En 1972, Truman Capote publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama, 1999), y en él se entrevistaba a sí mismo con astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la siguiente «entrevista capotiana», con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de Albert Franquesa.
Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder
salir jamás de él, ¿cuál elegiría? Cualquier lugar fuera de este mundo, aunque me
conformo con una isla paradisíaca, sin mosquitos, y en buena compañía.
¿Prefiere los animales a la gente? Por muy
conflictivas y contradictorias que sean las relaciones humanas las prefiero a
las que establecemos con los animales, reducidos a mascotas o fuente de
proteínas.
¿Es usted cruel? Soy una buena persona, solo
ejerzo la crueldad en los restaurantes, concretamente en el segundo plato. Ser
cruel está feo.
¿Tiene muchos amigos? Podría contarlos con
los dedos de una mano y aún me sobraría alguno.
¿Qué cualidades busca en sus amigos? Confianza, humor,
comprensión, buenos momentos… y generosidad a la hora de pagar la cuenta en el
bar.
¿Suelen decepcionarle sus amigos? Alguna que otra vez
–todos hemos decepcionado a alguien en algún momento– pero por lo general, no.
Por otro lado, he aprendido a rebajar mis expectativas. El paso del tiempo se
encarga de sembrar de dudas la vida y cada vez juzgo menos.
¿Es usted una persona sincera? Lo
intento, en la medida de lo posible. Vivir en sociedad es asumir que las cosas
deben funcionar. La sinceridad es disruptiva, inapropiada y en muchos casos
inútil. A no confundir con la mala educación disfrazada de sinceridad. Sinceridad
solo bajo demanda, por favor.
¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre? Nadeando, sea
leyendo, viendo películas, paseando. Lejos de mí. Y cuando puedo viajar a la
otra punta del planeta. Lejos de lo conocido. Por otro lado, me preocupa el
concepto “tiempo libre”. ¡Liberemos el tiempo!
¿Qué le da más miedo? El sufrimiento
propio y a veces el ajeno. La falta de salud, dinero y amor.
¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le
escandalice? La tendencia como sociedad a normalizar guerras y
catástrofes evitables. La poca capacidad de dudar de uno mismo. La pretensión
de pensar que siempre estamos en el lado correcto, de parte de los buenos. La enorme
habilidad para el autoengaño en las historias que nos contamos a nosotros
mismos. La doble vara de medir. La opulencia de los sinvergüenzas.
Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida creativa,
¿qué habría hecho? Buscar otra línea de fuga. Seguir
dentro, pero al margen. Tal vez la de escritor es una máscara social que
permite a los raritos ser aceptados sin que te miren mal. Flaubert hablaba del
idiota de la familia. Artaud, del suicidado
por la sociedad. Yo soy más bien un escapista.
¿Practica algún tipo de ejercicio físico? Respirar.
¿Sabe cocinar? No. Se me dan bien los espaguetis con
salsa de tomate en diez minutos. Aunque, en cierto sentido, escribir… ¿no es ya
cocinar? Y eso sí se me da bien, presuntamente.
Si el Reader’s Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un
personaje inolvidable», ¿a quién elegiría? Lawrence
de Arabia.
¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de esperanza?
Esperanza.
¿Y la más peligrosa? Bienestar.
¿Alguna vez ha querido matar a alguien? Chorrocientas veces.
Escribo para no matar, decía Cioran.
¿Cuáles son sus tendencias políticas? Al fondo a la
izquierda.
Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser? Un ficus
estrangulador.
¿Cuáles son sus vicios principales? Byung-Chul Han y los
lunes al sol.
¿Y sus virtudes? Dormir de un tirón y huir sin
necesidad de tomar un avión.
Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del
esquema clásico, le pasarían por la cabeza? Pececitos payaso en
el mar de Andamán, sirenas caribeñas y Lawrence de Arabia cabalgando un
dromedario con destino a Ákaba.
T. M.