Es el país más grande del mundo, ya se llame Imperio Ruso –como se conoció desde 1721–, República Socialista Federativa Soviética de Rusia, su nombre de 1917 a 1922, Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, hasta 1991, o el que recibe desde entonces la denominación de Federación Rusa. Comoquiera que se llame, lo político ha empapado la vida del país en todo momento de la historia; sus diferentes gobiernos han intentado influir, controlar, dirigir y hasta eliminar a su población, encarcelando, desterrando, esclavizando o asesinando a gentes de todo tipo, de ambos sexos, de cualquier edad.
En contadas ocasiones, sin embargo, el azar o la desesperada necesidad de escapar de una nación obcecada en destruir la existencia de sus habitantes, o en sustraerles lo que tuvieran, ha llevado a milagrosas salvedades, plenas de sacrificios y traumas. En concreto, quiere referirme a la escritora brasileña Clarice Lispector: a aquella mujer de pasado familiar increíblemente sufriente en su tierra ucraniana dentro de una comunidad judía masacrada, y que había nacido en el pueblo de Chechelnik.
Como tantas otras, la casa de la familia Lispector fue arrasada por los bolcheviques; el abuelo fue asesinado y la madre, violada por un grupo de soldados rusos que, para colmo, le contagiaron la sífilis. Por entonces, una superstición decía que una enferma de tal dolencia venérea podía curarse si se quedaba embarazada de nuevo, y así fue concebida la que llamaron Chaya, que significa «vida» en hebreo. Dos meses después de haber sido alumbrada, la familia consiguió pasar a Moldavia y de allí a Rumanía, donde pudieron obtener pasaportes rusos en 1922 y dirigirse a Brasil, donde la criatura sería renombrada como Clarice.
Este caso particular ejemplifica cómo era vivir una guerra en tierras rusas, en su guerra civil, de 1917 a 1923, entre el Ejército Rojo de los bolcheviques, tras la disolución del Imperio ruso, y el Movimiento Blanco, compuesto por los militares del exejército zarista y los mencheviques. En el año del nacimiento de Clarice, 1920, hubo al menos mil pogromos cometidos por todos los bandos de la guerra; la Cruz Roja rusa estimó que al menos 40.000 judíos fueron asesinados y, por otra parte, también se encontraría lo que Benjamin Moser da en llamar la prevalencia de la violación, otra característica de los pogromos al igual que el robo a los judíos de todas sus propiedades.
Vaginas apuñaladas
«Esto no es inusual; la violación es el elemento esencial de la limpieza étnica, diseñada tanto para humillar a las personas como para matar y expulsarlas. La Ucrania del momento de la guerra civil no era distinta», dice este biógrafo de Lispector Y en verdad, la estampa ofrece una imagen tan infernal que estremece pensar en cómo «miles de muchachas fueron sometidas a violaciones colectivas; después de un pogromo, “se encontraba a muchas de las víctimas con una navaja y heridas de sable en sus pequeñas vaginas”». Asimismo, derivada de la guerra, estaba sucediendo una hambruna devastadora: en los años 1921 y 1922, se calcula que murió un millón de personas en Ucrania de pura hambre.
Un siglo después, esa misma zona sufre calamidades atroces, tras dos años de duración de la guerra con motivo de la invasión rusa del país. Las mismas de antaño, comprobamos al leer –con un nudo en la garganta en muchos momentos– el libro de Sofi Oksanen “Dos veces en el mismo río. La guerra de Putin contra las mujeres” (traducción de Laura Pascual). Ella, también, pese a haber nacido en Finlandia en 1977, proviene de una de aquellas familias con un pasado monstruoso por culpa de las contiendas y los totalitarismos. Empieza así hablando de su tía abuela estonia, la cual padeció una agresión sexual una noche por parte del ejército soviético en 1944 que la llegó a enmudecer para siempre.
Ya en “Purga” (Salamandra, 2011), su tercera novela, y superventas, Oksanen ya había abordado cómo en una zona rural de una recién independizada Estonia, una anciana encontraba en su jardín a una veinteañera rusa, víctima del tráfico de mujeres, que había logrado escapar de sus captores. De hecho, la autora hace referencia a esta obra suya al comienzo de su nuevo trabajo, en que ya deja claras las concomitancias del presente con lo ocurrido en la década de los cuarenta: «Esto es así porque Rusia ha estado empleando en Ucrania el mismo manual que en sus anteriores guerras de conquista: el terror de la población civil, las deportaciones, la tortura, la rusificación, la propaganda, los procesos judiciales simulados, las falsas elecciones, la culpabilización de las víctimas, los flujos de refugiados, la destrucción de la cultura».
Destruir la memoria
Al hilo de lo ocurrido en la tierra de sus antepasados, Oksanen cuenta cosas tremebundas con respecto a los extremos, realmente psicopatológicos, a los que llegó el sistema opresor soviético. Por ejemplo, dice que para cualquier familia estonia, la ocupación soviética “significaba, entre otras cosas, que había que quitar de los álbumes todas aquellas fotografías que pudieran considerarse peligrosas y destruirlas, enterrarlas o esconderlas detrás del papel pintado, como hizo mi familia. Y si las conservaban de un modo u otro sólo podían enseñárselas a la gente de más confianza”. Esas simples imágenes eran una amenaza: testimonio de la memoria de los difuntos, y la Unión Soviética pretendía destruir la memoria porque “mantienen vivo el recuerdo de experiencias que se quieren erradicar, el de las víctimas de los crímenes que ha cometido y el la propia Ucrania independiente”.
Pero, por supuesto, lo más estremecedor del libro serán los casos que se van documentando de los abusos de los soldados rusos, que en medio de la guerra se sienten impunes para perpetrar atrocidades a las mujeres. Ejemplo de ello es Mijaíl Romanov, marido, padre y soldado del ejército ruso que, en la primavera de 2022, entró en un edificio de Kiev, mató a su propietario y violó durante horas a la mujer a la que acababa de dejar viuda. “Según se ha sabido, el hijo del propio Romanov tiene la misma edad que el de la víctima, que estaba llorando en la habitación de al lado durante los hechos”, apunta Oksanen. Cuando menos, Romanov fue juzgado “in absentia” por violación en Ucrania en lo que constituyó el primer juicio de este tipo, y la investigación sobre las brutalidades rusas, añade la escritora, no ha hecho más que empezar.
Por supuesto, se trata de una situación, esta de la violencia sexual, que “traumatiza y destroza a familias y a comunidades enteras durante generaciones, y transforma la estructura demográfica, de ahí que esa arma ancestral sea un instrumento de conquista tan popular y que Rusia siga utilizándola”. En el caso de Ucrania, Oksanen se pregunta si se está utilizando la violación como instrumento de genocidio. No en vano, Rusia, junto con la afirmación constante de que Ucrania no es un Estado, ha reconocido que “violan a la víctima para que ésta ya no quiera mantener relaciones sexuales con ucranianos, o que castran a los prisioneros de guerra para que ya no puedan tener hijos”. Una crónica esta, en definitiva, que no puede tener más actualidad y ser más oportuna para informar y concienciar a la sociedad, y ojalá, a los llamados a impartir justicia y castigar a los culpables.
Publicado en La Razón, 16-III-2024