la lectura tanto como hacerla algo decepcionante, desde que empieza el texto en abril de 2018 hasta que acaba en enero de 2020.