Hay escritores que será muy improbable encontrar en manuales de la historia de la literatura pero que despiertan hoy una admiración incondicional, por parte no solamente de lectores de a pie sino de los más exigentes colegas de oficio. Y sin embargo, esos autores siguen ocultos hasta que el boca-oreja y la iniciativa de una editorial logran que de repente se vuelvan visibles, estén, sean. Fue el caso de James Salter (Nueva York, 1925-Sag Harbor, 2015). Más si cabe porque en su haber tuvo sólo siete libros, a lo largo de una andadura dedicada también a escribir guiones para el cine y cuentos, después de formarse en Ingeniería e ingresar en 1945 en las Fuerzas Aéreas.
El contraste resulta considerable: un hombre de acción –carrera militar en West Point y piloto de aviones; destinado en Filipinas y Japón, y ya como teniente, en Hawái; combatiente en la guerra de Corea; comandante en Alemania y Francia…– y luego, una vez retirado del ejército, un hombre pausado frente a la mesa de trabajo, escribiendo con contención “Pilotos de caza” (1956). Tal vez para digerir todo lo que había visto y sentido y trasladarlo con la intensidad y sobriedad que se han vuelto tan características de su prosa. De ser un autor minoritario, Salter pasó a recibir parabienes entre la crítica especializada, proyectándose su fama hacia la comercialización: tras “Todo lo que hay”, recibió un premio dotado con 150.000 dólares.
Pero todos los reconocimientos llegaban tarde. Le daban igual, decía en las entrevistas (recibió, entre otros, el PEN/Faulkner en 1989, el Rea en 2010, el Hadada en 2011, el PEN/Malamud en 2012 y el Windham Campbell en 2013). Publicó su primera obra, “Los cazadores”, en 1956, un año antes de abandonar el ejército, pero en primera instancia le rechazaron su novela “Juego y distracción”, que acabaría publicando en 1967; había escrito sin mayor repercusión “Años luz” (1975) y “En solitario” (1979). Sólo en el siglo XXI estas obras, más “La última noche” (2005) y la autobiografía “Quemar los días” (1997), resucitarán –todo está al alcance en español gracias a la editorial Salamandra– para colocarle entre los elegidos. Por eso, resulta tan relevante la última novedad del escritor, la recopilación de textos “En otros lugares. Reportajes literarios y crónicas de viajes” (traducción de Aurora Echevarría Pérez).
Admiración desde España
El propio autor estadounidense, que cultivó este género viajero a lo largo de toda su vida, recogió al respecto sus piezas más significativas para este libro que nos lleva a seguirlo por los cementerios de París, los castillos del Loira, las pistas de esquí de los Alpes, Japón, Colorado o los estudios de Hollywood. De alguna manera, es la guinda a una acogida en el ámbito literario tardía pero de contundente e inapelable éxito, tanto de crítica como de público, en los últimos lustros, tanto en Estados Unidos como en Europa; en especial, en España, donde fue obteniendo una reputación entre diferentes generaciones que lo auparon, si bien no a una de esas famas rutilantes donde entra el arte hiperbólico de la mercadotecnia editorial, a eso que se da en llamar autor de culto. Sobre todo entre sus colegas: desde Antonio Muñoz Molina –que destacó su pequeño cuento “La última noche”, que según él corta el aliento; también afirmó haberse pasado toda una noche leyendo su cuarta novela, “Años luz”– al escritor ovetense Ignacio del Valle, impulsor de una plataforma que organizó la candidatura de Salter para el premio Príncipe de Asturias de las Letras 2015.
Muñoz Molina, ganador del premio asturiano en el año 2013, se hubiese congratulado sin duda al ver a Salter recibiendo otro homenaje, que se hubiera añadido al recientemente creado Premio Windham Campbell, dotado con 150.000 dólares, por “Todo lo que hay”. Era la primera novela de Salter en treinta y cinco años tras consagrarse a la narrativa corta. Tal novedad sería la eclosión de un artista que hasta finales de los ochenta no tendría los parabienes que su obra merecía; una creación intensa, donde el trasfondo erótico, y los silencios y las intuiciones, son clave para penetrar en los personajes. Salter es un caso palmario de que no es necesario firmar ni muchos libros ni novelas aparentemente ambiciosas desde el punto de vista estructural o temático. Su trayectoria se asienta, fundamentalmente, en siete libros sobrios y sencillos, al margen de otras incursiones en el campo de la poesía, en la ya referida autobiografía y en lo que le dio de comer: los guiones de cine.
