En un mundo dominado por lo políticamente correcto, por la aberrante cultura woke, por la censura generalizada ante la ideología de moda, por la manipulación del lenguaje y de los ismos radicales y excluyentes…; en este ambiente de podredumbre cultural, decimos, en que tantísimos escritores y filósofos muestran partidismos políticos y una falta absoluta de librepensamiento o de cuestionamiento de la realidad social, se necesitan más que nunca trabajos que sean críticos y nos lleven a replantearnos la mirada hacia lo circundante.
Por fortuna, frente al alud de mediocridad de pensamiento imperante, que tantas veces toma una postura neutra para no ofender a los ofendidos sempiternos, surgen libros que tratan de atacar el “statu quo”, o muy de vez e cuando alguna voz “irreductible”, por decirlo con una palabra que usó Antoine Compagnon para analizar al que llamaba moderno antimoderno Baudelaire. Se sucede además lo que dan en llamar “cancelaciones”, silenciando a autores célebres, incluso por lo que dicen sus personajes ficticios, ya sea un clásico antiguo como Chaucer o autores contemporáneos como Harper Lee, Agatha Christie, Hemingway o Dahl con excusas de racismo, judeofobia o misoginia.
Esto ocurre, de forma preponderante, en el ámbito anglosajón, y tiene que venir un hombre de setenta y seis años para, sin pelos en la lengua, demostrar “La muerte de la libertad de expresión y por qué nos saldrá cara” (Deusto, 2023). El hartazgo del dramaturgo y cineasta de soportar este clima de neopuritanismo lo llevaba a ironizar sobre ideología de género, los políticos, los periódicos o a la actitud de las escuelas frente al bullying, indicando la existencia de una cultura del lloriqueo constante y colectivo. Muchas veces, esto estaba relacionado con el buenismo de la izquierda política y su frenesí por alcanzar el mito de la igualdad, de ver y de tratar a todo el mundo de forma idéntica.
El francés Alain Finkielkraut, por su parte, ya ha ido señalando lo que da en llamar «modernidad desequilibrada», que ha llegado hasta su último ensayo, “La posliteratura” (Alianza, 2023). Aquí se atrevía a decir que los libros ya no tienen ninguna virtud formativa y que incluso los más jóvenes muestran una postura de superioridad moral que les confiere «la victoria total sobre los prejuicios. Neofeminismo simplificador, antirracismo sonámbulo, recubrimiento metódico de la fealdad y de la belleza del mundo mediante las ecuaciones del pensar calculador, negación obstinada de la finitud: en su lucha contra la mentira, el arte está perdiendo la partida».
La odiosa igualdad
El pensador francés ponía diversos ejemplos, y en verdad, ningún ámbito se salva de ese tratamiento inquisitorial: festivales de música, obras de teatro y óperas. El asunto es manifestar un mismo argumentario: «vencer la exclusión, celebrar la hospitalidad, borrar las fronteras», desechar, en definitiva, lo que suponga méritos, ganarse un escalafón, ser mejor en algo. Ahora el enemigo es la jerarquía, concluía, en pos de la igual dignidad de las personas. Este proceder, pues, «como no esquiva ningún campo de la existencia, su devoradora pasión democrática limpia nuestra civilización de todo cuanto le daba valor». El autor así se lamentaba de una odiosa igualdad, tan caprichosa como frívola e improductiva. Y sospechamos que Sophie Coignard, autora de “La tiranía de la mediocridad” (traducción de Nuria Viver), estará de acuerdo con su compatriota.
Dicha periodista, que desde 1987 trabaja para el semanario “Le Point”, donde ejerce como editorialista con una columna donde expone lo que le indigna sobremanera, ya en el siglo pasado publicó libros de investigación que destapaban turbios aspectos de su país, con títulos que ya lo dicen todo, como “La République bananière” o “L'Omerta Française”, hasta llegar a otro de 2011 como “Le pacte inmoral”. Ahora, en este texto tan mordaz que defiende por qué debemos salvar el mérito, con sólo echar un vistazo a su índice ya obtenemos una mirada de las flechas que va a lanzar: “Los enemigos del mérito”, “Un valor universal pisoteado”, “El crepúsculo de la ambición”, “La universidad harapienta”, “¡El mérito no es woke!”, “Los indignados de la excelencia”, rezan algunos de sus capítulos.
Muy en especial, Coignard analiza el ámbito educativo, en que para ella es posible mantener la promoción de unas élites virtuosas al tiempo que se garantiza que haya, desde luego, una justicia social que facilite otro tipo de “igualdad”, la de tener al alcance las mismas oportunidades para acceder a esas élites. En este sentido, la escuela pública estaría renunciando a tal cosa. En Francia, durante la presidencia de François Hollande, su ministra de Educación Nacional se ensañó contra los becados por mérito, cuenta la escritora. “Cuando tomó posesión de su cargo, inició una cruzada contra los que obtenían la calificación de matrícula de honor en el examen de bachillerato y recibían, para continuar sus estudios, una modesta dotación de 1.800 euros al año. Una suma irrisoria para el Estado, pero crucial para sus beneficiarios”.
Huir del mérito como de la peste
Al final, desde el Gobierno galo se fue contra las asociaciones de estudiantes con la idea de preferir aumentar el número de becados “sin establecer la menor distinción entre los malos estudiantes y los excelentes. ¡Nada de discriminación! Esta obstinación me escandalizó”. Esta sospecha «de izquierdas» hacia el mérito ya la conocía Coignard; también, que “la meritocracia, si no se tiene cuidado, puede servir de elegante taparrabos para la perpetuación de los privilegios”. Con todo, era inaceptable que se negara una ayuda suplementaria a los que, “a pesar de su fragilidad, habían tenido el valor de desarrollar su talento y desplegar todo su esfuerzo para dar lo mejor de sí mismos”. Es decir, los más estudiosos no merecían ser mejor tratados que los que habían mostrado sólo mediocridad y falta de esfuerzo.
Coignard, así, emprende una cruzada contra los que intentan desacreditar el mérito, atacando duramente la política francesa hasta la actualidad, si bien se trata de una postura ya universal: «Me gustan los que no tienen títulos», declaraba Donald Trump en Nevada en las primarias estadounidenses de 2016. “Era aclamado por la multitud… de los no titulados”, refiere la autora. ”¡Menuda ruptura con los mensajes enviados por sus predecesores, de Reagan a Obama, que exaltaban el mérito como valor fundador del sueño americano!”, añade.
La periodista, asimismo, va recogiendo declaraciones de gobernantes o pensadores franceses que ven la meritocracia como una discriminación al hacer más egoístas a los individuos, y por lo tanto sería algo que atentaría contra el bien común. Pero la autora más va más allá, pues se adentra en la vida personal y profesional de aquellos que dicen tales cosas para indicar sin tapujos las contradicciones e hipocresías en las que incurren, como los casos de Chantal Jaquet o Ismaël Le Mouël; a estos contrapone figuras más honrosas como Charles Péguy o Albert Camus, “los dos huérfanos de padre y cuyas madres tuvieron trabajos precarios, reparadora de sillas una y mujer de la limpieza la otra”. En contraste, a autores actuales como el galardonado con el Premio Goncourt de 2018 Nicolas Mathieu “no le gusta el mérito. Huye de él como de la peste”. Ya lo decíamos: hay una falta absoluta de referentes valientes, en el plano literario, que afeen fenómenos que solamente menguan nuestra vida en sociedad y nos hacen, tantas veces, tan iguales como estúpidos.
Publicado en La Razón, 20-I-2024