A Seamus Heaney le encantaba venir a España a
recitar sus poemas. Asturias (donde vive su hermana), Madrid o Córdoba fueron
algunas de las ciudades que, a lo largo de este siglo, acogió con reverencia y
cariño al poeta de la tierra que, durante mucho tiempo, estuvo asociada al conflicto
político y al enfrentamiento religioso, al peligro callejero y a la amenaza
terrorista: Irlanda del Norte. De hecho, ante tal situación, el católico Heaney
decidiría trasladarse a Dublín, en 1972. Ese año en el centro de la cronología de
este hombre nacido en Derry en 1939 y muerto ayer en la capital de Irlanda
marca su vida: lo aleja de la pelea entre católicos y protestantes y le da
perspectiva para escribir su libro más celebrado, “Norte”, de trasfondo
sociopolítico sin llegar a ser poesía política, en el lado sur de la isla
verde, tan ancestral en sus tradiciones, vigente en su magia celta.
Había sido profesor en la Queen’s University de
Belfast, en el Carysfort College dublinés, había ocupado una cátedra en la
Universidad de Harvard en 1984, y ya en los noventa, en la Universidad de
Oxford. Pero la biografía de un poeta son sus versos y el interés que despierta
en sus lectores. En nuestro país, recalquémoslo, Heaney despertaba devoción, y
las salas donde intervenía se quedaban pequeñas ante un público forofo. Sí,
forofo de la poesía. Tanto era su impacto que, por ejemplo, en una lectura en
el Centro de Bellas Artes madrileño en el año 2009, uno de sus mejores
traductores, Jordi Doce, decidió no leer el texto que llevaba preparado para no
robarle un instante el protagonismo al bueno de Heaney. Aquel texto se titulaba
“Realidad y justicia” –a partir de una frase de Yeats que solía citar el premio
Nobel 1995–, y en él enfatizaba cómo la poesía del norirlandés hablaba una y
otra vez “del asombro absoluto de estar vivo”, en una mirada que se columpiaba
entre la memoria y el presente, entre dos polos de deseos y pasiones.
Es el caso, afirmaba Doce, de su primer libro,
“Muerte de un naturalista” (1966): “Por un lado, la percepción y exploración
minuciosa del paisaje familiar, de la historia local, (…) de cuanto nos rodea y
ha forjado nuestro ser social, económico, cultural. Por otro lado, la tensión
mítica, la búsqueda de un plano de trascendencia en el que afincar ese impulso
de esperanza y utopía que certifica nuestra humanidad”. Una humanidad llevada a
lo lírico y que Heaney personificaba de modo ejemplar: otro de sus admiradores
fervientes, Antonio Rivero Taravillo, escribía que el poeta se mostraba “sin divismo alguno”, y “campechano ilustre, parece que en
cualquier momento Heaney vaya a subirse a un tractor y roturar un campo u
ofrecernos la compra de unas lustrosas terneras en un mercado de ganado de su
tierra”.
No en vano, Heaney procedía de una
familia de agricultores, y era inevitable que la tierra se convirtiera en un
elemento esencial en una poesía particularmente hermética, llena de simbología
irlandesa y guiños a las literaturas medievales escandinava y británica, muy
difícil de traducir. Aunque, en ocasiones, esa misma poesía resultaba clara y
nítida. En un pequeño poema inédito que tradujo Doce para su blog, a partir de
una lectura de Heaney el pasado abril en Avilés, leíamos: “Ahora que he tomado
tu pluma / con miedo / a que no surjan más poemas…”. Era una pieza elegíaca
casi, que reunía en pocas sílabas toda una vida de entrega a la escritura, sus
años y dudas. Una profecía de ese miedo que ayer se materializó del todo.
Publicado en La Razón,
31-VIII-2013