Volar sobre dos océanos, recorrer un continente rayando el Polo Norte, tomar una docena de aviones para irte al otro lado del planeta y recorrer un país remoto e inabarcable, hace que te dé tiempo a ver cuatro, cinco veces una misma película. Eso hice con A Late Quartet, estrenada en el 2012, conmovido por la perfección de la historia, la interpretación de los actores, la sabiduría del guion y la dirección.
Se aborda en ella el desmoronamiento de
un cuarteto de cuerda, llamado La Fuga, en esos casos en que uno se olvida de
que está viendo un filme, de que los personajes son intérpretes de un papel
escrito, y se cree enteramente lo que está viendo con la clarividencia de lo
que tenemos al lado y entendemos, sentimos, aceptamos. El último concierto fue el increíble debut de Yaron Zilberman, que
consigue que la referencia inicial a los Cuatro
cuartetos de Eliot, que la presencia real y simbólica del Opus 131 de Beethoven o los comentarios
sobre el mundo itinerante de los músicos profesionales no tengan un ápice de
esteticismo pedante, sino que sean claros y atractivos tanto para el melómano
como para el que no frecuenta la música clásica.
La enfermedad irreversible, el amor y el
desamor, la obsesión por el arte, el enamoramiento repentino, el relevo
generacional, la erosión matrimonial, la fidelidad e infidelidad –tanto musical
como amatoria–, la vida doméstica, familiar, amistosa de cuatro intérpretes
juntos veinticinco años dando conciertos por doquier –el personaje de Philip
Seymour Hoffman anota los próximos recitales al comienzo, en Shanghái y Hong
Kong, como sabiendo a dónde me dirigía yo en aquellos momentos en el avión–, se
aglutina en esta historia con final maravillosamente abierto, circular,
emocionante como pocos.
El reparto ofrece a un Christopher Walken
estelar, a una magnífica Catherine Keener, a un impresionante Hoffmann, a un
actor que para mí ha sido todo un descubrimiento, Mark Ivanir –sobre el que una
mujer cercana a mi asiento me dijo que era israelí como ella, que estaba viajando
desde Tel-Aviv hacia Nueva York vía Madrid– y la bellísima joven Imogen Poots,
portentosa en su rol de hija de músicos, pasional y aniñada, llena de un
talento imperfecto que su mentor –el violonchelista Peter Mitchell (Walken)– elogia
como en su día hizo Pau Casals con él mismo. Una anécdota, leo a la vuelta,
tomada de la autobiografía del chelista ruso Gregor Piatigorsky.
Ah, y Nueva York… Mi primer destino en mi
paseo celestial por el mundo. Tan diferente al que estaba a punto de pisar,
escandalosamente caluroso, pues en la película aparece invernal, nevado, con
postales de la ciudad y música del grupo de fondo en una hermosa convergencia:
Beethoven, Haydn, Bach. El Opus 131
del primero, toda una plegaria, como dice el primer violín Daniel Lerner
(Ivanir) a Alexandra Gelbart (Poots, hija aquí de Hoffman y Keener) como
objetivo, desafío, metáfora de lo que no se rompe, de lo que hay que tocar sin
parar, pues en sus siete movimientos no hay cesura. Tal vez por esa ausencia de
silencio entre sus partes, fue la obra que Schubert pidió que le tocaran para prepararse
ante la muerte que ya sentía inminente; la pieza que el propio Beethoven
prefería de cuantas escribió; una obra cuya grandeza, como dijo Schumann, es imposible
definir con palabras.