El inventor
del psicoanálisis, Shakespeare, encontró en Sigmund Freud a su codificador; el
psicólogo había leído al poeta en inglés desde joven, y se convertiría sobre
todo en un Shakespeare en prosa; el psicoanálisis está agonizando, hoy es
esencialmente literatura; Freud como escritor sobrevivirá a la muerte del
psicoanálisis… Estas afirmaciones las firma Harold Bloom en “El canon
occidental”, donde interpreta a Freud desde su condición de escritor, la misma
de la que Vladimir Nabokov se burlaba al considerarlo un “autor cómico”. Hoy es
escaso el número de psicoanalistas freudianos, y las voces críticas en contra
de las teorías del de Moravia son infinitas. Pero sus libros no han caducado, y
todo lo relativo a ellos renueva el interés generalizado. Como esta biografía
de Marie Bonaparte, paciente de Freud, y también su discípula y hasta su
salvadora de las garras nazis.
El apellido
puede sorprender. ¿Algo que ver con Napoleón I de Francia? Pues todo: fue su
sobrina nieta. Esta llamativa genealogía se mantendría y agrandaría al casarse,
en París por lo civil y en Atenas por la Iglesia, en 1907, con el príncipe
Jorge de Grecia. De modo que Marie Bonaparte (1882-1962) sería la princesa
María de Grecia y Dinamarca, a la sazón madre de dos hijos, Pedro y Eugenia.
Esto por lo que concierne a la vida pública; la privada no tiene desperdicio, e
incluye traumas infantiles, un marido homosexual e infidelidades de los dos,
obsesión por la frigidez sexual cuya consecuencia más asombrosa será una
absurda operación quirúrgica ¡para acercar el crítoris a la vagina!, por un
lado, y, por el otro, intervenciones de carácter político, ayuda a cientos de
intelectuales para huir del nazismo y una relación con Freud muy particular, de
cariño y admiración mutua, por no decir de enamoramiento.
Este libro de
la biógrafa francesa Célia Bertin, traducido por Javier Albiñana, cuenta con un
prólogo de la historiadora y psicoanalista
Élisabeth Roudinesco, que destaca cómo Bertin es la “única persona hasta
la fecha que ha podido examinar el conjunto de documentos de Marie Bonaparte”,
en parte debido a la colaboración de la princesa Eugenia de Grecia (fallecida
en 1888; el libro se publicó en francés en 1982), aunque los archivos de
Bonaparte no podrán abrirse hasta el año 2020. “Célia Bertin muestra con
talento cómo Marie superó el hastío –y sin duda la locura– gracias a su
encuentro con Freud en 1925, a los cuarenta y tres años”, apunta Roudinesco,
que resume lo que el lector conocerá en las páginas siguientes: la muerte un
mes después del parto de su madre, la relación distante con su padre, geógrafo
y antropólogo, la severa educación de la abuela paterna y el largo matrimonio
con Jorge de Grecia, amante de su tío Valdemar.
Todo lo cual
puede agotar al lector ávido por descubrir los asuntos acerca de la Sociedad
Psicoanalítica de París, que Marie Bonaparte fundó junto con otros
psicoanalistas en 1926, o en torno a la intimidad y labor profesional
compartidas con Freud, de la que fue su principal traductora. Sin embargo,
conocer la infancia de la biografiada servirá para entender el alcance del
trato con el neurólogo, pues aquella niña rica y desdichada se consagraría a la
escritura de una especie de diario, conocido en vida de la autora: unos
“Cahiers”, escritos en inglés y alemán, que halló de casualidad en 1924 y de
los que ni se acordaba: “El enigma de los cuadernos fue uno de los factores,
sumados a otros, que me movieron, tras la muerte de mi padre, a pedir a Freud
que me psicoanalizara”. En la cabecera de la cama de su padre, precisamente,
Bonaparte leería en voz alta la “Introducción al psicoanálisis”, que la
deslumbró: “Y comenzó a meditar de otro modo sobre su dificultad de vivir”,
dice Bertin.
Se trata de
apuntes inconexos, espontáneos, que expresan tristeza y dolor y cuyas imágenes,
desde luego, fueron estudiadas por Freud desde el punto de vista sexual. Entre
ellos, nada más conocerse, se establece un vínculo lleno de confidencias; Freud
le diagnostica “neurosis obsesiva” y ve en el material que ella le aporta un
filón: «Los “Cahiers” ilustraban a la perfección las teorías freudianas» al ver
en ellos referencias fálicas enmascaradas. Concluido el análisis, se fraguó una
intensa amistad que sería determinante para Freud: Bonaparte pagó a los nazis
la “tasa de salida” que se exigía para abandonar Austria, y así el médico se
instaló en Londres. Allí iba a morir, y sus cenizas se depositarían en una urna
griega que le había regalado su discípula y mecenas.
Publicado en La Razón, 28-III-2013