Ayer [22 de junio] murió en un hospital del Ensanche barcelonés
uno de los innumerables hijos de Frank Kafka: un aragonés que llevó el absurdo
cotidiano, el humor negro, a una ingente obra narrativa y que hace escasas
fechas había alcanzado un hito editorial muy celebrado, la publicación de sus
“Cuentos completos” por parte de Páginas de Espuma. Desde comienzos de mes se
había comunicado que su salud pendía de un hilo, pues había contraído una
infección tras someterse a una operación de varices. Tenía ochenta años, había
nacido en la localidad oscense de Quicena, en 1932, y debutado como escritor en
1967 con la novela “El cazador”, en la que una especie de trasunto del Gregorio
Samsa de “La transformación” kafkiana decidía permanecer encerrado para siempre
en su habitación para evitar el trato con su madre.
La socarronería de Tomeo resultaba proverbial: de
rostro circunspecto en apariencia, sosegado e inmutable, ocultaba una ironía
sutil, una incomodidad de estar allá donde se encontrara que potenciaba su
encanto como comunicador. Arrastraba el carácter de esos investigadores que
buscan al asesino entre las pruebas del delito. No en vano, se había licenciado
en Derecho y luego había realizado estudios de Criminología. A este respecto,
en la presentación de los citados cuentos completos en Barcelona, Tomeo contó que
se interesó en esta ciencia para conocer los aspectos más oscuros y contradictorios
del hombre; aquellas cosas que queremos hacer pero no nos atrevemos, como decía
evocando la psicología freudiana del yo, el ello y el superyó, que tenía muy
presente. Él mismo describía al ser humano como un egoísta en busca de su
supervivencia; de ahí que considerara que la gente no se comunica en verdad y
que vivimos en “un régimen de colisión de derechos”.
En los años noventa, era desternillante verlo
definirse como un «viudo de guerra» (por estar divorciado), en la misma década
de su clímax como narrador: una veintena de obras le contemplaron en esos años,
entre ellas “El gallitigre” (1990), sobre el fruto
del amor de una gallina y un tigre, “El crimen del cine Oriente” (1995),
que se llevó al cine dos años después de su publicación, “Los misterios de la ópera” (1997)
y “Napoleón VII” (1999).
Una trayectoria que multiplicó su dimensión artística y popular gracias a sus
adaptaciones teatrales, tanto en España como en Francia y Alemania. El origen
de tal éxito residió en una primera versión para las tablas de “Amado monstruo”
(1984) –protagonizada por su amigo José María Pou–, tal vez su novela más
emblemática, donde se recrea una entrevista de trabajo en la que dos hombres
conversan hasta destapar sus respectivas paranoias, y se extendería a “El
castillo de la carta cifrada” (estrenada en 1993, en Colonia; una fábula sobre la
imposibilidad de escribir y mandar cartas) y al tremebundo éxito de la
adaptación, en el Odéon parisino, de “Diálogo en re mayor”, en 1998.
Las sombras de Buñuel
y Goya se proyectaron en un Tomeo a menudo calificado de marginal, extraño, que
se posicionó en los antípodas del realismo social característico de la
posguerra y que reconoció escribir a partir de “automatismos psíquicos”, desde situaciones dramáticas que le hicieron
convertirse en algo muy alejado de un escritor al uso. Y sin embargo, le
llovieron los reconocimientos, en especial en su tierra: en 1971 recibió el
premio de novela corta Ciudad de Barbastro por “El unicornio”, en la que los espectadores de una obra de
teatro iban siendo eliminados como en una novela policiaca, y obtendría
el Premio Aragón de las Letras 1994 y la Medalla de Oro del Ayuntamiento de
Zaragoza. Su universo literario, de una singularidad incuestionable, podía intuirse
en los títulos tanto de sus libros de relatos: “Bestiario”, “Zoopatías y zoofilias”, “Cuentos
perversos”, como de sus novelas, caso de “La mirada de la muñeca hinchable” (2003), donde un individuo
solitario dialoga con una mujer de plástico, o de “El cantante de boleros”
(2005), en que otro hombre solitario habla también con su madre muerta. Porque el mundo no oye, la
comunicación se vuelve absurda, y ya no oirá por siempre la voz sarcástica e
imaginativa de Javier Tomeo.
Publicado en La Razón, 23-VI-2013