sábado, 17 de agosto de 2024

Centenario de la muerte de Joseph Conrad


Decía Esteban Pujals, en un viejo manual de historia de la literatura inglesa, que las novelas de Joseph Conrad «muestran una concepción fatalista de la vida, frente a la cual no cabe más que la resignación»; así las cosas, el autor intentó reflejar que el ser humano no podía alcanzar sus ambiciones más nobles, y que estaba abocado al sufrimiento y a salir vencido por las fuerzas naturales. Por su parte, Virginia Woolf decía que Conrad tenía un aire de misterio; le encandilaba una prosa que consideraba pura hermosura –según algunos críticos, esto fue por escribir en una lengua adoptiva–, que desarrolló un lenguaje exuberante y sugestivo, a la vez que comunicaba «su inmensa e implacable integridad, cómo es mejor ser bueno que malo, cómo la lealtad es buena, y la honradez y el valor, aunque en apariencia Conrad se preocupe simplemente por mostrarnos la belleza de una noche en el mar».

Y es que todo nace para él en el agua y mirando al horizonte, en su trayectoria personal, y le llevará de la máxima acción al más puro sedentarismo; de vivir en un país hostigado por todo tipo de problemas a la placentera cotidianidad aislada en el campo inglés; de un intento juvenil de suicidio por sufrir un desamor a un matrimonio sin aspiraciones pero largo y fructífero. Es un ejemplo de dos vidas dentro de una misma vida: los hechos, los viajes por los océanos, fueron sustituidos por un escritorio. El primer obstáculo fue la orfandad: en la región ucraniana de Polonia donde había nacido en 1857, entonces ocupada por el ejército ruso, sus padres se habían consagrado a la lucha por la liberación, lo que les llevaría a ser condenados a trabajos forzados en Rusia y a morir en el exilio. Un tío, entonces, se ocupa del pequeño Teodor Josef Konrad Korzeniowski, en Kiev y Cracovia.

El futuro pronto fue para él incierto, tanto que mereció una huida: en 1874, ya ha subido a un barco mercante que parte desde Marsella hacia España con un cargamento de armas para los carlistas, y cuatro años más tarde es parte integrante de la flota inglesa. En esa existencia marina se va a ir formando como persona; observa, enfrente cada día, la manifestación del bien y del mal, la miseria y la esperanza, la decisión y el azar. ¿Qué le lleva a inclinarse por la escritura narrativa a los treinta y siete años? Hasta su muerte, en 1924, le esperan trece novelas, dos libros de memorias y veintiocho cuentos; una de esas obras, las quinientas páginas de «Salvamento», lo acompañarán veintitrés años como una obsesión, en una reescritura mezclada de bloqueos creativos y prórrogas que se impone.

Misticismo marítimo

He ahí el lado más inquietante de una personalidad por lo demás exquisita: una irritabilidad, una autoexigencia creativa, que le conduce a una tensión doméstica continua contrasta con lo que dijo Virginia Woolf, quien se refería a un hombre «con los modales más perfectos, los ojos más brillantes, y hablaba inglés con un fuerte acento extranjero». La escritora apuntó que Conrad fue el autor con mayor reputación de su tiempo en Inglaterra, aunque no llegara a ser popular, y afirma: «En Conrad no hay nada coloquial, no hay nada íntimo, y no hay ni rastro del sentido del humor, al menos según se entiende en Inglaterra. Y todos estos son importantes reveses en el caso de un novelista». Y ciertamente, qué decir de la densa solemnidad de «El corazón de las tinieblas» (1902), «acaso el más intenso de los relatos que la imaginación humana ha labrado», según Jorge Luis Borges, un libro tan extraño como susceptible de diversas y atemporales interpretaciones.

A este respecto, hay un precioso pasaje del propio Conrad en su «Crónica personal» (1909) donde reconoce que una vida como la suya, en sus inicios, en primera instancia tan alejada de los ambientes intelectuales, «no constituye la mejor de las preparaciones para dedicarse a la vida literaria». Pero entonces, se corrige: «Tal vez no debiera haber empleado la palabra “literaria”. Dicha palabra presupone un íntimo conocimiento de las letras, una mentalidad y un sentimiento de los que no me atrevo a declararme en posesión. Tan solo amo las letras, bien que el amor por las letras no hace de nadie un literato, así como tampoco el amor por el mar hace de nadie un marino». Y aquí es donde queríamos llegar a parar: «Es muy posible que ame las letras del mismo modo en que un literato ame el mar que ve desde la costa, un paisaje de grandes esfuerzos y de grandes logros, que transforman el rostro de este mundo, la gran vía abierta hacia toda clase de países aún por descubrir».

