En
1951, Hermann Hesse publicaba un libro donde reunía las cartas que había
enviado a diversos escritores. Esto era así porque, como bien indica Josep
Maria Carandell, “las cartas de los intelectuales son tan públicas como sus
obras”. Lo dice en el prólogo de 1977 que en su día acompañó esta edición, ahora
reactualizada y con añadidos, que contó con la traducción de Juan José Solar (ahora ampliada y
revisada por Laura Sánchez Ríos). En el prólogo, el gran
especialista en la obra de Gaudí y de la geografía catalana mostraba la teoría
de que en los países nórdicos, en contraste con los mediterráneos, tenía una
importancia muy seria las comunicaciones por carta al considerarlas “documentos
y pruebas que algún día serán conocidos por el público”. Una voluntad de
difusión, lo cual implicaría cierta rigidez en las formas, ausentes de
cordialidad efusiva, por ejemplo, prima en este tipo de textos entre, por lo
demás, dos autores de personalidad introspectiva y hasta atormentada.
Hace
unos pocos años nos quedamos impresionados por el Hesse que aparecía en el
libro de Bärbel Reetz «Las mujeres de Hermann Hesse», a raíz de las tres esposas que tuvo y el mal trato a las que las sometió.
Y es que el escritor germano-suizo mantuvo una tormentosa relación con tres
mujeres que se dieron con una entrega sin límites, pero que recibieron poca
cosa a cambio: abandono, humillación, rechazo. El tópico de que a veces es
mejor no conocer en persona al artista al que se admira se ejemplificaba con un
trío de admiradoras que soportaron una gran soledad con tal de estar con el
famoso escritor. La primera acabó en un psiquiátrico, a la segunda Hesse hizo
que no apareciera citada en la biografía que de él hizo su amigo Hugo Ball, y
la tercera al menos se llevó lo que ansiaba pese a que Hesse se casó con ella a
regañadientes: acompañar al premio Nobel 1946, codearse con el mundillo
literario y cuidar de su legado literario póstumo.
Por su parte, Thomas Mann está en
perpetua actualidad editorial, pues una y otra vez surgen trabajos sobre una
trayectoria que tuvo un reconocimiento precoz donde los haya: el eco de su
primer gran éxito, «Los Buddenbrook» (1901), en Alemania sólo fue comparable al
que obtuvo en su día el «Werther» de Goethe. Muy pronto, pues, a Mann le
llegaría la fama y el prestigio, y se erigió, por voluntad propia, en el pope
de las letras germanas, e incluso compitió con su hermano mayor, el novelista y
dramaturgo Heinrich Mann, cuya obra siempre despreció por vulgar aunque
públicamente le alabara. Un comportamiento muy propio de Thomas: la hipocresía
más fina, como demostró el reputado crítico Marcel Reich-Ranicki, apoyándose en
las cartas y en el diario del escritor. Es la actitud de un hombre serio, muy
consciente de su talento y capacidad artística, seguro de sí mismo, de su
trascendencia.
Alejarse de Alemania
Tal vez por eso ambas
personalidades, que además pertenecieron a la misma generación, Mann y Hesse
–este era dos años menor–, acabaron convergiendo tan bien aunque al inicio se
vieron muy distintos, como queda claro en esta serie de epístolas que recorren
el periodo 1910-1955 (la última corresponde a un Hesse lamentando la muerte de
su colega, dirigida a su viuda) y que dan prueba de su admiración artística
recíproca. Se conocieron en un hotel de Múnich, invitados por el editor de
ambos, en 1904, y ya desde el comienzo se dispensaron una cortesía que no cesó
durante décadas: «“El lobo estepario” me ha vuelto a enseñar, por primera vez
después de mucho tiempo, lo que significa leer», le dice Mann en 1928, para dos
años más tarde, al contestar una encuesta de un medio de comunicación sobre los
mejores libros del año, decir que “Narciso y Goldmundo” es un “libro
extraordinario por su inteligencia poética y la conjunción de elementos de la
tradición romántica alemana, de la psicología moderna e incluso del
psicoanálisis que en él se opera”.
Por su parte, Hesse da buena
cuenta de su carácter hablando a su amigo de que se siente tan alejado de la
Alemania de la Gran Guerra como de la de los años treinta, con fenómenos que le
parecen absurdos, y naturalmente agasaja a Mann; es el caso de su comentario a
un libro sobre Goethe y Tolstói, en el que “no pretende usted atenuar, simplificar
y cohonestar, sino precisamente hacer hincapié y profundizar en la problemática
trágica”. Curas de salud y mensajes sobre planes conjuntos de verse en St.
Moritz, el gusto por la obra de ciertos autores –Knut Hamsun o André Gide–,
asuntos relativos a la burocracia de las academias se suman a anécdotas
curiosas, como cuando Mann cuenta que un tipo le envió un ejemplar carbonizado
de uno de sus libros por haber hablado mal de Hitler. Y como trasfondo, ese
desapego a Alemania, pues ambos cambiaron de nacionalidad, en un camino, al
decir de Hesse, “de lo alemán a lo europeo y de lo actual a lo supratemporal”.
Y ciertamente libros como este demuestran que Hesse y Mann han permanecido más
allá del tiempo que les tocó vivir, siendo inmortales en su obra y, también, en
sus biografías.
Publicado en La Razón, 5-XII-2019