Chile es una recóndita tierra de grandes poetas que han trascendido sus voces para convertirse en autores reconocidos en todo el mundo: Vicente Huidobro, Gabriela Mistral, Pablo Neruda o Gonzalo Rojas, muerto este abril. Grandes poetas, en efecto, pero sobre todo transgresores que han marcado nuevas pautas poéticas. Es el caso de Nicanor Parra, nacido en Chillán, en 1914, que revolucionó las letras chilenas a mediados de la década de los cincuenta con su propuesta de «antipoesía» y que ayer recibió el premio Cervantes: «Se acababa de despertar y al principio no se lo creía –contó a este periódico su hija cuando transmitió a su padre la noticia–. Se pensaba que era una equivocación. Está muy contento».
¿Pero quién es este escritor que fue capaz de alcanzar una gran resonancia cuando en su país nadie podía hacer sombra al omnipresente Neruda y que en los sesenta fue traducido por otro rebelde literario, el beat Allen Ginsberg en Estados Unidos? Pues un hombre que desde lo local va a instalarse en lo universal, al igual que su hermana, la cantante Violeta: su origen vital es provinciano, como sus primeras composiciones, influidas por el refranero y el folclore chilenos, caso de «La cueca larga» (1958), libro publicado en Santiago, adonde se había trasladado en 1932 para seguir su educación secundaria. Es el tiempo de la dictadura chilena, de su graduación en Matemáticas, de estudiar, gracias a una beca, en la Brown University.
Y es que la andadura de Parra inicialmente está asociada a la ciencia: en 1948 dirige la Escuela de Ingeniería de la Universidad de Chile y luego estudia cosmología en Oxford. Su primer poemario había sido «Cancionero sin nombre» (1937), lleno de romances, que luego desdeñaría; de hecho, su verdadero debut es «Poemas y antipoemas» (1954), donde Parra mezcla la nostalgia por la infancia con el pensamiento sarcástico, el lenguaje coloquial y el carácter autoparódico. Parra ya ha sentado las bases de su poética: un estilo que quiere captar el sinsentido de la vida, del drama del hombre moderno. Y siempre con ironías y paradojas, lo que le lleva a ser crítico con la autoridad eclesiástica o política, lo cual ha empujado a algunos estudiosos a considerar su antipoesía como poesía social. Algo apreciable en los libros «Versos de salón» (1962), la recopilación «Obra gruesa» (1969), «Artefactos» (1970), «Sermones y prédicas del Cristo de Elqui» (1979) y «Hojas de Parra» (1986).
Una trayectoria que también ha tenido ciertas curiosidades de trasfondo político y que han marcado en ocasiones su biografía; por ejemplo, en el año 1959, Nicanor Parra fue invitado al Congreso Mundial de la Paz que se celebraba en Pekín, ciudad a la que acudió a través de Estocolmo (durante la Guerra Fría los viajes que se hacían a los países socialistas siempre eran controlados por algunos órganos de seguridad occidentales). La mención viene al caso porque, en la capital sueca, se haría precisamente amigo de Artur Lundkvist, secretario de la Academia del Premio Nobel, en cuya casa coincide con la escritora Sun Axelsson, que se convertirá en su pareja (Parra estaba unido a otra sueca) de forma tan breve como tormentosa. Axelsson lo siguió a Chile y se hizo una gran divulgadora de la literatura chilena con sus traducciones de los grandes poetas. Y de entre ellos, hoy le toca tocar el cielo a Nicanor Parra, a sus 97 primaveras como poeta, o como le gustaría decir a él: antipoeta.
Publicado en La Razón, 2-XII-2011