En el teatro de ópera de Bayreuth, en Baviera,
ya se están preparando para que la música de Richard Wagner suene y se divulgue
más que nunca durante esta primavera y verano; el 22 de mayo, para celebrar los
doscientos años del nacimiento del compositor alemán, se realizará un concierto
dirigido por su compatriota Christian Thielemann, y del 25 de julio al 28 de
agosto se representará «El anillo del nibelungo». A estos eventos se le sumarán
docenas de muy diversa naturaleza que, aglutinados bajo el lema «Wagner para
todos», buscarán sacar a la calle –la Orquesta Estatal de Weimar actuará en la
plaza del mercado de Bayreuth– a este músico colosal, controvertido y siempre
de actualidad editorial, pero ahora con más motivo por este bicentenario
(también, en 2013 se cumplen los ciento treinta años de su muerte, ocurrida en
Venecia en 1883).
El teatro de Bayreuth, empezado a construir en
1872 exclusivamente para la interpretación de las obras de Wagner, fue diseñado
por él mismo, con el auspicio de su gran admirador, el rey Luis II, y se
inauguró cuatro años más tarde, con la representación completa de la famosa tetralogía.
Esta particular relación con el monarca y la evolución del costoso y complejo
teatro queda reflejada en el libro «Cartas sobre Luis II de Baviera y Bayreuth»
(editorial Fórcola), que ha preparado el escritor y musicólogo Blas Matamoro.
Éste contextualiza el difícil momento político del Imperio alemán en los años
sesenta del siglo XIX, con sus Estados aún dispersos, y explica cómo Luis II y
Wagner se conocieron –en Múnich, en 1864, año en que aquél es coronado, con
dieciocho años– y fueron entablando una amistad basada en la mutua adoración.
El joven rey, que había visto «Lohengrin» en
1861, encarga a un súbdito que localice y traiga a ese Wagner de cincuenta y un
años, por entonces «sospechoso de anarquista, mangante e intrigador». A Wagner
le precede esta fama de hombre de fuerte carácter y genio abrumador, y Luis no
duda en ofrecerle todo cuanto esté en su mano para que se mantenga a su lado:
una suntuosa paga y trato directo íntimo. Tanto, que la relación, por parte de
Luis, sólo cabe calificarla de enamorada si se ve cómo se dirige al artista. «Por
espigar unos pocos ejemplos –apunta Matamoro–: querido y único amigo, suprema
belleza de mi vida, íntimo y único amigo, fundamento de mi existencia, amigo
amado, encanto de mi vida, amor mío fiel y eterno hasta la muerte, júbilo de mi
existencia, mi todo santo y divino, adorabilísimo, el único por quien vivo y
por quien muero, mi postrer sueño mundano.»
Wagner no se queda atrás, y le dice, por ejemplo:
«Mi amado, querido y prodigioso amigo: Sólo el ideal puede unirnos de por vida
(…) nos amamos como dos hombres que están por encima de las leyes del mundo.
(…) ¡Es el amor entre un rey y un poeta! El sublime fundamento de esa unidad,
que nos eleva en una nube esférica por sobre la generalidad, es el arte: ¿y qué
arte? El ideal, el más ideal» (1-V-1866). Y empieza otra carta: «¡Mi dulce,
excelsa y ahora para mí de nuevo auroral estrella de los reyes!». Al parecer,
la homosexualidad de Luis se quedó en amor platónico hacia el maestro, aunque
algo les uniría de por vida: «Bayreuth representa la obra maestra del dúo
Luis-Ricardón», dice el autor argentino.
En estas cartas, pues, asistimos a los mensajes
que Wagner, retórica y líricamente, dedica a su mecenas, pero también a
personas de su entorno como su suegro el músico húngaro Franz Liszt, su hermana
Ottilie, varios directores de orquesta, tenores y médicos; todo en torno a experiencias
personales o incidencias que surgieron a la hora de representar sus óperas en
Bayreuth. El volumen se cierra con un texto en que Wagner habla de cómo ordena
y coloca la orquesta, los asientos del público o las filas de los palcos de su
teatro. Su carácter controlador y perfeccionista es manifiesto.
Es posible ahondar en semejante carácter en otro
libro nuevo, «Aspectos de Wagner» (editorial Acantilado), del profesor
universitario Bryan Magee (Londres, 1930), una síntesis de lo más
característico de la música de Wagner y de por qué ha influido tanto a artistas
de todos los ámbitos: por ejemplo, a los escritores franceses de finales del
XIX o, ya en el XX, a James Joyce o Thomas Mann. Primero, empieza por
cuestionar sus prosas de teoría musical –«Muchos pasajes son insoportablemente
aburridos. Algunos no significan nada»–, pero entre ellas encuentra la forma de
analizar el conjunto operístico llevado a la práctica. Asimismo, dedica
capítulos al «culto a Wagner» o a las formas de interpretar sus óperas, y muy
particularmente, a los colegas judíos del compositor, quien por cierto, en
1850, publicó de forma anónima el panfleto antisemita «El judaísmo en la música».
Y es que este es uno de los temas que más tinta
han hecho correr. Magee alude a cómo «los orígenes personales del antisemitismo
de Wagner son asombrosamente similares a los del antisemitismo de Hitler». Todo
nació de la envidia, de sentirse acomplejados y de encontrar en los judíos a
los villanos que provocaban su frustrante situación. Con todo, «Wagner
reconoció la eminencia de los intelectuales judíos» y «atacó la tradición
cristiana tanto como atacó el judaísmo». De hecho, según una carta de la
edición de Matamoro, le dice al director de la Ópera de Leipzig: «Soy totalmente
ajeno al actual movimiento antisemita» (23-II-1881), en referencia a que uno de
sus artículos había sido malinterpretado.
Y sin embargo, en aquel panfleto, como explica Rosa
Sala Rose en «El misterioso caso alemán» (Alba, 2007), Wagner «define a los
judíos como incapaces de toda creación artística y, por añadidura, como
elementos de corrupción del arte alemán y responsables de su decadencia». De
tal modo que aquel atraído por el arte debía rechazar a los judíos; idea que
retomará Hitler para «Mi lucha»: el ario es el hombre creativo. Así, en el
Festival de Bayreuth de 1925, dijo que «la obra de Wagner engloba todo aquello
a lo que aspira el Nacionalsocialismo». No en vano, como apunta la misma autora
en su «Diccionario crítico de mitos y símbolos del nazismo» (Acantilado, 2003),
el 1 de mayo de 1945 sonó la escena final del «Crepúsculo de los dioses» de
Wagner «cuando la radio difundió al pueblo alemán la noticia de la “muerte
heroica” de su Führer».
Los libros sobre Wagner se suceden más allá de este
bicentenario –sobre su mujer Cossima o su amigo-enemigo Nietzsche–, algo de lo
que no disfruta el otro músico del que también se celebrarán los doscientos
años de su nacimiento, Verdi (en octubre). En este sentido, para el crítico
musical Arturo Reverter, que prepara un volumen que recopila las mejores
cincuenta arias del italiano, éste «tenía y tiene más seguidores y aficionados;
sin embargo, Wagner resulta más polémico, tanto en su vida como en sus teorías
y escritos». Asimismo, «también es más amplio en su espectro de actuación.
Mientras que Verdi se limitaba a la composición y llevaba una vida más
tranquila y lineal, el alemán tomó parte en conflictos revolucionarios, intrigó
en diferentes cortes y es el creador de una forma musical operística revolucionaria,
la ópera como drama». En suma, «posee más luces y sombras, lo que le hace mucho
más atractivo».
Publicado en La Razón,
19-III-2013