martes, 2 de abril de 2013

Napoleón: “monumental asesino”


«El mundo entero conocía el nombre del emperador, pero pocos sabían algo de él. Pues, al igual que un rey verdadero, era también un solitario. Era amado y odiado, temido y venerado y, raras veces, conocido tal como era. Solo se le podía odiar, amar, temer, adorar, como si fuera un dios, pero era un hombre.» Este fragmento de la novela de Joseph Roth, «Los cien días», que acaba de aparecer en la editorial Pasos Perdidos, retrata certeramente la figura de un Napoleón I de Francia que acaba de regresar de su exilio en la isla de Elba en 1815 y que, durante ese tiempo de restauración, se prepara para Waterloo, de fin aciago para él. Es el Napoleón que se ve aclamado por los parisinos y que, aún a día de hoy, despierta pasiones históricas y detracciones sin cortapisas.

Se trata, en todo caso, del perfil de un hombre contradictorio, tan temerario como emprendedor. Por eso Roth lo define como débil y fuerte, fiel y traidor, apasionado e indiferente, orgulloso y humilde… Todos los extremos de la personalidad humana se encarnaron en Napoleón, y a su vez se reflejaron en sus ideas político-bélicas. Chateaubriand, que tan bien lo conoció, dijo en el capítulo de sus memorias en que lo compara con Washington, que éste respondió a la democracia mientras que Bonaparte pasó por encima de ella: «Los hombres no fueron a sus ojos sino un medio de poder: ninguna afinidad se estableció entre su felicidad y la suya; había prometido liberarlos, y los encadenó; se apartó de ellos y ellos se alejaron de él», escribe, decepcionado.

Admirado como general –para Wellington, fue el mejor de la historia– y vilipendiado por llevar a la muerte a cientos de miles de jóvenes–, aquel que se coronó a sí mismo como emperador de los franceses en 1804 ha recibido una atención proporcional a su soberbia: su importancia incluso se hace más relevante a partir de sus errores y abusos de poder; y así, sus acciones y pensamientos adquieren un atractivo mayor a medida que el arte o la literatura lo interpretan, ya sea a través del cine, como en el divertido film de Paolo Virzì «N, Napoleón y yo» (2006), en el que un maestro se obsesiona con matarlo, o por medio de afirmaciones surgidas de su propia familia, caso de la psicoanalista Marie Bonaparte, que dijo de su tío bisabuelo: «¡Qué monumental asesino!».