Fue casi un acontecimiento el hecho de que Cormac
McCarthy –nacido en Rhode Island, en 1933, y muerto
este 13 de junio en Santa Fe–, de continuo ajeno al mundillo
socioliterario, concediera una entrevista en televisión. Rompía así una suerte
de aislamiento que había potenciado la calidad de autor de culto que ya tenía
desde su debut con “El guardián del vergel” (1965) y, sobre todo, a partir de “Meridiano
de sangre” (1985), obra que, según Harold Bloom, lo instala en la senda
artística de, nada menos, Herman Melville y William Faulkner.
Aquel día, 5 de junio de 2007, la archifamosa Oprah
Winfrey habló de “La carretera” y, evidentemente, el libro se convirtió en un
superventas. Al día siguiente, las secciones culturales de los periódicos de
medio mundo ofrecían la noticia: por fin McCarthy, oculto como sus compatriotas
J. D. Salinger o Thomas Pynchon, tan conscientemente reacios a dejarse ver,
fotografiar o entrevistar, hablaba de su vida —viajes, pobreza extrema,
alejamiento absoluto al ambiente artístico y editorial— en la localidad donde
vivió, Santa Fe, en el estado de Nuevo México. Al parecer, a la edad de setenta
y cinco años (ha fallecido con ochenta y nueve), se permitía relajarse y ceder
ante el impulso publicitario del panorama cultural.
De McCarthy ya se habían llevado a la gran pantalla
cuatro adaptaciones de sus novelas, a destacar “Todos los hermosos caballos”
(National Book Award en 1992) y “No es país para viejos”, pero es “La carretera”
(premio Pulitzer en el año 2007) la que quizá tenga un condicionante más
exclusivo del arte cinematográfico: el género de las historias de anticipación.
Y es que McCarthy, con un estilo sintético como nunca en su trayectoria,
describía un mundo devastado por la guerra nuclear al que un padre y un hijo
(sin nombres) buscan un sentido. Entre tanta muerte y cenizas, juntos cruzan
los Estados Unidos, sufren calamidades y ven a hombres convertidos en caníbales
por la carencia de comida. Es simplemente el fin del mundo, una visión de cómo
sería el ocaso de la humanidad.
Pero como siempre, tras la fuerza arrolladora de
sus historias, plenas de violencia y desgarro, en McCarthy siempre cupo una
lectura entre líneas: de carácter moral y visionario. El escritor hablaba de lo
más terrible y, en el núcleo de la situación, colocaba a un niño —un homenaje a
su propio hijo, John Francis, de ocho años entonces— como víctima singular de
ese Apocalipsis que, como todas las tragedias, tenía, en su desesperanza, la
esperanza de un mañana.
Pero no todo fue narrativa en la trayectoria de
McCarthy, pues también estuvo interesado en el mundo del teatro. A este
respecto, su primera obra fue “The Stonemason”, de 1970 pero publicada mucho
más tarde, y la segunda, “El Sunset Limited”, que disfrutó de un largo y exitoso camino. En 2006 vio la luz en
un teatro de Chicago, para luego trasladarse a Nueva York, y hasta se hizo del
texto un telefilm, dirigido por Tommy Lee Jones y protagonizado por este y
Samuel L. Jackson. Un actor blanco y un actor negro para los dos únicos
personajes de la obra, llamados así directamente, Blanco y Negro, los cuales
mantienen un férreo debate, de tintes filosóficos, espirituales, religiosos y
mundanos, encerrados en «una habitación en un bloque de pisos de un gueto negro
de Nueva York», tal como se dice en la primera acotación.
McCarthy
subtituló su obra «Una novela en forma dramática», y precisamente algunos críticos reprocharon al autor
que “El Sunset Limited” estaba pensada más en términos novelescos. Extraña
conjetura, pues la obra funcionaba perfectamente a efectos teatrales. El
diálogo, chispeante, vivo, próximo, hacía que el lector se mantuviera atento
hasta el final, con la curiosidad de cómo iba a acabar este encuentro de un
hombre que ha salvado a otro de suicidarse en el andén del tren Sunset Limited,
si bien al lector le pudiera parecer algo tópico el empleo de los dos
personajes: el negro marginal y el blanco aburrido de la vida, todo lo cual
planteaba la acuciante idea de desear o no seguir vivos.
Publicado en La Razón, 13-VI-2023