canasta en
el jardín de una casa de Pensilvania
Anoche, en la tele
azarosa, la efeméride que me golpea el corazón: ya hace veinte años que Drazen
Petrovic murió en un accidente de coche, en Alemania. Ya hace veinte años de
todo lo importante. En el telediario, la imagen del Genio de Sibenik, y una
estatua erigida en su memoria. El Amigo de entonces, recuerdo, me llamó por
teléfono para darme la mala nueva. Hoy nadie duda de que fue el mejor jugador
europeo de baloncesto que haya pisado una cancha. No hubo un talento igual,
solo a la altura en competitividad a Michael Jordan, como se puso de manifiesto
en la final de Barcelona 92 entre Croacia y Estados Unidos.
Esta mañana, curioseando
en la red, buscando a aquel que marcó una época, todo un deporte, encogido de
miedo porque el tiempo haya dado un suspiro de dos décadas, encuentro un
artículo que alguien ha firmado por mí, pues dice con dolorosa claridad, con
nostalgia irreparable, lo que siento. Es de Raúl Vilas, periodista de Libertad Digital, y se titula “Drazen Petrovic, o cuando el baloncesto era nuestra vida”. Un texto que solo
entenderán los que teníamos alrededor de veinte años, vivíamos en la grisura
absoluta, jugando en las calles mañana, tarde y noche, con frío, lluvia o
calor, durante toda aquella adolescencia que se extendió gracias al basket, que
trascendió gracias al basket, que fue algo dentro de la nada.
Ayer todos recordaron los
62 puntos que Petrovic endosó, con la camiseta del Real Madrid, al Caserta en la
final de la Recopa de 1989. Pero también cómo había destrozado antes al propio Madrid
jugando con la Cibona de Zagreb, y cómo en la NBA lo infrautilizaron los Portland
Trail Blazers y consiguió por fin el estrellato con los New Jersey Nets, en un legado que aún dura, pues no en vano el mismísimo LeBron James dijo que había sido el mejor jugador no estadounidense de la liga americana. Descanse
en paz: Drazen Petrovic, y el tiempo que ya ha transcurrido para los que lo admirábamos.