“En otros lugares” da comienzo con una introducción en que Salter rememora el momento en que, tras la Segunda Guerra Mundial, tuvo que desplazarse como soldado a Manila y luego Hawái, lo que al final acabó determinando su curiosidad a la hora de conocer otros sitios remotos, muy en especial cuando al poco tiempo viajó a Europa y eso, en sus palabras, le abrió las puertas al mundo. “¡Estar en otro país! ¡Caer bajo el hechizo de un nombre! ¡Buenos Aires, Tahití, Pago Pago! Tal vez Pago Pago no, pues resultó ser una sola calle de tiendas tristes y un híbrido de comisaría y tienda de bebidas alcohólicas”, dice en esas páginas introductorias. En ellas, se asoma lo que da en llamar “un mundo aparte”, esto es, es el tren a Escocia que cruza raudo In-glaterra y del que se hace un observador meticuloso: “Gaviotas sobre los campos verdes. Hombres pescando en los canales. Ciento sesenta kilómetros por hora, el acero chirriando, el firme de las vías liso como el cristal, senderos que se suceden a toda velocidad. La Inglaterra azul en el crepúsculo invernal. Muros bajos de piedra ennegrecida”.
Aprender a viajar solo
Asimismo, el hecho de viajar a países que tenía inscritos en una pitillera de plata en sus tiempos de soldado: Melbourne, Sídney, Kwajalein, Guadalcanal, Nueva Caledonia, Guam… –“Una lista que me impresionaba, aunque estaba lejos de ser especial, pues todo el mundo había estado en todas partes”–, lo lleva a reflexionar sobre lo que significa moverse entre fronteras y descubrir nuevas realidades y culturas. “Viajar a menudo implica estar solo, y unas veces es agradable y otras no. Si eres capaz de superar la angustia que de tanto en tanto te invade, puede que tengas la oportunidad de ver algunas cosas interesantes, quizá las mismas que llevan a ver a los turistas en autocares, pero purificadas, por así decir, por la soledad. En cualquier caso, no te quedes en la habitación del hotel. Ése es el único lugar donde eres vulnerable”.
En el libro, vemos a Salter pisar y describir lugares tan atractivos para el turista norteamericano como París, que le recuerda el de Henry Miller, el glamuroso y bohemio a la vez, “en el que uno se despierta magullado después de noches apoteósicas, noches imborrables, con los bolsillos vacíos, los últimos billetes en el suelo, tan arrugados como tus recuerdos”. Salter, entre lírico y mundano, presenta una Roma “de una decrepitud sin parangón: colores desvaídos, fuentes, árboles en las azoteas, chicos guapos y duros, basura”. Cuenta que vivió un otoño y un invierno sobre el cementerio de Montparnasse, que muchas mañanas amanecía envuelto en niebla, y detalla los escritores famosos que están enterrados en el de Venecia o en la abadía de Westminster, fascinado por los epitafios. Francia tiene un peso preponderante: la literaria y callejera, pero también la de los monarcas, más la que tanto le gusta: la provinciana, la de la campiña, donde buscó una casa en la que vivir. Basilea, el Tirol, una escalada en Chamonix, Tokio, Tréveris, los Downs del Sur, Paumanok son otros de los rincones geográficos que se irán conociendo gracias a este libro que era inédito hasta el día de hoy.
Con un fragmento, por ejemplo, como este: “Más allá de las rocas se extiende un mar profundo y lechoso. Las olas rompen en el arrecife. Una joven desnuda de cintura para arriba se está metiendo en el mar; es esbelta y morena, y el agua hace brillar su desnudez”, cobran sentido opiniones sobre su obra y su estilo como estas: “Maestro en el arte de lo preciso y lo accidental”, “un estilo único y poderoso, meridianamente claro, que huye de la grandilocuencia (...) encaminado a comprender la vida, la condición humana”, escribió Del Valle de un Salter que ya tiene los mejores premios: el de gozar de lectores por doquier y el de la posteridad.
Erotismo, silencios e intuiciones
Hace un año se reunieron los dos libros de cuentos de Salter en “Cuentos completos” (editorial Salamandra; traducción de Enrique de Hériz, Luis Murillo Fort y Aurora Echevarría), en que es palpable cómo el trasfondo erótico, y los silencios y las intuiciones, son clave para penetrar en sus personajes. Se trataba de “Anochecer” (1988), y “La última noche” (2005), más otro cuento titulado “Carisma”, precedidas de un prólogo de John Banville. Este hablaba de la carrera militar de Salter en la Fuerza Aérea y su trabajo como guionista cinematográfico, para acabar apuntando que es “un magistral cronista de la vida cotidiana”. La sobriedad del estilo de Salter, un poco a lo Raymond Carver, hace que sus historias tengan finales abiertos. Son situaciones entre amigos (“Am Strande von Tanger”) en Barcelona, por ejemplo –se pinta aquí una España gris y machista– o estampas humanas en las que suelen tener un peso especial los perros. Hay grandes piezas como «Veinte minutos», en torno a un accidente que sufre una mujer con su caballo y su agónico final, y en general los textos descansan en diálogos en apariencia intrascendentes que van perfilando la psicología de unas entidades de ficción que exhalan desconfianza hacia el otro.
Publicado en La Razón, 24-VI-2024