El Dickens de Detroit, como a veces se le
denominaba, era uno de esos escritores que bien podrían haber pertenecido a aquella
generación que probó fortuna en el Hollywood dorado de la primera mitad del
siglo XX, como John Fante o Budd Schulberg, y que tenían una premisa
fundamental a la hora de encarar su escritura: ser directos, incisivos, ir al
grano sin permitir diálogos o descripciones prescindibles. Elmore Leonard siguió
a rajatabla este método y hasta lo expuso en un escrito que publicó en «The New
York Times» en el año 2001; en él venía a explicar sus diez reglas para
escribir en las que hacía hincapié en el hecho de que la narrativa tiene que
aspirar a la naturalidad de la vida, coloquial, simple, corriente, aunque en
ello se indague en lo áspero, en lo duro de estar vivo. De este modo, también
sugería el hecho de que el escritor tenía que dejar a un lado todo aquello que
al lector pudiese aburrir, en una máxima de Pero Grullo que sólo los
verdaderamente grandes saben poner en práctica.
Su fino oído para captar el pensamiento y
la dicción de sus conciudadanos y enmarcarlo en tramas detectivescas no surgió
de la nada. Todo suma. Seguro que su etapa como redactor publicitario ─antes de
graduarse en Literatura y Filosofía en la Universidad de Detroit─, y la
subsiguiente como escritor de «westerns», con esos diálogos secos y cortantes
concebidos para lectores que esperan acción y heroísmo sin divagaciones léxicas
ni metafóricas, unido a su trabajo como colaborador de la Enciclopedia
Británica y guionista de cine, le servirían para dar el salto a la narrativa de
misterio. Leonard enseguida logró ese estilo lacónico propio de la novela
negra, convirtiéndose en una suerte de Raymond Carver de largo aliento, en un
Hemingway con elementos humorísticos, llevando el realismo sucio a las calles
de la ciudad donde vivió y que ahora sufre la mayor de sus decadencias por
culpa de la crisis; la misma ciudad donde ubicó sus historias «El día de
Hitler» y «Mister Paradise», entre otras (sus otros escenarios predilectos son
Texas y Florida).
En una entrevista del año 2010, Leonard
abogaba por lo que para él era capital en sus novelas: captar el habla de las
gentes. Decía no importarle demasiado la intriga que proponía a partir de sus
personajes, o incluso el desenlace de la historia. Lo fundamental era retratar
a sus antihéroes de forma fidedigna mediante su modo de hablar. Esa viveza en
los diálogos sostiene cada una de sus novelas desde su debut, con «The
Bounty Hunters» (1953), hasta «Raylan» (2012), que inspiró una serie
televisiva. Tal vez ningún otro escritor norteamericano contemporáneo haya
estado tan atento al sonido de su prosa, a la busca de una gramática tan
consciente de sus estructuras como de parecer auténtica, próxima. De ahí que en
esas reglas de oro Leonard pusiera al autor en una posición casi secundaria
frente a la presencia de sus seres de ficción.
Así, todo en Leonard debía conducir
indefectiblemente al objetivo mayor: pensar en qué es lo que uno se suele
saltar en una novela y no malgastar el tiempo en escribir esos trozos, ni
hacérselo perder al lector, sobre todo. Y hasta se diría que tal técnica fue
fortaleciéndose a medida que pasaba el tiempo y la producción literaria del
octogenario Leonard se acercaba a la cincuentena de obras, alcanzando uno de
sus clímax con su novela «Road Dogs»; era la ocasión para recuperar tres
personajes emblemáticos, el atracador de bancos Jack Foley, Cundo Rey y Dawn
Navarro, en la californiana Venice Beach, de llevar a la escritura una fórmula
de entretenimiento irresistible que está concebida de modo improvisado y en la
que está asegurada la presencia de un elemento siempre, como él mismo decía:
una pistola, ya se dispare o no.
Y es que Leonard confesó en otra
entrevista reciente que no le dedicaba mucho tiempo a los argumentos. Sin
apenas esbozos, desarrollaba las tramas sin plan previo, presentando a todos
los personajes en las primeras cien páginas, para elaborar una subtrama donde
meterlos en las siguientes doscientas y, en las últimas cincuenta, preparar el
desenlace. En definitiva, 350 páginas, y una consecuencia tras una labor que
cabe afrontar con la idea de «divertirse»: los personajes devienen personas
reales. ¿Qué será de ellos?, se preguntaba Leonard tras acabar cada una de sus
novelas. Como si ellos tuvieran una vida más allá del papel y la lectura, y
ahora, como su autor, más allá de la muerte.
Publicado en La Razón, 21-VIII-2013