viernes, 6 de enero de 2012

Chagall, un pintor de fábula




El cisne, la rana, el buey, el asno, el lobo, la gata, el pájaro, el zorro… Y el hombre. Todos son animales racionales en la literatura del genio de las fábulas, Jean de La Fontaine (1621-1695), que elevó el género a cotas de calidad inigualable tomando el testigo del otro gran fabulador de la historia, Esopo (cuya existencia es dudosa, en el siglo VI a. C.), que ideó historias con moraleja tales como “La zorra y la ciguena”, “El león y el ratón”, “La cigarra y la hormiga”, “La gallina de los huevos de oro”, “La liebre y la tortuga” o “El ratón de campo y el ratón de ciudad”. Virtuoso de la lengua francesa, miembro de la Academia de su país y siempre próximo a la cúpula del poder político y real, La Fontaine, ciertamente, no ha pasado a la historia por sus versos eróticos, obras de teatro o cuentos, sino por unos poemas donde las liebres cavilan, los lobos se disfrazan y los osos sufren de melancolía.

Ahora sus conocidas fábulas nos llegan mediante la traducción de Marta Pino Moreno, y con el extraordinario aliciente de estar acompanadas por la obra plástica de un gran artista, el ruso Marc Chagall (1887-1985). Una simbiosis literario-pictórica que ya tiene cierta tradición, pues dibujantes de la talla de Jean-Baptiste Oudry, Gustave Doré (ambos en el siglo XVIII), J. J. Grandville (en el XIX) y Benjamin Rabier (a inicios del XX) se habían enfrentado a ilustrar unos textos que no son tan sencillos de interpretar como se podría suponer y para los que Chagall creó cien “gouaches” (un tipo de acuarela “aguada”) de las que esta edición de Los Libros del Zorro Rojo reproduce cuarenta y tres. No hay más, y eso tiene una explicación harto interesante a efectos de la historia del arte contemporáneo.

En el prólogo, Joséphine Matamoros y Sylvie Forrestier, expertas en la obra chagalliana, cuentan que el centenar de gouaches fue creado en los anos 1926 y 1927, y que incluso se expusieron en París, Bruselas y Berlín en 1930. El éxito sería considerable, pues se vendieron todas a coleccionistas particulares. Luego, con la guerra, fue imposible localizar todas las obras; apenas unas pocas que se consiguieron exponer en el MOMA de Nueva York en los anos cuarenta y ya en los cincuenta en Europa. Chagall ya era un artista reconocido, y el interés por recuperar los gouaches se completó con tres exposiciones, celebradas en París, Niza y Céret, en 1995, 1996 y 2003 respectivamente, la primera de las cuales venía a conmemorar los diez anos de la muerte del pintor y el tricentenario de la del escritor.

Con todo, lo más interesante en torno a todo el proceso de relación entre el artista y la poesía fabulística se halla en dos textos introductorios firmados por el estudioso Didier Schulman. En ellos, es posible conocer las reacciones, viscerales e incluso con toques antisemitas (Chagal pertenecía a una familia judía de una localidad de Bielorrusia) de algunos críticos que contemplaron las obras en la década 1920-1930. Uno se quejaba de que un extranjero se atreviera a “interpretar la obra de un genio tan específicamente francés”; otro aseguró: “La Fontaine ha sido demasiado para Chagall, como ya ocurrió con todos sus ilustradores”. En general, para los críticos las densas imágenes coloristas de Chagall no congeniaban con el fabulista, no eran fieles a su espíritu. Incluso se dijo: “Chagall se ha afanado en volcar penosas y extravagantes concepciones”.

Esta mirada intelectualista sobre La Fontaine, tan a la defensiva en torno a su gloria nacional, por fortuna contrastó con otras posturas más abiertas; los colores chillones fueron óptimos para un tal Marcel Schmitz, que aseguró que sólo Chagall había “logrado franquear el umbral de este reino de fantasía y verdad” que firmó La Fontaine; este dio las “líneas generales del decorado, lo suficiente para imaginarlo, pero nada más”, mientras que el pintor creó la “atmósfera” adecuada, en su caso con “colores y nada más que con colores”; una forma para el artista, a la vez, de internarse en el paisaje cultural de un país que lo iba a acoger de 1948 hasta su muerte.

Hoy, el espectador, ya con la distancia del tiempo y la perspectiva de las tendencias que marcaron una época, juzgará el arte de Chagall representando a los animales humanizados, espejo salvaje del hombre racionalista, y buscará, si gusta, reconocerse con las singulares parejas de los poemas de La Fontaine: “La rata y el elefante”, “El caballo y el asno”, “El lobo y el zorro pleiteando ante el mono”, y tantas otras.

Publicado en La Razón, 31-XII-2011