Poquísimas ciudades en el mundo que aúnen tanto encanto, arte e historia como Sevilla. Lo ha comprobado Eva Díez Pérez (Sevilla, 1971), y lo descubrirá el lector cuando conozca Sevilla, un retrato literario, un libro donde pulula una innumerable serie de escritores autóctonos, del resto de España o extranjeros que vivieron o visitaron la capital andaluza en algún tiempo de los últimos cuatrocientos años y que dieron testimonio escrito de ello. Y es que «Sevilla es un inmenso y laberíntico mapa poético. Bajo la ciudad de charanga y pandereta o de la eternamente repetida imagen de postal se oculta una cartografía de escritores casi siempre olvidados», afirma la autora en el prólogo. De tal forma que «en estas calles librescas nos toparemos con poetas ultraístas, tertulias de humanistas, soirées de vanguardia, barrocos metafísicos, gabinetes de ilustres y escuelas literarias que a lo largo de los siglos han ido forjando el imaginario de una ciudad literaria como pocas, aunque desgraciadamente sea más conocida por un ingrato catálogo de tópicos y folclorismos superficiales».
Por medio de dieciséis «paseos», Díaz Pérez, que ya había consagrado dos novelas históricas a Sevilla, nos lleva de la mano para enseñarnos las huellas visibles e invisibles de los escritores que pisaron las distintas áreas de su ciudad: los Alcázares, Santa Cruz, Alfalfa, Sierpes, La Alameda, El Guadalquivir, Triana... La escritora se convierte en una guía cultural de lo más completa y entretenida, pues documenta el trato literario que ha recibido cada zona que recorre, mezclando en sus explicaciones anécdotas, vivencias y libros de épocas lejanas o recientes con la actualidad. De tal modo que resulta natural que, por ejemplo, en el «Paseo segundo», después de ver cómo el checo Karel Capeck (el que acuñó, en una de sus obras, el término robot) observa la Giralda –«Así son las cosas en España: hay cimientos romanos, lujo árabe y razón católica»– nos crucemos con el Thomas Mann que, en la primavera de 1923, contempla la catedral, reconozcamos pasajes de varias Novelas ejemplares, pues «Cervantes conocía bien Sevilla, ya que residió durante algún tiempo, más desdichado que feliz, como cobrador de impuestos», o nos acordemos del quevediano protagonista de Vida del Buscón llamado Pablos en la actual calle Alemanes.
Precisamente, Fernando Iwasaki –autor peruano de apellido japonés y adopción hispalense–, en un libro también publicado por la editorial Paréntesis, Sevilla sin mapa (2010), señalaba la fuente de inspiración que ha supuesto el lugar para una gran cantidad de artistas foráneos: «Sevilla es una ciudad privilegiada, pues posee una historia singular y ella misma vive poseída por leyendas literarias y musicales. Sin embargo, mientras que su historia la han escrito los propios sevillanos, sus mitos han sido creados por viajeros, artistas, músicos y escritores de todo el mundo. Así, las grandes leyendas de Sevilla se fraguaron tanto en los libros de Prosper Merimée, Théophile Gautier y Richard Ford, como en las óperas de Verdi, Bizet, Mozart, Rossini, Beethoven y Beaumarchais». Y en efecto, Fígaro, Carmen o Don Juan son mitos universales asociados con Sevilla, así como es frecuente relacionar la ciudad con muchos de los mejores poetas que ha dado la lengua española: Antonio Machado y Luis Cernuda, que nacieron allí, Juan Ramón Jiménez y Jorge Guillén, que vivieron momentos angustiosos previos a sus exilios, Federico García Lorca, que se hospedó en abril de 1935 en los Alcázares y donde leyó por vez primera «Llanto por Ignacio Sánchez Mejías», y Miguel Hernández, quien se escondió en el mismo sitio huyendo de los soldados franquistas en unos días, además, en los que Franco visitaba la ciudad.
Pero no sólo, obviamente, Díaz Pérez destaca a los escritores de más renombre, sino que por su libro pasan muchos que la historia ha desatendido y que tuvieron una importancia considerable en su momento. Es el caso de Joaquín Romero Murube, muy vinculado con las generaciones del 27 y del 36 por su actividad cultural y su cargo de alcaide conservador del Alcázar –paseaba con Paul Morand, «un habitual viajero en Sevilla», y André Gide, quien «aprendió a seguir sus sentimientos en Sevilla, una ciudad sensual que le ayudó a comprender su homosexualidad»–, o de José Marchena, «más conocido como el Abate Marchena, uno de los personajes más fascinantes de la historia española del XIX (...) uno de los pocos españoles que participó de forma activa en la Revolución Francesa». Asimismo, habría que citar muy especialmente a Rafael Laffón, autor de Sevilla del buen recuerdo (1973), «un libro de nostalgias, de lugares olvidados de la ciudad que son, en realidad, la infancia perdida del poeta (...) guía emocional de una Sevilla definitivamente perdida», la de inicios del siglo XX, «los que quizá atisbaron algo de lo que alguna fue la ciudad».
Porque la mirada de Díaz Pérez es cariñosa, pero no complaciente a secas, y también pone el dedo en la llaga en la forma en que Sevilla no ha sabido atarse a su pasado artísticamente glorioso: «Aún espera la estatua de Cernuda su lugar en la ciudad, un proyecto retrasado una y otra vez mientras los monumentos a sus toreros surgen como hongos. En el cementerio de Sevilla tampoco están sus mejores poetas, sino los exagerados mausoleos de sus toreros. Curiosa relación la de Sevilla con sus hijos más ilustres, con los que la hicieron de verdad inmortal». Porque inmortal es el Guzmán de Alfarache, de Mateo Alemán, que nació en la calle Redes en 1547 y recreó en su obra «la vida canalla de la ciudad»; o el fragmento de uno de los mejores observadores externos de la ciudad, Benito Pérez Galdós, que en Fortunata y Jacinta describe a la «romántica y alegre ciudad» a la que acude en viaje de novios la pareja protagonista. Lord Byron, Jean Cocteau, Washington Irving, Rubén Darío, Marguerite Yourcenar... La lista de escritores fascinados por Sevilla es inacabable. Thomas Mann la visitó en mayo de 1923: «Recordaré siempre el día de la Ascensión en Sevilla, con la misa en la Catedral, la magnífica música de órgano y la corrida de fiesta por la tarde», y Théophile Gautier dijo de ella, tras alojarse en la calle Sierpes en 1840: «Es una ciudad grande, difusa, moderna, alegre, riente, animada. (...) El ayer no le preocupa, el mañana menos todavía; ella es sólo presente».
Este presente atrae tanto al turismo más convencional como a los viajeros más exigentes desde el punto de vista cultural. Ciertamente, los típicos prejuicios aún asolan la ciudad, una «descripción costumbrista de Sevilla, plana, tópica, sin matices, repetida y ya cansina», dice Díaz Pérez; pero en las calles y plazas, en los monumentos y arquitecturas, en los libros escritos en ella y sobre ella, también hay una Sevilla, para quien quiera buscarla y habitarla, que habla de la mejor literatura de todos los tiempos.
Publicado en Letra Internacional (núm. 112, otoño 2011)