Hoy está muy olvidado, en contraste con lo grande que fue en su época, aun manteniendo su nombre el estatus de clásico de la novela histórica y de aventuras. Nos referimos a un poeta que trascendió por su narrativa de tono épico, Walter Scott, pero del que se olvidaron sus versos. Y sin embargo, estos en su día «fueron recibidos con gran entusiasmo», gracias en parte a «las cualidades líricas de sus canciones y romances, muchos de ellos insertos en sus novelas o poemas extensos», como dijo Esteban Pujals. Es más, «es probable que el barco escocés jamás se hubiera decidido a transformarse en novelista, de no haber aparecido quien le venciese en su propio terreno y orientara el gusto del público que leía poesía de ambiente histórico medieval hacia el poema de valor personal salpicado de vibrantes notas de pasión».
Se estaba refiriendo este estudioso con ello a Lord Byron, que tanto destacó en el campo del poema narrativo y dramático, con obras como “Childe Harold” y “Don Juan”, y cuyo influjo en la literatura europea y norteamericana fue instantáneo e inmenso, acompañándose todo de todo su halo de rebeldía y exaltación que arrastró siempre en su, por lo demás, breve vida: 1788-1824. Esta tuvo un punto de inflexión bien curioso hace algo más de doscientos años, en 1816, después de que el abril del año anterior, el monte Tambora, en una isla indonesia, entrara en erupción. A raíz de ello murió la población del entorno por miles, tanto directamente como por los cultivos arrasados, y el efecto se extendió hasta el planeta entero, llegando a la estratosfera los aerosoles y las cenizas producidas por la explosión y haciendo que la Tierra sufriera un gradual descenso de las temperaturas (una media de tres grados) que hizo que 1816 careciera de verano.
El Sol no podía atravesar las partículas de cenizas que se mantuvieron en el aire durante meses y el cielo se inundó de colores inéditos. Del volcán emergieron cenizas que llegaron a cientos de kilómetros de distancia, a lo que se añadió la lluvia de grandes piedras pómez e incluso un tsunami que arrasaría varias islas. El enfriamiento conllevó anomalías climáticas que provocaron tanto sequías y lluvias desaforadas como heladas imprevistas y enfermedades infecciosas letales. La vida cotidiana de la gente, así, se vio sometida a los vaivenes del clima, y las lluvias torrenciales tan pronto podían enclaustrar en sus casas a millones de habitantes de medio mundo, en lugares tan alejados de Indonesia como Suiza. Aquí, cerca del lago Leman, aquel año, unos cuantos amigos tuvieron que permanecer dentro de la residencia veraniega que estaban ocupado, la llamada Villa Diodati: el poeta Percy Bysshe Shelley y su mujer Mary, y el famosísimo escritor Lord Byron y su médico personal, John William Polidori.
Testigo de Frankenstein
Pues bien, la historia de aquella estancia suiza asegura que, por mero pasatiempo para soportar lo mejor posible esas jornadas de tiempo infernal, estos literatos inventaron un reto que estaba muy acorde con el ambiente que se respiraba, esto es, escribir cada uno la narración más terrorífica posible. El resultado de aquella curiosa competición cambiaría el curso de la literatura y hasta de la cultura popular moderna. Byron concibió el poema «Oscuridad», donde se lee cómo «el Sol se había extinguido y las estrellas / vagaban a oscuras en el espacio eterno. / Sin luz y sin rumbo, la helada tierra / oscilaba ciega y negra en el cielo sin luna»; Polidori escribió «El vampiro», donde se vengaba del poeta poniéndole como un mujeriego sin escrúpulos, y Mary Godwin Wollstonecraft, recién casada con Shelley, “Frankenstein o el Prometeo moderno”.
Este episodio, uno de tantísimos llamativos en la vida de Byron, tiene un peso preponderante en un libro que la crítica literaria británica ha calificado de biografía definitiva del poeta. Lo firma Fiona MacCarthy (1940-2020), que en 2009 fue nombrada Oficial de la Orden del Imperio Británico por sus servicios a la literatura, y se titula “Byron. Vida y leyenda” (traducción de Juan Rabasseda, Teófilo de Lozoya y Pablo José Hermida). MacCarthy alcanza de este modo un hito bibliográfico en torno a un escritor del que se han escrito ríos de tinta, a partir de estudiar diversos archivos y la correspondencia y los manuscritos del bardo inglés; en efecto, toda una leyenda desde que halló la muerte en Missolonghi, en la guerra de la Independencia de Grecia, que estaba sometida al imperio otomano, después de un ataque epiléptico y unas sangrías mal aplicadas.
La autora recorre toda la trayectoria del que nació con el nombre de George Gordon Byron, en Londres, y que era descendiente de una estirpe de aristócratas marineros, si bien el lector verá que de su padre solo heredó deudas. Es un Byron infante que sufría malformaciones, al haber nacido con los dedos del pie derecho hacia dentro, y que arrastró una cojera que le acompañó por siempre. Sin embargo, tal cosa no impediría que dejara libres sus ímpetus de peripecias y afán viajero, por no hablar de su carácter seductor y, naturalmente, de su impronta como poeta romántico, con otras obras como “La visión del juicio”, “Manfredo” o “Caín”. «Descansa en paz, amigo, tú corazón y tu vida han sido grandes y hermosos», escribió Goethe, que lo consideraba el mayor genio de su siglo, al enterarse de su muerte.
Vida de película
Dejaba atrás una de esas vidas de novela, de película, diríamos hoy, por la que pasa la biógrafa por medio de asuntos tan turbios como la relación incestuosa con su hermana o su atracción por varones adolescentes. Pero tal vez el Byron que llamará más la atención es el que está en constante búsqueda por Europa de emociones fuertes, desde que, como cuenta MacCarthy al inicio del libro, fuera en 1816 de Bruselas a Ginebra y a Italia “en su monumental carruaje napoleónico negro. Ese coche especialmente diseñado, una lujosa versión del celebrado carruaje del propio emperador Napoleón capturado en Genappe, no solo incluía el diván de Byron, sino también su biblioteca de viaje, su baúl para platos y su equipamiento de comedor” (que el autor no pagó, por cierto).
Así era Byron, genio y figura, un autor exquisito en lo poético y extravagante en sus formas sociales. Al respecto de esos tiempos napoleónicos (tiene una presencia determinante en el libro su compromiso con los valores de la Revolución Francesa), dijo: «Vivimos en tiempos gigantescos y exagerados». Y tal vez, con esta expresión, en realidad, quisiera hablar de sí mismo, tomando como excusa el hecho de compararse con el que fue el acicate de su ambición, el emperador francés con quien compartía tantas cosas relacionadas con ese pulso extravagante, disidente y hasta glamuroso. Es más, «su identificación personal con el emperador era tal que sus derrotas le provocaban una reacción física –refiere la investigadora–. Después de Leipzig en 1813, Byron estuvo postrado por la desesperación y la indigestión, gimiendo en su diario: “¡Oh, mi cabeza!, ¡cómo me duele!, ¡los horrores de la digestión! Me pregunto cómo le sentará la cena a Bonaparte”». Incluso al año siguiente, tras la abdicación y el exilio a Elba, Byron apuntó que había hecho una oda a su ídolo, al cual por otra parte no perdonaría nunca, viéndolo como lo veía, como un héroe, su rendición.
Publicado en La Razón, 2-III-2024