En el último libro de Alice Munro, “Mi vida querida”, publicado por la editorial Lumen en invierno, está la esencia de toda una andadura vital, iniciada en 1931 en un pueblo de Ontario, Wingham, y de toda una andadura literaria, iniciada con el libro de cuentos “Dance of the Happy Shades” (1968). En él se fraguan sus recuerdos autobiográficos de modo directo, con el estilo característico que la ha emparentado con Raymond Carver, ese otro cuentista de realismo seco, duro, áspero; de hecho, como dice ella misma en el prólogo: «Las cuatro últimas piezas de este libro no son exactamente cuentos. Forman una unidad distinta, que es autobiográfica de sentimiento, aunque a veces no llegue a serlo del todo. Creo que es lo primero y lo último –y lo más íntimo– de cuanto tengo que decir sobre mi propia vida».
Una vida presidida por la elaboración de relatos que pronto destacaron en el panorama literario canadiense. En 1961, Munro aparecía en la portada de una revista en la que se destacaba su doble faceta de ama de casa y… escritora. Estaba en el ecuador de lo que sería su primer matrimonio, en Vancouver, pronto tendría a su tercera hija, su traslado a Victoria para regentar una librería con su marido no se iba a hacer esperar. Elementos domésticos, personales, que en el caso de Munro son fundamentales para captar en su dimensión una narrativa que se ancla en las pequeñeces de la convivencia y cuyas protagonistas, sin embargo, esconden sueños de liberación, de huir de la burbuja de hembra que cuida de su camada y espera obediente al esposo a que vuelva del trabajo, incluso mediante el adulterio. «Felices sombras», se decía en un juego de contrarios en aquel su primer libro, «Escapada», se tituló el que RBA publicó en 2004, y qué decir de este otro: «Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio», en 2001. Formas de relacionarse y formas de distanciarse alrededor de los sentimientos más comunes.
No en vano siempre se la ha tildado de la Chéjov canadiense por su dominio de los espacios cortos, domésticos en el exterior y anímicos en el interior. Claro está, en versión femenina, dado que es fácil relacionar esa vida gris de los inicios, en la Munro que aprovechaba las siestas de sus hijas para sentarse a escribir –muchas veces con la mente puesta en sus orígenes, en el seno de una estricta familia presbiteriana, lo cual enfatizó mucho después, en «La vista desde Castle Rock» (2006), en que hablaba de sus antepasados escoceses que emigraron al Canadá–, con la Virginia Woolf que expresó la necesidad de tener «un cuarto propio» en un tiempo en que esa pieza de la casa a utilizar como despacho estaba reservado a los hombres (ella usaría el cuarto de la plancha). Otro título sintomático de lo que sacamos a colación con este comentario feminista: la novela «Las vidas de las mujeres» (1971), pues la indagación de tal cosa es lo que más destaca en toda su trayectoria, muy significativamente más de cuarenta años después en «Mi vida querida», donde desde aquel plural llega a su singularidad una vez reconocido que el mayor tramo de la existencia ya ha pasado por delante, poco después de los cuentos que configuraron una de sus obras más celebradas, «Demasiada felicidad» (2009); un volumen que ofrecía cuentos en los que el sufrimiento de la mujer volvía a ser el epicentro: una mujer cuyo marido, en la cárcel, había matado a sus hijos; una madre que volvía a ver al hijo que creía perdido para siempre, por ejemplo.
La biografía privada de las mujeres de su generación converge en la suya propia: la del ama de casa y escritora que se asomó a la escena pública hace cuatro décadas; «Una doble vida», por decirlo con el título de la biografía que de ella hiciera Catherine Sheldrick; una «Vida de madre e hijas. Creciendo con Alice Munro», por decirlo con el título del libro de su hija Sheila. En «Mi vida querida», Munro se recrea a ella misma en uno de los cuentos sin pudor: una mujer en el hogar que, oprimida por esa cotidianidad rutinaria y previsible, responde a la llamada de la creatividad literaria y, a la vez, responde al acertijo de su pasado: la granja familiar, sus padres, el colegio, la juventud. Y entonces todo lo comprende, y al cabo deja de fabular para decir, sin tapujos: «Esto no es un cuento, tan solo es vida».
Publicado en La Razón, 14-V-2024