El atractivo por
la vida y obra de Francis Scott Fitzgerald (Saint Paul, Minnesota,
1896-Hollywood, 1940), emblema de lo que puede llegar a ser el estrellato
artístico y social y la degradación fulminante, parece no tener fin. El de él,
pero también el de su esposa, Zelda
Sayre, como ya se vio en la película «Medianoche en París» (2011), de Woody
Allen.
Precisamente la propia pareja
firma dos volúmenes que acaban de aparecer: «Pizcas de paraíso» (RBA), que
reúne once cuentos inéditos de Fitzgerald y otros diez que Sayre publicó en
diversas revistas; y «Querido Scott, querida Zelda» (Lumen), recopilación de
sus cartas a cargo de los estudiosos Jackson Bryer y Cathy Barks, que advierten
que «la tendencia general ha sido tratar sus vidas y sus enfermedades desde el
sensacionalismo». Y es que el drama les persiguió en forma de alcoholismo,
intentos de suicidio, separación irremediable –por los ingresos psiquiátricos
de ella, a causa de sus crisis mentales, o el trabajo en Hollywood de él– y
muertes trágicas: Fitzgerald de infarto, a los 44 años, y ella en un incendio
en una clínica en 1948.
De hecho, la salud de Zelda y el
alto tren de vida al que ambos se acostumbraron desde su boda serían motivo de
preocupación constante para Fitzgerald, como se demostró en el irónico libro «Cómo
sobrevivir con 36.000 dólares al año» (Gallo Nero, 2012). Así, el epistolario
de la pareja refleja la dificultad, también financiera, en la que se había
convertido una existencia que empezó siendo envidiable, adinerada y glamurosa
en plena época de la Ley Seca y el jazz, regada con copas y bailes, y se volvió
insufrible. Por algo dice Sayre en 1930, dentro de un vaivén de reproches
mezclados con mensajes de ternura: «Nos destrozamos a nosotros mismos».
Pero antes de esa destrucción, el talento de
Fitzgerald emergió en la que él consideró su mejor obra, «El gran Gatsby» (1925), que expresa «la irregularidad e impremeditación de la
vida en una época de alegre irresponsabilidad y decadente encanto», como dice
Mario Vargas Llosa en el prólogo a una nueva traducción de la obra, de Miguel
Temprano, novedad de la editorial RBA esta semana. Una traducción que se suma a
dos del año 2011: de José
Luis Piquero, en Paréntesis, y la de
Justo Navarro en Anagrama, y a otra de 2012, de Susana Carral, en Reino de
Cordelia, sello editorial hermano de El Rey Lear, que meses atrás dio dos
libros de cuentos de Fitzgerald: “Tres historias en torno a Gatsby” –relatos
preparatorios para la novela– y “La adolescencia de Basil Duke Lee” –donde
recuerda su etapa como estudiante.
Navarro afirmó en su día que
Fitzgerald inventó la era del jazz, y en el epílogo a la versión aludida
recuerda cómo el autor, en 1922, organizó fiestas en su gran casa, lo cual se
iba a extender en el texto que escribiría dos años después en la Riviera
francesa y que iba a titular “El gran Gatsby”, pues «toda la novela es una
sucesión de fiestas y reuniones para comer y beber. (…) Pero son diversiones
que acaban en perturbación y desembocan en violencia». El lector, y ahora el
espectador, tienen sobradas ocasiones para constatarlo.
Publicado en La Razón, 16-V-2013