Qué escritor, en verdad, ha sabido compenetrarse de forma tan profunda y delicada, mediante la ficción literaria, con el misticismo del mar –Cesare Pavese hablaba del «lugar del alma»– y con los antihéroes que lo transitan, de Londres a Australia, y muy especialmente por ciertos rincones de África y Centroamérica, como en el tríptico «Entre tierra y mar», cuyo nexo común son los mares del Índico. Josep Pla comentó estos aspectos estupendamente: «Nadie como él ha transmitido la angustia que producen determinados parajes de la Tierra, incluso de ciertos parajes totalmente conocidos. Y lo de la putrefacción de la voluntad en los trópicos, el deshuesado por la fiebre tropical, ¿quién lo ha descrito con más perspicacia? La lejanía colonial, la tenacidad colonial, callada y muda, por otro lado, ha sido contada por Conrad con léxico de poeta. Es siempre lo mismo: la mezcla de lo angélico y lo diabólico».

Viajes de tinieblas

¿Y qué decir del espacio protagonista, en primera línea o como trasfondo o espacio argumental? A ojos del autor catalán, «el mar no se puede amar. Se teme, simplemente. Lo que Conrad amó del mar fue la lucha de los hombres contra su desaforada y terrible dureza. Conrad amó a estos hombres brumosos y cínicos, criminales o ángeles, vagabundos o ambiciosos, que luchan en el mar. Este material lo manipuló con una sola preocupación de verdad y de vida». Y al cenit de tal cosa llegará Conrad con el viaje de Kurtz y Marlow, lleno de paisajes de tinieblas que en el fondo, y con sólo un puñado de páginas, llega al corazón del alma humana. A ello, como no podía ser de otra manera, fue sensible el mundo del cine. Hasta once de sus narraciones se han llevado a la gran pantalla, sobre todo mediante su adaptación más célebre, «Apocalypse Now», con la que Francis Ford Coppola trasladó a la guerra del Vietnam el Congo de finales del siglo XIX recreado en «El corazón de las tinieblas».

Dice Mario Vargas Llosa que la novela es «un exorcismo contra el colonialismo y el imperialismo, trasciende la circunstancia histórica y social para convertirse en una exploración de las raíces de lo humano [...] Pocas historias han logrado expresar, de manera tan sintética como subyugante, el “mal”, entendido en sus connotaciones metafísicas individuales y en sus proyecciones sociales». El trasfondo marítimo y trepidante es, por lo tanto, una excusa para ir más lejos; lo comentó Carlos Pujol: «Habla mucho del mar, pero este no es su tema principal; hay aventuras, pero la acción es un medio y no un fin. Su objeto es el misterio del hombre tratando de “escapar a la fea sombra del conocimiento de sí mismo”».

Y todo ello con una gran modestia, como se aprecia en «Crónica personal», libro en que explica cómo se decantó por la lengua inglesa, y no por el polaco o el francés (también sabía alemán y ruso), ya desde «La locura de Almayer» (1895), dejando caer esta exagerada hipótesis: «De no haber escrito en inglés nunca habría escrito ni una sola palabra». Bendita decisión: considerando sus constantes traducciones, sus renovados lectores, Conrad sigue presente gracias a sus libros de aventuras exóticas y psicológicas, y la grandeza de su narrativa ha generado una influencia tan positiva como, incluso, negativa: en una entrevista de José Martí Gómez a Norman Sherry, el biógrafo de Graham Greene –este lo eligió para tal empresa exclusivamente porque Sherry era el autor de una biografía de Conrad, habló de cómo «algunos libros de Conrad fueron desastrosos para Greene»; como «El corazón de las tinieblas», «que Greene siempre aspiró a escribir. Siempre soñó con escribir algo comparable a esa obra», hasta reconocer esa «influencia desastrosa» y obligarse a no leer a su ídolo durante treinta años. 

Publicado en La Razón, 2-VIII-2024